La decepción brilla intensamente en el rostro de Al. Su plan no ha salido como esperaba, y Ely, la pequeña a la que tanto había intentado manipular, no fue capaz de acabar con la vida del hombre que tenían frente a ellos. La decepción se transforma rápidamente en una ira contenida, una emoción que había tratado de suprimir durante años, pero que en este instante, lo invade como una marea imparable. Era la tercera vez en su vida que sentía una furia tan profunda, una que no solo le corroía por dentro, sino que parecía amenazar con desbordarse en cualquier segundo.
Sus pensamientos son confusos, revueltos por la intensidad de sus emociones. Odio. Un odio insaciable que se proyecta hacia todo lo que representa su pasado y su presente. Primero, hacia su padre, un hombre que siempre le había inculcado una vida de obediencia y sumisión. Luego, hacia su hermana, Luna, cuyo destino estaba tan atado al suyo y, finalmente, hacia el imperio, una entidad que desde su juventud había moldeado su destino a base de sangre y manipulación. Ese odio inicial pronto se amplía, y en su mente empieza a incluir a los cultivadores, aquellos seres privilegiados que se alzaban por encima de los demás, indiferentes al sufrimiento del común. Pero entre todas esas capas de rencor, el odio más grande, el que eclipsaba todo, era el odio que sentía hacia sí mismo. Un odio tan vasto y profundo como el océano, donde cada ola era una recriminación por sus fracasos y su incapacidad de cambiar las cosas.
El silencio que ahora reina en el cuarto es abrumador, casi opresivo. Todo parece detenerse en un instante de tensión insoportable. Los ojos de Al se encuentran con las miradas expectantes de dos seres, y en ese cruce de miradas decide una vez más seguir la filosofía que había adoptado años atrás: una sonrisa siempre será mejor que un ceño fruncido. Esa simple estrategia le permitía esconder el caos que se gestaba en su interior y, al mismo tiempo, desarmar a aquellos que lo rodeaban. Inspirando profundamente, fuerza una sonrisa de aparente felicidad, perfecta en su ejecución, pero completamente vacía. Sus labios sonríen, pero sus ojos... sus ojos son abismos sin fondo, donde no habita más que desesperanza.
—No te preocupes, Ely,— susurra Al con una voz sorprendentemente calmada. Se acerca a ella lentamente, y la abraza con ternura, como si intentara consolarla.
Crack.
El sonido seco rompe la quietud del cuarto. Ely cae al suelo, su cuerpo sin vida golpea el piso con un ruido sordo. Al permanece inmóvil por un segundo, observando el resultado de su acción. La transformación en el ambiente es inmediata. La maldad, la tiranía, la repulsión y el miedo llenan el aire de una manera palpable. Las luces que antes titilaban ahora se apagan por completo, dejando que la oscuridad se apodere de la habitación. Un hedor a sangre fresca comienza a emanar del cuerpo de Ely, y con él, una sensación abrumadora: una sed interminable de guerra, una hambre profunda de obediencia y, sobre todo, un brillo aterrador de muerte que se refleja en los ojos de Al.
El hombre que había estado presenciando la escena desde el otro lado de la habitación, roto mentalmente, apenas puede procesar lo que acaba de ocurrir. Su mente está atrapada en pensamientos de su hija, de cómo todo ha salido de control. Sus ojos se llenan de lágrimas, nublando su visión, mientras intenta comprender la magnitud de la tragedia que acaba de presenciar. Pero aún no sabe lo peor.
Al se acerca lentamente al hombre, con una expresión imperturbable en su rostro. Sin mediar palabra, le abre la boca con una fuerza inhumana, agarra su lengua y, en un movimiento rápido, la arranca de raíz. La sangre brota en un torrente, y el hombre emite un grito desgarrador que llena el espacio con su miseria. Pero Al no se detiene. Con una frialdad despiadada, estripa la lengua entre sus dedos, como si fuera un simple trozo de carne, sin mostrar ni un atisbo de emoción.
Mientras la sangre sigue fluyendo, Al observa al hombre desplomarse en el suelo, su cuerpo temblando convulsivamente por el dolor. Pero en los ojos de Al, no hay compasión, no hay duda, solo una resolución firme y brutal.
Al sale arrastrando el cuerpo del hombre, cada paso resonando con el peso de la acción que acababa de cometer. La respiración pausada de Al contrastaba con el caos emocional que aún hervía dentro de él. Frente a sus hombres, quienes estaban celebrando con júbilo por las victorias recientes, la atmósfera cambia inmediatamente al verlo. Sus figuras, antes relajadas, se tensan al observar a su líder acercándose, el cuerpo del hombre que arrastra dejando un rastro de polvo y sangre en el suelo.
Al se detiene frente a ellos, erguido como una sombra amenazante. Con un movimiento brusco, alza la cabeza y levanta la voz con fuerza:
—¡Mis hombres, mis amigos!— comienza con una intensidad creciente que capta la atención de todos. —Hoy, una auténtica bestia ha cometido el acto más despreciable de este mundo. Torturó y mató a un niño... un ser tan vil, llamado Al-Fred, que tuvo la osadía de secuestrar a sus propias hijas. ¡Las iba a vender! Todo por su propio beneficio, un ser asqueroso más allá de lo imaginable.
Al deja caer al hombre al suelo de nuevo, pero lo vuelve a levantar con una fuerza implacable. Sus palabras resuenan con una mezcla de rabia controlada y dolor auténtico.
—Hoy, seremos recordados en la historia de la humanidad. Porque Ely, una pequeña niña, en sus últimos momentos decidió unirse a nosotros, a Aurora. Y por eso, su sacrificio no será en vano. Ella es ahora uno de los nuestros. Ella es Aurora.
Los hombres, que habían estado en silencio, empiezan a murmurar, mientras algunos intercambian miradas, asimilando las palabras de Al. La tensión en el aire es palpable.
—¡Purgaremos a cada monstruo de este mundo!— brama Al con renovada fuerza, su voz llena de promesa y furia. —No importa si tenemos que destruir un imperio. ¡Lo haremos! Lograremos el surgimiento de Aurora, y derrocaremos a este gobierno tan corrupto, a este sistema podrido que se alimenta del sufrimiento de los inocentes. Y comenzaremos... con este corderito.
Con esas palabras, Al eleva al hombre aún más alto, sosteniéndolo por el cuello con una fuerza sobrehumana. Sus ojos, llenos de lágrimas, brillan por un momento con un profundo dolor, el mismo dolor que intenta transformar en un arma contra el mundo. Lo que acaba de presenciar, un niño convertido en mártir en sus propias manos, pesa sobre él como una losa.
—¡Ayúdenme, hermanos y hermanas!— grita, dirigiéndose a su gente. —Este hombre merece su destino. ¡Démosle su merecido en el centro! ¿Quién me apoya?
Por un momento, el silencio es absoluto. La multitud parece contener la respiración, como si la oscuridad misma los hubiera envuelto. Pero entonces, de entre las sombras, se alza una voz firme, cortante como un cuchillo:
—Muerte.
El eco de esa palabra rompe el silencio. Es un sonido bajo al principio, pero luego crece, cuando más voces se suman con furia renovada.
—Muerte, muerte.
El frenesí se propaga como fuego. Gritos de "¡muerte!" llenan el almacén, cada uno más cargado de violencia que el anterior. Los ojos de los presentes brillan con una intensidad que roza la locura, mientras el aire se llena de sed de sangre. Los gritos se hacen ensordecedores.
—¡MUERTE! ¡MUERTE! ¡MUERTE!— retumban en un coro unísono, alimentado por la desesperación, la venganza y la promesa de un nuevo comienzo.
En el centro del barrio rojo, la atmósfera está cargada de tensión. Cientos de figuras se desplazan por las callejuelas angostas, cada una de ellas con máscaras blancas que cubren su rostro por completo, salvo por dos puntos rojos pintados en las mejillas y la ausencia de nariz. Caminan en un silencio sepulcral, cargando entre ellos a un hombre cuya mirada, perdida y vacía, refleja la inevitable certeza de su destino. En sus manos, sostienen una figura de madera de proporciones casi perfectas, una espiral tallada que recuerda a la proporción áurea, símbolo de orden en un mundo caótico.
Al llegar al centro de la plaza, detienen su marcha. La multitud alrededor observa expectante, y un escalofrío recorre a todos los presentes. Sin prisa, pero con una precisión escalofriante, las figuras enmascaradas acuestan al hombre sobre la espiral de madera. Su respiración es errática, sus ojos tiemblan con desesperación, pero no hay palabras. Es como si el miedo le hubiera arrebatado la voz.
Con movimientos coordinados, comienzan a enrollar su cuerpo en la espiral. Primero, dislocan sus extremidades, una a una, sus gritos sofocados por la tensión de la situación. Cada miembro que se dobla bajo sus manos se convierte en una línea, alargando su cuerpo más allá de lo natural. El crujir de huesos se mezcla con el murmullo de la multitud, que observa impávida. El hierro hirviendo se usa para fijarlo, atornillando su cuerpo a la estructura de madera.
La figura se alza en el centro de la plaza, una abominación viviente, retorcida, inmóvil, pero consciente. Su cuerpo deformado se exhibe ante todos, un recordatorio del destino que espera a aquellos que traicionan al pueblo.
De entre la multitud, surge un hombre diferente al resto. Su máscara es dorada, brillante bajo las tenues luces del barrio, con solo dos huecos que dejan entrever sus ojos oscuros y penetrantes. Se acerca a la figura retorcida y, con una voz que atraviesa el murmullo, pronuncia:
—Amigos y amigas, hoy nos encontramos en un punto de no retorno. Las sombras del pasado se ciernen sobre nosotros, y la traición y la crueldad han dejado su huella en cada rincón de nuestras vidas. Pero no todo está perdido, hay esperanza. Una chispa de cambio arde en nuestros corazones, una llama que ya no se puede apagar.
Hace una pausa, y la atención de la multitud se concentra en sus palabras, cada sílaba cargada de significado.
—Ely, nuestra valiente compañera, una niña como todos nosotros, ha caído. Su sacrificio no será olvidado. En sus últimos momentos, tomó una decisión valiente: unirse a Aurora. Su espíritu nos guía ahora, y su memoria será el faro que ilumine nuestro camino hacia la libertad.
La multitud empieza a asentir, algunos murmurando el nombre de Ely, su pequeña mártir. El hombre con la máscara dorada continúa.
—Al-Fred, el monstruo que secuestró a sus propias hijas, ha desatado la furia de todos nosotros. Este ser despreciable no es solo un hombre; es un símbolo de la corrupción que nos rodea. Hoy, declaramos la guerra contra la opresión y la crueldad, contra este gobierno que oculta y tolera estos actos atroces en nuestras comunidades.
Su voz se eleva, resonando en las paredes de los edificios cercanos.
—No importa si debemos enfrentarnos a un imperio, o a los demonios que llevan dentro. ¡Nos purificaremos, y purificaremos este mundo con nuestra justicia! Y comenzaremos... con este hombre, este cordero que simboliza todo lo que hemos sufrido.
La figura retorcida se balancea débilmente en la estructura de madera, sus ojos llenos de dolor y terror. El hombre dorado lo señala como si fuera un verdugo en una ejecución.
—Hermanos y hermanas, escuchadme bien. En el corazón del barrio rojo, la oscuridad y la luz se entremezclan, y nosotros somos el fuego que las consumirá. Este hombre ha causado un dolor inimaginable, y hoy pagará por ello. Su cuerpo será un recordatorio, su muerte será una advertencia para aquellos que se atrevan a seguir su ejemplo.
La multitud comienza a moverse, como una bestia que despierta lentamente. Gritos de "¡muerte!" comienzan a elevarse desde diferentes rincones. Al principio, tímidos, pero pronto más seguros, más furiosos.
—¡Muerte! ¡Muerte! ¡Muerte!— repiten una y otra vez, sus voces llenas de odio y desesperación.
La figura dorada levanta los brazos, abrazando el clamor del pueblo.
—Este hombre será purificado, no solo físicamente, sino también en la memoria de la humanidad. Levantemos la figura dorada, símbolo de nuestra rebelión. Que su grito de muerte resuene en los corazones de todos los presentes, y que cada hombre, mujer y niño recuerde este día como el comienzo de nuestra lucha por la libertad.
La multitud enloquece. Personas con máscaras blancas comienzan a agitar los brazos en el aire, sus gritos alimentando la furia colectiva. Más y más personas se unen, saliendo de las sombras, de sus casas, para presenciar el acto final.
—Unirse a Aurora es el único camino hacia la libertad,— continúa el hombre dorado. —El fin de la opresión está cerca. Únanse a nosotros, traigan a sus familias, a sus hijos, y ocúltenlos bien, porque ahora comienza nuestra revolución. ¡Derrocaremos este gobierno corrupto, y lo haremos con nuestras propias manos!
Los gritos se multiplican, llenando cada rincón del barrio. La tensión es palpable, como si la propia noche estuviera a punto de estallar en una tormenta de sangre y fuego.
—¡Hermanos, vuelvan a sus casas preparados! Nos expandiremos en las sombras, creceremos en la oscuridad, y cuando estemos listos... liberaremos esta guerra.
La multitud comienza a dispersarse, cada uno dirigiéndose a sus hogares, pero no para descansar. Van a prepararse, a armarse, a reunir todo lo necesario para el momento en que las sombras caigan sobre el imperio. Mientras tanto, la figura retorcida queda en el centro de la plaza, un símbolo de advertencia, una promesa de lo que está por venir.
Al camina tranquilamente, alejándose de la plaza con sus subordinados siguiéndolo de cerca. La multitud aún dispersándose detrás de ellos, pero su mente ya está en otra parte, analizando los próximos movimientos con precisión fría.
—Sistema, ¿cuáles crees que serán los siguientes pasos?— pregunta en voz baja, casi como si hablase consigo mismo, mientras las luces de la ciudad parpadean a lo lejos.
[Los siguientes pasos serían: primero, consolar a Sidra. Necesitará tu apoyo emocional tras lo ocurrido. Luego, debes concentrarte en mejorar tu cultivo; has avanzado, pero aún estás lejos de lo que necesitas ser. Y por último, supervisar a los niños cautivos, asegurarte de que todo esté en orden.]
Al asiente ligeramente, sus pensamientos ya corriendo hacia el futuro. —¿Cuánto crees que tardaré en lograr todo eso?
[Un mínimo de unos cuantos años,] responde el sistema, su tono indiferente como siempre. [Pero, te debo recordar algo importante: no olvides la misión secundaria 2.]
Una sonrisa torcida aparece en el rostro de Al, sus ojos reflejando un brillo de astucia. —Por supuesto, ¿crees que no lo había planeado?— su voz suena calmada, pero con un toque de arrogancia controlada. —En tres horas tengo una reunión.