Chapter 14 - 14

Mayo de 1924

Mi querida Lisa, que tan lejos estás, disfrutando de la serena vida campestre en la hermosa Pomerania, hermanita de mi corazón a la que tanto echo de menos…

Elisabeth dejó caer la carta en su regazo con un suspiro indignado. Solo Kitty podía redactar un encabezamiento tan exagerado. Pero conocía muy bien a su hermana, sabía que esas palabras ocultaban algo.

¿Cómo estás? Apenas escribes, y cuando lo haces siempre es a mamá. Paul también está preocupado, y por supuesto mi queridísima Marie. Es una lata que Pomerania esté tan lejos de Augsburgo, si no ya me habría escapado cientos de veces a tomar café o a una charleta de desayuno.

«Lo que me faltaba», pensó Lisa. «Como si no tuviera ya bastantes preocupaciones. ¡Un hurra por la distancia geográfica entre Augsburgo y la finca Maydorn en Pomerania!»

Aquí en Augsburgo han tenido lugar acontecimientos importantes. Figúrate: mi querido Gérard ha encontrado treinta cuadros de la madre de Marie. Ya sabes que Luise Hofgartner fue una pintora famosa. Vivió en París, y allí un entusiasta admirador, un tal Samuel Cohn-d'Oré, reunió sus obras. Tras su muerte, esos fantásticos cuadros salieron a la venta y, como podrás imaginar, no he dudado en comprarlos todos. Una colección como esta solo sale al mercado muy de vez en cuando y su precio es considerable, pero creo que la inversión merecerá la pena.

Dado que mis medios son limitados, le he pedido a mi querido Gérard que me adelante el dinero, y así lo ha hecho. Ahora estoy ofreciendo a mi familia y a algunos de mis mejores amigos la oportunidad de adquirir una participación en la colección. Sin duda es algo que resultará lucrativo, ya que los cuadros incrementarán su valor. Hemos organizado exposiciones en Augsburgo, Múnich y París, y los beneficios irán a parar a los copropietarios.

Con solo 500 marcos seguros ya puedes participar. Por supuesto no hay límite. ¿Serás tan amable de entregarle esta carta a la tía Elvira? Ella también pertenece al selecto grupo al que hago esta oferta (al que también pido discreción).

Lisa leyó el párrafo dos veces pero no acabó de comprenderlo. Lo que estaba claro era que Kitty necesitaba dinero. Quinientos marcos seguros era una cantidad considerable. ¿Y para qué? Según decía, había comprado unos cuadros de Luise Hofgartner, la madre de Marie.

Esa carta despertó en ella recuerdos desagradables. ¿No decían que papá solía visitar a esa mujer en la ciudad baja de Augsburgo? Peor aún: lo habían acusado de ser responsable de la temprana muerte de Luise Hofgartner. Él quería los planos del difunto Jakob Burkard. Como ella se negó a entregárselos, él se encargó de que no pudiera ganarse la vida. Murió de alguna enfermedad porque en invierno ya no podía calentar su cuarto. Al pobre papá la culpa debió de afectarlo mucho, es posible que por eso sufriera el infarto. No, Lisa no tenía ninguna gana de comprar la obra de aquella mujer. Y mucho menos por quinientos marcos. ¿Qué se pensaba Kitty? ¿Que los gansos pomeranos ponían huevos de oro?

Leyó por encima el resto de la carta, que solo contenía noticias irrelevantes. Mamá sufría continuas migrañas, Paul tenía mucho trabajo, la fábrica se estaba recuperando, Marie había tenido que abrir una lista de espera para sus clientas, Henny recibía clases de piano de una tal señora Ginsberg. ¿A quién le interesaba todo eso? Dobló la hoja y volvió a meterla en el sobre. El sol de mayo inundaba el salón, se reflejaba en el caldero de cobre pulido que había en la repisa de la chimenea y proyectaba puntos brillantes en el papel oscuro de la pared. En el patio se oían cascos de caballos, Leschik estaba sacando de los establos a Gengis Kan, un ejemplar castaño castrado. Estaba ensillado, por lo visto Klaus quería echar un vistazo al centeno. Al parecer los jabalíes habían provocado daños considerables en los campos, aquellos animales peludos se habían reproducido más de lo normal esa primavera. Observó a su esposo montar y recibir las riendas de Leschik. Klaus era un jinete excelente; sin su antiguo uniforme de teniente también resultaba impresionante a caballo. Las horribles heridas de su rostro sanaban a ojos vista, tal vez no recuperara su atractivo aspecto pero ya era posible contemplarlo sin asustarse. Sacó a Gengis Kan del patio al paso, seguramente lo espolearía nada más cruzar la puerta del patio para que echara a galopar. Leschik seguía donde lo había dejado, con los brazos en jarras y parpadeando hacia el sol.

En la finca Maydorn se había declarado una frágil tregua. Klaus le había pedido perdón por su desliz del día de Navidad. Estaba arrepentido de verdad, le aseguró que se trató de algo puramente físico y le juró por lo más sagrado que a partir de entonces no tendría amoríos de ninguna clase. Como muestra de su arrepentimiento, consintió en que la criada Pauline fuera despedida en el acto y se contrató a otra. La tía Elvira se ocupó de que su sustituta no tuviera ningún atractivo. Desde el punto de vista de la tía, con eso se había hecho justicia y se había restablecido la paz conyugal.

Elisabeth le había insinuado varias veces a Sebastian lo infeliz que era y lo mucho que necesitaba su consuelo. Él satisfacía sus deseos con palabras, le dijo lo mucho que la compadecía y que no comprendía cómo un hombre podía comportarse de forma tan indigna. Después de todo lo que ella había hecho por su marido, esa traición era el súmmum del desagradecimiento.

—¿Por qué se lo permite, Elisabeth?

—¿Y qué debería hacer, según usted?

Él suspiró hondo y le contestó que no era quién para dar consejos. Los intentos de Lisa para que Sebastian la consolara físicamente habían fracasado por completo. A pesar de que estaba segura de que Sebastian Winkler la deseaba con desesperación, era capaz de controlarse. Aquel hombre casto ni siquiera pasó a la acción cuando la vio aparecer en camisón una noche.

¿Qué pretendía? ¿Que se separara? ¿Acaso quería que fuera su esposa? ¿Y de qué vivirían? ¿De su ridículo sueldo de profesor, si es que conseguía que lo contrataran? Cuando papá aún vivía, ella tenía muchos pájaros en la cabeza. Quería ser profesora, dar clase a niños de un pueblo y llevar una vida modesta. Pero ya no perseguía esos sueños. Le gustaba ser la patrona de la finca. Y Klaus von Hagemann era un administrador excelente. Lo único que le faltaba era Sebastian. Su amor. No quería solo palabras y miradas. Quería sentirlo. En todo su cuerpo. Y estaba segura de que él también lo deseaba.

Miró la carta y pensó que había cosas que no encajaban. Por ejemplo, ¿por qué no compraba Marie los cuadros de su madre? Debía de estar ganando mucho dinero con el atelier. Pero sin la autorización de su marido no podía hacer grandes desembolsos. No podía disponer a voluntad del dinero que ella misma ganaba, tenía que preguntarle a Paul. Esa era la clave. ¿Se habría negado Paul a comprar los cuadros? Era muy posible. Mamá solo había hecho un par de insinuaciones en sus cartas, pero por lo visto había ciertas desavenencias entre su hermano y Marie. Sobre todo desde que ella había abierto el atelier.

Elisabeth tuvo que admitir que no la entristecía demasiado. Al contrario, la reconfortaba. ¿Por qué tenía que ser la única que sufría un amor desgraciado? Paul y Marie, cuya felicidad hasta ahora había considerado completa, no eran inmunes al destino. Todavía había justicia en el mundo.

Se le levantó el ánimo. Quizá si fuera más insistente en algún momento lograría su objetivo. Era la primera hora de la tarde y hacía un espléndido día de mayo. Los frutales florecían en blanco y rosa, los bosques estaban cubiertos de un verdor nuevo y la siembra asomaba. Por no hablar de los prados, donde la hierba ya le llegaba a las caderas. A principios de junio podrían recoger el primer heno.

La tía Elvira se había ido de compras a Gross-Jestin con Riccarda von Hagemann, y también querían visitar a Eleonore Schmalzler, que vivía con su hermano y la familia de este, por lo que no regresarían hasta la noche. Su suegro había salido al jardín con el periódico, seguramente se había quedado dormido en la tumbona. ¿Por qué no subía a la biblioteca e intentaba convencer a Sebastian de que fueran a dar un pequeño paseo? Por el arroyo hasta la linde del bosque, luego por el sendero que pasaba junto a la vieja cabaña —allí podrían descansar un poco y sentarse en el banco al sol— y por la carretera de vuelta a la finca. La hierba estaba muy alta, si se les ocurría sentarse o incluso tumbarse en algún lugar, nadie los vería.

—¿Un paseo? —preguntó él levantando la vista de su libro.

¿Eran imaginaciones suyas o la miraba con expresión de reproche? Dudó.

—Hace un tiempo espléndido. No debería estar siempre aquí arriba entre libros, Sebastian.

Lo cierto era que estaba pálido. ¿Había adelgazado? Quizá solo se lo parecía porque la miraba de un modo extraño.

—Tiene razón, Elisabeth, no debería estar todo el tiempo entre estos libros.

Hablaba más despacio que de costumbre. Lisa tuvo la sensación de que esta vez tendría que aplicarse con más energía. Sebastian parecía sumido en esa tristeza que lo invadía últimamente.

—Póngase zapatos resistentes, el camino junto al bosque todavía está un poco húmedo. Lo espero en la entrada del patio.

Le sonrió para animarlo, y ya estaba en la puerta cuando él la llamó.

—¡Elisabeth! Espere. Por favor.

Se volvió hacia él con un mal presentimiento. Sebastian se había puesto de pie y se estaba estirando la chaqueta, como si fuese a dar un discurso importante.

—¿Qué… qué pasa?

—He decidido dejar el puesto.

No quería creer lo que acababa de oír. Se quedó allí mirándolo. Esperando una explicación. Pero él permaneció en silencio.

—Es… Es muy inesperado.

No acertó a decir nada más. Poco a poco fue comprendiendo que iba a marcharse. Lo había perdido. Sebastian Winkler no era el tipo de hombre con el que se podía mantener ese juego durante mucho tiempo. Lo quería todo o nada.

—La decisión no ha sido fácil —dijo—. Le pido que me dé una semana. Todavía tengo trabajo que terminar y estoy esperando noticias de Núremberg, de unos parientes a los que he escrito.

Ahora que había anunciado su decisión parecía encontrarse mejor, estaba incluso hablador.

—Ya no podía mirarme en el espejo, Elisabeth. Lo que veía reflejado no era yo. Era un adicto, un mentiroso, un hipócrita. Un hombre que había perdido el respeto por sí mismo. En ese estado, ¿cómo iba a esperar que me respetara usted? Esta decisión no solo me salvará la vida, también salvará mi amor.

¿Qué tonterías estaba diciendo? Elisabeth se había apoyado en el marco de la puerta y le parecía estar asomada a un oscuro abismo. El vacío. La soledad. En ese momento se dio cuenta de que la presencia de Sebastian en la finca Maydorn era su elixir vital. Ese cosquilleo cuando subía a verlo a la biblioteca. Las noches pensando que él también estaba despierto, deseándola. Pensando en ella. Las conversaciones, las miradas, los roces a escondidas. La había abrazado y besado una vez, una única vez. En Navidad. Y ahora se marchaba. Dentro de una semana ella entraría en esa sala y vería una silla vacía, una mesa en la que se acumularía el polvo.

Hizo de tripas corazón. Si lo que pretendía era que le suplicara, estaba muy equivocado. Ella también tenía dignidad.

—Bueno —acertó a decir, y carraspeó—. Si ya se ha decidido, no puedo retenerlo. Aunque yo… —Se atascó porque él la escudriñaba con la mirada. ¿Esperaba una declaración de amor? ¿Ahora que ponía tierra de por medio? ¿Acaso su marcha no podía considerarse un chantaje?—. Aunque lamentaré mucho su pérdida.

Permanecieron un rato en silencio. En el ambiente flotaba todo lo que no se habían dicho, los dos lo sentían, los dos anhelaban esas palabras liberadoras, pero no sucedió nada.

—Yo también lo lamento —dijo él en voz baja—. Pero mi labor aquí acabó hace mucho tiempo. Y no me gusta embolsarme dinero que no me he ganado.

Ella asintió. Claro, en eso tenía razón. En el fondo no tenía nada que hacer allí.

—Los niños de la escuela lo echarán de menos.

—Sí, por los niños sí que lo siento.

«Ajá», pensó ella con amargura. «Está triste por los mocosos a los que ha dado clase. Por lo visto le importa menos despedirse de mí. Está bien saberlo. Así yo tampoco derramaré lágrimas por él». Sabía que no era más que un argumento para protegerse. Claro que derramaría lágrimas por él. Lloraría como una loca.

—Bueno… Pues no quiero seguir molestándolo. Antes ha dicho que tenía trabajo que terminar.

Él hizo un gesto como para quitarle importancia, pero ella no le hizo caso.

—Esta noche haré las cuentas de su salario.

Cerró la puerta tras de sí y apoyó la espalda en ella un instante. Debía ser fuerte. No podía volver a entrar a todo correr y decirle que no sabía vivir sin él. Bajaría la escalera con paso firme y se sentaría un ratito en el salón para superar el impacto inicial.

Mientras descendía los escalones, sabía que él estaba escuchando sus pasos. Al llegar abajo, le temblaban las piernas. «Un café», pensó. «Necesito fuerzas».

Abrió la puerta de la cocina y comprobó que no estaban ni la cocinera ni las criadas. En cuanto Riccarda von Hagemann salía de casa, los ratones bailaban. Seguramente se reunían con los temporeros polacos en el granero. Ni siquiera podían esperar a que creciera el heno.

Encima del fogón había una jarra metálica con restos de café templado. Se sirvió un poco en una taza, lo alargó con leche y encontró por fin el azucarero. Puaj, tenía tantos posos que casi se podía masticar. Aun así surtió efecto, se sentó a la mesa de la cocina con un suspiro y pensó que le quedaba la finca. Y tenía a su esposo, que desde Navidad era un compañero atento y agradable. Ella se había mantenido distante desde su desliz, pero él se esforzaba. Klaus no había sido tan cariñoso ni siquiera durante su noviazgo. ¿Sería eso un guiño del destino? ¿Debía seguir a su lado como una esposa fiel y olvidar que había creído en el gran amor?

Miró por la ventana. Desde allí se veía el jardín de hierbas aromáticas del que tan orgullosa se sentía Riccarda. El cebollino y la borraja estaban en su esplendor, el perejil todavía se veía un poco enclenque, pero los arbustos de grosellas que crecían junto a la valla ya florecían.

—Si lo sabré yo —dijo una voz femenina no muy lejos de allí—. La granja de al lado es de mi hermano.

—¿Tu hermano?

Ese era Leschik. La mujer debía de ser la cocinera. Estaban al lado de la valla y no sospechaban que hubiera nadie en la cocina. Elisabeth no tenía especial curiosidad por los chismes del pueblo, pero al menos la distraerían un poco.

—El mayor, Martin. Se casó y se marchó a Malzow hace tres años. Me lo ha contado él. Aparece por allí cada dos días. Lleva regalos, también para los padres. Le ha llevado perfume. Y zapatos nuevos. Y una blusa de seda.

—Eso es mentira.

—Martin no miente. Y Else, su mujer, dice las cosas como son. Fue ella quien vio la blusa en la cuerda de tender.

—No seas bocazas.

—¿Te crees que soy tonta? Pero algún día se sabrá. Como muy tarde, cuando nazca el niño.

A Elisabeth se le aceleró el corazón. ¿No había escuchado antes una conversación similar? No allí, en Pomerania, sino en Augsburgo, en la villa de las telas.

Oyó una blasfemia. Había sido Leschik.

—¿Un niño, dices? Entonces seguro que se sabrá.

—¿Por qué te pones así? Si su mujer no puede, es natural que él busque descendencia en otro lado. No sería la primera vez que uno de esos niños se convierte en hacendado…

—Uno de esos niños que no saben con quién celebrar el día del padre.

Los dos se rieron entre dientes, y Leschik añadió que Pauline era fuerte y sería una madre mucho mejor para un hacendado que la damisela de Augsburgo, que de todas formas se pasaba el tiempo con el profesor Winkler y sabía tan poco de agricultura como una vaca de matemáticas.

—Es un gobierno un poco raro el de esta granja. —La cocinera suspiró—. Pero a mí me da igual. ¡Yo hago mi trabajo y punto!

Algo cayó al suelo muy cerca de Elisabeth, un recipiente de arcilla se hizo añicos, el café oscuro le salpicó los zapatos y la falda. Se le había caído la taza de la mano sin apenas darse cuenta. De repente sintió que perdía el equilibrio, tenía el cerebro vacío, todo parecía frío, helador, como si el invierno hubiera vuelto. Su cuerpo era ligero. Echó a volar.

Ahí estaba la puerta de la cocina, que pareció abrirse sola, el pasillo, la entrada. Tres escalones hacia el patio, las miradas sorprendidas de dos personas junto a la valla. Gorriones chillando sobre el tejado, un pinzón trinaba, en la entrada del granero el gato a rayas grises tomaba el sol y movía la oreja derecha.

—Señora, ¿se encuentra bien?

Todavía tenía la sensación de estar flotando. También notaba la cabeza abotargada, pero eso no daba derecho a la cocinera a hacer preguntas estúpidas.

—¿Por qué estás aquí de brazos cruzados? ¿No tienes nada que hacer en la cocina?

La mujer hizo una reverencia torpe y murmuró algo sobre «tomar el aire».

—¡Leschik! ¡Ensilla la yegua!

—Es que Soljanka ha salido con las señoras.

—Pues otra. ¡Venga, venga!

El hombre no hizo preguntas y corrió a sacar una yegua del establo. Elisabeth no acostumbraba a cabalgar, y cuando lo hacía, prefería animales mansos y tranquilos.

Se apoyó en la valla del jardín y esperó. En su cabeza había nacido una idea que ahora la dominaba.

«Quiero verlo por mí misma. Y si es cierto, le arrancaré los ojos a esa mujerzuela».

La blusa de seda en la cuerda de tender. Aleteando sobre montones de estiércol y trastos sucios de la granja. Había dicho Malzow. No estaba lejos de allí. Con el coche de caballos no llegaba a media hora. A caballo serían diez minutos, y Klaus era un buen jinete. Se dio cuenta de que se reía y recuperó la compostura. ¿Estaba perdiendo el juicio?

—Está un poco inquieta —dijo Leschik—. Es la primavera. Pero aparte de eso Cora es muy buena.

Quiso ayudarla a montar, pero ella negó con la cabeza y él se apartó. Cora, castaña, no era tan alta como las otras, pero de todas formas le costó subirse a la silla. Sin embargo ese día le dio igual, la mirada escéptica del mozo tampoco le importó. Que se riera de ella, ¿qué más daba?

La yegua estaba acostumbrada a que la guiaran de forma enérgica, y tuvo que atarla en corto para que no mordisqueara las ramitas nuevas que había a derecha e izquierda del camino. La espoleó a un trote ligero y tomó la carretera hacia Gerwin. Poco a poco, a medida que dejaba de controlar cada paso del animal, los pensamientos volvieron.

Así que seguía engañándola. Le sonreía abiertamente, le preguntaba cómo se sentía, si podía darle algún gusto, y después se marchaba a caballo para divertirse en la cama con una campesina. ¿Qué solía decir la tía Elvira? Salud mental y ejercicio físico. Se echó a reír otra vez. Ejercicio físico. Qué raro que otras mujeres sí se quedaran embarazadas. Ella era la única que no.

No servía para ser esposa. Porque no tenía hijos. Tampoco para ser amante. Porque no sabía seducir a los hombres. Los perdería a los dos. A Klaus y también a Sebastian. Bueno, ya los había perdido hacía mucho. Tal vez nunca fueron suyos. No era atractiva, era la hermana mayor y fea de la encantadora Kitty. ¿Por qué se casó Klaus con ella? Solo porque no se había llevado a Kitty. ¿Por qué había venido Sebastian a la finca Maydorn? Solo porque lo había engañado. Ay, pocas horas antes se había alegrado de las desavenencias en el matrimonio de Paul y Marie. Había sido mala, y el destino la había castigado.

Cora había vuelto al paso y, como su amazona estaba absorta en sus pensamientos, mordisqueaba la hierba fresca al borde del camino. Elisabeth la obligó a regresar al centro del sendero y entonces pensó que quizá era más inteligente tomar un atajo por el bosquecillo. Así llegaría al pueblo de Malzow por los prados y no por la carretera y sería más fácil sorprender a Klaus. No le costaría encontrar la granja, solo tenía que buscar su caballo.

La yegua, encantada de ir campo a través, pasó al trote por voluntad propia y retomó el paso al llegar a la linde del bosque. Allí se negó a continuar, al parecer el estrecho camino entre los árboles le daba miedo.

—Venga… No te pasará nada. No seas cabezota.

Dos veces condujo a la yegua hacia el camino, y las dos veces el animal se asustó y saltó a un lado y casi tiró a Elisabeth de la silla. Entonces sucedió algo que ella no comprendió hasta más tarde. Una flecha rojiza pasó volando por el camino, la yegua se encabritó presa del pánico y ella perdió el equilibrio. Elisabeth vio cómo se le acercaban a toda velocidad las raíces de un roble, pero no sintió dolor, solo una sacudida y después una oscuridad sorda.

Cuando recobró el sentido estaba tirada en el suelo, veía las ramas de roble reverdecidas y, a través de ellas, el cielo azul. Una ardilla que había estado rebuscando junto a Elisabeth en las hojas caídas trepó por el tronco y desapareció entre las ramas.

«¡Cora!», pensó de pronto.

Se incorporó de golpe y miró alrededor; no se veía a la yegua rojiza por ningún lado. Entonces las ramas, el cielo y los troncos comenzaron a girar a gran velocidad y tuvo que tumbarse para no desmayarse. «No pasa nada», pensó. «Solo me he asustado. Se me pasará enseguida, y luego iré en busca de Cora. Estará por este prado comiendo hierba».

En efecto, el mareo se le pasó. Esta vez se incorporó despacio y con cuidado, se quitó un escarabajo curioso de la manga e intentó levantarse, pero un dolor punzante en el tobillo izquierdo la hizo gemir y la obligó a sentarse de nuevo. Entonces se dio cuenta de que el pie se le estaba hinchando; supuso que era una torcedura. O incluso podía tenerlo roto. Cielos, ¿qué debía hacer?

—¡Cora! ¡Cora!

¿Dónde se habría metido ese estúpido animal? ¿Por qué no se había quedado junto a ella? Ay, la buena de Soljanka no se habría apartado de su lado. Intentó levantarse otra vez apoyándose en el tronco del roble, pero en cuanto puso el pie izquierdo en el suelo vio las estrellas. ¡Cómo se le estaba hinchando el tobillo! Casi se veía a simple vista. Seguramente no podría quitarse el zapato. A pesar del dolor, cojeó hacia el prado en busca de la yegua. Fue en vano.

De pronto fue consciente de la situación en la que se encontraba.

La probabilidad de que pasara alguien era casi inexistente. Si no tenía suerte se quedaría allí toda la tarde; en el peor de los casos, también la noche. No, no. En algún momento la buscarían. Aunque… La idea de que Leschik o incluso Klaus la encontraran allí no le gustaba nada. Intentaría regresar sin hacer caso del tobillo. Al fin y al cabo, los soldados heridos en territorio enemigo habían seguido andando a pesar del dolor y de las terribles lesiones.

No fue buena idea. Apenas consiguió avanzar cincuenta metros, el dolor era tan intenso que los campos y los árboles se desvanecían, así que se dejó caer sin aliento en el sendero. Era imposible. Ahora le dolía mucho más, le latía, era como si tuviera un pájaro carpintero dentro del pie hinchado.

Se echó a llorar de dolor y desesperación. ¿Por qué tenía siempre tan mala suerte? ¿No bastaba con que nadie la soportara, su esposo la engañara y el hombre al que amaba huyera de ella? No, también había tenido que caerse de esa estúpida yegua y hacerse daño. Qué ridícula. Casi podía oír cómo arremetían contra ella: la damisela de Augsburgo que ni siquiera sabía cabalgar. Se había caído de su montura. Quería espiar a su esposo y había acabado en el barro.

Al pensar en las burlas de los empleados, la tristeza se apoderó de ella. Todo lo que le había sucedido esa maldita tarde, todas sus esperanzas rotas, las decepciones, las humillaciones, todo aquello intentaba salir al exterior, la estremecía, la hacía sollozar a pleno pulmón. Qué más daba, allí nadie la oiría.

—¡Elisabeth! ¿Dónde está? ¡Elisabeth!

Una gran sombra se deslizó sobre la hierba alta, los insectos salieron volando, un caballo resopló. Apenas había tenido tiempo de pasarse la manga por la cara mojada cuando un hocico apareció muy cerca de ella y gritó asustada. Justo después el jinete saltó de la silla y se arrodilló a su lado.

—¡Menos mal! ¿Se ha hecho daño? ¿Se ha roto algo?

—No… no es nada. Solo el pie —graznó.

Estaba afónica de llorar, tenía la nariz y los ojos tan hinchados que casi no veía. Debía de tener un aspecto espantoso. ¿Qué hacía Sebastian allí?

—¿El pie? Ah, ya veo. Espero que no esté roto…

Le palpó el tobillo, que a ella le parecía una calabaza de tan hinchado como estaba.

—¿Nota algo?

—No. Está entumecido, solo cuando piso…

Nunca lo había visto tan alterado. Se le habían formado perlas de sudor en la frente, jadeaba, pero al mirarla, sonrió feliz y aliviado.

—La yegua ha vuelto a la granja con la silla vacía. Casi me vuelvo loco de preocupación. Yo tengo la culpa, Elisabeth. Le he lanzado sin miramientos mi decisión. He sido egoísta e insensible. No he pensado en el daño que le hacía.

Ella lo escuchó balbucear y se secó la cara varias veces con la manga. Malditas lágrimas. Ojalá se le bajara la hinchazón. Sobre todo porque él no hacía más que mirarla.

—No… no tenía ni idea de que supiera cabalgar —murmuró Elisabeth.

—Yo tampoco. De niño me subí a un caballo un par de veces, pero a eso no se le puede llamar cabalgar. Apóyese en mí, la ayudaré a subir a la silla.

—Yo… no soy ligera como el viento —bromeó tímida.

—Soy consciente de ello —contestó él con seriedad.

Sebastian era bastante más fuerte de lo que ella suponía. A pesar de su herida de guerra, no tuvo ningún problema para levantarla. Cuando puso el pie sano en el estribo, él le sujetó la cintura con fuerza y la ayudó a sentarse; al hacerlo le agarró una parte del cuerpo que en circunstancias normales jamás se habría atrevido a tocar. Ella se reacomodó en la silla algo turbada y murmuró un tímido «gracias».

Él caminaba delante y llevaba a la yegua de las riendas. De vez en cuando se volvía y le preguntaba si estaba bien, si le dolía, si aguantaría hasta la finca.

—No es nada.

—Es usted muy valiente, Elisabeth. Jamás me lo perdonaré.

Casi se sonrió por lo cortés, honesto y servicial que era. ¿Por qué tendría que contarle que no había salido a cabalgar por él, sino para arrancarle los ojos a la amante de su esposo? Lo habría decepcionado. Sebastian tenía una fe inquebrantable en la bondad de las personas. Quizá por eso lo amaba tanto.

En el patio, Leschik estaba esperando para ayudarla a bajar. Las criadas se apretujaban en la entrada, Elisabeth oía sus risas.

—La sentaremos en una silla y la llevaremos escaleras arriba —propuso Leschik—. Un hombre a cada lado será suficiente.

¿Le había pedido ayuda con la mirada? ¿O él había actuado de forma impulsiva? Cuando se bajó de la silla, Sebastian se acercó y la levantó en brazos. Lo hizo sin preguntar y con toda naturalidad.

—Espero que no le resulte incómodo —dijo algo apurado cuando llegaron al pasillo que conducía a la escalera.

—Es maravilloso. Solo espero no pesar demasiado. —Las delicias del campo no la habían hecho adelgazar.

—En absoluto.

Subió la escalera con ella en brazos, a veces se detenía para recuperar el equilibrio y el aliento y luego continuaba. Le costaba respirar, pero al mismo tiempo le sonreía y le susurraba que no se preocupara. Que estaba acostumbrado a llevar peso desde joven.

Seguramente solía llevar sacos de patatas a la bodega. Ella calló y disfrutó de la sensación. Qué fuerte era. Y qué duro consigo mismo. Y con qué determinación actuaba.

Elisabeth abrió la puerta del cuarto. No del dormitorio conyugal, que evitaba desde hacía meses, sino del cuartito que antes era una habitación de invitados. Él la llevó hasta la cama y la dejó con cuidado sobre el colchón de plumas.

—Siéntese —le pidió ella—. Debe de estar agotado.

Y lo hizo. Se sentó en el borde de la cama, sacó un pañuelo, se quitó las gafas y se secó la cara.

—No pensaba que fuera usted tan fuerte.

—Hay muchas cosas que no sabe de mí, Elisabeth.

—Bueno —respondió—. Hoy he descubierto mucho sobre usted.

Él se sintió culpable.

—Ha descubierto que soy un hombre desconsiderado —dijo compungido—. Pero se lo juro, Elisabeth…

Ella negó con la cabeza.

—Más bien creo que se ha comportado como un cobarde.

Fue un duro golpe para él. La miró consternado y quiso contradecirla, pero ella ni siquiera lo dejó hablar.

—Tiene miedo de hacer el ridículo, Sebastian. Miedo a romper reglas que ya no tienen sentido. Es mejor que huya y me deje sola con mi desesperación. —Le habló con rabia. Lo miró a los ojos, los tenía muy abiertos, notó que sus palabras lo herían, y dio rienda suelta a sus sentimientos—. ¿De verdad es usted un hombre? ¿Tiene sangre en las venas? ¿Valor para grandes gestos? Ni siquiera se atreve a… a…

Se echó a llorar. ¡Dios santo, se estaba comportando como una tonta! Pero lo deseaba tanto que ya no sabía qué hacer.

—¿Me has preguntado si soy un hombre? —susurró, y se inclinó hacia ella.

Elisabeth no contestó. Vio que se levantaba e iba hacia la puerta, creyó que saldría del cuarto, indignado por su inequívoca oferta. Pero entonces cerró con llave.

—Has ganado, Elisabeth. Soy un hombre, y ya que me lo pides, te lo demostraré.

Por lo visto era el día de los acontecimientos extraordinarios. El día de los milagros. Elisabeth, que creía que el destino siempre la perjudicaba, recibió lo que deseaba. Incluso más de lo que esperaba, porque Sebastian estaba despechado y descargó su rabia en ella. Pero también fue maravilloso, ella lo sintió como una tormenta de primavera.

La dura realidad los golpeó al día siguiente.