En la quietud de la casa de Alqatil, la atmósfera estaba impregnada de una tranquilidad inquietante. Las sombras danzaban en las paredes, movidas por el escaso resplandor de las lámparas, creando un juego de luces que parecía susurrar secretos olvidados. Alqatil se encontraba sentado en su silla de respaldo alto, sus dedos trazando patrones sobre la madera oscura del escritorio, como si buscara respuestas en el grano de la madera. La penumbra del cuarto envolvía cada rincón, mientras el silencio era interrumpido solo por el suave crujir del suelo bajo sus pies.
Frente a él, la figura de Sidra se recortaba en el umbral de la puerta. La luz detrás de ella iluminaba su silueta, revelando una mezcla de incertidumbre y curiosidad infantil en sus ojos. Se quedó quieta por un instante, como si no estuviera segura de si debía avanzar o quedarse allí, en la seguridad de la distancia.
Alqatil, sin levantar la mirada de su escritorio, rompió el silencio que los rodeaba:
—Sidra, ven. Tenemos algo de lo que hablar.
Sidra dio un par de pasos hacia adelante, pero su postura era tensa, como si esperara una reprimenda en cualquier momento.
—¿Qué pasa? —preguntó, su voz suave, casi un susurro.
El rostro de Alqatil permaneció impasible, su tono frío y calculador. —Estoy organizando unas reuniones.
Sidra frunció ligeramente el ceño, sin entender del todo. —¿Reuniones? —repitió, con un deje de confusión en su voz. Apenas llevaban unos días conociéndose, y ya hablaba de cosas que parecían demasiado serias.
Alqatil levantó la mirada, observándola con una mezcla de paciencia fingida y frialdad. —Quiero que estés allí conmigo. Necesito que aprendas algo importante.
Sidra torció la boca, claramente incómoda. —¿Por qué yo? No sé nada de reuniones ni de esas cosas.
La sonrisa de Alqatil fue apenas un destello, más un gesto para tranquilizarla que un signo de afecto. —No necesitas saberlo todo ahora. Lo que quiero es que observes, que escuches. Quiero que veas cómo las personas más poderosas se desmoronan bajo su propio peso.
Sidra lo miró, aún desconfiada. —Pero… ¿qué tengo que hacer yo?
Alqatil se acercó a ella lentamente, su voz suave, casi hipnótica. —Solo estar allí. Aprender a esconderte en las sombras, a esperar tu momento. No tienes que entenderlo todo ahora, Sidra. Lo harás a su debido tiempo.
La joven bajó la mirada, jugando con sus manos nerviosamente. —No sé si soy buena para eso...
Alqatil se inclinó ligeramente hacia ella, su tono aún más persuasivo. —Por eso estás aquí. Porque puedo enseñarte. Este es solo el principio.
Sidra asintió lentamente, su desconfianza cediendo ante la aparente seguridad de las palabras de Alqatil. No entendía del todo lo que se esperaba de ella, pero algo en la forma en que él hablaba la hacía querer creer que, tal vez, podía aprender.
Mientras la tarde avanzaba, la vieja mansión al norte de la capital muy lejos de esta y muy cerca de las montañas comenzaba a despertar con un bullicio inusitado. Los trabajadores, contratados por Orion, se movían con rapidez y destreza, resucitando lo que una vez fue un símbolo de poder y lujo. Las columnas agrietadas y las ventanas cubiertas de polvo parecían recobrar vida bajo el firme mando de Nova, cuyas instrucciones precisas y mirada penetrante guiaban cada martillazo y cada barrida.
La mansión, dormida en el abandono durante años, resurgía ahora con una determinación casi palpable, como si supiera que su momento de gloria estaba cerca. Bajo la supervisión de Nova, los obreros reforzaban las estructuras y purgaban los restos de decadencia, cada eco de martillo reverberando con promesas de renovación. La opulencia perdida se desenterraba de las sombras, lista para ser exhibida ante los ojos más críticos.
Alqatil observaba desde la distancia, con los brazos cruzados y una mirada que destilaba control. El cielo, teñido de tonos dorados y morados por el ocaso, se desplegaba como un lienzo dramático, realzando la atmósfera de transformación. A su lado, Daniel sostenía una lista de ingredientes exóticos, el papel arrugado y manchado un reflejo de la meticulosidad requerida para la ocasión. Cada detalle estaba siendo orquestado con precisión casi militar; no se permitía margen de error.
—Orion se está asegurando de que la mansión luzca imponente, —comentó Alqatil, su tono frío pero satisfecho. Daniel, con una mezcla de emoción y nerviosismo, asintió mientras revisaba la lista.
—Pero debemos dar igual importancia a lo que serviremos. Los barones esperan ser impresionados no solo por la vista, sino por cada detalle de su experiencia aquí.
Daniel, con una chispa de orgullo en su mirada, respondió: —He asegurado los mejores vinos y platillos. Entre ellos, el Cerdo Esmeralda, con su carne de un tono verdoso casi irreal, y las Frutas de Argén, cuyo dulzor inigualable solo se encuentra en las tierras del oeste.
Alqatil asintió, su expresión impasible. —Perfecto. Quiero que cada bocado les recuerde que estas no son simples reuniones, sino una afirmación de poder. Deben sentir que están en presencia de reyes.
A medida que la preparación avanzaba, el cielo se oscurecía lentamente, como si la noche abrazara el día con elegancia silenciosa. No muy lejos, los sirvientes transportaban cofres repletos de los vinos más finos. Dentro de la mansión, las mesas comenzaban a vestirse con manteles de terciopelo oscuro que absorbían la luz como un manto de misterio. Cada elemento, desde los candelabros hasta las copas de cristal, evocaba una sofisticación que no dejaría dudas sobre el dominio de Alqatil.
La escena estaba casi lista. Solo faltaba la entrada de los invitados, y Alqatil estaba seguro de que cada uno de ellos saldría de estas reuniónes con la convicción de que habían sido testigos de algo mucho más grande que ellos mismos.
Lyra apareció en la escena, eficiente y decidida, con un pergamino enrollado en su mano. Su andar era ligero, casi como un susurro en la brisa, mientras se acercaba a Alqatil. Se detuvo a unos pasos de él, sus ojos brillando con una mezcla de satisfacción y determinación.
—Las invitaciones han sido enviadas a todos los barones, —informó, su voz clara y firme, reflejando la seguridad en su papel dentro de la organización. —Todo está en marcha. Cada detalle ha sido cuidado; no habrá sorpresas.
Alqatil asintió lentamente, su mirada fija en la mansión que resurgía ante ellos, como un testigo silencioso del pasado que volvía a la vida. —Bien. Estas reuniones serán nuestra oportunidad de demostrar lo que somos capaces de hacer. Los barones están acostumbrados a manejar las cosas desde las sombras. Lo que no sospechan es que esas sombras ya han comenzado a inclinarse a nuestro favor.
Su tono, más medido y calculador, impregnaba la atmósfera de una calma tensa. Con un último vistazo a la mansión, cuyos muros recobraban poco a poco su antigua gloria, se concentró nuevamente en los preparativos restantes. La mesa, elegantemente dispuesta, brillaba bajo la tenue luz de las lámparas, mientras las copas de cristal reflejaban destellos suaves. Todo estaba casi listo, y el juego estaba a punto de empezar.
Mientras el sol se ocultaba tras el horizonte, dejando un rastro de estrellas en el cielo, Alqatil sintió que el destino se estaba entrelazando con cada detalle. La cena sería más que un simple banquete; sería un primer paso sutil hacia un futuro que todavía se estaba configurando. Los barones, con sus aires de grandeza y sus planes ocultos, pronto entenderían que no eran los únicos que sabían maniobrar en las penumbras.
Mientras la noche se cernía sobre la ciudad, oscureciendo las calles iluminadas por antorchas titilantes, los barones del imperio comenzaban a recibir las misteriosas invitaciones. De los 489 barones contactados, la gran mayoría—unos 460—ni siquiera prestaron atención a las cartas, considerándolas irrelevantes o indignas de su tiempo. Otros 20 nunca recibieron las misivas, extraviadas en el intrincado sistema de mensajería del vasto imperio. Solo tres barones, tras leerlas, las descartaron con desdén, tirándolas al fuego o al cesto de basura.
Sin embargo, en las lejanas montañas, dos barones menos poderosos, aislados por la geografía y la política, decidieron responder. Su aceptación, nacida tanto de la curiosidad como de la necesidad, los colocaría en el centro de un juego mucho más grande de lo que imaginaban.
En su estudio, el Barón Noir, un hombre de mirada aguda y voz penetrante, examinaba la carta bajo la luz de las lámparas de aceite. Las sombras danzaban en las paredes mientras él consideraba las implicaciones de aquella invitación.
—¿Un nuevo orden? —murmuró, con una sonrisa cínica en los labios. —Esta organización en las sombras parece creer que puede mover los hilos del poder con facilidad. ¿Qué clase de audacia tiene?
A su lado, su joven asistente, con una mezcla de admiración y ansiedad, se quedo callado.
Al otro lado de las montañas, en una modesta residencia adornada con tapices que contaban historias de gloria pasada, el Barón Grims discutía la invitación con su familia. La carta, que había interrumpido la velada familiar, ahora se encontraba en el centro de la mesa.
—¿Qué crees que busca este personaje? —preguntó su esposa, su mirada oscilando entre la cautela y la ambición.
El barón, con el ceño fruncido, respondió: —No estoy seguro. Podría ser una trampa o una oportunidad. Lo único claro es que quiere algo más que simples aliados.
—A veces, es necesario arriesgarse para alcanzar algo más grande,— sugirió ella, con un toque de audacia en su tono. —Quizá debamos aceptar y ver qué podemos ganar de esto.
Grims asintió lentamente, ponderando sus palabras. —Es un riesgo, pero a veces, las mejores recompensas vienen de los movimientos más audaces.
En cambio en su propia casa, Alqatil esperaba con calma. Sabía que su mensaje había encendido una chispa en aquellos que, a pesar de estar en los márgenes del poder, podían ser útiles en su tablero. Con cada paso cuidadoso, las piezas se movían, y él estaba dispuesto a aprovechar cada oportunidad que se presentara.
Sentado sobre una roca solitaria, Alqatil respiraba profundamente, sumido en un estado de calma y concentración. Las montañas cercanas, imponentes y silenciosas, lo rodeaban, creando un ambiente ideal para el cultivo de su poder.
—Entonces, ¿cómo va mi cultivo? —preguntó Alqatil al sistema, su voz baja, casi un susurro llevado por el viento.
Tu cultivo está progresando bien. Actualmente estás al 83%. Sigue así y pronto alcanzarás el siguiente nivel.
Alqatil asintió lentamente, sus ojos aún cerrados mientras mantenía un ritmo constante de respiración. La tranquilidad del entorno solo era interrumpida por el ocasional canto de un ave lejana o el crujido de alguna rama bajo el peso del viento.
De repente, un sonido muy leve, apenas perceptible, llamó su atención. Al abrió los ojos y dirigió su mirada hacia un árbol cercano. Allí, apenas visible, vio a Sidra asomándose tímidamente desde detrás del tronco, su rostro oculto en parte por la corteza rugosa.
Una sonrisa se dibujó en los labios de Alqatil, seguido de una ligera risilla que rompió el silencio. Se levantó de su asiento improvisado y, con pasos lentos pero decididos, se acercó al árbol. Sentía la curiosidad de Sidra como un hilo que lo guiaba.
Sin decir palabra, Alqatil se detuvo a unos pasos del árbol. Luego, con un movimiento rápido y controlado, juntó fuerza en su brazo y lanzó un puñetazo que impactó en el borde del tronco, haciendo que su puño emergiera por el otro lado, justo frente al rostro de Sidra.
Ella dio un respingo, sorprendida, y giró su cabeza de inmediato, solo para encontrarse con el rostro de Alqatil, que la miraba con una mezcla de diversión y picardía.
—¡Ah! —exclamó Sidra, asustada, dando un paso atrás mientras su rostro se llenaba de sorpresa.
Alqatil se rió con ganas, disfrutando de la reacción de la niña. —Vamos, vete a dormir, niña. No deberías estar espiando a estas horas.
Con los ojos llenos de lágrimas y un leve temblor en su voz, Sidra replicó: —¡Tú también eres un niño! —Y antes de que Alqatil pudiera responder, salió corriendo, dejando tras de sí el eco de sus pasos apresurados.
Alqatil observó cómo se alejaba, aún riendo suavemente hasta que su humor se apaciguó. Luego, con la misma calma de antes, volvió a la roca y se sentó nuevamente, cerrando los ojos para retomar su meditación.
El ambiente volvió a llenarse de la serena quietud de la noche, mientras Alqatil, con una sonrisa todavía en su rostro, se concentraba en su cultivo, sintiendo cómo cada respiración lo acercaba un poco más a su objetivo.
Mientras Alqatil regresaba a la roca para meditar, su mente estaba inusualmente tranquila. La risa que compartió con Sidra, aunque breve, dejó una sensación de ligereza que no había experimentado en mucho tiempo. "Quizá, solo quizá, aún queda algo de humanidad en mí", pensó fugazmente antes de ahogar el pensamiento en las profundidades de su mente. Se sentó en la roca, cerrando los ojos, buscando el equilibrio interior que tanto necesitaba.
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¡Alerta! Uno de los demonios del corazón ha sido debilitado.
Demonio debilitado: Traición
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Lo que Alqatil no sabía era que las recientes interacciones con aquellos a su alrededor estaban minando la fortaleza de uno de sus más oscuros traumas. La traición, que una vez lo había envuelto en una coraza de desconfianza y frialdad, comenzaba a perder su influencia.
La reunión con Sirius, Lyra y Orion había sembrado las primeras semillas de una alianza que, aunque todavía frágil, le proporcionaba una sensación de camaradería. Cada palabra compartida, cada estrategia delineada en conjunto, fue un pequeño paso hacia la reconstrucción de su fe en los demás. Aun así, Alqatil se negaba a reconocerlo abiertamente. Sus heridas eran profundas, pero no eran invencibles.
La risa con Sidra fue la chispa que encendió un momento de genuina conexión. En ese instante, Alqatil no era el líder implacable ni el guerrero endurecido por las adversidades, sino solo un joven riendo junto a una niña. La inocencia de Sidra y su capacidad de encontrar alegría en lo simple perforaron la coraza que la traición había forjado alrededor de su corazón.
A pesar de todo, Alqatil volvió a su meditación, ignorante del cambio que se estaba gestando en su interior. El demonio de la traición, debilitado, comenzaba a retroceder, su control sobre Alqatil ya no era tan firme. Pero la batalla estaba lejos de terminar, y el camino hacia la verdadera libertad emocional sería largo y arduo.