Durante varios días, Alqatil recorrió las calles menos transitadas de la ciudad. No buscaba simples rostros o historias de penuria; buscaba algo más profundo. Vagabundos, indigentes, almas perdidas que sobrevivían en las sombras de la sociedad. Algunos pedían limosna, otros rebuscaban entre la basura, y unos pocos se dedicaban a pequeños hurtos. Pero esos no eran los que interesaban a Alqatil.
Él necesitaba algo diferente. Personas con potencial, con una chispa de crueldad oculta. Algo en su interior le decía que las mejores herramientas no eran necesariamente las más visibles, sino las más rotas y peligrosas.
Pasó días observándolos. De entre docenas de hombres y mujeres que cruzaban su vista, muchos mostraban un patrón común: una desesperación pasiva. Algunos evitaban mirar a los demás, otros solo existían en un estado de resignación. Pero no todos.
Al final, tres figuras destacaron entre el resto.
El primero lo llamó la atención en un callejón cerca del gremio. Durante una discusión por un trozo de pan, este hombre no solo golpeó a otro vagabundo más débil, sino que lo dejó tirado, inconsciente, y tomó todo lo que llevaba. No hubo remordimientos en sus movimientos, solo una determinación fría.
La segunda fue una mujer que se movía entre las multitudes con astucia. Alqatil la siguió mientras usaba su aparente fragilidad para engañar a los transeúntes. Con una sonrisa de falsa gratitud, aceptaba monedas y, segundos después, susurraba a un cómplice cercano para que robara a sus víctimas. Más tarde, cuando este cómplice se enfrentó a ella, lo vio todo: la mujer lo apuñaló en un instante, con una precisión que no parecía amateur.
El tercero fue el más difícil de descifrar. Un joven que parecía ser el más tranquilo de los tres, pero Alqatil lo vio en una noche oscura. Había acechado a un comerciante que se había desviado de la calle principal. Alqatil observó desde un tejado cómo el joven lo empujaba contra una pared, exigiéndole dinero. Cuando el comerciante intentó resistirse, el joven simplemente lo apuñaló y se llevó su bolsa. No hubo indecisión, solo una calculadora eficiencia.
No era solo su capacidad para la violencia lo que los hacía ideales, sino su disposición a cruzar límites sin dudar. Alqatil sabía que estas personas podían ser herramientas útiles, siempre y cuando lograra dominar su naturaleza.
Sentado en un rincón oscuro, mientras los tres se acercaban de diferentes direcciones, Alqatil dejó que un leve y siniestro pensamiento cruzara su mente: "Ellos ya tienen la oscuridad dentro de sí. Solo necesitan alguien que les enseñe a usarla mejor."
Había elegido.
Alqatil observaba desde la penumbra a los tres vagabundos que había elegido. Mientras ellos reían con un botín de monedas robadas, él reflexionaba sobre cómo manejar esta relación. "La avaricia es solo el principio," pensó, "pero para que realmente me sean útiles, debo plantar algo más profundo. Miedo, ambición, y dependencia. Sin eso, solo serán bestias salvajes esperando traicionarme."
Alqatil organizó una reunión, en el viejo almacén que utilizaba como refugio. Una vez reunidos, los miró con expresión neutra, mientras sacaba tres pequeñas bolsas con monedas y las colocaba frente a ellos.
—Hoy, no hablaremos de misiones ni de cobre —dijo, con un tono que parecía extrañamente solemne para un niño—. Hoy hablaremos de ustedes.
Los vagabundos intercambiaron miradas incómodas, pero la curiosidad los mantuvo en sus asientos.
—Los he estado observando desde hace tiempo —continuó Alqatil, su voz baja pero firme—. Ustedes no son como los otros. Ellos solo sobreviven. Ustedes, en cambio, saben cómo tomar lo que necesitan.
El silencio cayó sobre el lugar. Una mezcla de orgullo y desconfianza se reflejó en sus rostros. Alqatil había tocado un punto sensible.
—Pero aún no son nada. Son fuertes, pero dispersos. ¿Y qué pasa con los fuertes cuando no tienen un propósito? Se destruyen entre ellos. Lo he visto antes. Yo puedo evitar que eso pase.
Los vagabundos comenzaron a removerse inquietos. Uno de ellos, el de la cicatriz, se cruzó de brazos.
— ¿Y qué nos darás a cambio? —preguntó, con un tono desafiante.
Alqatil sonrió levemente.
—Les daré algo más valioso que las monedas. Les daré un propósito. Pertenencia. Juntos, dejaremos de ser meros parásitos de las calles. Formaremos un grupo que no dependa de nadie. Un grupo que haga temblar a esta ciudad. Pero para eso, necesito algo de ustedes: obediencia.
Al escuchar esto, los vagabundos se tensaron. La idea de someterse a un niño no les sentaba bien, pero antes de que alguno pudiera replicar, Alqatil dio el siguiente paso de su plan.
Alqatil reunió nuevamente a los tres vagabundos en el almacén abandonado. Esta vez, el ambiente era diferente. Había colocado una vieja mesa en el centro de la habitación, con varias monedas de cobre esparcidas sobre ella, brillando débilmente bajo la luz de una lámpara de aceite.
—Caballeros, estamos listos para el siguiente paso —comenzó Alqatil, mirando a cada uno con una mezcla de calma y determinación—. Pero antes, quiero que entiendan algo: esto no es solo un trato entre desconocidos. Esto es el inicio de algo más grande.
Uno de los hombres, el de la cicatriz, resopló.
—¿Más grande? ¿Qué puede ser más grande que ganar unas monedas para comer?
Alqatil sonrió ligeramente, dejando que el silencio se alargara antes de responder.
—Piensen en esto. La gente nos ignora. Nos ven como basura. Pero, ¿y si pudiéramos usar esa invisibilidad a nuestro favor? ¿Y si pudieran ganar más de lo que jamás han soñado, simplemente haciendo lo que ya hacen?
Los tres lo miraron con curiosidad, aunque la desconfianza aún no desaparecía del todo.
—¿Y cómo piensas lograr eso? —preguntó la mujer, cruzando los brazos.
—Reclutando más personas como nosotros —respondió Alqatil—. Hay docenas, quizás cientos de vagabundos en esta ciudad, todos luchando por sobrevivir. Pero están desorganizados. Divididos. Lo que yo les propongo es simple: tráiganlos a mí.
Los tres intercambiaron miradas. El más joven frunció el ceño.
—¿Para qué?
—Para trabajar —contestó Alqatil, con tono paciente—. Ustedes ya saben cómo funcionan las misiones del gremio espero. Algunos son demasiado perezosos para completarlas, otros no quieren ensuciarse las manos, pero están dispuestos a pagar por los resultados. Nosotros seremos los intermediarios.
Hizo una pausa, dejando que la idea se asentara.
—Reuniremos a un grupo. Les daremos las misiones que yo elija y nos aseguraremos de que se entreguen los resultados al gremio. Yo reclamaré las recompensas, y luego dividiré las ganancias. Por cada persona que recluten, ustedes recibirán un porcentaje extra.
El hombre de la cicatriz se inclinó hacia adelante, intrigado.
—¿Y cuánto estamos hablando?
Alqatil dejó caer una pequeña bolsa de cuero sobre la mesa. El sonido de las monedas tintineando llenó la habitación.
—Esto es lo que gané en los últimos días gracias a su ayuda. Si seguimos así, podemos duplicar o incluso triplicar esta cantidad. Pero depende de ustedes.
La ambición comenzó a brillar en sus ojos. Alqatil lo notó y supo que los tenía en el punto exacto.
—¿Y cómo sabemos que no te quedarás con todo el dinero? —preguntó la mujer, su tono lleno de sospecha.
—Porque si lo hiciera, perdería lo único que realmente importa: ustedes —respondió Alqatil, con una sinceridad que no era del todo fingida—. Esto no es solo un negocio. Es una alianza. Si ustedes prosperan, yo prospero.
Los tres parecieron considerar sus palabras. Finalmente, el de la cicatriz asintió lentamente.
—De acuerdo. ¿Qué hacemos primero?
Alqatil sonrió.
—Primero, observen. Hay que estudiar a los demás. Encuentren a aquellos que están desesperados, pero no rotos. Necesitamos personas con algo de fuerza o astucia. Yo los entrenaré para cumplir las misiones, pero su primer trabajo será convencerlos de unirse a nosotros.
Los tres vagabundos comenzaron a recorrer las calles, buscando a posibles reclutas. Mientras tanto, Alqatil los supervisaba desde las sombras, evaluando su desempeño y tomando nota de sus decisiones. Descubrió que, aunque cada uno tenía su propia manera de operar, la codicia y el deseo de poder los mantenían enfocados en la tarea.
Cuando regresaban al almacén, Alqatil les pedía que relataran todo con detalle. ¿A quiénes habían visto? ¿Qué habían dicho? ¿Cómo habían reaccionado? A medida que compartían sus informes, él ofrecía consejos, ajustando su enfoque.
—No solo busquen fuerza o habilidad —les decía—. Busquen ambición. Busquen a aquellos que harían cualquier cosa por una segunda oportunidad.
Alqatil estaba sentado en lo alto de una vieja estantería del almacén, observando a los tres vagabundos discutir entre sí sobre las tareas que les había asignado. Desde esa posición, ellos apenas podían verlo, y esa era la intención.
Había entendido desde el principio que su apariencia juvenil sería un obstáculo. Ningún adulto tomaría en serio a un niño, mucho menos un grupo de individuos endurecidos por la vida en la calle. Por eso, Alqatil decidió convertirse en el fantasma detrás del poder, usando a sus tres reclutas iniciales como su rostro público.
—Recuerden —les había dicho días atrás, con su voz controlada pero firme—, el gremio no debe saber de mí. Ustedes serán quienes entreguen las misiones y recojan las recompensas. Yo manejaré todo desde aquí.
Los tres lo habían mirado con desconfianza al principio, pero las monedas de cobre que les había dado hablaban más alto que sus dudas. Ahora, los vagabundos se habían convertido en los intermediarios perfectos: lo suficientemente desesperados como para seguir órdenes, pero lo suficientemente astutos como para cumplir con las tareas sin levantar sospechas.
El plan era simple, pero efectivo:
El gremio: Era el punto de partida. Los tres vagabundos recogerían las misiones del gremio bajo sus propios nombres, asegurándose de elegir tareas que fueran adecuadas para el equipo de vagabundos más grande que estaban reclutando.
Las misiones: Alqatil analizaba cada encargo, seleccionando los que ofrecieran la mejor relación entre riesgo y recompensa. Esto lo hacía en la oscuridad del almacén, donde sus tres intermediarios le traían los listados de tareas.
Los intermediarios: Los tres vagabundos actuaban como líderes de campo. Organizaban a los nuevos reclutas y se aseguraban de que las misiones se completaran según las instrucciones de Alqatil. A cambio, recibían un porcentaje de las recompensas.
El resto de los vagabundos: Estos eran los ejecutores. Recolectaban materiales, entregaban mensajes y cumplían con cualquier tarea física que se les asignara. Recibían una paga mínima, pero era suficiente para mantenerlos motivados.
Alqatil, mientras tanto, permanecía en las sombras, observando y orquestando todo con una precisión casi sobrenatural. Sus tres intermediarios no solo eran sus manos y ojos en el gremio; también eran su escudo. Si algo salía mal, ellos serían los primeros en enfrentar las consecuencias, mientras él permanecía intocable.
—A partir de ahora, quiero que comiencen a buscar misiones más desafiantes —dijo desde las sombras, su voz resonando en el espacio vacío del almacén—. No podemos limitarnos a tareas pequeñas. Necesitamos mayores ganancias para expandirnos.
La mujer asintió, aunque su expresión mostraba una pizca de nerviosismo.
—Eso será complicado. Si empezamos a destacar demasiado, podrían sospechar.
—Por eso ustedes serán los únicos que tendrán contacto con el gremio —respondió Alqatil con calma—. Recluten más personas para las tareas peligrosas. Si algo sale mal, serán ellos quienes paguen el precio.
El hombre de la cicatriz frunció el ceño.
—¿Y cómo los convenceremos? Nadie quiere arriesgar su cuello por unas monedas.
Alqatil dejó caer una pequeña bolsa desde las alturas. Las monedas tintinearon al golpear la mesa, y los ojos de los tres se iluminaron.
—Todos tienen un precio —dijo con un tono frío—. Ustedes deben encontrarlo. Usen promesas, amenazas, lo que sea necesario. Pero no quiero excusas.
Los tres intermediarios comenzaron a consolidar su autoridad entre los demás vagabundos. Algunos se unían por desesperación, otros por la promesa de recompensas rápidas, pero todos respondían a las órdenes de los tres líderes.
Mientras tanto, Alqatil seguía analizando cada movimiento desde las sombras. Había comenzado a recopilar información sobre el gremio: quiénes eran los encargados, cómo funcionaban las entregas y cuáles eran las misiones más lucrativas. Cada pieza de información le permitía perfeccionar su estrategia.
"Desde aquí, puedo controlarlo todo", pensó, con una chispa de satisfacción en su mente. "Ellos son mis piezas, y yo soy el jugador. Nadie sospechará de un niño como yo."
—Sistema, ¿puedo cultivar de alguna manera?
[¿Cultivar? ¡Por supuesto! Solo necesitas un talento natural extraordinario, un linaje de cultivadores de élite y décadas de entrenamiento. Ah, espera... tú no tienes ninguna de esas cosas.]
—Gracias por recordármelo, sistema —dijo Alqatil, con los ojos en blanco—. ¿Hay algo que pueda hacer, o estás aquí solo para burlarte?
[Relájate, pequeño genio de las probabilidades negativas. Claro que puedes intentar algo. En mi vasto conocimiento acumulado —que, dicho sea de paso, es mucho más útil que tu nivel actual de "nada"—, hay dos opciones.]
—Te escucho.
[Primero: las bibliotecas. A veces, los mortales esconden perlas de sabiduría entre montones de arena. Si tienes paciencia para tamizar, podrías encontrar algo útil.]
—Bien, ¿y las otras opciones?
[Segundo: intenta reunir qi en tu dantian. Con un talento de -10 %, cada molécula será un logro épico digno de ser narrado en las crónicas de la lentitud.]
—¿Por qué no dijiste eso desde el principio?—preguntó Alqatil, con una ceja alzada.
[Porque disfruto verte luchar con lo básico. Es entretenido.]
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Alqatil decidió comenzar por lo básico: la biblioteca. Quizás no esperaba encontrar algo revolucionario, pero cualquier pista podría ser útil.
El edificio era antiguo y estaba mal cuidado. Las estanterías estaban llenas de libros que parecían haber estado allí desde antes de que el polvo existiera. Después de horas buscando, apenas encontró información sobre los primeros rangos de cultivo y conceptos básicos que ya conocía.
"Esto es inútil", pensó, cerrando un libro con fuerza. "No hay nada aquí que pueda ayudarme a superar mi desventaja."