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Chapter 33 - λγ

La figura recorrió los caminos del bosque, siempre avanzando en silencio, hasta llegar al COT, el temido Centro de Orden y Tortura. Al principio, el lugar parecía como cualquier otra prisión común, con muros grises y pesados, cerraduras de hierro y puertas custodiadas. Sin embargo, a medida que avanzaba por los oscuros pasillos, se sentía la densidad del mal, el aire denso con el eco de los gritos de los prisioneros, una sinfonía macabra que solo los más crueles podían tolerar.

Pasaron por puertas de madera que crujían con el viento, hasta llegar a un cruce de cuatro caminos. Cada pasillo parecía llevar a un lugar distinto, pero todos, sin excepción, estaban impregnados con el sufrimiento de quienes habitaban esos confines. Los gritos llenaban el aire, algunos agudos, otros desgarradores, pero todos igual de aterradores. Sin embargo, el ambiente, aunque horrible y desolador, estaba inmaculadamente limpio. No había rastro de moho, de suciedad. Todo parecía pulcro, casi impersonal, como si el lugar mismo estuviera diseñado para disimular la oscuridad que albergaba en su interior.

El guardia que avanzaba por el cuarto pasillo no se inmutó. Sabía lo que había detrás de esas puertas, las celdas donde las almas rotas se guardaban, como animales en un corral, esperando ser consumidos por el dolor. Las celdas estaban llenas de víctimas de tortura; algunos no tenían ojos, otros habían perdido su cabello, sus uñas, e incluso sus dientes. Algunos cuerpos parecían hablar más por sus cicatrices que por sus propias voces. Sin embargo, todos estaban limpios, como si sus cuerpos, más allá de las heridas, fueran tratados con una precisión meticulosa. No una gota de sangre en el suelo, no un rastro de sufrimiento visible. Solo los cuerpos, vacíos, casi sin alma.

Finalmente, llegó a una celda y, con un gesto autoritario, metió a Alfred dentro. Las puertas se cerraron con un estrépito sordo y frío. El guardia miró a Alfred una última vez, su voz llena de una oscuridad indiferente.

—Buenas noches. —susurró, su tono casi como una despedida sin esperanza, y desapareció en las sombras del pasillo, dejando a Alfred solo en la oscuridad de su nueva prisión.

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En la casa de Al, Orion empujó suavemente a Sidra hacia la cama, dejándolo allí sin demasiada resistencia. Luego, se acercó a la puerta, sus pasos tranquilos, como si estuviera esperando algo.

De repente, una figura oscura apareció en el umbral. Era Al, que observó a Orion en silencio antes de susurrarle con calma pero con autoridad:

—Ya sabes qué hacer con Alfred. Luego, tráelo. Sidra sabrá qué hacer con él.

Orion asintió levemente, su expresión impasible mientras se dirigía hacia la salida, dejando a Sidra a su suerte en la cama.

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Una puerta de madera se erguía en el pasillo, antigua y desgastada por el tiempo. Gritos. Sus vetas profundas, marcadas por años de uso, se extendían en un patrón irregular, como cicatrices que narraban historias olvidadas. Gritos. Las visagras, oxidadas y rígidas, crujían levemente con el viento, su metal negro resaltando contra el tono cálido de la madera envejecida. Gritos. El pomo, de un hierro oscuro, estaba ligeramente inclinado, como si hubiera sido tocado demasiadas veces, pero sin que la mano que lo había usado lo hubiera soltado nunca.

Desde detrás de la puerta, gritos atravesaban el aire, agudos, desesperados. Cada sonido parecía perforar el silencio, empujando contra la madera con furia.

Sangre, espesa y oscura, comenzaba a filtrarse desde debajo de la puerta, tiñendo el suelo con su rojo vibrante. Gotas gruesas caían lentamente, dejando un rastro irregular, como si el tiempo mismo se hubiera detenido en ese momento cruel.

Gritos.

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Alfred estaba allí, de rodillas en el suelo, su rostro empapado en sudor. Alqatil lo observaba fijamente, sus ojos llenos de una intensidad que parecía perforar el alma. Sin decir palabra, Al levantó un vaso de agua y, con un movimiento rápido, lo arrojó directamente sobre Alfred.

El agua cayó sobre su rostro, despertándolo de inmediato. Alfred se incorporó con un grito ahogado, sus ojos desorbitados mientras las lágrimas caían con desesperación.

—¡No, no! —gritaba, sus manos temblorosas buscando una salida, una razón—. ¡¿Dónde estoy?! ¿¡Quién me hace esto!?

La confusión lo envolvía, un tormento de recuerdos que no lograba identificar, como si algo en su mente se estuviera rompiendo lentamente. Pensó por un momento que alguien lo había rescatado, que su sufrimiento había terminado. Pero al intentar moverse, se dio cuenta de inmediato que estaba atado, sus muñecas y tobillos sujetados por cuerdas ásperas. La desesperación lo invadió aún más al no escuchar nada, solo el retumbar de su respiración acelerada.

Al, sin emoción alguna, se dio media vuelta y se acercó a la puerta. Con una voz baja y controlada, dijo:

—Entra.

Al instante, Sidra apareció en la habitación, respirando profundamente para calmar sus nervios. Sin embargo, lo que vio al mirar hacia el centro de la sala lo hizo detenerse en seco.

Enfrente de él, un hombre yacía en el suelo. Casi calvo, pero con pelos gruesos y desordenados cubriendo partes de su cabeza. Sus ojos estaban cerrados, sus uñas desaparecidas, y sus dedos, deformes y torcidos, eran solo restos de lo que alguna vez fueron. La piel de sus pies, también ausentes, estaba completamente quemada, tanto por el frío como por el calor, mostrando cicatrices de torturas inimaginables. Quemaduras y marcas recorrían su cuerpo en un patrón caótico, como si fuera un mapa de sufrimiento sin fin.

Sidra se quedó paralizado, el miedo helándolo por dentro, pero a pesar del terror, logró respirar profundamente y avanzar. Se sentó frente al hombre, sus ojos fijos en los de él, buscando alguna respuesta en su sufrimiento. Intentó mantenerse firme, aunque su cuerpo temblaba, y con voz baja y serena, le dijo:

—¿Por que?

El eco de sus palabras se mezclaba con el pesado silencio de la habitación.

Sidra se quedó en silencio, observando a Alfred, cuyos ojos llenos de desesperación brillaban con un matiz de remordimiento. La tensión en la habitación era palpable, un peso que nadie parecía poder quitarse de encima.

—Un contrato… —murmuró Alfred, como si aún no pudiera creer lo que estaba diciendo—. Tenía un contrato con un demonio. Un genio del mal que me obligaba a hacer sacrificios con parentesco sanguíneo.

Sidra frunció el ceño, claramente confundido por las palabras de Alfred. —¿Pero tú nos adoptaste?

Alfred se quedó callado, mirando al vacío, como si la pregunta le hubiera golpeado directamente en el pecho. Pero antes de que pudiera contestar, Sidra gritó, su voz llena de furia y frustración.

—¡Tú nos adoptaste, cierto!?

El grito retumbó en las paredes, pero Alfred no respondió de inmediato. Pasaron unos segundos que parecieron eternos, hasta que, finalmente, su voz quebrada rompió el silencio.

—Una de las condiciones… es que no supiera que éramos familia realmente —dijo, con un tono sombrío—. No sé por qué, pero esas fueron las condiciones del contrato. Contraté a unas personas para atacarnos, pero… pero nos traicionaron. Se robaron todo mi dinero.

Sidra lo miró, sin poder comprender completamente lo que escuchaba.

—Pero… —Sidra balbuceó, su mente tratando de asimilar las palabras—, con lo que escapé… con lo que tenía guardado, las encontré en la ciudad. Sabía que esto era necesario. Las adopté… después de un tiempo. Fingi mi muerte para desaparecer. El demonio me dijo que unas personas las llevarían, que se las llevarían…

Sidra lo miró fijamente, sin saber qué hacer con la información. Las piezas del rompecabezas no encajaban, pero una verdad indescriptible comenzaba a tomar forma en su mente.

—Así que viví el resto del tiempo… bebiendo, teniendo relaciones… hasta que me descubriste.

Sidra permaneció en silencio, procesando las palabras de Alfred. Un sentimiento de traición, pero también de horror, le recorría el cuerpo. Todo lo que había creído, todo lo que pensaba que era cierto, ahora se desmoronaba ante él.

Sidra, temblando de rabia y dolor, miró a Alfred con una furia contenida. Sus ojos se llenaron de lágrimas, las cuales comenzaron a caer sin poder detenerlas.

—¿Sabes qué? —dijo, la voz quebrada—. Ely murió por tu culpa, ¿verdad? ¡Por tu culpa!

Las lágrimas caían con fuerza mientras Sidra sentía que el peso de la traición se apoderaba de él. Un sollozo escapó de sus labios, y su cuerpo se sacudió por el llanto.

Alqatil, que observaba todo en silencio, no dijo nada. Sidra comenzó a caminar hacia la salida, pero justo cuando iba a pasar, Al lo interceptó, deteniéndola.

—¿Qué hago con él? —preguntó Al, su tono sereno pero lleno de una tensión palpable.

Sidra, a punto de decir "mátalo", titubeó un instante. Las palabras quedaron atrapadas en su garganta, pero finalmente, tras un profundo suspiro, dijo:

—Suéltalo en la ciudad. Que viva… loco, por toda la vida que le quede.

Con esa respuesta, Sidra se dio la vuelta y salió, alejándose rápidamente hacia su cuarto.

Al, en cambio, sonrió, una sonrisa fría y calculadora. Su mirada se posó sobre Alfred, y en su mente comenzó a tramar lo que haría a continuación. La droga... si tanto te gusta vivir con ella, que sea tu condena. Serás su sujeto de prueba.

Con esa idea fija, Al se dirigió hacia Nova.

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El tiempo pasó, y la ciudad siguió su curso como siempre. Sin embargo, en una de sus esquinas más olvidadas, un vagabundo vagaba de un lado a otro. Su cuerpo estaba demacrado, su mente claramente perdida en un caos irremediable. Mendigaba pan a los transeúntes, sus ojos desorbitados, y cuando le ofrecían algo, se agachaba, pero no como una persona, sino como un perro hambriento.

—Guau… —murmuraba una y otra vez, como si esa fuera la única palabra que aún pudiera entender. El eco de su voz era bajo, quebrado, como si todo lo que había sido una vez en él se hubiera desvanecido.