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Chapter 4 - Mierda

En un almacén olvidado por todos, incluso por Dios, un niño desnutrido yacía en posición de meditación. Su cuerpo, delgado hasta los huesos, parecía un espectro en la penumbra. El cabello apelmazado y las mejillas hundidas eran testimonio de su lucha constante contra el abandono y el hambre.

Con los ojos cerrados, intentaba concentrarse, pero el temblor de sus extremidades lo traicionaba.

—Esto es inútil. Llevo horas, y no siento absolutamente nada —murmuró con amargura.

Una voz surgió desde lo más profundo de su mente, calmada pero cargada de una sabiduría distante.

[Maestro, la cultivación no es una habilidad instantánea. Es un arte. Un proceso de simbiosis entre tu cuerpo, tu espíritu y el flujo del universo. Pretender sentir algo en minutos es... ingenuo.]

—¿Ingenuo? ¿Y tú qué haces aquí? ¿No se supone que eres mi guía? —espetó Alqatil, la irritación marcando cada palabra.

[Correcto. Estoy aquí para guiarte, pero no para simplificar lo que, por naturaleza, es complejo. La esencia del mundo no se derrama en cualquiera. Tienes que invitarla, convencerla. Y ahora mismo, solo estás forzando un muro con las manos desnudas junto con tu condicion.]

Alqatil frunció el ceño, cerrando los puños sobre sus rodillas huesudas.

—Entonces explícame algo, gran sabio: ¿cómo puedo invitarla si ni siquiera sé cómo se siente?

La voz se tomó un momento, como si reflexionara.

[El mundo te responde cuando tú responde a él. Relájate, siente. No con la desesperación de un mendigo que exige alimento, sino con la curiosidad de un viajero que explora un nuevo horizonte. Abandona tu ego, tus dudas, y escucha.]

El silencio en el almacén parecía aplastar todo. Alqatil trató de aplicar el consejo, respirando profundamente, pero después de varios minutos, la frustración volvió a aflorar.

—Nada. Solo siento mis piernas entumecidas y un hambre que me está matando. Esto es una estafa.

[Maestro...] La voz sonó más grave esta vez. [Los cultivadores ordinarios dedican años, a veces décadas, para abrir el menor de los caminos dentro de su flujo interno. Tú has comenzado desde cero, sin linaje adecuado, sin orientación previa. Esperar resultados inmediatos no es solo insensato; es arrogante.]

El niño alzó la mirada al techo oxidado, sus ojos llenos de desolación.

—Entonces ¿qué hago? ¿Me rindo? ¿Acepto que nunca tendré poder?

[No. Persevera. Si deseas avanzar, debes estar dispuesto a sufrir el vacío. Solo en el vacío se siembra el potencial. Cultiva no porque esperes algo de inmediato, sino porque el acto en sí te transforma y primero tienes que resolver tu condicion.]

Alqatil respiró profundamente, sus hombros bajaron un poco, aunque la incertidumbre aún pesaba sobre él. Cerró los ojos y volvió a intentar. Esta vez, con menos furia y más quietud.

La voz no volvió a interrumpirse. En el fondo, Alqatil se preguntó si estaba progresando, pero por primera vez en mucho tiempo, se le permitió no exigir respuestas. Había decidido que, aunque no viera frutos, no dejaría de sembrar.

Mientras la desesperación lo envolvía, Alqatil pensó en los momentos que había pasado en las calles, en el desprecio que enfrentaba a diario. Recordó cómo lo empujaban, lo ignoraban, y cómo esos nobles se reían de su miseria. No importa lo que me digan, decidido, yo no soy menos que ellos. Este mundo no me verá caer.

El tiempo pasó como un río interminable de agonía para Alqatil. La meditación, lejos de traer paz, solo amplificaba el hambre que lo consumía desde dentro. Su cuerpo, ya desnutrido, comenzó a quebrarse bajo la presión del sacrificio. Los días se desdibujaron en semanas, y la penumbra del almacén se convirtió en un reflejo de su espíritu: sombrío, vacío y frágil.

A medida que la desesperación lo envolvía, los recuerdos regresaron como cuchillas. Las burlas de los nobles, sus risas burlonas mientras lo pisoteaban, el frío desdén de los que tenían todo. "No importa lo que me digan", pensó, "yo no soy menos que ellos. Este mundo no me verá caer". Pero incluso con esa determinación, las dudas lo asediaban.

En las noches más oscuras, mientras el hambre roía su interior como un parásito, una pregunta lo atormentaba: ¿Vale la pena renunciar a mi humanidad para obtener la fuerza que deseo?

Fue entonces cuando el sistema rompió el silencio, su tono neutral pero cargado de un peso que parecía inquebrantable.

[Anfitrión, está reviviendo su primera misión principal. Espero que esté preparado.]

La notificación resonó como un eco en su mente, y frente a él apareció el estado del desafío:

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Misión Principal 1

Nombre: Recopilación.

Explicación:

El sistema ha reunido suficiente información para crear una técnica de cultivo, pero necesita afianzar sus conocimientos acerca del cuerpo humano.

Objetivo:

Mata a ocho humanos y disecciónalos en diferentes partes, como huesos y órganos. Los rangos de edad son niños, adolescentes, adultos y ancianos, cada uno de diferente género.

Recompensa:

Técnica de cultivo "Reunión Elemental".

Castigo:

No se entregará la técnica, ya que no hay información suficiente.

Tiempo: Indefinido.

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Alqatil sintió que un nudo de asco se formaba en su estómago.

— ¿Qué es esta mierda, sistema? Una cosa fue esa vez... esa sirvienta. Pero ni siquiera la mate directamente. ¿Y ahora esperas que diseccione cuerpos? ¿De niños? ¿De ancianos?

La respuesta del sistema llegó con una calma casi perturbadora.

[Anfitrión, el camino del poder no está exento de sacrificios. Hay diferentes tipos de villanos: los que disfrutan el poder desde un trono y los que se manchan las manos para construirlo. Usted eligió este camino. Nadie lo obligó.]

—¿Que no me obligas? ¡Me manipula a cada paso! —gritó, golpeando el suelo con el puño.

[Pero ayudó la misión anterior, ¿no? Y completarla le dio poder. Esa fue su elección.]

Las palabras perforaron su mente como espinas. Era cierto. Había cedido, aunque el recuerdo de aquella misión aún le provocaba pesadillas. ¿Podría cruzar esta línea? ¿Matar con sus propias manos?

Los días pasaron, y el hambre se convirtió en un enemigo que no podía ignorar. Cada paso que daba era un recordatorio de su debilidad. Mientras recorría las calles vacías en busca de algo, cualquier cosa, que pudiera aliviar el tormento en su cuerpo, la pregunta volvió a golpearlo: ¿Hasta dónde estoy dispuesto a llegar?

Alqatil presionó los dientes, las lágrimas mezclándose con la suciedad en su rostro. "Este mundo me ha enseñado que la compasión es una debilidad", pensó. Pero el eco de su propia voz no logró convencerlo.

Finalmente, habló con un hilo de voz:

—Sistema, no voy a hacerlo. No soy alguien tan... asqueroso.

[Anfitrión, la misión es indefinida. Puede posponerla, pero el camino seguirá ahí, esperando. El poder tiene un precio.]

—Entonces esperará mucho tiempo —murmuró, con una mezcla de desafío y desesperación.

El sistema permaneció en silencio, y la oscuridad del almacén volvió a engullirlo. Pero Alqatil sabía que no podría huir para siempre.

Los días se transformaron en semanas, y las semanas en meses. El invierno se apoderó del mundo con un frío implacable, cubriendo las calles con un manto blanco que, para Alqatil, no era más que un sudario. Sin refugio, sin comida, sin calor, su existencia se convirtió en un continuo enfrentamiento contra la muerte.

El viento helado atravesaba los harapos que apenas cubrían su piel. Las alcantarillas, su único refugio, eran un infierno en vida: húmedas, infestadas de ratas, con el hedor de la podredumbre llenando sus pulmones. Su alimento eran hongos que crecían entre los desechos, y cada bocado era una apuesta entre la vida y el veneno.

A medida que los días pasaban, su cuerpo comenzó a traicionarlo. La fiebre lo quemaba desde dentro, y su piel, cubierta de llagas, era un recordatorio de su lenta degradación. Su fuerza se desvanecía, pero el hambre nunca lo abandonaba. Era un constante tirón en su estómago, un recordatorio cruel de su vulnerabilidad.

Cada vez que salía a las calles en busca de algo, cualquier cosa, que pudiera aliviar su sufrimiento, se encontraba a los demás: familias riendo frente a hogares cálidos, niños jugando en la nieve, el olor a pan recién horneado escapando de las ventanas. Todo era un recordatorio de lo que jamás tendría.

La vida es injusta, pensó mientras arrancaba un pedazo de musgo negro del suelo. Sus dientes temblaban por el frío, pero también por la rabia. ¿Por qué yo? ¿Por qué tengo que vivir así mientras ellos tienen todo?

Esa noche, mientras el hambre lo mantenía despierto, escuchó la voz que ya empezaba a odiar.

[Maestro, déjeme recordarle que tiene una misión activa.]

—¡Por fin apareces! —gruñó, con la garganta áspera y seca por la falta de agua—. ¿Y lo único que tienes para decir es que mate personas? Eres una maldita basura.

[Más basura es alguien que vive en ella. O mejor dicho: quien es basura, vive como basura, come basura, duerme en basura y se rodea de basura.]

—¡CALLA! —gritó, pero su voz se quebró en un sollozo. Las lágrimas comenzaron a caer, calientes en sus mejillas sucias—. ¡PERDÍ! ¿Crees que no lo sé?

Sus palabras se volvieron un torrente incontrolable:

—Soy solo un maldito niño. Perdí a mi madre de la manera más horrible. Fui arrojado a la basura por mi propio padre. Todos me desprecian. Ni siquiera puedo cultivar. Soy un cobarde... ¡SÍ, UN COBARDE! ¿Y qué? Yo no elegí esta vida.

Su grito resonó en el silencio de la noche, pero nadie respondió. Nadie lo escuchó.

Después de un largo momento, la voz del sistema volvió, esta vez más baja, más directa, pero igual de implacable:

[Entonces deja de ser un cobarde.]

Pasó un mes más. Su cuerpo se convirtió en un cascarón. Cada día que pasaba, su condición empeoraba: la deshidratación, la desnutrición y las enfermedades lo devoraban por dentro. Su piel era cera tirante sobre huesos prominentes, y sus ojos, hundidos, eran pozos oscuros de desesperación.

Un día, simplemente no pudo más. Sus piernas temblaron, y su cuerpo colapsó contra el suelo frío y húmedo. El aire que respiraba era denso y asfixiante, y sus dedos se aferraron débilmente al suelo como si pudiera anclarse al mundo.

En ese momento, con la nieve cayendo sobre él, Alqatil cerró los ojos. Su mente se llenó de un único pensamiento:

"Si voy a morir, que al menos sea haciendo que el mundo sienta mi existencia."

La voz del sistema volvió, inquebrantable, en lo profundo de su mente:

[Maestro, la vida no le dará oportunidades. Usted las toma... o desaparece.]

Era un susurro que se convirtió en una decisión. Una chispa oscura nació en su interior, alimentada por el odio, el hambre y la desesperación. La primera semilla de un villano estaba plantada.

El aire de la ciudad estaba impregnado por el ruido de la vida nocturna, pero dentro de los límites del callejón, la quietud era absoluta. La calle estaba llena de bares que desbordaban risas, conversaciones y borrachos que no sabían cómo volver a casa. En uno de esos bares, un hombre de mediana edad, con una camisa rota y pantalones de calidad que ya no reflejaban su estatus anterior, caminaba tambaleándose hacia el exterior. Su rostro estaba enrojecido por el alcohol, su respiración pesada, y su mente, ya embriagada por el licor, parecía centrado únicamente en el siguiente paso que daría.

El hombre era parte de una familia como tantas otras: un hombre que una vez había tenido negocios florecientes, que ahora intentaba aferrarse a lo poco que quedaba de su fortuna. Se llamaba Teodoro Vasken, un hombre que había sido el orgullo de su comunidad en su juventud. Tenía una esposa, Elisa, y dos hijos pequeños, Alejandro y Martina, quienes aún lo esperaban con la esperanza infantil de que todo mejoraría. A menudo se preguntaba si merecían algo mejor, si su fracaso ya era irreversible.

Pero esa noche, Teodoro Vasken no pensaba en su familia. Su mente estaba nublada por el alcohol, y su paso vacilante lo llevó por el callejón, donde encontró lo que parecía ser una sombra delgada que se agachaba a su lado.

— ¿Qué tienes, pequeño? —Teodoro sonriendo torpemente, intentando parecer amigable a pesar de su mal estado—. ¿Tienes hambre? Yo podría conseguirte algo de comer… o lo que sea que quieras.

Alqatil, con el rostro marcado por el hambre y el frío, no respondió de inmediato. Pero el temor se apoderó de él, y el instinto de supervivencia fue más fuerte que cualquier otra cosa. Sabía lo que podía pasarle.

—¿Dulces? —balbuceó, sus labios agrietados por el frío y la falta de alimento.

El hombre irritante, y con una risa tonta, extendiendo la mano. Alqatil, por desesperación, la tomó.

—Sígueme. Vamos por ahí.

El callejón se hacía más oscuro a medida que caminaban. Alqatil sintió un nudo en el estómago, y mientras avanzaban, sus pensamientos regresaban al sistema. ¿Es esto lo que debo hacer para sobrevivir? La misión estaba clara en su mente, y la oportunidad no podía desperdiciarse. Teodoro era un hombre con dinero, y tal vez, la información que el sistema pedía podría estar en su cuerpo. El niño sabía lo que debía hacer, aunque nunca había experimentado algo así.

Cuando llegaron a un rincón apartado del callejón, Alqatil reaccionó rápidamente. Con una habilidad casi animal, sacó un trozo de vidrio afilado que había recogido días antes, mientras aún estaba en el borde de la desesperación, y lo clavó con violencia en la garganta de Teodoro. El hombre, sorprendido, no pudo emitir más que un leve grito antes de caer al suelo, sangrando por la herida.

La escena era caótica. Alqatil, en medio del desespero, no sabía lo que hacía. Cada movimiento era impulsado por un instinto primitivo, pero sabía que no podía dejar que ese hombre escapara. Comenzó a golpearlo con la misma furia con la que había golpeado el mundo en su mente. No sabía cuántos golpes dio, ni cuántos más le faltaban. Todo lo que le importaba era cumplir con la misión del sistema.

El hombre de Vasken ya no respiraba. Alqatil lo miró, agotado. El cuerpo estaba frío, casi sin vida, y el niño, sin pensarlo demasiado, comenzó a realizar lo que le pedía la misión.

Tomó un cristal que había estado en la garganta de Teodoro y, con manos temblorosas pero decididas, comenzó a diseccionar el cuerpo del hombre. No lo hizo con destreza ni habilidad. Solo cortaba de manera torpe, sin conocimiento de lo que estaba haciendo, buscando lo que el sistema le exigía. No le importaba el daño, ni siquiera lo que estaba haciendo. Solo pensaba en la misión, en sobrevivir, en avanzar.

El proceso fue largo y brutal. Teodoro fue despojado de todo lo que el sistema necesitaba: los huesos, los órganos, los fragmentos del cuerpo que no tenían valor más allá de la fría y deshumanizada información que el sistema demandaba.

Mientras lo hacía, Alqatil pensó, una y otra vez: Esto es lo que soy ahora. Este es el precio de la supervivencia. No soy más que una herramienta para obtener poder.

Con la tarea terminada, el niño se aleja rápidamente, dejando el cuerpo mutilado hacia atrás. Había seguido las instrucciones, pero en el fondo de su ser, algo se rompió. No se sintió más fuerte, no se sintió más vivo. Solo sentí un vacío profundo, algo que ya había comenzado a entender, pero que aún no quería aceptar: la humanidad era un lujo que ya no podía permitirse.

[Felicidades, anfitrión. La misión esta a un paso de ser completada.]

[Recuerda, anfitrión, que el camino hacia el poder siempre tiene un costo. El siguiente paso no será más fácil.]

Alqatil miró al cielo, el frío ya no le importaba. Todo lo que quedaba era el peso de la misión, y el precio de lo que había hecho.