Brínea se hallaba consternada. Sabía que no debía estar escuchando la conversación, sintiendo que no era algo que le incumbiera. Además, la situación la entristecía profundamente, evocándole recuerdos dolorosos de cuando fue vendida. Aun así, se encontraba incapaz de hacer algo; la mano de Pipi seguía aferrada a la suya. Hizo un esfuerzo por mantener la calma y evitar secretar veneno, permaneciendo allí mientras escuchaba junto a las demás.
Sus hermanas, como Brínea se refería a las demás criadas de la mansión, se encontraban sentadas en los largos sillones de la gran sala de estar. Brínea estaba junto a Pipi, la más juguetona e irresponsable de todas. A su lado estaba María, a quien ella consideraba la hermana más seria, y junto a María estaba Amelie, la más entrometida y parlanchina de todas, cuya apariencia, durante los primeros días, Brínea confundía con la de un joven.
La criada lagartija dirigió la mirada hacia los rostros de sus hermanas, reflexionando sobre sus defectos y virtudes para distraerse de la conversación que seguramente la entristecería. Sus ojos se posaron en Narcisa, la más solitaria de todas, que estaba sentada en el sillón frente al suyo. Narcisa no era muy dada a la conversación y parecía aislarse, siendo todo lo contrario a la hermana Amelie. Sin embargo, Brínea notaba que Narcisa se mostraba más abierta y sonriente cuando estaba cerca de Henry, lo que la llevaba a pensar que quizás solo era tímida con sus hermanas.
Junto a Narcisa se encontraba Cristina, la hermana más presuntuosa de todas. No dejaba de afirmar que era ella quien pasaba más tiempo junto a Henry, algo que molestaba a las demás. Sin embargo, nunca se había mostrado así con ella, por lo que Brínea solo la veía como alguien que deseaba evitar la soledad y llamar la atención de las demás.
Al lado de Cristina se encontraba Sara, quien tapaba sus ojos con ambas manos. La chica lagartija la consideraba la hermana más romántica de todas, siempre compartiendo sus ilusiones sobre Henry y fantaseando con ser su princesa mientras él era su príncipe. Brínea sentía lástima por ella; las demás hermanas, especialmente Amelie y Cristina, solían burlarse mucho de sus sueños. Dado que Sara era más joven que ellas, le resultaba difícil defenderse. A pesar de esto, Sara mantenía un vínculo especial con Brínea y Pipi; las tres solían pasar tiempo juntas, charlando y jugando juegos de mesa. Siendo las más jóvenes de la mansión, Brínea se preguntaba si esa era la razón por la que se llevaban tan bien.
A su lado se encontraba Dalia, la más inteligente de todas las hermanas, fácilmente identificable por el traje de criada de un color distinto. Mientras las demás llevaban trajes negros con delantales y dobladillos blancos, el de ella destacaba con una tela rosada y un delantal blanco, además de mangas cortas que contrastaban con las mangas largas que usaban las otras hermanas. Dalia también actuaba como su maestra personal.
Después de pasar una semana en la mansión, Henry se dio cuenta de que ella no sabía leer, por lo que le pidió a Dalia que la instruyera en todo lo necesario. Aunque en las primeras lecciones solía quedarse dormida en la biblioteca debido al aburrimiento que le causaban las letras y las matemáticas, Dalia nunca la regañaba. En cambio, cada día se esforzaba por hacer las clases más divertidas, algo que Brínea apreciaba enormemente. A veces, incluso ansiaba que llegara la tarde para disfrutar de sus lecciones.
Echó un vistazo hacia la octava hermana, sentada en el sillón adyacente al suyo, al notar una pequeña lágrima deslizándose por el rostro de su maestra. Se trataba de Pando, reconocida por ser la más ruda y fuerte entre todas. Cuando algo necesitaba ser levantado, como cajas o muebles, y ninguna podía hacerlo, siempre la llamaban. Poseía una fuerza descomunal, su aspecto varonil y su manera de comportarse la asemejaban más a un hombre que a una mujer. A pesar de ello, Brínea había sido testigo de cómo Pando sonreía y adoptaba actitudes más femeninas cuando hablaba con Henry. Aun así, sentía un cierto temor hacia ella, a pesar de que Pando nunca le hubiera hecho daño. Había algo en su imponente apariencia que la intimidaba.
Sus ojos se posaron por unos segundos sobre la criada que hasta hace pocos minutos había estado llorando desconsolada en el suelo, Beatriz. La pobre mujer parecía estar al borde de un nuevo torrente de lágrimas, reflexionó Brínea mientras observaba su postura encorvada. Estaba sentada, con la mirada fija en sus piernas y las manos apoyadas sobre estas, como si intentara mantener su compostura con sus brazos.
No tardó mucho en desviar su mirada hacia Eliza, la criada que era la jefa de todas, pero a la que sus hermanas se referían como 'madre'. Sin embargo, Brínea se negaba a llamarla así; a pesar de haber sido vendida por sus padres, aún quería y extrañaba a su verdadera madre. Eliza mantenía un rostro preocupado y parecía esforzarse por mantener cierta distancia con su hija, como si quisiera darle espacio en el amplio pero abarrotado sofá.
A su lado estaba la más peculiar de todas; su cabello no seguía el patrón verde habitual, sino que era rojo en una mitad y azul en la otra, al igual que sus ojos. No portaba flores en la cabeza y mantenía una actitud distante, incluso hacia Henry, lo que lo incomodaba. Las hermanas parecían evitarla, y rara vez hablaba; Brínea nunca había escuchado su voz. Sin embargo, Ceache siempre obedecía a Henry, al igual que las demás criadas, y llevaba un uniforme diferente al resto. No usaba una falda, sus ropajes parecían tener influencia militar, reflexionó Brínea. Además, no ayudaba en la limpieza y se la pasaba en la biblioteca leyendo. Nunca abandonaba la mansión, por lo que descartó la posibilidad de que fuera un guardaespaldas, ya que cuando Henry la compró, ella no estaba presente. Aunque Brínea, en un principio, la consideró otra criada más de la mansión. Sin embargo, con el tiempo, aprendió de las demás y ya no podía definirla como parte de la servidumbre, aunque obedeciera como las demás. Después de todo, ella nunca había vivido en una mansión y había muchas cosas que desconocía por completo.
Finalmente, dirigió su mirada hacia la dirección a la que todas estaban prestando atención. En el sillón frente al de Eliza y las demás, se encontraba Henry, sentado junto a la señora diabla, quien lo tomaba de la mano con ternura. Desde su llegada, esta mujer siempre mostró modales que sugerían haber vivido toda su vida en una mansión, un contraste marcado con Brínea, quien había tenido que aprender intensamente cómo comportarse y, aun así, se movía con cierta torpeza. ¿Por qué me eligió a mí junto a ella? Se preguntó mientras se disponía a escuchar atentamente lo que aquel hombre que le había otorgado una nueva vida tenía que decir.
—Pensé que este momento nunca llegaría —murmuró Henry, un tenue susurro que resonó en la sala, captando la atención de todos. Un silencio denso se instaló en el ambiente, las miradas expectantes se posaron en él mientras se tomaba un instante para reunir el coraje necesario—. Yo también he ocultado muchas cosas, no soy quién para juzgar a nadie, pero tenía que sacarla de ahí, no podía dejarla.
Eliza parecía aterrada, como si supiera lo que iba a decir, pero lo hubiera olvidado desde hace muchísimo tiempo, enterrado en lo más profundo de su inconsciente y ahora emergiera a la superficie de su conciencia.
Pando giró para mirar a su madre, viendo las lágrimas deslizándose por su rostro. La fuerte y musculosa mujer resistió el impulso de abrazarla, sintiendo que era una lucha que debía enfrentar sola y, sin embargo, ella también se encontraba al borde de las lágrimas.
—Ese árbol llevaba el nombre de Elisheba, la madre Fidonia —continuó Henry.
—¿Elisheba? —murmuraron algunas en voz baja.
Dalia y María, más avispadas que las demás, voltearon discretamente hacia Eliza, dándose cuenta a lo que se refería Henry. Mientras tanto, las demás hermanas seguían confundidas, esperando las siguientes palabras de su amado Henry.
—El árbol se alimentaba absorbiendo la energía de cientos de miles de flores, plantadas por Fidonias en un ciclo sin fin —explicó con una mirada demasiada triste—. Cuando el joven drakontos llegó, ellas lo tomaron como a cualquier otro cliente adinerado. Eso es lo que todas pensaron, incluso él mismo que solo había llegado con la intención de conseguir empleadas para su mansión.
Para entonces, Brínea y Pipi seguían sin comprender lo que Henry quería decir, mientras que las demás ya se enfrentaban al torbellino de emociones y pensamientos que sus palabras habían desatado.
—Ese árbol le susurró al oído al drakontos pidiéndole ayuda, éste la escuchó y recordó la guerra, la destrucción y la muerte. Se acercó al imponente árbol y comenzó a tantear su grueso y rugoso cuerpo, entonces se le ocurrió una idea...
Pipi fue la última en darse cuenta sobre lo que se refería Henry. De sus grandes ojos comenzaron a brotar lágrimas y Brínea no pudo evitar sentirse mal, por lo que intentó soltarse del agarre de su hermana, pero no tuvo éxito, ya que esta la apretaba cada vez más fuerte. Finalmente, se rindió y el veneno en líquido comenzó, poco a poco, a salir por su escamoso cuerpo de salamandra.
—Una noche de luna llena, cuando no había nadie más que las flores como testigos, aquel drakontos que había pasado años intentando dominar un hechizo que lo atormentaba desde hacía tanto tiempo, finalmente decidió contra quién probaría lo que había aprendido... —Se enjugó una lágrima que surcaba su mejilla.
Sargonas se estremeció con ello y se acercó aún más a Henry en busca de calmar su intranquilo corazón.
—Se alejó unos cuantos pasos del enorme ser viviente, adoptó una posición firme en el suelo y, con las manos extendidas en su dirección, recitó una palabra que jamás olvidaría —se llevó ambas manos al corazón, tratando de calmar su agitación, y dijo—. Bentaro.
Todas las criadas estaban perplejas, incapaces de comprender el significado de esa palabra. Sin embargo, Eliza, Ceache y Sargonas fueron las únicas que reaccionaron, ya que conocían en profundidad la historia de Henry. Sargonas se aferró más fuerte a él, mientras que Eliza se mantuvo sentada, conteniendo las ganas de gritar. En cambio, Ceache se levantó y se encaminó hacia Henry, dejando a las hermanas sorprendidas, ya que no esperaban tal reacción de la persona más introvertida del grupo.
—Así que fuiste tú quien selló el gran árbol Elisheba —se inclinó ligeramente para quedar a la altura de Henry—. No cabe duda de que es algo impulsivo, algo que solo haría la persona de la que me enamoré.
Ceache tomó a Henry por la parte de atrás de la cabeza y comenzó a besarlo apasionadamente. Beatriz comenzó a llorar de nuevo, las hermanas empezaron a murmurar entre sí y Sargonas estaba en shock por el inesperado beso. Después de varios segundos, Ceache se separó de él. Se sentó como si nada hubiera pasado y permaneció en silencio durante el resto de la conversación, ignorando las miradas de los demás como si no le importara lo que pensaran de ella.
Henry se quedó quieto, observando cómo la familia que había construido se desmoronaba poco a poco. Por otro lado, Brínea no quería que su nueva familia se deshiciera, así que, con una pregunta inocente y con las escamas chorreando veneno, gritó a todo pulmón:
—¿¡Es realmente Beatriz hija del amo!?
Todas voltearon a verla. La gran mayoría de las hermanas también albergaban esas preguntas en su cabeza, pero no se animaban a preguntar, pues no querían poner en duda las palabras de su madre y nervioso a su amo.
—Sí —respondió Eliza sin dudar—. Después de todo cuando nos conocimos en la tienda de flores-
—¡Eso no es verdad! —interrumpió Henry a Eliza y prosiguió—. ¡Nos conocimos en las llanuras de los fidonias!
—¡Eso no es verdad! —contraatacó Eliza enojada y agregó—. ¡Es más, yo fui la que te llevó a ver al Elisheba!
Beatriz se levantó de golpe, y con cada paso que daba, el suelo se transformaba bajo sus pies: el pasto crecía y el suelo se resquebrajaba. Su piel adquiría un tono marrón, como si la textura y apariencia se tratase de la corteza de un árbol.
—Por fin lo he recordado todo —anunció Beatriz con una voz distinta, fría y sobrecogedora, mientras se aproximaba a Henry—. No me llamo Beatriz, nunca fui su hija, y ella tampoco es ni será mi madre —indicó señalando a Eliza, y continuó con determinación—. Pero todas ustedes son mis hijas, y él es el hombre que me concedió una nueva vida. Yo soy Elisheba, la gran madre Fidonia.
A medida que hablaba, su cuerpo comenzó a expandirse, creciendo tanto en tamaño como en altura. Sus ojos irradiaban un brillo semejante al propio sol. Si seguía así, pronto se toparía con el techo de madera.
—¡El hechizo, se está rompiendo! —gritó Eleuteria, llena de temor.
Ninguna de las criadas podía creer lo que estaban viendo, nadie hubiera esperado un giro tan inesperado de los acontecimientos. Eliza y Henry temblaban de miedo. Sin embargo, Ceache se mantenía indiferente, mirando desde abajo al enorme árbol que se erguía en la sala de estar.
—¡Yo nunca he mentido! —gritó Eliza a Beatriz, exasperada, y continuó—. Estaba de guardia esa noche cuando encontré a Henry desmayado con una pequeña semilla en la mano. Además, el árbol aún seguía en pie y no había ninguna flor plantada alrededor. Supuse que esa semilla solo pudo haberse formado al succionar la energía vital y mágica de ese hombre desmayado. No sabía que madre se había transformado en esa semilla y dejado un cascarón de cortezas vacío.
Con la mano repleta del líquido viscoso, Brínea logró liberarse del fuerte agarre de Pipi. Se puso de pie y corrió asustada, escapando del lugar. Pipi fue la única que se percató y la siguió hacia el gran salón, pero tropezó y cayó al suelo.
—¡Hermana! —gritó Brínea al voltearse tras el estruendo.
Sin embargo, no era la única que se había desmayado. Todas las criadas, a excepción de Eliza, apenas manteniéndose en pie, y Ceache, bostezando de sueño.
—¡Maestra Dalia! ¿¡Qué está pasando!? —preguntó enojada Brínea, mientras se aseguraba del bienestar de su hermana Pipi, quien yacía inconsciente en el suelo.
—E-está absorbiendo nuestra energía vital... Si sigue creciendo, temo que moriremos todas —respondió Eliza con dificultad.
Henry estaba atónito, inmóvil y con los ojos abiertos de par en par, llenos de terror. En cambio, la diabla Eleuteria lo zarandeaba para que reaccionara, pero este permanecía clavado en el suelo, al igual que el árbol que poco a poco se abría paso a través del techo, dejando caer trozos de madera.
—¡Tiene que hacer algo señor! —le gritó angustiada Brínea.
—E-esto es mi culpa, si yo no hubiera corrido el rumor de que el amo y Eleuteria estaban juntos, nada de esto hubiera pasado —dijo Pipi con lágrimas resbalando por su rostro y cayendo sobre las manos de la niña lagartija que la sostenía con ambas manos.
Brínea recordaba el secreto que Pipi le había confiado. Según ella, durante una noche en la que bajaba por los productos de limpieza, había visto a escondidas un momento romántico entre Henry y Eleuteria. Lo que Brínea desconocía en ese momento era que Pipi no había guardado esa información solo para ella. La verdad era que todas las criadas de la mansión estaban al tanto de ese episodio y lo comentaban en secreto, siempre manteniendo esa información lejos de Beatriz; quien no era ninguna tonta y ya estaba al corriente de todo.
—No digas tonterías, no es tu culpa —dijo limpiando las lágrimas con una mano mientras sostenía su cabeza, pero derramando, en el proceso, su líquido venenoso por todo su rostro—. ¡Haz algo! ¡No quiero perder a mi familia otra vez!
Un estruendo se escuchó cuando Beatriz atravesó el techo. Sus piernas habían desaparecido y ahora eran una sola; se habían convertido en un tronco. Henry reaccionó tras las palabras de Brínea y se puso en acción.
—Para ser tu primera vez repitiendo mi hechizo creado solo para ti, no ha estado mal —le dijo Eleuteria, entrelazando sus dedos de la mano izquierda con los de Henry.
—¡Ceache! Quiero que saques a todas las chicas de la sala de estar y las lleves a un lugar seguro —ordenó Henry.
Ceache hizo un extraño saludo y comenzó a sacar a todas las hermanas. Empezó con Eliza, quien se desplomó y, antes de caer al suelo, fue alcanzada por Ceache a tiempo. Llevó a las hermanas de dos en dos con su super fuerza y las depositó con cuidado en un jardín marchito y seco, como si hubiera sido abandonado hacía muchísimo tiempo. Las chicas parecían iguales a las pobres flores; sus cabellos se volvieron amarillos y poco a poco se desprendían como hojas secas las flores en sus cabezas.
Finalmente, Ceache se acercó para atender la puerta, ya que no había nadie más disponible. Encontró a dos mujeres y a un joven con un aspecto sospechoso. La mujer de cabello blanco y ojos de diferentes colores habló primero:
—Disculpe la interrupción, buscamos a Henry Frank. Soy una admiradora de sus libros y desearía que me firmara mi ejemplar favorito, El Maniquí —dijo con una sonrisa de oreja a oreja.
Ceache respondió rápidamente:
—No vive ningún Henry Frank aquí. Si no se marchan pronto, tendrán problemas.
Cerró las puertas dobles en sus caras, sin dar oportunidad a más preguntas. Mientras se alejaba, los escuchó discutir fuera, pero no le prestó atención. Tenía asuntos pendientes. Al llegar a la sala de estar, notó un inusual silencio.
Encontró a Beatriz desnuda y dormida en el suelo, mientras Henry y Sargonas estaban desmayados, tomados de la mano.
—Así que se unieron para volver a sellarla... —musitó Ceache, cubriendo a Beatriz con su abrigo azul oscuro—. Tengo que ocuparme de este desastre por la persona que amo y que me otorgó una nueva vida.
Con cuidado, levantó a Henry y lo acomodó en el sillón. Acto seguido, realizó el mismo procedimiento con Eleuteria. Finalmente, Ceache se acercó para recoger a Beatriz del suelo y se percató de que sostenía una diminuta semilla en su mano derecha.
—Al parecer, ahora realmente eres padre.