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Chapter 24 - κδ

El pasillo estaba oscuro y estrecho mientras Alqatil y Ely salían de la habitación. La tensión que los rodeaba era palpable, pero Alqatil se mantenía sereno, como si ya supiera lo que iba a ocurrir. Ely, a su lado, no dejaba de mirar a su alrededor, tensa, pero Alqatil lo notaba: su mente aún estaba atrapada entre el miedo y el desconcierto.

De repente, de las sombras emergió un matón, cuchillo en mano, sus ojos brillando con una amenaza silenciosa. Alqatil no pareció sorprenderse. Con un movimiento preciso y fluido, desvió el ataque con una patada rápida, haciendo que el arma cayera al suelo con un sonido sordo.

—¿Eso es todo lo que tienes? —preguntó Alqatil, su tono bajo pero seguro, mientras su mirada se posaba en el matón, ahora inmóvil en el suelo.

Ely observaba en silencio, sus emociones mezcladas, sin saber qué pensar. Finalmente, no pudo evitar preguntar:

—¿Por qué no lo matas de una vez?

Alqatil se agachó lentamente junto al matón, su voz suave y casi calmada.

—La muerte es un escape rápido. No deja huella. La verdadera lección, Ely, está en cómo manejas a quienes te temen. Eso sí que deja marca. ¿Matarlo sería tan... sencillo? —dijo, y con un leve gesto hacia el matón, añadió—: Si lo matamos ahora, nunca sabremos por qué temía. Nunca aprenderíamos de él.

El matón, aún tembloroso, levantó la mirada, sudoroso y asustado. —No... no diré nada.

Alqatil sonrió ligeramente, sin alegría alguna en su expresión. —No importa lo que digas ahora. Pero, ¿y si pudieras aprender algo más que el miedo?

Ely miró a Alqatil, confundida. No comprendía del todo lo que estaba sucediendo, pero algo en la mirada de él la inquietaba.

—¿Por qué sigues hablando de él como si fuera... alguien importante? —preguntó Ely, sin dejar de observar al hombre en el suelo.

Alqatil se enderezó, dejando que un breve silencio llenara el espacio antes de hablar.

—Porque él es como tú, Ely. En este momento, como él, tienes miedo de lo que podrías llegar a ser. La diferencia es que él ya ha tomado su decisión. Y tú... tú aún estás en el borde, dudando. ¿Te has preguntado alguna vez qué harías si no tuvieras miedo? Si no tuvieras que cargar con las expectativas de los demás, de la gente que te ha hecho daño... ¿Qué harías si pudieras elegir tu propio destino?

Ely lo miró, una chispa de duda cruzando sus ojos. Su voz titubeó al responder.

—Yo... no lo sé. Todo ha sido tan confuso... Tan... doloroso. —Su mirada se desvió hacia el matón, y luego volvió a Alqatil—. Pero, ¿realmente puedo elegir?

Alqatil se acercó más a ella, bajando la voz para que solo ella pudiera escuchar.

—Claro que puedes. El mundo está lleno de personas que te dirán qué hacer. Que te dirán que eres débil, que eres solo una víctima. Pero tú eres más que eso, Ely. Tú eres más que las cicatrices que te han dejado. Tienes el poder de decidir tu camino. No te lo darán... pero yo sí. Yo te daré las herramientas para hacerlo.

Ely tragó saliva, claramente afectada por sus palabras, pero todavía con una leve resistencia.

—Pero... ¿y si elijo... mal? —su voz vacilaba, como si temiera lo que sus propias palabras significaban.

Alqatil sonrió suavemente, pero sus ojos eran oscuros. —No hay elección correcta ni equivocada, Ely. Solo hay lo que haces con ella. Y si alguna vez te equivocas, yo estaré ahí para mostrarte el camino.

Con un suspiro, Alqatil se enderezó y miró al matón, luego volvió su atención a Ely.

—Por ahora, no hagas nada. Observa, aprende. A veces, la verdadera victoria no está en actuar, sino en saber cuándo esperar.

Ely, aún desconcertada, asintió lentamente, sin saber completamente qué hacer con las palabras que le había dicho. Pero algo había cambiado en su interior, una semilla había sido sembrada.

—Ven, te enseñaré cómo hacer que suelten información —dijo Alqatil, su tono suave, casi un susurro, pero impregnado de una amenaza palpable.

El hombre, con la piel pálida como la nieve, no dejó de mirar nerviosamente alrededor, buscando una salida, pero el espacio se cerraba a su alrededor como una trampa. Alqatil dio un paso hacia él, sus ojos fríos y calculadores. No era solo el miedo lo que se sentía en el aire, sino algo más pesado, más ominoso.

—¿Quién es tu jefe? —preguntó Alqatil, su voz ronca, cargada de una amenaza que apenas era audible pero imposible de ignorar.

El hombre tragó saliva, su garganta tan seca como el desierto. Sus dedos temblaban al intentar sostener su postura, pero la verdad lo consumía desde dentro, retorciéndose como una serpiente. La respuesta no era simple, pero el dolor, eso lo sabía, tenía una forma de abrir puertas.

Alqatil extendió su mano, sus dedos largos y pálidos como garras, y sin previo aviso, los colocó alrededor de la muñeca del hombre. De un solo tirón, el sonido de los huesos chocando reverberó por el pasillo. El hombre apretó los dientes, pero Alqatil, sin prisa, comenzó a doblar los dedos uno por uno, con la precisión de un cirujano que no se deja llevar por la urgencia, solo por el frío cálculo.

—Uno —dijo Alqatil, su voz suave, como si fuera un susurro al oído de su víctima.

El hombre soltó un grito, sus ojos llenos de desesperación, y el sudor comenzó a correr por su frente, empapando su rostro. La presión era insoportable, pero el miedo lo mantenía en su lugar, mientras su mente luchaba por encontrar una salida, por resistir.

—Dos —Alqatil continuó, como un murmullo que se expandía en el aire denso del pasillo.

El hombre gimió, su rostro contorsionado por el dolor. Cada músculo de su cuerpo gritaba por liberarse, pero la opresiva presencia de Alqatil lo mantenía inmovilizado. La respiración se hacía más difícil, y la claridad comenzaba a desvanecerse. El dilema moral se cruzaba con el físico; debía traicionar a su jefe, a su amigo al amigo de todos, o ceder a la presión.

—Tres —Alqatil susurró de nuevo, como si fuera una simple contabilidad.

La mano del hombre ya no podía sostener el peso de su propio cuerpo, y el dolor lo nublaba. Cada músculo se tensaba y se desgarraba bajo la presión. Su mente empezó a flaquear.

Alqatil se inclinó hacia él, casi imperceptible, observando la lucha interna del hombre con una fascinación helada. La moralidad de la situación comenzaba a deshacerse como un papel mojado en sus manos.

—Cuatro —continuó, y el sonido de los huesos del hombre crujió en respuesta. Un gemido ahogado salió de su garganta, resonando como un eco en la quietud de la habitación.

El hombre no podía pensar. Solo podía sentir el dolor que se expandía como una marea en su cuerpo. Pero la pregunta de Alqatil seguía martillando en su mente. ¿Cuánto más resistiría? ¿Qué pasaría si no podía soportar más?

—¿Por qué lo proteges tanto, a pesar de tener a tu familia? —la voz de Alqatil era como un cuchillo afilado, que penetraba sin prisa, sin emoción.

El hombre intentó hablar, pero la palabra le salió rota, casi inaudible. —Es mi jefe, nuestro amigo... No puedo... no puedo decirte nada.

Alqatil, implacable, ignoró la respuesta y continuó la cuenta.

—Cinco —su voz no vaciló, su mirada fija en el hombre, midiendo cada milímetro de su resistencia.

El hombre, sudoroso y quebrado, asintió rápidamente. —Sí, sí... tengo un jefe... solo sé que se fue, nada más. ¡Por favor, no más!

Alqatil lo observó un momento, casi con simpatía, pero su sonrisa era una sombra, como una mueca.

—Seis —dijo, y una presión mayor se cernió sobre el hombre.

La verdad estaba cerca, podía sentirlo. El hombre ya no podía mentir, ya no podía seguir en su farsa. Alqatil sintió cómo se desmoronaba, cómo los cimientos de su resistencia se disolvían.

—Confiesa, maldito —rugió Alqatil, su voz ahora baja y grave como un trueno.

El hombre tembló, el terror en sus ojos era indescriptible. Las lágrimas caían por sus mejillas como un río de desesperación.

—Es... es un traficante de esclavos... trabajamos para él... ¡Por favor, no más! —su voz quebrada se ahogó en el aire.

Alqatil se alejó un paso, como si le diera espacio para respirar, pero no lo hacía. La oscuridad de su ser se expandió en cada rincón de esa habitación.

—Nueve —Alqatil murmuró, casi con placer, observando cómo el hombre se desplomaba aún más, rendido.

—Por último... —Alqatil se acercó nuevamente, su presencia envolvente como una sombra que nunca se disipaba.

Ely, incapaz de soportar la tensión, gritó. —¡Detente! ¿Qué quieres sacar de él?

Alqatil la miró, su rostro reflejando una oscuridad tan profunda como el abismo.

—Diez —dijo, su voz baja, pero llena de triunfo.

El hombre, ya completamente roto, balbuceó entre sollozos. —Alfred... Alfred es mi jefe. Nos ordenó... capturar a sus hijas y... venderlas a alguien importante. Eso es todo lo que sé.

Ely, al borde de detener a Alqatil, se congeló al escuchar el nombre. Algo en su interior hizo clic, y el eco del nombre resonó en su mente. Alqatil, sin prisa, se levantó y dio un paso atrás, observando la reacción de Ely.

La sonrisa de Alqatil se ensancha. Había obtenido lo que quería: la verdad, arrancada de las entrañas del hombre. Ahora solo quedaba enfrentar a Ely y desentrañar sus colores.

—Entonces, Ely, ya conoces la verdad. Tu padre adoptivo fue quien te vendió.

Ely, incrédula, cae al suelo. Las palabras de Alqatil son un golpe más duro que todos los que recibió de ese hombre. Nunca imaginó que su padre, ese monstruo borracho y cruel, fuera quien la entregó. Las piezas se empiezan a encajar de una forma desgarradora, pero también aterradora. El odio y el dolor se mezclan en su pecho mientras sus manos tiemblan.

No sabe si las lágrimas son de rabia, de tristeza o de la impotencia de ser una marioneta sin control. La verdad la está devorando.

—¿Cómo sabes esto? —susurra Ely, su mente incapaz de procesarlo completamente. Las piezas de su vida comienzan a romperse en su mente, un rompecabezas imposible de resolver, mientras el mundo alrededor de ella se fragmenta y se recompone.

—Niña, ahora lo sabes. Tu padre fue la rata que te traicionó. No solo te entregó, sino que te maltrató. ¿Te acuerdas de las noches que pasabas temblando, esperando que no regresara borracho? ¿Las veces que lloraste y te preguntaste por qué nadie venía a salvarte? Era él, Ely. Era él.

Las palabras de Alqatil caen como martillazos sobre su conciencia. Ely siente que el suelo desaparece bajo sus pies, y el vacío en su interior crece. No puede pensar, no puede razonar. Todo lo que sabía, toda la falsedad de su vida, ha sido deshecha. La vida que pensaba conocer se disuelve ante la revelación.

—Yo estaré contigo cuando te vengues —dice Alqatil con voz suave, pero cargada de una oscuridad palpable—. Superaremos esta debilidad, pero antes de hacerlo, quiero saber si estás lista para adentrarte en este mundo. Quiero saber si lo que has sufrido es suficiente para que puedas luchar. Si tienes lo que se necesita.

Alqatil muestra nuevamente el cuchillo y lo coloca frente a Ely, casi con devoción. Su voz susurra en sus oídos, afilada como el filo del acero:

—Piénsalo, Ely. Si no lo matas, ¿cuántos más vendrán? ¿Cuántos más como él te harán sentir que tu vida no tiene valor? Nunca podrás defenderte si no tomas el control.

Ely siente el peso del cuchillo en sus manos. La decisión se solidifica en su pecho, un dolor profundo y creciente. Es como si el cuchillo fuera una extensión de su propio sufrimiento, una forma de tomar el control que nunca tuvo.

Al acercarse al hombre, el miedo en su rostro ya no le importa. La verdad de su vida, de todo lo que fue, la empuja hacia adelante. Sabe que matar es un paso oscuro, pero ya no le asusta como antes.

El hombre, desesperado, levanta la cabeza con ojos suplicantes.

—Por favor, no me mates. Quiero ver a mi fami...

Antes de que termine de hablar, Alqatil le patea la cara con fuerza, y el sonido de los dientes quebrándose resuena en el pasillo. Ely siente el crujido en sus propios huesos, como si ella misma hubiera sido golpeada.

La imagen del hombre roto ante ella no la conmueve como antes. Alqatil susurra:

—Ely, ¿a qué le temes? ¿A este hombre o a lo que representa? A él no le importó tu vida, no le importó el daño que te causó, ¿verdad?

Ely cierra los ojos. Las dudas persisten, pero algo dentro de ella comienza a despertar. La decisión es más pesada de lo que pensaba, pero la sed de venganza, alimentada por el sufrimiento, está ahí.

Con los ojos cerrados, Ely levanta el cuchillo. La verdad sobre su vida ha destrozado su alma, pero a la vez, la ha transformado en algo que no reconoce. Sabe que está a punto de cruzar una línea de no retorno, pero ¿acaso no fue esa la única opción que siempre tuvo?

El cuchillo sube. Y la oscuridad dentro de ella la guía.