La habitación estaba envuelta en una calma extraña. La luz que se filtraba a través de las cortinas se mezclaba con la sombra de la tarde, creando una atmósfera tranquila, casi irreal. Alqatil estaba acostado, mirando al techo con una expresión indescifrable. Sidra, sentada a su lado, jugaba con una moneda de oro entre sus dedos, observándola con una intensidad que contrastaba con la serenidad de su rostro.
Lyra, de pie cerca de la ventana, hablaba con un tono educado y firme mientras señalaba algunos papeles sobre la mesa. "—El comercio no es solo una cuestión de oro, Sidra. Se trata de equilibrio. La oferta y la demanda son solo la superficie. Debes entender los riesgos que se asocian a cada transacción. Por ejemplo, la estabilidad de las rutas comerciales del Imperio ha sido fundamental para mantener el poder en manos de los barones más pequeños. Cada cambio en las decisiones financieras puede alterar la dinámica de poder en el imperio."
Sidra asintió, pero la tensión en su rostro indicaba que no comprendía completamente la lección. Al, que escuchaba en silencio, aprovechaba la distracción para observarla sin ser visto. Ella tenía una concentración admirable, pero Al podía ver que su mente vagaba, quizá pensando en algo más profundo, o simplemente perdiéndose en los misteriosos pensamientos que solían nublar su mente.
"—El poder —continuó Lyra— se construye sobre la información y la capacidad de usarla en momentos cruciales. Ahora bien, el Imperio es vasto, y las lecciones que estás recibiendo son solo la base."
Mientras Lyra hablaba, Al comenzó a asentir levemente, aprovechando el tiempo para reflexionar. Sin embargo, algo no encajaba. En ese momento, una presencia pesada invadió la sala, haciendo que Sidra se pusiera rígida de inmediato, su expresión cambiando a una mezcla de incomodidad y miedo.
Una sombra cruzó la puerta, y en el mismo instante en que Sidra lo percibió, un escalofrío recorrió su espalda. Era Orion, quien entró con su paso firme, su figura imponente proyectándose en la habitación. Su mirada penetrante se fijó primero en Sidra, luego en Al.
—Tenemos noticias —dijo Orion, su voz resonando con una gravedad palpable—. Conocemos la ubicación de Alfred.
Sidra se quedó congelada, la moneda de oro cayendo de sus manos al suelo, haciendo un sonido metálico que pareció amplificarse en la quietud del momento. El aire se tensó, y su rostro palideció por completo. Las palabras de Orion, aunque claras, fueron como un latigazo en el aire, dejando una sensación de vacío y terror.
Lyra, observando la reacción de Sidra, dejó escapar un largo suspiro, como si una pesada carga se hubiera posado sobre sus hombros. Su mirada se desvió hacia Al, quien no dijo nada, pero sus ojos reflejaban algo más oscuro que antes, como si la mención de Alfred hubiera tocado una parte de su alma que aún no había sido liberada cuando fallo con Ely.
Sidra, incapaz de controlar su reacción, finalmente encontró la voz, temblorosa.
—¿Dónde está? —preguntó, su voz quebrada, casi en un susurro.
Orion, cruzó los brazos y miró a ambos con una calma ominosa.
—Eso no es lo importante ahora —respondió él con frialdad—. Lo importante es que el momento se acerca. Alfred ha estado ocultándose, pero ahora, su posición es conocida.
Al se levantó lentamente, su rostro ahora completamente serio. El aire en la habitación se volvió aún más denso, como si la misma oscuridad que cargaba dentro se estuviera manifestando en el ambiente.
—Es hora de que la Aurora se muevan pero primero limpiemos un poco esta ciudad—murmuró Al, su tono bajo y sombrío, pero con una determinación que resonaba en sus palabras.
Sidra, aún temblando, miró a Al, luego a Orion, y por un instante, la historia que tanto había temido comenzó a tomar forma en su mente. La venganza se avecinaba, y ya no había vuelta atrás.
Las sombras de la noche se deslizaban sigilosamente, cubriendo la ciudad con su manto oscuro. Sidra corría entre las callejuelas, su respiración entrecortada, su mente obsesionada con una única idea: llegar lo antes posible. En su corazón, la furia y el dolor se entrelazaban, empujándola a seguir, a no detenerse, a no pensar. No importaba lo que sucediera, no importaba lo que encontraría. Solo debía llegar.
Cuando alcanzó la casa, lo primero que notó fue el silencio inquietante. Nadie parecía vivir allí, pero la presencia que se sentía era palpable, casi asfixiante. Al, envuelto en sombras, observaba desde la esquina de la calle, tan inmóvil que parecía una parte del entorno mismo.
De repente, Orion apareció detrás de ella, su presencia oscura e imponente. Sin un sonido, levantó su pie y pateó la puerta con tal fuerza que se desplomó de inmediato. Un olor acre, nauseabundo, flotó en el aire, pero lo que realmente chocó a Sidra fue la imagen que apareció frente a ellos.
Un hombre, completamente bebido, se encontraba sentado en una silla, con los ojos desorbitados por el consumo de Blue Ice, una droga peligrosa. A su lado, una mujer, visiblemente asustada, trataba de cubrirse con lo poco que llevaba puesto. Al principio, el hombre no pareció percatarse de la entrada de Orion, su mente completamente nublada por el alcohol y las drogas.
Orion, con su calma caracterísica, dejó que el puro en su boca se consumiera, observando a la mujer por un momento. Sin pronunciar palabra, una sombra se materializó y, en un parpadeo, la mujer fue desmayada y retirada de la habitación, como si fuera un simple objeto. El hombre, al darse cuenta de la presencia de los intrusos, se levantó tambaleante, aún ignorante de la magnitud de lo que ocurriría.
—¿Cómo te atreves a entrar aquí? —gritó Alfred, el hombre borracho, furioso al ver a Orion en su casa. Sin medir las consecuencias, lanzó un puñetazo directo al pecho de Orion, un golpe que, aunque brutal, no hizo ni una mueca en el rostro de Orion, quien simplemente se apartó con un movimiento casi indolente.
Y fue en ese momento cuando Sidra lo vio. Su mirada se cruzó con la de Alfred. Por un instante, el mundo alrededor se detuvo. El ruido del combate, los pasos, el ambiente se desvanecieron, y solo quedó ese par de ojos, uno lleno de desesperación, de culpa y tristeza, el otro lleno de furia y lágrimas contenidas.
Alfred, al ver a su hija frente a él, ya no pudo seguir en su estado. Todo el veneno de las drogas, el alcohol, y la confusión se desvanecieron en ese instante. Su rostro, marcado por los años de abuso y sufrimiento, se ablandó.
—Pequeña Sidra... —dijo, su voz rota—. Mi hija... lo siento. No estaba en mis cabales.
Pero Sidra, en su dolor y rabia, no pudo contenerse más. Corrió hacia él con el puño levantado y, sin pensarlo dos veces, le propinó un golpe directo en la mejilla. Alfred, completamente sobrio en ese instante, recibió el golpe sin mover un músculo, cayendo hacia atrás por el impacto. El sonido del golpe resonó en la habitación, pero él no dijo nada, ni hizo ningún intento de defenderse.
Sidra, cegada por la ira, comenzó a patearlo, golpeando su cuerpo con todo lo que tenía mientras le gritaba, cada palabra más feroz que la anterior. Alfred permaneció en silencio, sin moverse, aceptando cada golpe que su hija le daba, como si fuera lo que merecía.
Sin embargo, el tiempo pasó y, eventualmente, el agotamiento se apoderó de Sidra. Cayó al suelo, exhausta y llorando desconsoladamente, el peso del dolor y la traición pesando sobre ella. La rabia que había sido su motor se desmoronó, y todo lo que quedó fue el llanto amargo que llenó la habitación.
Orion, viendo la escena, dio un paso hacia adelante y, con una mirada vacía, levantó a Sidra con facilidad. No dijo nada, simplemente la guió fuera de la casa, mientras las sombras se dispersaban para vigilar cada rincón. Fuera, el frío aire de la noche parecía menos denso que lo que se había vivido dentro.
Mientras se alejaban, Alfred se quedó allí, en silencio, mirando al vacío. Se levantó lentamente, tomando una botella de cerveza que había dejado sobre la mesa. Con rabia, la estampó contra la superficie, rompiéndola, antes de sentarse nuevamente en la silla. Cerró los ojos, el dolor, la vergüenza y la desesperación aplastándolo por completo. Ya no dijo nada más.
Al, con paso firme y decidido, apareció frente a Orion, su mirada fija y fría, sin titubeos. Su voz, baja y controlada, cortó el aire como un cuchillo afilado.
—Llévalo al COT antes de que nos movilicemos —ordenó, su tono implacable.
Sin esperar respuesta, Al desapareció de inmediato en las sombras, dejando atrás un rastro fugaz de oscuridad. Orion observó un momento el vacío donde su compañero había estado, luego desvió la mirada hacia Sidra. Su cuerpo, aún tembloroso por la violencia vivida, descansaba en sus brazos como un saco sin vida. Sin emoción alguna, Orion la cargó con facilidad, sin tener en cuenta el peso o el dolor ajeno. El acto de cargarla no era más que una formalidad.
Con pasos decididos, Orion se dirigió nuevamente hacia la casa, donde una sombra apareció de la nada, deslizándose desde las tinieblas. El miembro de Aurora se detuvo ante él, la presencia de Orion haciendo que la sombra se estremeciera al instante.
—COT —pronunció Orion en voz baja, como un comando, y la sombra, en respuesta, se estremeció aún más. Sabía lo que eso implicaba.
Orion continuó su camino sin más palabras, como si toda la escena no fuera más que un trámite, una acción rutinaria de alguien acostumbrado al caos y la oscuridad.
Dentro de la casa, Alfred seguía en su lugar, su cuerpo caído en la silla, su mente nublada por la desesperación, el arrepentimiento y el dolor. Sin darse cuenta de lo que ocurría a su alrededor, se dejó llevar por el cansancio y la rabia, su cuerpo finalmente cediendo, y se desmayó, cayendo en un sueño profundo y sin consuelo.
Un miembro de Aurora, apareciendo de las sombras, se acercó al cuerpo inerte de Alfred. Sin decir una sola palabra, lo levantó con facilidad, sin mostrar ninguna emoción en su rostro. En cuestión de segundos, el cuerpo de Alfred fue llevado a través de los callejones, hasta un remoto bosque donde la oscuridad y el silencio reinaban con absoluta serenidad.
El miembro de Aurora, al igual que Orion, no mostró ningún tipo de remordimiento ni preocupación.
Mientras la oscuridad del bosque envolvía el terreno, una figura apareció repentinamente, emergiendo de las sombras con una presencia inquietante. Su mirada era vacía, reflejando la locura que dominaba su mente. Su ropa estaba manchada con sangre, la cual no parecía ser propia, sino de una víctima cuya historia nunca se conocería.
Con voz rasposa y llena de desesperación, se acercó al miembro de Aurora que sostenía el cuerpo de Alfred.
—Entrégamelo —ordenó, su mirada fija y ansiosa, como si la sola presencia de Alfred significara algo crucial para su existencia. El miembro de Aurora no dudó, entregando el cuerpo de Alfred al extraño, quien, sin decir palabra alguna, desapareció con él entre los árboles, como una sombra más en la noche. Nadie supo en qué momento el hombre se desvaneció, solo el eco de sus pasos retumbó un instante en el aire, antes de que todo quedara en silencio.