La policía recorría las calles cubiertas de nieve, sus botas dejaban huellas que contrastaban con el blanco inmaculado de la ciudad. Los agentes se desplazaban con precisión, registrando cada rincón, cada esquina. La noticia de un asesino en serie que atacaba sin piedad había encendido la alarma. Los primeros asesinatos fueron ignorados, las muertes de mendigos, invisibles para los poderosos. Pero algo había cambiado. El asesino ya no se conformaba con las sombras más oscuras. Ahora atacaba a quienes no podían ser ignorados: familias con dinero, ciudadanos respetables.
—¿Por qué solo actúan cuando mueren personas "importantes"? —murmuró Alqatil mientras observaba a los agentes, quienes registraban minuciosamente una casa cercana. Los policías revisaban el suelo, las paredes, buscando rastros, huellas, cualquier pista que pudiera delatar al asesino. El odio de Alqatil hacia esa sociedad lo alimentaba, una rabia que lo impulsaba a seguir adelante.
Su siguiente objetivo era una familia, los Lefebvre, quienes vivían en una casa grande, en una de las zonas más exclusivas. El padre, Olivier Lefebvre, un hombre de negocios respetable, había sido un donante habitual de la caridad local, una figura que siempre mostraba su mejor cara ante la sociedad. Sin embargo, dentro de su casa, la realidad era otra: vivía con su esposa, Madeleine, y sus dos hijos, Louis y Claire. La familia parecía perfecta, pero Alqatil sabía que todos los hogares, sin importar cuán hermosos parecieran, esconden secretos.
Alqatil había estudiado a los Lefebvre durante días. Los seguía, se infiltraba en su vida cotidiana, como una sombra persistente. Con paciencia, aprendió sus rutinas, los horarios, las costumbres. Sabía que esa noche, cuando salieran a dar un paseo para disfrutar del aire fresco, sería el momento adecuado.
Se preparó en las sombras, oculto entre las casas cercanas, mientras observaba el desfile familiar. Los niños, riendo, corrían alrededor de los abuelos, que caminaban despacio detrás de ellos. Alqatil no dejó de observar. Había aprendido que la clave no estaba solo en la fuerza, sino en la paciencia y la astucia.
Cuando los niños se distrajeron con una flor que había crecido entre la nieve, fue su oportunidad. Con rapidez, Alqatil se deslizó entre las sombras, evitando ser visto. Esperó. Sabía que la menor distracción del grupo le daría el espacio necesario para actuar.
Los niños, encantados con la flor roja, no notaron la figura que se acercaba. De repente, los abuelos se quedaron atrás. Alqatil los observó desde una esquina oscura, su respiración controlada, el cuchillo en su mano ya lista.
—Muy inteligente de su parte —susurró Alqatil, observando al pequeño que caminaba solo. El niño, en un acto instintivo de protección, se adelantó al escuchar el ruido de sus pasos. Fue un mal movimiento. Alqatil, con rapidez, se acercó y con un solo golpe, clavó el cuchillo en su costado, sacando un grito de dolor que se perdió en la fría noche.
El niño cayó, pero la desesperación lo hizo luchar. Alqatil lo observó con frialdad mientras el niño, con sangre saliendo de su herida, intentaba mantenerse en pie, golpeando con las pocas fuerzas que le quedaban. Alqatil lo esquivó sin dificultad, su experiencia en el dolor y la lucha lo hacían más rápido, más preciso.
En un parpadeo, el niño cayó de nuevo, mientras Alqatil se acercaba sigilosamente a su hermana. Aprovechó la distracción de ella, que estaba mirando la flor, y le dio un golpe en la cabeza con la empuñadura de su cuchillo, dejándola inconsciente.
Los abuelos, ajenos a lo que estaba ocurriendo, ni siquiera sabían que su familia estaba siendo destrozada en las sombras. Los niños no tuvieron oportunidad.
Alqatil se inclinó sobre la niña caído, y sin remordimiento, le clavó el cuchillo en el corazón. La sangre manchó la nieve, el rojo intenso destacando sobre el blanco inmaculado.
—Descansen en paz —murmuró mientras se alejaba llendo hacia los abuelos, dejando atrás los cuerpos, como lo había hecho con todos sus otros objetivos.
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─────────Dos días después...──────────
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El crimen había dejado una marca imborrable en la ciudad. Los cuerpos de los abuelos y los niños fueron encontrados en un callejón oscuro por una pareja que paseaba. La escena era indescriptible: las víctimas estaban mutiladas de formas que aún desbordaban la imaginación más retorcida, destazados y desmembrados en una danza macabra de violencia y locura. Las autoridades, al llegar al lugar, encontraron el caos, las huellas de sangre aún frescas sobre la nieve, mientras los agentes comenzaban a recoger las piezas del rompecabezas.
La presión sobre la policía aumentaba. Nadie entendía cómo, en plena ciudad, un asesino podía actuar con tal brutalidad sin ser detectado. La ciudad ya estaba al borde de un colapso. ¿Quién podría hacer algo tan horrible y seguir libre, burlándose de la justicia?
La noticia pronto llegó a los oídos del barón de la región. Un hombre de astucia y control, quien no toleraba fallos, especialmente cuando sus ganancias se veían amenazadas. La situación lo irritaba profundamente. El orden en su territorio debía ser absoluto, y nadie, ni siquiera un asesino, podía permitirle romper esa armonía.
En la mansión del barón, la tensión era palpable. Las paredes de piedra resonaban con el rugido de su voz.
—¿Quién demonios está detrás de esto? —rugió el barón, golpeando su escritorio con tal fuerza que una lámpara se cayó al suelo—. ¡Esto afecta mis ganancias, mis tierras, mi mano de obra! ¡¿Cómo vamos a permitir que alguien mate de forma tan abierta y sin consecuencia?!
Uno de sus guardias, visiblemente nervioso, se adelantó con pasos vacilantes.
—Señor, tenemos información de que este asesino ha dejado pistas, pero nada concreto. Nadie sabe realmente quién es...
—¡Basta de excusas! —interrumpió el barón, su mirada fija en el guardia con una intensidad que parecía hacerle temblar. —Llámame a un cultivador de templado. Necesito resultados, y los quiero rápido. Si esto sigue fuera de control, perderé toda mi autoridad.
—Sí, señor... —respondió el guardia, apresurándose a salir para cumplir la orden.
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─────────Cinco días después...──────────
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La mansión del barón fue el escenario de una llegada espectacular. Desde el horizonte, una figura solitaria se desplazaba hacia la mansión con la rapidez de una sombra. Con un salto, el hombre aterrizó en el patio principal, sus botas haciendo un sonido firme al aterrizar en el suelo helado. La atmósfera se tensó aún más con su presencia. Era un cultivador de templado, uno de los pocos que poseían la habilidad de no solo luchar, sino también rastrear y eliminar con una precisión casi sobrehumana.
Con cada paso que daba, su postura se volvía más imponente. Su rostro era una obra de arte: piel tan pálida como la nieve, ojos verdes como esmeraldas que reflejaban la frialdad de su alma, y cabello negro azabache que caía en ondas perfectamente alineadas a los lados de su rostro. Su cuerpo parecía esculpido, un físico que era la culminación de años de entrenamiento y poder cultivado. Su mirada, desde que cruzó el umbral, ya estaba analizando la situación.
El barón, viendo la figura imponente del cultivador, no pudo evitar una sonrisa calculadora, como si finalmente la solución estuviera ante él.
—Señor cultivador, me alegra que esté aquí. —Dijo, levantándose de su silla con una cortesía que no era más que fachada—. Me gustaría pedirle un favor... con grandes ganancias, por supuesto.
El cultivador, con su voz glacial, respondió sin inmutarse.
—¿Cuál sería ese favor?
El barón, sabiendo que la respuesta era inevitable, no vaciló.
—Matar a un asesino que ha estado perturbando la paz de mi ciudad. —Hizo una pausa, observando la reacción del cultivador—. Quiero que termine con esta amenaza lo más rápido posible.
El cultivador asintió con la cabeza. Su rostro no mostraba emoción alguna. Su presencia era fría, calculadora. Sin decir más, se giró de inmediato y, con un solo salto, desapareció en un parpadeo, desvaneciéndose entre las sombras de la mansión.
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En un pueblo apartado, gobernado por el barón, el aire era denso. Alqatil había llegado, sin que nadie lo supiera. Allí, donde las sombras se entrelazaban con las calles de barro y la nieve cubría los techos de las casas, él estaba listo para continuar su misión. Había cruzado las fronteras de la capital, alejándose de la influencia del Emperador, para dejar su propia marca de muerte en un pueblo desprevenido.
El cultivador, mientras tanto, estaba decidido a hacerle frente. Sabía que el asesino se encontraba cerca, que el rastro de sangre que dejaba lo llevaría hasta él. Pero el cultivador no tenía prisa. Era más inteligente que eso. Con calma, estudiaba cada pista, cada movimiento, esperando que el destino le entregara la oportunidad de enfrentarse al asesino en sus propios términos.
Alqatil, sucio y hambriento, se ocultaba en las alcantarillas, esperando. Cada día que pasaba, el frío y el hambre lo consumían más, pero sabía que tenía que mantenerse en pie. Sabía que el cultivador venía tras él.
—Por fin apareces —susurró—. No tuve que soportar estas alcantarillas de mierda durante siete días por tu culpa.
[Buenos días, anfitrión. Parece que has estado trabajando bien.]
—Nada de saludos. Dame mi recompensa.
[Felicidades, anfitrión. Has completado tu primera misión principal.]
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Misión principal 1 (Completada)
Recompensa: Técnica de cultivo "Reunión Elemental".
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De repente, un manual se formó lentamente con la piel de Alqatil. Cada letra se escribía con su sangre, trazando los caracteres con una precisión escalofriante. Mientras el proceso continuaba, los gritos de Alqatil resonaban en la oscuridad.
—¿Por qué diablos me arrancaste la piel?— gritó Alqatil, su cuerpo temblando de dolor mientras caía al suelo, exhausto y retorcido por el sufrimiento.
[Anfitrión, no puedo implantar la información en tu cerebro porque no la entenderías y la olvidarías. Además, no puedo materializar algo de la nada, y lo más cercano era tu piel y sangre.]
Con el manual en mano, Alqatil sintió que el dolor de su piel arrancada aún lo consumía, pero su mente se aferró a la idea de que este era solo el principio de una travesía mucho más oscura. Su cuerpo, aún temblando, se negó a colapsar, mientras una creciente sensación de desesperación lo invadía.
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Técnica Básica de Recolección de Qi
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Esta técnica se centra en la manipulación y reconfiguración de los circuitos vitales a través del Qi. La primera fase consiste en el trasplante o la creación de un circuito espiritual en el cuerpo. Existen dos métodos:
El primero requiere tres personas: una de ellas debe ser un cultivador maestro en Qi elemental. Esta persona es responsable de controlar y transferir el flujo de Qi, redirigiéndolo para crear una red espiritual en el receptor. Posteriormente, el cultivador extrae el dantian del receptor y lo transfiere a un nuevo huésped.
El segundo método consiste en formar una red de Qi de manera gradual, comenzando por una extremidad, generalmente el brazo. Se requiere un cultivador, cuya fuerza determinará la rapidez y efectividad del proceso. Este cultivador manipula la carne, transformándola en circuitos espirituales hasta alcanzar el corazón, donde la carne se convierte en un dantian. El cultivador conecta las venas espirituales al dantian y luego las vincula al cerebro, para finalmente integrarse con las neuronas. La última fase implica conectar el Qi a la esencia del alma, un proceso delicado que lleva años.
Si el cultivador incluye su Qi en el alma del receptor, puede adquirir control absoluto sobre su cuerpo, sometiéndolo a su voluntad para siempre. Esta técnica es peligrosa y requiere total confianza en el cultivador, pues un error podría llevar a la pérdida de la autonomía del receptor.
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—¿Me estás tomando el pelo, sistema?
[No, anfitrion necesito energia vital para poder hacer ese transplante]
—¿Cómo diablos hago todo eso? No tengo a nadie en quien confiar. ¿¡Cómo voy a hacer algo así!? ¡Ya estoy hasta el cuello de tantas muertes, de tanta sangre! —gritó, su voz quebrándose mientras sus manos temblaban, cubiertas de la vida que había arrebatado.
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Misión Principal 2
Nombre: Creación.
Explicación: El sistema ha detectado que las condiciones del anfitrión son inferiores para la cultivación. Se ha decidido otorgarte una misión para evolucionar.
Objetivo: Conviértete en un asesino serial, dejando atrás un rastro de muertes que marquen tu nombre, haciendo que el miedo te siga.
Recompensa: Venas espirituales y dantian.
Tiempo: Indefinido.
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—¿Más muertes? —murmuró, su voz cargada de desesperación—. ¿Qué más quieres de mí?
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Una mujer, con una cesta de compras colgada del brazo, caminaba apresurada por una calle vacía. El sol comenzaba a ponerse, sumiendo las calles en una penumbra inquietante. Sus ojos se movían constantemente, mirando a su alrededor, temerosa de ser observada. Los rumores sobre un asesino en la ciudad eran cada vez más frecuentes, y con cada paso, su paranoia aumentaba. El miedo era palpable en el aire, como una sombra que se cernía sobre todos.
Desde las sombras de una esquina oscura, Alqatil la observaba con una mirada fría. Esta será la próxima, pensó, una mezcla de resignación y determinación en su pecho. La sed de sangre lo consumía cada vez más, como un fuego que no podía apagar. Solo una más, se dijo, mientras sus pasos eran suaves, casi imperceptibles, hacia su objetivo.
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El despacho del barón estaba iluminado tenuemente por la luz de una lámpara. El ambiente era pesado, cargado de tensión. Un oficial, jadeante y con el rostro desencajado, entró apresuradamente, interrumpiendo la quietud del lugar. Su rostro reflejaba preocupación y angustia.
—Se ha encontrado otra víctima, señor —dijo el oficial, su voz temblando por la tensión. Su respiración era agitada, como si cada palabra le costara un esfuerzo—. Es la misma escena de siempre: brutalidad sin piedad. La mujer está completamente desfigurada, y el asesino dejó su marca. Los rumores crecen, señor. Dicen que hay alguien detrás de todo esto, alguien que se está ganando el terror de la ciudad.
El barón, sentado en su gran sillón de cuero, levantó la mirada lentamente. Su rostro se endureció, y un aire de frustración comenzó a envolverlo.
—¿Qué está haciendo ese cultivador maldito? —preguntó, su voz rasposa por la rabia contenida. Golpeó la mesa con el puño, haciendo que los papeles volaran por los aires—. ¿Cómo se atreve a fallarme en esta situación? ¡Este caos está afectando mis negocios y mi poder en la región!
El oficial, nervioso, trató de calmarse y se inclinó ligeramente.
—Señor, el cultivador está en su despacho... aguardando sus órdenes.
En ese momento, la puerta se abrió con un crujido, y el cultivador entró, imponente, con pasos firmes y calculados. Su presencia llenó la habitación de inmediato, una figura alta, fría y distante, que no ofreció saludo alguno. Su rostro era como una máscara, vacío de cualquier emoción, pero sus ojos, fríos como el acero, reflejaban una mirada que penetraba sin piedad.
El barón lo miró con una mezcla de furia y desesperación.
—¿Dónde está el maldito asesino? —demandó, intentando contener la ira.
El cultivador mantuvo su postura erguida y sus manos entrelazadas frente a él, como si el barón no fuera más que una molestia para él.
—No lo he atrapado —respondió con una voz tan fría que parecía cortante—. El asesino es un niño vagabundo. Se mueve a través de las alcantarillas, como una sombra que no deja rastro. Es... una pérdida de tiempo ensuciarme por un criminal tan insignificante.
El barón lo miró, atónito por la arrogancia del cultivador. En su mente, una ola de incredulidad y enojo lo invadió. ¿Cómo se atreve a hablarme así? pensó, apretando los dientes con furia. Pero, a pesar de su rabia, no podía permitir que su control se desmoronara frente a aquel hombre que aún mantenía poder sobre su situación.
—¿Dónde se encuentra? —dijo finalmente, tratando de mantener la calma.
El cultivador sacó un mapa detallado de su túnica, lo extendió sobre la mesa del barón, señalando con un dedo impasible la ubicación exacta donde el asesino se encontraba.
—Aquí —dijo simplemente.
El barón no dijo una palabra. Tomó el mapa y lo miró con los ojos entrecerrados, su mente maquinando rápidamente mientras sus dedos apretaban el papel con fuerza.
—¿Eso es todo? —preguntó el barón, su voz tensa—. ¿Una simple ubicación? ¿Y qué haré yo con esto?
El cultivador no mostró ninguna emoción ante la pregunta. Su rostro seguía siendo una pared inquebrantable.
—Eso es todo lo que puedo ofrecerle. El trabajo sucio es suyo, barón. Yo ya he cumplido con mi parte.
El barón lo miró fijamente, sintiendo una mezcla de desprecio y desesperación. Pero, sin poder hacer nada más, se vio obligado a aceptar lo que tenía ante él.
—Gracias —dijo, la palabra saliendo de su boca con esfuerzo. Era más una orden que una muestra de gratitud.
El cultivador, sin responder, se dio la vuelta y salió tan rápido como había entrado, dejando al barón solo con su furia contenida. Sus pensamientos se agolpaban en su mente mientras él apretaba el mapa con fuerza, su respiración irregular por la rabia.
—¡Atrápenlo! —gritó finalmente, su voz rasgada de rabia. Sabía que este asesino era una amenaza para su poder, y lo iba a eliminar a toda costa.
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—¿Cuántas más debo matar? —se preguntaba Alqatil mientras caminaba entre la multitud de la ciudad, su mente atrapada en pensamientos oscuros. La frialdad de su existencia, las constantes muertes que su cuerpo exigía, se estaba volviendo insoportable. Pero entonces, una idea brillante cruzó por su mente. Un orfanato…. Esa era su oportunidad, un lugar perfecto donde la muerte podía acechar a aquellos que nadie extrañaría. La jugada sería sutil, eficiente. Algo que no solo cumpliera con la misión, sino que también le ofreciera un sabor amargo de satisfacción.
Alqatil llegó al orfanato a última hora de la noche, cuando la ciudad comenzaba a calmarse. Se presentó con una historia cuidadosamente elaborada y, tras una breve verificación, fue aceptado sin mucho cuestionamiento. Sabía que los niños en el orfanato no eran el objetivo, sino la oportunidad. Al fin y al cabo, todo era cuestión de perspectiva.
Lo guiaron por los pasillos del edificio, pero la mayoría de los niños ya estaban dormidos, envueltos en la quietud que precede a la tragedia. Cuando el silencio se apoderó del lugar, y la seguridad parecía haberse relajado, Alqatil sonrió para sí mismo. Finalmente solo.
En el pasillo desierto, sus pasos eran ligeros, como los de una sombra que no deja huella. Se dirigió a la cocina, y con una precisión casi meticulosa, comenzó a abrir los cajones. Encontró lo que necesitaba: un cuchillo de carnicero, de esos grandes, pesados, con el filo afilado por la constante exigencia. Perfecto.
Con el cuchillo en mano, se dirigió al dormitorio de los niños. La oscuridad lo envolvía, cada paso lo sumergía más en un mundo donde el límite entre lo real y lo monstruoso se difuminaba.
Su primer objetivo fue una niña pequeña, no más de seis años. En silencio, se acercó a ella mientras dormía profundamente, ajena a la fatalidad. Colocó una almohada sobre su rostro, asfixiándola momentáneamente, y con una rapidez que solo alguien entrenado podría lograr, cortó su carótida. La sangre comenzó a brotar con fuerza, pero lo que más le perturbaba no era el sonido del derramamiento, sino la sensación de vacío que lo invadía. Otra más… pensó, casi como si se tratara de un mecanismo en su interior, algo que no podía detener.
A continuación, sus ojos se posaron en un niño pequeño, no más de cinco años. El rostro inocente de la víctima no provocó en Alqatil ni un mínimo titubeo. De hecho, lo observó por un momento, disfrutando de la pureza que iba a corromper. Se acercó sin hacer ruido, levantó el cuchillo, y con la misma frialdad, lo hundió en la garganta del niño.
Finalmente, una niña de diez años. Estaba profundamente dormida, su respiración tranquila y regular. Era su última víctima, y la satisfacción de completar su tarea estaba al alcance de su mano. Se acercó, y justo cuando el cuchillo iba a descender sobre ella, algo interrumpió el ritual. El sonido de pasos apresurados y una fuerte patada contra la puerta lo hicieron girar rápidamente.
Diez oficiales irrumpieron en el cuarto. Espadas y arcos apuntaban hacia él en un movimiento coordinado.
—¡Suelta ese cuchillo! —gritó uno de los oficiales, mientras otro disparaba con su arco.
Alqatil sintió el dolor de la flecha atravesando su hombro, pero no dejó que la sorpresa lo dominara. En lugar de retirarse o rendirse, su mirada se volvió aún más fría, más decidida. Un par de años en prisión no me importan pensó, sin perder el control de sus acciones. Con un rápido movimiento, clavó el cuchillo en el pecho de la niña. El terror puro reflejado en sus ojos fue lo único que notó antes de que la sangre salpicara su rostro. El instante de impacto fue como un despertar de algo aún más profundo en su ser.
La sangre brotó con una violencia que parecía desafiar la gravedad, bañando todo a su alrededor mientras las flechas seguían cayendo sobre él, pero Alqatil no flaqueó. Su mente era un abismo en ese momento, una mente de acero que había sido entrenada para no sentir. No sentía remordimiento, ni miedo. Solo sentía el impulso de continuar, de no detenerse, de seguir adelante.
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—Queridos ciudadanos, no hay por qué temer más. Hemos atrapado al malechor. Ahora pueden descansar tranquilos —anunció el barón, con una sonrisa de satisfacción mientras su voz resonaba por todo el pueblo. El público lo aplaudió con fervor, algunos de ellos con la esperanza de que la pesadilla finalmente hubiera terminado. Sin embargo, pocos sabían la verdad detrás de la fachada.
En una celda oscura, húmeda y desmoronada, Alqatil yacía tendido en el suelo. Su cuerpo estaba marcado por el sufrimiento: las flechas seguían clavadas en su carne, y su rostro reflejaba una mezcla de agotamiento y un extraño éxtasis. La humedad de la celda calaba sus huesos, y el aire denso lo asfixiaba lentamente.
—Maldición… ni siquiera me han dado comida, ni han tratado mis heridas… —susurró Alqatil, su voz rasposa por la deshidratación y el dolor. Pero, en medio de su sufrimiento, había algo más que burbujeaba en su interior—. Pero... por lo menos tengo esto. Al menos por fin me darán mi recompensa.
La ironía en sus pensamientos era evidente, como si el dolor y la humillación de la captura lo acercaran a la obtención de algo aún más grande. El destino, pensó, siempre tenía una manera de burlarse de aquellos que deseaban algo más grande que su humanidad.
Misión Principal 2 (Completada)
Recompensa: Venas espirituales y dantian.
[Anfitrión, le recomiendo estar en un lugar seguro y cómodo, porque va a doler.]
Alqatil cerró los ojos, sabiendo que lo peor estaba por comenzar. "Doler..." repitió en su mente, la palabra resonando con una gravedad inusual. ¿Qué podría doler más de lo que ya he sentido?
Pero lo que sucedió a continuación fue más allá de lo que su cuerpo, o incluso su mente, podrían haber imaginado. Los gritos horripilantes comenzaron a llenar la celda. Otros prisioneros, atrapados en sus propias desesperaciones, se taparon los oídos, incapaces de soportar los terribles ruidos que emanaban de la oscuridad. El cuerpo de Alqatil comenzó a retorcerse, y el proceso de transformación arrancó con una grotesca brutalidad.
Primero, su piel comenzó a derretirse. Lentamente, como si algo extraño y antinatural estuviera devorando su ser desde dentro, la carne se desintegraba. No había sangre, no había llanto. Solo el sonido sordo de la carne cediendo a una fuerza incomprensible. La energía del Qi fluía a través de él, tomando su cuerpo como un recipiente.
Los músculos, antes tensos por el dolor, comenzaron a contraerse y estirarse de manera que desafiaban cualquier ley natural. Nuevas venas crecían y se entrelazaban a lo largo de su torso, extendiéndose hasta su espina dorsal, recorriendo sus órganos, hasta llegar a su cerebro. En cada nueva vena, una corriente de energía vibraba, conectando cada célula, cada fibra, a un propósito superior.
El cráneo de Alqatil crujió, desgarrándose de manera grotesca. Con un sonido ensordecedor, la cavidad de su cabeza se abrió, permitiendo que una vena gruesa se conectara directamente a su cerebro. Esta vena no era como las demás; tenía la apariencia de algo vivo, de algo que pensaba por sí mismo. Sus nervios se fusionaron con las venas espirituales, creando una red inquebrantable de conexiones, aumentando su capacidad para canalizar el Qi.
En el proceso, sus costillas se abrieron, sus pulmones y órganos expuestos al aire frío de la celda. El corazón de Alqatil, golpeado por la agonía, comenzó a transformar su estructura. Se contrajo, como si se dislocara de su forma original, convirtiéndose en una bola de carne en ebullición. Con una precisión perfecta, una arteria principal se dividió y se conectó a esa bola, formando una nueva estructura de vida, más fuerte, más poderosa.
Pero lo más impactante, lo más macabro, fue lo que sucedió a continuación: el dantian. El pequeño punto de energía que se había formado en su pecho se expandió, conectándose directamente con su alma. Su alma, como una sombra oscura, emergió de su cuerpo. Fue como un desprendimiento de todo lo que él había sido hasta ahora. Pero ya no era el mismo.
Desde el dantian, la energía brotó, fluyendo a través de cada rincón de su ser. Cada célula, cada fibra, se llenó con el poder de esta conexión espiritual, esta red de Qi que se tejía en su interior. Fue un proceso largo, doloroso, pero necesario. El cuerpo de Alqatil ya no era el de un simple humano. Era la base de algo más grande.
[Felicidades, anfitrión. Ahora puedes cultivar.]
La última sensación que Alqatil tuvo antes de perder el conocimiento fue el vacío. Su cuerpo, transformado por completo, cayó inerte al suelo frío de la celda. Su respiración era lenta, casi imperceptible. El dolor seguía presente, pero ahora se mezclaba con una sensación de poder abrumadora, un poder que nacía de lo más profundo de su ser.
Había obtenido lo que quería. Y, sin embargo, no había un suspiro de alivio. Solo un profundo, insondable abismo que lo miraba de vuelta.