El aire estaba viciado en los oscuros pasillos del COT, un lugar donde incluso el tiempo parecía perder su significado. Lyra caminaba en silencio junto a Orion, su mente ya preparada para lo que venía. El COT, o "Centro de Tortura Operativa", no era solo una prisión. Era un abismo donde las almas perdidas sufrían un castigo eterno. Cada paso que daban en aquel laberinto subterráneo estaba cargado de una opresión casi tangible.
—¿Todo está listo?— preguntó Lyra, sin apartar la mirada del pasillo que se extendía interminable ante ellos.
—Todo está en orden,— respondió Orion con una voz grave que apenas rompía el silencio que los envolvía. —Los barones Thorne y Valen ya están en sus jaulas, exactamente como ordenaste.
Cada 10 metros, celdas de metal oscuro se alineaban a ambos lados del pasillo. Las celdas eran pequeñas, apenas 1.60 metros cuadrados, con suelos ásperos llenos de púas que desgarraban la piel de aquellos prisioneros que se atrevían a moverse. No había oscuridad en el COT. Las luces permanecían encendidas constantemente, proyectando un resplandor blanco y cegador que desorientaba a los reclusos. Para aquellos encerrados, el paso del tiempo se desvanecía; no había día ni noche, solo la eterna y despiadada luminosidad que les robaba la cordura.
A cada lado del pasillo, las celdas contenían a condenados cuyas almas ya estaban más allá del rescate. En las esquinas de algunas celdas, cuerpos magullados se retorcían de dolor; en otras, había figuras inmóviles que parecían haber sido consumidas por el tormento. El suelo crujía bajo los pies de Lyra y Orion mientras avanzaban, pero el silencio era aún más inquietante. Solo algunos susurros y gemidos ahogados se elevaban desde las celdas, como si los condenados no se atrevieran a hacer más ruido del necesario.
—Thorne sigue luchando contra la idea de su captura,— continuó Orion. —Pero su resistencia se está desmoronando lentamente. Valen, por otro lado, parece más resignado. Sabe lo que ha hecho y a dónde lo ha llevado.
El diseño del COT era una obra maestra del tormento. Las celdas, aunque parecían uniformes desde la entrada, se volvían más horrendas cuanto más avanzaban. Cada 5 metros, nuevas celdas aparecían, cada una más aterradora que la anterior. Las paredes de metal, oscurecidas por años de miseria, resonaban con los ecos de antiguos gritos. Los barrotes de cada celda tenían 10 centímetros de espesor, forjados para evitar cualquier intento de escape, y cubiertos con una ligera capa de óxido, un recordatorio de que el tiempo aquí solo traía más sufrimiento.
Lyra se detuvo un momento para observar una celda vacía. Las marcas en el suelo indicaban que alguien había intentado, en algún momento, escapar del tormento arrastrándose hacia la puerta. Las púas del suelo estaban manchadas con sangre seca y el resplandor continuo de las luces convertía la escena en un espectáculo aún más grotesco. Sabía que esto no era nada comparado con lo que esperaba más adelante.
Finalmente, después de recorrer los 60 metros del pasillo principal, llegaron a una gran escalera que descendía aún más hacia las profundidades. El aire se volvió denso y un olor fétido a carne podrida impregnaba el ambiente. La humedad en las paredes hacía que el metal pareciera respirar. Cada paso que daban hacia abajo los acercaba a la verdadera esencia del COT.
Orion fue el primero en hablar cuando llegaron a la puerta de madera maciza que sellaba la última sala. —Este lugar... es el infierno hecho carne. Aquí no solo se castiga el cuerpo, sino también la mente. Nuestros torturadores son maestros en el arte de romper el alma.
—Es por eso que el COT es invencible,— dijo Lyra con frialdad. —Aquí, ni siquiera la esperanza sobrevive.
Empujaron la puerta y entraron en la sala final. La escena que se desplegó ante ellos era el epítome del horror. En el centro, una camilla de metal macizo se encontraba manchada de sangre, rodeada por un sinfín de dispositivos de tortura. Pinzas para arrancar uñas, taladros para penetrar huesos, garfios para destrozar la carne, todo estaba allí. Colgando de las paredes había sogas desgastadas, tenazas que aún goteaban sangre y ruedas dentadas que emitían chirridos agónicos cada vez que eran utilizadas.
Junto a la camilla, un hombre de 1.90 metros se mantenía en silencio. Su cuerpo, una mezcla de músculos esculpidos y cicatrices, era un recordatorio de los años que había pasado en este lugar. Su máscara de kitsune negra con detalles rojos ocultaba sus rasgos, pero sus ojos, de un negro profundo, observaban con una intensidad que congelaba la sangre. Vestía un delantal de carnicero, cubierto de manchas oscuras, y cada uno de sus movimientos era meticuloso, calculado.
Los barones Thorne y Valen, prisioneros en jaulas al otro extremo de la sala, observaban la escena con los ojos abiertos de par en par. No habían sido tocados físicamente, pero su miedo era palpable. La angustia en sus rostros era suficiente para saber que ya estaban al borde de la desesperación.
Orion se adelantó y habló con el torturador enmascarado. —Todo está listo. Estos dos barones tienen una historia con Al, y su destino será mucho peor que el de cualquier otro prisionero aquí.
—¿Qué hicieron?— preguntó el hombre enmascarado, aunque su tono sugería que ya conocía la respuesta.
—Thorne abusó de la madre de Al hasta matarla,— explicó Orion con frialdad. —Valen lo condenó a las mazmorras, donde esperaba que muriera. Ambos pensaron que podían escapar de sus acciones. Estaban equivocados.
Mientras Orion hablaba, Lyra se acercó a las jaulas. Los ojos de Thorne la siguieron, llenos de terror. Había sido un hombre imponente, pero ahora no era más que una sombra de lo que alguna vez fue. Valen, aunque más callado, no podía ocultar el temblor de sus manos. Sabían que no había salida.
Fue entonces cuando el sonido de pasos suaves se escuchó desde el pasillo. Los ojos de todos en la sala se dirigieron hacia la puerta cuando una figura pequeña y delgada apareció en el umbral. Era Al, con su rostro infantil y su sonrisa inocente. Cualquiera que no lo conociera habría pensado que era un simple niño. Pero sus ojos... esos ojos eran pozos oscuros llenos de una furia que no tenía límites.
—Fuera,— dijo Al con una voz suave, pero cargada de autoridad. —Quiero estar a solas con ellos.
Orion, Lyra y el hombre enmascarado no dijeron nada. Sabían que las órdenes de Al eran inquebrantables. Con una última mirada a los barones, se retiraron de la sala, dejando a Al solo con sus víctimas.
El silencio que siguió fue sofocante. Al caminó lentamente hacia las jaulas, sus pasos resonaban en el suelo de piedra. Cuando finalmente se detuvo frente a los barones, su sonrisa desapareció y su expresión se endureció. Los miró a ambos, sus ojos eran pozos de venganza.
—¿Se acuerdan de mí?— preguntó Al, su voz apenas un susurro. —Espero que sí... porque después de esto, jamás me olvidarán.
Advertencia: lo que sigue contiene descripciones gráficas de tortura. Aquellos con estómagos sensibles, por favor, sáltense esta parte.
Al permaneció en silencio frente a las jaulas por unos segundos más, dejando que el terror se arraigara profundamente en los barones. Sabía que el miedo era una herramienta poderosa, una que podía quebrar a cualquier hombre antes incluso de que se infligiera el primer golpe. Era paciente. Podía sentir cómo cada segundo que pasaba destrozaba lentamente las defensas mentales de Thorne y Valen, hasta que solo quedaba el vacío del pavor absoluto.
Con un movimiento lento y deliberado, Al extendió la mano hacia un pequeño carro repleto de herramientas. Su pequeño cuerpo no se movía con prisa; todo estaba calculado. Cada paso que daba, cada leve sonido de las ruedas del carro resonando sobre la piedra, aumentaba la tensión. La primera herramienta que escogió fue una aguja del tamaño de una daga, fina y extremadamente afilada, que brillaba bajo la luz constante.
Los ojos de Thorne se fijaron en la aguja, sus labios temblaron mientras intentaba contener un grito que ya comenzaba a formarse en su garganta. Valen, por su parte, había cerrado los ojos con fuerza, como si con ello pudiera escapar de la realidad que lo rodeaba. Pero no había escapatoria.
—Sabes,— dijo Al, con un tono que era casi una caricia, —hay muchas maneras de causar dolor. Un hombre puede ser cortado, puede ser quemado, puede ser despojado de su dignidad. Pero... ¿qué es lo que causa más sufrimiento? ¿Es el cuerpo o es la mente lo que primero se quiebra?
Sin esperar respuesta, Al se agachó frente a la jaula de Thorne y, con una precisión casi quirúrgica, insertó la aguja bajo la uña del dedo pulgar del barón. Thorne gritó, el sonido reverberó en la sala como un eco de agonía. Pero Al no se detuvo ahí. Movió la aguja lentamente, disfrutando de cómo la carne de Thorne se desgarraba de forma tan controlada que parecía más una disección que una tortura.
—El dolor físico es solo el principio,— continuó Al, mientras retiraba la aguja y se preparaba para el siguiente dedo. —Lo que realmente importa es lo que viene después, cuando tu mente empieza a desmoronarse.
Una vez que todas las uñas de Thorne fueron levantadas por las agujas, Al cambió de táctica. Esta vez, tomó una pequeña caja de metal llena de carbón ardiendo. El calor que emanaba era insoportable, pero Al no tenía intención de quemar a Thorne inmediatamente. Colocó la caja frente a la jaula, dejando que el calor lo envolviera lentamente, haciéndole sudar, forzando su cuerpo a reaccionar instintivamente. El miedo a lo que estaba por venir era una tortura en sí misma.
Valen, en su jaula, observaba en silencio. El sudor ya comenzaba a correr por su frente mientras sus ojos se llenaban de terror puro. Sabía que su turno llegaría pronto.
—¿Lo sientes?— preguntó Al, mirando a Thorne con una sonrisa siniestra. —Este calor no te matará... aún. Pero te recordará lo que es ser consumido lentamente, como lo fuiste consumido por tu arrogancia y tus pecados.
Después de dejar que el calor hiciera su trabajo, Al tomó una pequeña botella con un líquido transparente y la vertió lentamente sobre las manos de Thorne, ahora desprovistas de uñas. El líquido era ácido, pero no uno que disolviera la carne rápidamente. Era un tipo especial, uno que causaba una sensación de ardor tan intensa que se extendía por todo el sistema nervioso del prisionero, como si cada célula de su cuerpo estuviera en llamas.
Los gritos de Thorne se volvieron inhumanos, desgarradores. El dolor era tan profundo que ya no podía controlarse, su cuerpo se sacudía incontrolablemente dentro de la jaula. Pero Al no retrocedía. Sabía que esto no era suficiente.
Ahora era el turno de Valen.
Al se acercó lentamente a la jaula de Valen, que intentaba retroceder, aunque no había espacio para moverse. Sus ojos estaban abiertos de par en par, y sus manos temblaban incontrolablemente.
—No me olvides, —dijo Al en voz baja, repitiendo las palabras que le había dicho a Thorne. —Porque después de esto, nunca lo harás.—
Al sacó un pequeño cuchillo, afilado como una hoja de afeitar. Lo giró entre sus dedos, como un juguete. Luego, sin previo aviso, comenzó a cortar pequeñas tiras de piel de los brazos de Valen. El barón gritó, pero Al continuó con una precisión que desafiaba su edad. Cada corte estaba hecho con el propósito de causar la máxima cantidad de dolor sin desangrarlo.
—Es curioso,— comentó Al, con una tranquilidad escalofriante, —cómo la piel humana puede ser tan resistente y, al mismo tiempo, tan frágil.
A medida que las tiras de piel caían al suelo, el dolor se volvía insoportable para Valen. Cada corte que Al hacía era más profundo que el anterior, cada grito más desgarrador que el anterior.
Sin embargo, el verdadero tormento aún no había comenzado.
Valen respiraba con dificultad, su cuerpo temblaba mientras los finos cortes en su piel comenzaban a supurar sangre. La respiración de Thorne, a su lado, era irregular, ahogada por el dolor que le recorría cada nervio. Pero Al no estaba satisfecho. Sabía que el miedo y el dolor debían combinarse para romper a un hombre por completo. Solo entonces sentirían lo que él había sentido todos esos años.
Al se levantó lentamente, caminando con calma hacia una pared cercana donde colgaban herramientas más "delicadas". Eligió una garra metálica, diseñada para arrancar trozos de piel sin desangrar a la víctima. La sostuvo frente a los ojos aterrados de Valen.
—No he terminado,— susurró Al, su voz cargada de malicia, —esto apenas comienza.
Con una precisión letal, Al acercó la garra al pecho de Valen, apretándola contra su piel hasta que perforó la carne. Los gritos que siguieron fueron desgarradores, pero Al no parpadeó. Valen se retorció, su cuerpo tratando inútilmente de escapar de la garra que arrancaba tiras de piel con una lentitud infernal. Cada pedazo de carne que se desprendía caía al suelo con un sonido sordo, mientras la sangre corría por su torso, marcando su piel enrojecida.
Pero no era suficiente. El cuerpo de Valen era solo un receptáculo. Su mente, su espíritu, era lo que Al realmente buscaba destruir.
—¿Sabes lo que es vivir en la oscuridad?— preguntó Al, su voz resonando suavemente en la sala. —En esas mazmorras donde me condenaste, no había luz. No había tiempo. Los días se fundían en noches, y las noches... se volvían eternas. Lo que tú me hiciste, Valen, no fue solo encerrarme. Me quitaste mi humanidad.
Valen, entre lágrimas y gemidos, intentó murmurar algo, pero Al lo calló con un gesto.
—Por eso, te quitaré lo que más valoras. No será tu vida... no, eso sería un regalo. Te quitaré la noción del tiempo, la esperanza de que este sufrimiento terminará.
Al retrocedió y tomó una pequeña lámpara que estaba sobre la mesa. Su luz, tenue y parpadeante, apenas iluminaba la habitación. Sin embargo, cuando la colocó frente a Valen, la luz se volvió cegadora. El barón cerró los ojos con fuerza, pero Al, con una sonrisa cruel, los obligó a abrirse.
—Esta luz nunca se apagará, Valen. Te cegará, te volverá loco. No sabrás cuándo es de día o cuándo es de noche. No habrá fin a tu sufrimiento. Y cada vez que intentes dormir, esta luz te recordará lo que hiciste.
Thorne, desde su jaula, observaba en silencio, incapaz de moverse por el terror. Sus manos, aún sangrando por el ácido, temblaban mientras observaba cómo Valen era despojado de su voluntad. Pero Al no se había olvidado de él.
Se acercó a la jaula de Thorne y abrió la puerta lentamente. El barón intentó retroceder, pero las púas en el suelo perforaron su piel. Al lo miró con una frialdad que congelaba el alma.
—Tú no mereces piedad,— dijo Al, su voz ahora cargada de veneno. —Abusaste de mi madre, la destruiste hasta matarla. La mujer que me dio la vida, la arrancaste de este mundo con tu crueldad.
Thorne comenzó a suplicar, su voz rota por el miedo. —¡Por favor! No sabía lo que hacía, era joven, estaba... estaba...
—Silencio,— interrumpió Al, su rostro endurecido. —No tienes derecho a pedir perdón. Lo que hiciste nunca será olvidado, y yo me aseguraré de que lo pagues.
De la pared, Al tomó una pequeña sierra. Esta no estaba diseñada para matar rápidamente, sino para cortar lentamente a través del hueso. Colocó la sierra sobre la pierna de Thorne y comenzó a cortar, con movimientos precisos y deliberados. El sonido del metal raspando el hueso se mezclaba con los gritos insoportables del barón, que ahora se retorcía en un frenesí de dolor puro.
—Cada centímetro que cortas, Thorne, representa un pedazo de su vida que destruiste,— dijo Al, mientras la sangre comenzaba a manchar sus manos. —Y aún no he terminado contigo.
El tormento físico se volvió insoportable para Thorne, pero Al sabía que el verdadero castigo estaba en su mente. Mientras cortaba, su voz se convirtió en un susurro constante, llenando los pensamientos de Thorne con imágenes de lo que había hecho. No le permitiría olvidar ni un solo segundo de su crimen.
Después de lo que parecieron horas de tortura ininterrumpida, los cuerpos de los barones apenas eran capaces de sostenerse. La sangre manchaba el suelo, pero sus mentes estaban más destruidas que sus cuerpos. Valen, cegado por la luz incesante, ya no podía diferenciar el sueño de la vigilia. Thorne, mutilado y quebrado, solo podía gemir débilmente, su voluntad completamente destrozada.
Al, sin embargo, no se sentía satisfecho. Su odio era un abismo sin fondo. Sabía que, aunque estos hombres sufrirían hasta su último aliento, jamás podría llenar el vacío que ellos habían dejado en su vida. Pero eso no lo detendría.
—Esto,— dijo Al con una última mirada a los barones, —es solo el principio.
Al observó en silencio los cuerpos de Thorne y Valen. A pesar de todo el sufrimiento que les había infligido, seguían respirando, aunque apenas. Los gritos se habían apagado, sus mentes estaban rotas, pero sus corazones aún latían. Sus miradas eran vacías, el miedo y el dolor habían hecho de ellos meras sombras de lo que alguna vez fueron.
Al no mostró compasión ni satisfacción. Sabía que lo que había hecho no era suficiente para borrar las cicatrices que esos hombres le habían dejado. Se giró lentamente, alejándose de las jaulas con pasos ligeros, casi indiferente, como si lo que acabara de suceder no tuviera ninguna importancia para él.
El hombre enmascarado, que había estado esperando en la puerta, se acercó en silencio. Su presencia seguía siendo imponente, pero en comparación con la frialdad de Al, su figura parecía insignificante.
—¿Qué hacemos con ellos?— preguntó el hombre, con su voz profunda resonando en la sala.
Al no se molestó en mirarlo. Sus ojos seguían fijos en la puerta, en el mundo más allá del COT.
—Siguen vivos,— dijo Al con calma, —cúralos. Asegúrate de que sobrevivan… pero solo lo suficiente. Luego, tortúralos de nuevo. Cuatro días, ni un minuto más ni un minuto menos.
El hombre asintió, sabiendo que las órdenes de Al no se discutían. Al siempre tenía un propósito detrás de cada decisión.
—Y cuando termines,— continuó Al, su voz más baja pero igual de firme, —esparce sus restos por todo el Barrio Rojo. Que todos sepan lo que sucede cuando desafían a alguien como yo.
El hombre enmascarado inclinó la cabeza en señal de respeto y se retiró en silencio, mientras Al caminaba hacia la salida, dejando atrás los ecos del sufrimiento y la oscuridad que había desatado.