La imponente mansión de Alqatil relucía con un resplandor majestuoso bajo la luz de las antorchas. Las carrozas, decoradas con emblemas familiares y estandartes que simbolizaban siglos de linajes, llegaban una tras otra. Cada barón descendía de su transporte con un porte digno de su estatus, sus túnicas pesadas ondeando suavemente al compás del viento otoñal.
Dentro, el aire estaba impregnado de conversación y especulación. Los barones, reunidos en pequeños grupos, intercambiaban miradas y gestos calculados. Algunos sonreían con la familiaridad que compartían entre iguales, pero todos sabían que aquella noche estaba destinada a cambiar sus vidas.
El Barón Noir, siempre el primero en observar los detalles, paseaba entre los invitados con una copa de vino en mano. —El ambiente parece propicio para una negociación,— comentó en voz baja al Barón Kaldor, quien asintió, acariciando su barba canosa.
—Todo esto es un escenario,— replicó Kaldor con una sonrisa sardónica. —Uno que sin duda busca impresionarnos. Pero aún no hemos visto al titiritero.
El Barón Grims, que había escuchado la conversación, intervino: —Paciencia, mis amigos. La verdadera jugada está por revelarse. Solo los impacientes caen en las trampas de quienes controlan las sombras.
En ese momento, las puertas se abrieron de par en par y Sirius, conocido como el "amigo sombrío", entró en la sala. Su capa negra flotaba tras él, y su presencia demandaba la atención de todos los presentes. Aunque su rostro estaba parcialmente oculto, la frialdad en su mirada era inconfundible. Sin necesidad de presentaciones, los barones sabían que él era el representante de Alqatil.
—Barones,— comenzó Sirius, su voz serena pero firme, —os agradezco por aceptar esta invitación. Esta noche, no solo compartiréis un banquete, sino también algo mucho más valioso: conocimiento.
Los murmullos se apagaron de inmediato. Todos los ojos se centraron en Sirius, expectantes.
—Nos encontramos en tiempos inciertos,— continuó, —pero hay formas de salir adelante, de prosperar. Mi señor os ofrece algo que pocos podrían imaginar en esta era: tecnologías que cambiarán vuestro modo de gobernar, de alimentar a vuestras gentes, de construir vuestras fortunas.
Con un gesto de su mano, los sirvientes comenzaron a desplegar pergaminos y artefactos rudimentarios sobre la mesa principal. Los barones observaban con interés, aunque algunos con más escepticismo que otros.
—Estos conocimientos que veis aquí,— explicó Sirius, —son solo atisbos de lo que está por venir. Métodos para duplicar vuestras cosechas, técnicas de construcción más eficaces, y remedios para enfermedades que hasta ahora han devastado vuestras tierras.
El Barón Noir, con su tono siempre calculador, dio un paso adelante. —Interesante... pero no somos niños a los que puedes deslumbrar con promesas vacías. Habla claro, ¿qué es lo que realmente queréis de nosotros a cambio de todo esto?
Sirius sonrió de lado, su mirada oscura atravesando a cada uno de los presentes. —Solo pedimos que permitáis a nuestra organización operar libremente en vuestras tierras. Que no os entrometáis en nuestros asuntos y, cuando sea necesario, que nos apoyéis en nuestras empresas. En resumen, necesitaremos vuestra vista gorda y, a cambio, os proporcionaremos la llave para un futuro de prosperidad.
El Barón Kaldor, astuto y siempre con una mano en la política, habló con voz profunda: —Debo admitir que lo que ofreces es tentador. Pero en política, ningún regalo es gratuito. Sabemos que todo poder tiene un precio. ¿Qué ocurre si aceptamos esta oferta y después surgen problemas? ¿Nos protegeréis de las consecuencias?
Sirius se giró lentamente hacia él, sus ojos brillando con astucia. —Barón Kaldor, nuestra organización es una sombra que nadie puede atrapar. Las consecuencias de nuestras acciones nunca caerán sobre aquellos que nos apoyan, siempre y cuando cumpláis vuestra parte del trato. Lo que ofrecemos es más que una simple alianza. Es una promesa de invulnerabilidad.
El Barón Grims tomó la palabra, su tono era grave, como si cada palabra fuera una sentencia. —Hace tiempo que el poder en este reino está repartido entre demasiadas manos. Quizá es momento de que alguien lo controle de manera más efectiva. Si lo que dices es verdad, puede que hayamos encontrado a ese alguien.
Sin embargo, no todos los barones estaban convencidos. El Barón Thorne, cuyo rostro era una máscara de desdén, se levantó de su asiento, mirando con desdén a Sirius. —No todos somos tan fáciles de manipular. No necesito alianzas con quienes se ocultan en las sombras. Mis tierras han prosperado bajo mi mano, y así continuarán.
A su lado, el Barón Valen, más callado pero igual de peligroso, asintió lentamente. —Este tipo de promesas son solo para aquellos que temen perder lo que tienen. Yo, por mi parte, no temo a nada ni a nadie. No me interesa formar parte de este juego.
Sirius mantuvo su compostura, aunque una leve sonrisa cruzó su rostro. —Es una lástima, barones. Pero os aseguro que no se os volverá a invitar a una oportunidad como esta.
Con un gesto discreto, Sirius permitió que ambos barones junto con 3 barones mas abandonaran la sala. No hicieron ruido al marcharse, pero todos los de Aurora sabían que su destino estaba sellado, no con la muerte inmediata, sino con una desaparición tan sutil que nadie sospecharía. En el más absoluto silencio, serían llevados al "COT", el lugar del que nadie escapa, donde el dolor y la tortura no conocen fin.
Una vez fuera del salón, la reunión continuó. Los barones que se habían quedado comenzaron a considerar las implicaciones de lo que se les ofrecía. Sirius, retomando su posición en el centro, miró a cada uno con la certeza de que ya los tenía en sus manos.
—Los que han aceptado nuestra oferta no solo tendrán acceso a estas tecnologías, sino que también podrán reclamar las tierras de aquellos que rechazaron nuestra alianza. Ellos han desaparecido del tablero de juego, y esas tierras están ahora al alcance de vuestras manos.
El Barón Noir se levantó, con una sonrisa apenas contenida. —Parece que la noche nos ha traído más de lo que esperábamos. Acepto tu propuesta. Mi ambición no conoce límites, y estas nuevas herramientas solo acelerarán mi ascenso.
El Barón Kaldor asintió de nuevo, satisfecho. —Nos habéis dado motivos suficientes para confiar en vuestra causa. No tengo más que añadir, salvo mi lealtad... siempre que mis intereses sigan protegidos.
El Barón Grims, quien había permanecido en silencio, se limitó a levantar su copa. —Por nuevas alianzas y por un futuro más brillante.
Sirius asintió con aprobación. —En ese caso, barones, os proporcionaremos los planos y el conocimiento necesario para hacer prosperar vuestras tierras. Métodos de refinación de minerales, técnicas avanzadas de agricultura que duplicarán vuestras cosechas y herramientas para mejorar la arquitectura de vuestras ciudades. Todo esto será vuestro, siempre y cuando mantengáis nuestra alianza.
La reunión concluyó con una calma inquietante. Los barones que aceptaron el trato se quedaron en la sala, discutiendo entre ellos las posibilidades. Mientras tanto, Sirius observaba desde las sombras, satisfecho. Y en un rincón oscuro de la mansión, Al, el verdadero maestro, contemplaba todo en silencio, observando cómo los barones se marchaban con una mezcla de ambición y temor en sus rostros.
Con la decisión tomada y la nueva alianza sellada, la atmósfera en la mansión de Alqatil cambió. Las luces de los candelabros parecían brillar con más intensidad, y los barones, aquellos que habían aceptado el trato, comenzaron a relajarse. Las tensiones políticas, aunque nunca desaparecen del todo, se disolvieron temporalmente en el vino y la música que comenzaba a llenar la gran sala.
Los músicos, vestidos con atuendos elegantes, tomaron sus lugares en un rincón del salón y comenzaron a tocar melodías suaves y cadenciosas. Los sirvientes trajeron bandejas rebosantes de frutas exóticas, vinos especiados y platillos dignos de un festín real. El Barón Noir fue el primero en invitar a uno de los nobles presentes a bailar, mostrando un dominio impecable del protocolo.
Conforme los barones se levantaban para unirse a los bailes, el ambiente se llenó de risas, conversaciones corteses y movimientos gráciles. Las túnicas y vestidos de los presentes se movían al ritmo de la música, creando una visión casi onírica. Era como si, por un momento, la tensión del poder hubiera quedado a un lado y solo quedara la elegancia y el esplendor de la nobleza.
Al, desde una posición elevada y oculta tras las cortinas, observaba todo en silencio. Aunque solo tenía ocho años, su mente era fría y calculadora. Sabía que Sirius era su cara visible, el hombre en quien todos fijaban sus miradas, pero él, en las sombras, era quien movía los hilos de todo lo que ocurría. Cada barón, cada acuerdo, cada palabra dicha esa noche, formaba parte de un juego que él había diseñado meticulosamente.
Entre los danzantes, Lyra se movía con discreción. Siempre eficiente, siempre atenta, su mirada se cruzó brevemente con la de Al, como si supiera que una conversación importante estaba por venir. Con un gesto casi imperceptible, Al le indicó que lo siguiera.
Mientras los barones seguían bailando y celebrando, Al se dirigió a una pequeña sala apartada del bullicio. Allí, la luz de las velas proyectaba sombras inquietantes en las paredes. Cuando Lyra llegó, cerró la puerta tras ella, y en la penumbra de la habitación, solo sus pasos resonaban.
—Lyra,— comenzó Al, su voz suave pero cargada de autoridad, —tenemos asuntos urgentes que atender. Los barones Thorne y Valen… no deben ser tocados por nadie. Quiero que vayas al COT y le digas a Orion que los mantenga aprisionados. Nadie debe ponerles una mano encima. Solo serán retenidos… hasta que yo llegue.
Lyra asintió, su mirada firme como siempre. Sabía que las órdenes de Al rara vez eran simples. —¿Y qué pasará con los otros tres barones que se marcharon? Sus decisiones han dejado claras sus intenciones.
Al sonrió, una sonrisa fría y calculada que desmentía su juventud. —Los otros tres serán castigados de manera diferente. Usa enfermedades sin cura, algo que les consuma lentamente, o venenos que tarden días en manifestar sus efectos. Deben sufrir, pero sin que nadie sospeche. Todo debe parecer natural, como si el destino mismo les estuviera reclamando por sus errores.
Lyra se inclinó ligeramente, una reverencia sutil pero significativa. —Lo haré tal como lo has ordenado, Al.
—Confío en ti, Lyra,— respondió él, su tono ahora más suave. —Y recuerda, no debe haber fallos. Los barones que se niegan a cooperar deben ser eliminados de forma silenciosa, pero efectiva. Los que aceptaron el trato deben sentir que han hecho la elección correcta, y que están a salvo bajo nuestra protección.
Con un último asentimiento, Lyra giró sobre sus talones y salió de la sala, lista para cumplir con las órdenes que le habían sido encomendadas. Sabía que cada movimiento debía ser calculado al milímetro, que una sola falla podría desmoronar todo el plan.
De regreso en la gran sala, el ambiente de celebración continuaba. Los barones que se habían quedado —Noir, Kaldor y Grims— charlaban entre ellos, sus copas de vino tintineaban mientras discutían en voz baja sobre las posibilidades que las nuevas tecnologías ofrecían a sus tierras.
—Es fascinante,— comentó el Barón Noir, con su tono lleno de una nobleza calculada. —Estos avances agrícolas… si realmente funcionan, podríamos dominar no solo nuestras tierras, sino también a aquellos que dependen de nosotros.
El Barón Kaldor asintió, siempre frío y pragmático. —El conocimiento es poder, pero lo que realmente importa es quién lo controla. Y, por lo que veo, ahora somos los únicos con acceso a estos secretos. Los demás… bueno, digamos que han sellado su destino al rechazar esta oportunidad.
—Y no olvidemos,— intervino el Barón Grims, —que siempre habrá más tierras que reclamar. Los que han desaparecido dejan vacíos que otros pueden llenar. Tal vez, esta sea nuestra oportunidad para expandirnos.
Mientras tanto, Sirius observaba desde un rincón, complacido. Sabía que estos barones, por más ambiciosos que fueran, estaban ahora bajo el control de Alqatil y su organización. Eran peones, piezas valiosas, pero manipulables en el tablero de poder que habían diseñado.
Desde la ventana de la sala apartada, Al miraba el festejo. Podía escuchar los murmullos de los barones, sus promesas y ambiciones desbordándose con cada palabra que intercambiaban. Pero él sabía mejor que nadie que esas promesas serían su perdición. Mientras ellos celebraban, las sombras del COT ya se cernían sobre Thorne y Valen, esperando el momento adecuado para llevarlos a su prisión eterna.
Al, con las manos entrelazadas detrás de su espalda, observaba el cielo estrellado a través del vidrio de la ventana. El futuro estaba en sus manos, y el destino de aquellos que lo habían subestimado estaba ya escrito.
Mientras los barones se despedían uno a uno, satisfechos con los acuerdos alcanzados y con las promesas de poder, Al permaneció inmóvil, contemplando. Sabía que el poder verdadero no se ostentaba en celebraciones ni en palabras grandilocuentes. El poder verdadero se ejercía en el silencio, en la oscuridad, donde nadie más podía verlo.
Cuando el último de los barones se marchó, Al bajó la mirada y se giró hacia Sirius, que ahora estaba a su lado. —Todo marcha según lo planeado,— dijo en voz baja.
Sirius asintió. —Lyra ya está en camino. Orion sabrá qué hacer con los barones Thorne y Valen. Y los otros tres… bueno, ya están condenados.
—Perfecto,— respondió Al, su tono impasible. —Ahora solo queda esperar. El tiempo hará el resto.
Con esas palabras, el joven maestro de las sombras dio media vuelta y desapareció entre las cortinas, dejando tras de sí la visión de una mansión que, aunque en calma, ya estaba teñida por la intriga y la traición.