La decepción se apoderó de Alqatil como un veneno lento. Su rostro, antes neutral, se torció en una mueca amarga al ver que Ely no cumplía con su expectativa. El peso de su fracaso cayó sobre él con una fuerza abrumadora, oscureciendo cada rincón de su mente. Era como si una niebla negra se extendiera dentro de él, devorando la poca calma que había logrado conservar.
"Otra vez..." Pensó, sus pensamientos se arremolinaban como un vendaval furioso, chocando unos contra otros en un caos sin sentido. Era la tercera vez que sentía esa furia desbordante, esa necesidad de destruir todo a su paso. Y esta vez, no estaba seguro de poder controlarla.
El odio comenzó a brotar, una sombra inmensa que se expandía desde lo más profundo de su ser. Primero, lo sintió dirigido hacia Ely, la niña que había desafiado su control, su plan. Pero en un instante, se desvió hacia su padre, hacia Luna, hacia el imperio que lo había convertido en lo que era: un arma afilada y rota.
El cuarto se convirtió en un vacío opresivo. El silencio era un testigo silencioso de su tormento, y en ese abismo, Alqatil se sentía ahogarse. Sus pensamientos eran erráticos, fragmentados, cada uno un recordatorio de sus fracasos, de las cadenas que aún lo ataban. Pero el peor de todos era el odio que sentía hacia sí mismo, un pozo oscuro del que no podía escapar, donde cada susurro le recordaba su impotencia.
Los ojos de Ely lo miraron, llenos de confusión y miedo. Alqatil sintió la urgencia de destruir esa mirada, de aplastar cualquier cosa que reflejara su propio dolor. Inspiró profundamente, intentando recuperar el control, pero su mente estaba fragmentada, y la sonrisa que apareció en su rostro no era más que una máscara grotesca. No había calidez en ella, solo un vacío que prometía más destrucción.
—No te preocupes, Ely —susurró, pero su voz estaba cargada de un veneno suave, dulce y mortal. La habitación se oscureció a su alrededor, y Alqatil se hundió más en su propia oscuridad, abrazándola como a una vieja amiga.
Crack.
El sonido seco de la ruptura fue como un eco macabro que reverberó en la habitación. Ely cayó al suelo, su cuerpo sin vida golpeando el piso con un ruido sordo, casi insignificante frente a la magnitud del acto. Alqatil permaneció inmóvil por un segundo, su mirada fija en el cadáver. No había remordimiento, ni siquiera un destello de humanidad en sus ojos, solo un vacío abismal que devoraba todo a su alrededor.
La transformación en el ambiente fue inmediata y asfixiante. La maldad se infiltró en cada rincón, su tiranía se extendió como un gas venenoso, impregnando las paredes. El aire se llenó de repulsión, el tipo de hedor que solo el miedo y la muerte podían conjurar. Las luces, que antes titilaban en una danza desesperada, se extinguieron, cediendo a la oscuridad que reclamó la habitación como su reino.
El hedor de la sangre fresca comenzó a emanar del cuerpo de Ely, un perfume grotesco que llenaba cada espacio vacío. Con él, llegó una sensación abrumadora: una sed interminable de guerra que no podría ser saciada, un hambre profunda de obediencia que exigía sumisión total, y un brillo aterrador de muerte que se reflejaba en los ojos de Alqatil.
Sus labios se curvaron en una sonrisa torcida, desprovista de cualquier rastro de compasión. "No hay tiempo para la debilidad, ni para las dudas," se dijo, mientras su mente justificaba cada paso con una lógica despiadada. Ely había sido una variable fuera de control, un enemigo en potencia que no podía permitirse.
—Prefiero un enemigo menos —murmuró con voz helada, apenas un susurro en la penumbra.
Alqatil dio un paso hacia adelante, dejando atrás el cuerpo inerte de Ely, su sombra proyectándose como un espectro oscuro. No había tiempo para arrepentimientos, solo para avanzar, para someter, para destruir.
El hombre que había estado presenciando la escena desde el otro lado de la habitación, roto mentalmente, apenas podía procesar lo que acababa de ocurrir. Su mente estaba atrapada en un torbellino de pensamientos sobre su hija, sobre cómo todo se había desmoronado tan rápidamente. Sus ojos se llenaron de lágrimas, nublando su visión mientras intentaba comprender la magnitud de la tragedia que se había desatado ante él. Pero aún no sabía lo peor.
Alqatil se acercó lentamente al hombre, con una expresión imperturbable, casi desinteresada, en su rostro. Sin mediar palabra, le abrió la boca con una fuerza inhumana, agarró su lengua y, en un movimiento rápido y despiadado, la arrancó de raíz. La sangre brotó en un torrente, empapando el suelo mientras el hombre emitía un grito desgarrador, un alarido que parecía llenar el espacio con la esencia misma de la miseria. Pero Alqatil no se detuvo. Con una frialdad despiadada, estrujó la lengua entre sus dedos como si fuera un trozo de carne cualquiera, sin mostrar ni un atisbo de emoción.
Mientras la sangre seguía fluyendo, el hombre se desplomó en el suelo, su cuerpo temblando convulsivamente por el dolor. Pero en los ojos de Alqatil, no había compasión, no había duda, solo una resolución firme y brutal. Cada uno de sus movimientos era una declaración de su dominio, un recordatorio de la frágil condición humana frente a su poder.
Alqatil salió arrastrando el cuerpo del hombre, cada paso resonando con el peso de la acción que acababa de cometer. La respiración pausada de Alqatil contrastaba con el caos emocional que aún hervía dentro de él. En lugar de dirigirse hacia sus hombres, que celebraban con júbilo las victorias recientes, se desvió hacia una esquina oscura del campamento.
De las sombras, Orion emergió silenciosamente, su presencia apenas perceptible para cualquiera que no estuviera atento. Con un movimiento casi invisible, se colocó al lado de Alqatil, sus ojos reflejando una mezcla de respeto y anticipación. Sin perder tiempo, Alqatil se inclinó hacia Orion, su voz apenas un susurro, cargada de intención.
—Esto es lo que tienes que hacer...
Orion se detiene frente a ellos, erguido como una sombra amenazante. Con un movimiento brusco, alza la cabeza y levanta la voz con una intensidad que corta el aire:
—¡Mis hombres, mis amigos!— comienza con una voz oscura, cada palabra cargada de un odio que parecía filtrarse desde lo más profundo de su ser. —Hoy hemos sido testigos de una atrocidad que no tiene perdón. Un acto repugnante, perpetrado por una auténtica bestia. Este hombre, Al-Fred, no solo torturó y mató, sino que tuvo la osadía de traicionar a su propia sangre. Secuestró a sus hijas para venderlas, todo por su beneficio. Un ser asqueroso más allá de lo imaginable, un símbolo viviente de la podredumbre que nos oprime.
Orion deja caer al hombre al suelo con desprecio, pero lo levanta de nuevo, su mano apretando el cuello del hombre con una fuerza que reflejaba su repulsión.
—Nosotros, los oprimidos, los olvidados, los que hemos sido aplastados bajo el peso de un sistema que se alimenta de nuestro sufrimiento... ¡Nosotros no olvidamos! Este hombre es solo un peón, una marioneta de las organizaciones malvadas que controlan nuestras vidas desde las sombras. Pero hoy, marcamos el comienzo del fin para ellos. Hoy, Ely, una pequeña niña, encontró su fuerza al unirse a nosotros en sus últimos momentos. Se convirtió en un símbolo de resistencia, en un miembro de Aurora. Y por eso, su sacrificio no será en vano. Ella es Aurora.
Los murmullos entre los hombres se intensifican, sus miradas reflejan una mezcla de temor y determinación ante las palabras de Orion.
—¡Purgaremos a cada monstruo que oprime este mundo!— brama Orion, su voz llena de una furia que parecía consumirlo. —No importa si debemos destruir un imperio. Lo haremos. Porque este sistema corrupto, esta estructura que se sostiene sobre los huesos de los inocentes, debe caer. Y comenzaremos con este cordero.
Orion levanta al hombre aún más alto, sosteniéndolo por el cuello con una fuerza descomunal. Sus ojos, oscuros y llenos de rencor, brillan con una intensidad casi inhumana.
—¡Ayúdenme, hermanos y hermanas!— grita, sus palabras resonando como un llamado a la acción. —Este hombre merece su destino. ¡Démosle su merecido aquí y ahora! ¿Quién está conmigo?
Por un momento, el silencio es absoluto. La multitud parece contener la respiración, como si la oscuridad misma los hubiera envuelto en un manto sofocante. Desde una ventana en lo alto, Al observa todo, cada movimiento, cada susurro. Su figura apenas perceptible se fusiona con las sombras, mientras sus ojos fríos escudriñan la escena, impasibles ante el caos que se despliega debajo.
De repente, una voz emerge de las sombras, firme y cortante como el filo de una navaja:
—Muerte.
El eco de esa palabra corta el aire, rompiendo la quietud con un golpe seco. Al no se inmuta, pero en su interior, una chispa se enciende al ver cómo las palabras se convierten en acción. El sonido es bajo al principio, un murmullo amenazador que serpentea por el almacén. Luego crece, como una ola imparable, cuando más voces se unen con una furia renovada.
—Muerte, muerte.
El frenesí se propaga como fuego descontrolado. Gritos de "¡muerte!" llenan el espacio, cada uno más cargado de violencia que el anterior. Los ojos de los presentes brillan con una intensidad que roza la locura, reflejando el fuego de una rabia largamente contenida. El aire se espesa con la sed de sangre, mientras los gritos se hacen ensordecedores, retumbando en un crescendo salvaje.
—¡MUERTE! ¡MUERTE! ¡MUERTE!— retumba el coro, un rugido unísono alimentado por la desesperación, la venganza y la promesa de un nuevo comienzo.
Desde su posición elevada, Al desaparece lentamente en la sombra, dejando que la oscuridad lo devore por completo. Sus pensamientos son un torbellino de caos y estrategia, un abismo donde la humanidad se desvanece, sustituida por la frialdad de un depredador. Todo se desarrolla según lo previsto, y en el epicentro de la tormenta, él es el ojo que todo lo ve, imperturbable y siempre en control.
En el centro del barrio rojo, la tensión es palpable. La multitud se mueve con un propósito sombrío, sus rostros ocultos tras máscaras blancas con dos puntos rojos en las mejillas, sin nariz. En un silencio sepulcral, avanzan por las callejuelas, cargando un cuerpo masacrado. Sin ceremonia, lo dejan caer en el centro de la plaza.
El cadáver, desfigurado y casi irreconocible, yace sobre las piedras frías, mientras la sangre se escurre lentamente formando una palabra bajo su cuerpo: "Alfred". La multitud permanece en silencio, contemplando la macabra escena. No hay discursos, solo el sonido de la lluvia que comienza a caer, mezclándose con la sangre que mancha las calles.
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La lluvia arrecia en un bosque distante. Bajo el cielo gris, Sidra se arrodilla frente a una tumba reciente, su cuerpo sacudido por sollozos incontrolables. La lápida, sencilla y apenas marcada, lleva un solo nombre: "Ely". Justo debajo, grabado en una caligrafía más pequeña, está el símbolo de Aurora.
A su alrededor, más tumbas se alinean, testigos mudos de la tragedia que ha asolado al pueblo. Cada tumba es un recordatorio de los que cayeron en esta guerra no declarada, una guerra de sombras y desesperación.
Desde la espesura del bosque, Al observa la escena. Su figura se mantiene oculta entre las sombras, sus ojos fríos e imperturbables contemplan el dolor de Sidra sin emoción aparente. La lluvia empapa su ropa, pero él no se mueve, un depredador paciente aguardando el momento oportuno.
En ese instante, la oscuridad del bosque parece abrazarlo, envolviéndolo por completo, mientras su mente maquina los próximos movimientos en este juego de intrigas y poder.
—Sistema, ¿cuáles crees que serán los siguientes pasos?— pregunta Al en voz baja, casi como si hablara consigo mismo, mientras las luces de la ciudad parpadean a lo lejos.
[Oh, los siguientes pasos son claros: primero, consuela a Sidra. Pobrecita, está hecha pedazos. ¿Quién no querría un poco de apoyo emocional después de todo esto? Luego, claro, vuelve a concentrarte en tu cultivo. Porque, aunque has avanzado, querido Al, aún estás a años luz de ser lo que necesitas ser. Y finalmente, los niños cautivos... no los olvides. Sería una pena si algo les pasara bajo tu 'cuidadosa' supervisión.]
Al asiente ligeramente, sus pensamientos ya corriendo hacia el futuro. —¿Cuánto crees que tardaré en lograr todo eso?
[Oh, no mucho... digamos, unos cuantos años. Pero no te preocupes, el tiempo vuela cuando estás jugando a ser el guardián sombrío de la moralidad. Ah, y hablando de tiempo, ¿recuerdas la misión secundaria 2? No querrás que se te escape de las manos.]
Una sonrisa torcida aparece en el rostro de Al, sus ojos reflejando un brillo de astucia. —Por supuesto, ¿crees que no lo había planeado?— Su voz es calmada, pero con un toque de arrogancia controlada. —En un dia tengo una reunión.
[Oh, pero por supuesto que lo habías planeado. Qué sería de ti sin tu infalible capacidad para estar un paso adelante... o dos, si estamos siendo generosos. Solo recuerda, Al, la paciencia es una virtud, pero a veces, una buena dosis de acción precipitada también tiene su encanto.]