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Chapter 30 - λ

El sol se despedía lentamente del cielo, dejando atrás un atardecer que teñía el lago con tonos dorados y naranjas. Alqatil estaba de pie en la orilla, su mirada fija en las suaves ondulaciones del agua, como si en su movimiento encontrara una calma que le eludía en la vida cotidiana. A su lado, Sidra observaba en silencio, sin entender del todo el propósito de estar allí.

—¿Qué hacemos aquí? —preguntó finalmente, rompiendo el suave susurro del viento.

—Disfrutar —respondió Alqatil sin apartar la vista del lago—. Aunque estemos bajo presión, siempre hay momentos para relajarse y simplemente respirar. Incluso para mí, sigue siendo difícil.

Sidra se quedó en silencio, absorbiendo las palabras de Alqatil. Había algo en su voz, una mezcla de serenidad y resignación, que la hizo reflexionar. Lo observó, notando cómo el líder que siempre parecía tener todo bajo control encontraba, aunque fuera por un instante, un remanso de paz.

Después de un rato, Alqatil comenzó a moverse, alejándose del lago con pasos firmes. Sidra, sin decir nada, lo siguió, como una sombra. El bosque a su alrededor se cerraba en una danza de árboles y susurros, creando un ambiente que podría ser tanto acogedor como inquietante.

De repente, Alqatil desapareció de su vista. Sidra se detuvo, el corazón latiendo con fuerza. Miró a su alrededor, sintiendo cómo la soledad del bosque se cernía sobre ella. Estaba a punto de llorar cuando una voz detrás de ella rompió el silencio.

—¿Por qué tan asustada?

Alqatil apareció de la nada, con una sonrisa juguetona en el rostro. Le extendió un pañuelo mientras se reía suavemente.

—Toma, para tus lágrimas imaginarias.

Sidra, con el ceño fruncido, tomó el pañuelo y se quedó quieta, observándolo con una mezcla de enojo y alivio. Alqatil se volvió y comenzó a caminar de nuevo, su figura perdiéndose entre los árboles. Sidra lo observó, su enojo disipándose lentamente, reemplazado por una sensación de vulnerabilidad que no estaba acostumbrada a mostrar.

Cuando la espalda de Alqatil estaba a punto de desaparecer en la distancia, Sidra finalmente cedió.

—Espera —dijo en voz baja, casi como un susurro.

Alqatil se detuvo, pero no se giró. Sidra corrió para alcanzarlo, su determinación renovada, y juntos continuaron su camino a través del bosque, las sombras alargándose a su alrededor mientras el atardecer daba paso a la noche.

lqatil y Sidra aparecieron en la cima de una montaña, el viento soplando suavemente alrededor de ellos. Desde allí, la vista era espectacular: el valle se extendía a sus pies, y a lo lejos, las luces de la mansión brillaban intensamente, como una constelación artificial en medio de la oscuridad. Alqatil se acercó al borde del risco y se sentó con calma, dejando que sus piernas colgaran en el aire.

Sidra, intrigada, lo siguió y trató de imitar su postura, pero un mal paso la hizo perder el equilibrio. Cayó de espaldas, aterrizando sobre la tierra con un sonoro golpe que la dejó sentada, frotándose el trasero mientras una mueca de dolor se dibujaba en su rostro. Alqatil, al ver la escena, no pudo evitar soltar una carcajada fuerte y genuina.

—¡Eso fue... inesperado! —dijo entre risas, girando su atención hacia la mansión. Desde su posición privilegiada, observó cómo llegaba el primer barón, su carruaje iluminado por antorchas mientras entraba en el amplio patio. Sería el primero de seis, cada uno programado para una reunión en días consecutivos. Las luces de la mansión parpadeaban con vida, anunciando el comienzo de una serie de encuentros que definirían el futuro.

Abajo, Sidra seguía frotándose las nalgas, sus ojos brillando con lágrimas contenidas mientras murmuraba para sí misma. Alqatil, aún con una sonrisa en el rostro, se levantó y saltó hacia donde estaba ella. No era una gran altura, pero para ellos, la caída fue suficiente para hacer el momento emocionante. Aterrizó con gracia al lado de Sidra y se agachó, acariciándole la cabeza con una mezcla de ternura y diversión.

—¿Estás bien? —le preguntó, levantándola suavemente por los hombros.

Sidra le lanzó una mirada de reproche, todavía frotándose el trasero. —¿Tú qué crees? —respondió con un tono quejumbroso.

Alqatil soltó una risa suave, casi un susurro, y luego añadió con calma: —Vamos, sigamos.

Sidra asintió, aunque todavía se masajeaba el trasero, siguiendo a Alqatil mientras continuaban su camino. A pesar del dolor, una leve sonrisa apareció en sus labios, reconociendo el humor en la situación y la atención de Alqatil, que la hacía sentir un poco mejor.

Alqatil y Sidra llegaron al costado de la mansión, donde una entrada secreta y oculta entre las sombras esperaba. Al se acercó con un paso silencioso, su mirada fija en el lugar. Sin necesidad de una llave, tocó un panel oculto con una leve presión de su dedo, activando un mecanismo que permitió que la puerta se abriera con un leve chirrido. Ambos entraron sin hacer ruido, con los ojos bien abiertos, observando cada rincón en busca de posibles intrusos.

Sidra, curiosa y un tanto desconcertada, miraba todo a su alrededor, preguntándose en qué momento habían preparado tan ingeniosa entrada. Al no dijo palabra, guiándola por los pasillos oscuros, hasta llegar a una sala opulenta donde el aire parecía estar impregnado de poder. En el centro, una mesa grande y elegante estaba dispuesta, y Sirius, con su siempre imponente presencia, se encontraba sentado en un extremo, llevando una máscara negra que ocultaba su rostro. A su alrededor, varios sirvientes también portaban máscaras, su actitud contenida y obediente. Al principio, Sidra no lo notó, pero pronto se dio cuenta de que algunos de ellos parecían ser miembros de Aurora, vestidos como simples servidores para no levantar sospechas.

En ese momento, la puerta de la sala se abrió, y el barón, acompañado por cuatro soldados, entró. Los soldados se quedaron cerca de la entrada, vigilando la estancia, mientras el barón, un hombre de porte altivo y expresión fría, se sentó al otro lado de la mesa, frente a Sirius. La atmósfera se volvió aún más densa, como si algo trascendental estuviera a punto de ocurrir.

Alqatil hizo un gesto sutil a Sidra, indicándole que guardara silencio. Ella asintió rápidamente, comprendiendo la necesidad de ser discreta. Ambos avanzaron lentamente, sin hacer ruido, hasta llegar a un gran cuadro que adornaba la pared. Con una destreza impresionante, Al movió ligeramente el marco y se asomó por la pequeña abertura que había quedado, usando el cuadro como cobertura para observar sin ser vistos.

Sidra se agachó un poco, acercándose a la rendija para ver también lo que sucedía al otro lado, y Al, con su atención completamente centrada en la conversación que comenzaba a tener lugar, inclinó la cabeza un poco hacia adelante, prestando oídos.

Sirius comenzó a hablar, su voz grave y calculadora: —Barón, espero que esté cómodo. Este lugar no es como los demás, pero aquí es donde las decisiones importantes se toman. Lo que discutimos hoy determinará el futuro de todos.

Alqatil, desde su escondite, continuó observando, sus ojos fijos en cada gesto de los presentes. La conversación había comenzado, y él sabía que cada palabra sería crucial.

El tiempo transcurría lentamente mientras Sirius hablaba. Las horas parecían desvanecerse con cada palabra que salía de su boca, como si todo se redujera a simples cálculos y promesas. El barón estaba atento, tomando nota mental de cada propuesta, pero no parecía estar del todo convencido.

— Las rutas de comercio están protegidas bajo nuestra red de influencia —explicaba Sirius, señalando un mapa extendido sobre la mesa. Su tono era meticuloso, detallado, como si cada palabra tuviera un peso particular. — Esto garantiza que su personal no esté expuesto a riesgos innecesarios. En cuanto a la agricultura y ganadería, las investigaciones que hemos iniciado traerán avances significativos. Puedo asegurar que las cosechas se duplicarán en menos de un año si se siguen nuestros métodos.

El barón permanecía pensativo, sin dar señales claras de aprobación. Había algo en la forma en que Sirius presentaba las propuestas que no terminaba de convencerlo. Con cada oferta, parecía haber una sombra de desconfianza en su mirada.

La conversación continuó por horas, pero tras un largo intercambio de palabras y números, ambos se dieron cuenta de que no llegaban a un acuerdo. El barón se levantó, su rostro tan impasible como al principio, y, sin decir palabra, se retiró acompañado de sus soldados. Sirius se quedó allí, sentado en la mesa, con la mirada fija, aparentemente inmóvil.

Los sirvientes empezaron a recoger la comida que había quedado en la mesa, sus movimientos rápidos y eficientes. En poco tiempo, la sala quedó vacía, con solo el eco de las conversaciones previas resonando en las paredes.

Sirius suspiró, dejando escapar un leve suspiro de frustración mientras tomaba un cronograma con la llegada de los barones. Al mirar los nombres, se dio cuenta de que los dos últimos en llegar serían los más poderosos, los más difíciles de tratar. El barón Noir y el otro barón, cuya importancia se extendía más allá de lo que ellos mismos podían imaginar.

Después de un momento de reflexión, Sirius dejó el cronograma sobre la mesa y se levantó, marchándose sin prisa.

La mansión quedó en silencio.

Alqatil, desde su escondite, vio cómo Sirius se retiraba. Luego, volvió su atención a Sidra. — Vamos, sígueme —dijo en voz baja.

Ambos caminaron por los pasillos, hasta llegar a una habitación simple, sin lujos. Dentro, dos camas estaban dispuestas para descansar. Al levantó una ceja, mirando a Sidra. —Duerme aquí. Mañana será otro día largo.

Sidra asintió en silencio y, sin protestar, se acostó en una de las camas. Al apagó la luz de la vela cerca de la ventana, sumiendo la habitación en una oscuridad profunda, y luego se acostó en su cama. En poco tiempo, el sueño lo envolvió, y la quietud de la habitación parecía reclamarlo.

Sin embargo, Sidra no podía dormir con facilidad. En la oscuridad, se levantó sigilosamente y se acercó a la cama de Al. Lo observó en silencio, su rostro apenas iluminado por la tenue luz de la luna que entraba por la ventana. Su corazón latía con fuerza mientras su mano se extendía para tocar suavemente la mejilla de Al, como si quisiera asegurarse de que estuviera allí, en ese momento, junto a ella.

Después de un momento que pareció eterno, Sidra retiró su mano y regresó a su cama. Cerró los ojos, pero en su mente solo aparecía la imagen de su hermana. Una sombra de tristeza la envolvió, y las lágrimas comenzaron a caer lentamente sobre su almohada. En la oscuridad, se quedó allí, llorando en silencio, hasta que finalmente se quedó dormida, abrazada a sus recuerdos.

La luz del amanecer filtraba tímidamente a través de la ventana, iluminando con suavidad la habitación donde Alqatil y Sidra descansaban. Al despertó primero, sus ojos se abrieron antes de lo habitual, y, al notar el silencio, su mirada se desvió hacia Sidra. La joven estaba profundamente dormida, con el rostro ligeramente mojado por las lágrimas y la cobija caída al suelo. Al observó un momento, una leve sonrisa en su rostro, antes de decidir despertarla.

Con calma, se levantó de la cama, se acercó sigilosamente a ella y la tocó ligeramente en el hombro. Sidra se removió un poco y, al abrir los ojos, miró alrededor buscando a Al, pero no vio a nadie. Un leve peso en su cama la asusto y eso hizo que mirara hacia donde Al debia estar. El espacio estaba vacío, y la confusión la invadió.

Su respiración se aceleró, y un leve temor la invadió. Pero entonces recordó la personalidad de Al y su calma característica, lo que le permitió relajarse un poco. Se dio la vuelta hacia el peso cerca de la cama, pero no vio nada. Con el corazón latiendo rápidamente, se cayo de la cama, asustada, y al mirar hacia arriba, se encontró con la mirada de Al, acostado en su cama, observándola divertido.

Al dejó escapar una pequeña risa. —Levántate del suelo, es muy temprano para dormir ahí —dijo con tono burlón.

Sidra, aún un poco desconcertada y avergonzada, se levantó rápidamente, evitando mirarlo y con enojo. Al observó su reacción, sonriendo para sí mismo. Sabía que Sidra estaba intentando hacerle la ley del hielo, y eso solo le causaba más diversión.

—Sígueme —dijo Al de manera tranquila, levantándose de la cama.

Sidra, sin protestar, lo siguió. Ambos salieron de la habitación secreta y caminaron por el bosque cercano, en silencio, hasta que Al detuvo el paso. Usando su fuerza de cultivo, comenzó a preparar una trampa, rápidamente cazando dos conejos. Después de unos minutos, ya tenían un pequeño campamento improvisado con una fogata.

Al empezó a preparar la carne de los conejos, quitando cuidadosamente todo lo no comible o asqueroso. El olor de la carne cocida se esparció en el aire, y Sidra no pudo evitar observar con atención mientras él le echaba sal a uno de los conejos. Pero no dijo nada.

Al continuó comiendo en silencio, ignorando la mirada fija de Sidra sobre él. Ella lo miraba con expectativa, esperando que le ofreciera algo, pero Al seguía comiendo sin inmutarse. Finalmente, después de un momento de silencio, Al la miró de reojo y, con un tono indiferente, dijo:

—El otro conejo es para más tarde. Supongo que no tienes hambre.

Sidra lo miró, apretando los dientes, incapaz de soportar más la situación. Se acercó a él, visiblemente incómoda. —Por favor, Al... dámelo. Estoy hambrienta.

Al soltó una risa, entretenido por su reacción, y comenzó a preparar el otro conejo para ella. En cuanto Sidra probó la carne, su expresión cambió por completo. Cerró los ojos y suspiró de satisfacción, disfrutando de la comida como si fuera lo más delicioso del mundo.

Con el estómago lleno, se acostó en el suelo, mirando el cielo con una sonrisa satisfecha. Al la observó, sentado a su lado, y luego, con su tono serio, le dijo:

—Cuidado, Sidra, se te puede caer el pelo si sigues así.

Sidra se incorporó rápidamente, asustada por las palabras de Al. —¿En serio? —preguntó, un toque de alarma en su voz.

Al simplemente sonrió. —No.

Sidra, algo enojada pero aliviada, volvió a recostarse en el suelo, cerrando los ojos para disfrutar del momento e ignorar a Al.