Chapter 13 - 13

—¿Habéis visto? —preguntó Else con una sonrisa extasiada—. Los narcisos están a punto de florecer. Y ya ha salido un tulipán rojo.

Lo de sonreír era nuevo en Else. Desde su grave operación en la boca, la doncella Else Bogner se había convertido en una persona distinta. En lugar de refunfuñar sin parar y esperar siempre lo peor como hacía antes, ahora decía que era una suerte tener un empleo en la villa, que debían estar agradecidos y alegrarse por ello a diario.

—Ya iba siendo hora —respondió Fanny Brunnenmayer con sequedad—. La semana que viene es Pascua.

Julius llevó las últimas bandejas del montaplatos a la cocina. Los señores ya habían terminado de cenar y habían informado al personal de que ya no los necesitarían. Eso no significaba que pudieran irse a descansar, pero el ambiente en la cocina era más distendido, se permitían una taza de café con leche y cenaban juntos.

—¿Te has convertido en santa, Else? —se burló Auguste, que ese día había ayudado a recoger y fregar la despensa. Después del parto en enero, tardó varias semanas en recuperarse. El pequeño se resistió a abandonar el seno materno; al principio creyeron que estaba muerto porque vino al mundo completamente azul, pero el muchachito se recuperó más rápido que su madre.

—Qué va —dijo Else, afable—. Es solo que ahora veo las cosas bonitas de la vida. Y lo poco que duran, Auguste. En la clínica me pusieron tumbada y me taladraron y martillearon la boca, caían litros de sangre…

—¡Eh, ya basta! —exclamó Hanna—. No habléis de eso cuando estoy cenando.

—Y el pus —prosiguió Else, impasible—. Creedme, si hubiera esperado un día más no lo estaría contando. Después me dijeron que el hueso ya estaba podrido.

—Es suficiente —gruñó la cocinera de mal humor, y cogió una rebanada de pan—. ¿No decías que ya solo ves las cosas bonitas de la vida?

—Solo os lo cuento para que sepáis que no era ninguna silumación.

—¿Que no era qué? —preguntó Auguste con el ceño fruncido.

Julius soltó una carcajada, y a todos les pareció inoportuna. Cuando se dio cuenta, paró de reír y se lo explicó.

—Se dice «simulación», Else.

Else asintió benevolente, y Auguste casi perdió los papeles. Antes, en una situación como aquella, Else habría puesto cara de ofendida y luego habría hecho comentarios maliciosos. Parecía otra persona. Lo que había que ver.

Julius se levantó y cogió una bandeja llena de utensilios de plata: jarritas de leche, azucareros, saleros, cucharillas y más cosas. La dejó en el extremo desocupado de la mesa, donde ya había preparado trapos y varios frascos. Tocaba limpiar la plata de nuevo porque esperaban invitados en Pascua. Julius se enorgullecía de que los utensilios de plata brillaran y relucieran a la luz de las velas en la mesa.

—¿Puedes ayudarme, Else? —le pidió—. ¡Y tú también, Gertie!

Gertie se metió el resto de su tercer bocadillo de embutido en la boca y asintió contrariada. Era asombrosa la cantidad de comida que podía engullir y que siguiera delgada como un palillo.

—Todavía tengo que fregar —explicó.

—Yo puedo ayudar —dijo Hanna—. Me gusta hacer eso.

Apartó el plato, se terminó el café y se sentó en el otro extremo de la mesa. Julius le pasó una jarrita de leche ennegrecida y le advirtió que tuviera especial cuidado con el borde y con que no quedara suciedad en los adornos. Hanna asintió y se puso manos a la obra. Con el tiempo, Julius había comprendido que no tenía ninguna posibilidad con la hermosa pero testaruda Hanna. Le disgustaba y hería su orgullo masculino, pero lo había aceptado y la dejaba en paz.

—¿Vas a limpiar la plata? —preguntó Auguste, sorprendida—. Ahora eres costurera, no ayudante de cocina, Hanna.

La muchacha se encogió de hombros y frotó con esmero la jarrita. Else también se unió a ellos, cogió un trapo y empezó con la diminuta cucharilla para la sal.

—A Hanna le gusta esto, ¿verdad? —dijo con una sonrisa.

Hanna asintió. No se había alegrado demasiado cuando Marie Melzer le dijo que quería formarla como costurera. Pero al final accedió, sobre todo porque la señora Melzer tenía buenas intenciones. Pero ahora le parecía un tormento. Se pasaba el día sentada en la misma silla y con la mirada fija en la aguja, que le bailaba delante de los ojos, poniendo cuidado en que la costura quedara recta, en no coger un dobladillo demasiado estrecho, en no perder el ritmo con el pedal y romper el hilo.

—¿La señora Melzer te paga un sueldo decente? —le preguntó Auguste.

—Todavía estoy aprendiendo. Además vivo aquí, y también me dan de comer.

Auguste arqueó las cejas y miró a la cocinera, que había cogido papel y lápiz para apuntar las compras pendientes para Pascua. Fanny Brunnenmayer se encogió de hombros; ella sí sabía cuánto ganaba Hanna, pero no iba a contárselo a la cotilla de Auguste. Era más de lo que ganaba una ayudante de cocina, pero estaba muy por debajo del sueldo de una costurera profesional.

—Si necesitas dinero, puedes cuidar a nuestros niños por las noches —le propuso Auguste—. Podría darte algo de calderilla.

Gertie hizo una pila con los platos vacíos, puso los cubiertos encima y lo llevó todo al fregadero. Llenó una jarra con agua caliente del hervidor del fogón, la echó en la pila y dejó correr un poco de agua fría para no quemarse las manos. Lavaban con jabón y bicarbonato, y las tablas de madera se frotaban con arena al menos una vez por semana.

—Yo también quiero ganar un poco de calderilla —le dijo a Auguste—. ¿Por qué necesitáis que alguien cuide a los niños por la noche?

Auguste les contó que el negocio iba muy bien, que vendían plantones como rosquillas porque todo el mundo estaba organizando la huerta. Por la noche tenían que sacar las plantas del invernadero y ponerlas en macetas para venderlas al día siguiente en la tienda o en el mercado. Gustav había construido un cobertizo junto a los semilleros; lo llamaban «tienda» porque a veces atendían a los clientes allí.

—Liese ya tiene diez años, nos ayuda mucho. Maxl también es muy hábil. Pero Hansl tiene dos años, y Fritz solo cuatro meses.

Se sobreentendía que los niños debían colaborar en la huerta en lo que podían. Trabajos pesados no, eso estaba claro, pero sí era habitual que trasplantaran o quitaran malas hierbas. Estaban orgullosos de poder ayudar, porque querían trabajar con papá.

—Si no fuera por ese estúpido pie —suspiró Auguste—. Gustav no es de los que se quejan, pero a veces por la noche le duele mucho.

La cicatriz del muñón se le inflamaba una y otra vez y le dolía al andar, y cuando empeoraba, perdía el ánimo. «Se acabaron los niños. Ya tenemos suficientes bocas que llenar. Y yo no sé cuánto aguantaré», le había dicho recientemente.

Gustav había ido a ver a la hermana Hedwig, se conocían de cuando la villa albergó el hospital. Ir al médico habría sido mucho más caro. Pero la hermana Hedwig, que ahora trabajaba en el hospital de la ciudad, le dijo que no había mucho que hacer. No podía pasar tanto tiempo de pie porque se pondría peor. Le había dado un ungüento, pero no era de mucha ayuda.

—Culpa suya —comentó Fanny Brunnenmayer sin piedad—. Gustav podría haber seguido trabajando en la villa. El señor Melzer le pagó el médico y el hospital a Else, ¿no es cierto?

Else asintió con vehemencia y aseguró que siempre le estaría agradecida al señor por ello.

—Incluso bajó la escalera contigo en brazos —gritó Gertie desde el fregadero.

Else se puso roja de la vergüenza.

—Bueno —zanjó Auguste de mal humor—. Ya pasará. Cuando ganemos suficiente, contrataremos a gente que haga el trabajo y Gustav podrá descansar. Como la señorita Jordan, esa sí que lo ha hecho bien. Se las sabe todas.

—¿Qué hace pues? —preguntó Hanna.

—En fin —dijo Auguste con una risita—. La buena de la señorita Jordan vende alimentos selectos. Mejor dicho: hace vender.

Julius sostuvo el azucarero lustrado a contraluz y, satisfecho, lo dejó en la mesa.

—¿A qué te refieres, Auguste? —preguntó, y después cogió una tetera de plata para seguir trabajando—. ¿Tiene alguna empleada la señorita Jordan?

—Un hombre joven es lo que tiene.

Hanna abrió los ojos como platos. Fanny Brunnenmayer, que estaba escribiendo su lista de la compra con esmero, levantó la cabeza, y Julius dejó el frasco con el producto para la plata encima de la mesa. Else fue la única que no se enteró de nada, había apoyado la cabeza en la mano y se había quedado dormida en esa incómoda postura.

—¿Un… un hombre joven? —preguntó la cocinera, incrédula—. ¿Qué quieres decir con eso?

—Lo que he dicho —respondió Auguste con una sonrisita.

—Así que ha contratado a un vendedor —comentó Julius—. ¿Y por qué no? La señorita Jordan me parece una persona inteligente y hábil para los negocios. Seguramente el joven es experto en la materia.

Se calló porque Auguste soltó una malvada carcajada.

—Experto seguro que es —dijo guiñando un ojo—. Y lo que no sepa ya se lo enseñará la señorita Jordan. Parece muy dispuesto a aprender.

Julius arrugó la nariz, la idea de que Maria Jordan tuviera una relación con su empleado no cuadraba en absoluto con su manera de entender las cosas.

—¿Y qué aspecto tiene? —preguntó Hanna con curiosidad—. ¿Es más… es más joven que ella?

—¿Más joven? —Auguste se rio—. No tiene ni la mitad de años que ella. Un muchachito delgado de orejas gachas y enormes ojos azules. Recién salido de la escuela, el pobrecito. Y ya ha caído en las garras de esa bruja.

Gertie dejó los cubiertos limpios encima de la mesa, delante de Else, y llevó una pila de platos al armario de la cocina. A Else se le resbaló la cabeza de la mano y su cara estuvo a punto de aterrizar sobre los tenedores, pero se espabiló a tiempo y empezó a ordenar los cubiertos en el cajón de la mesa.

—Yo ya lo he visto —contó Gertie al tiempo que abría el armario.

—¿Tú?

—Pues sí. Ayer compré allí café y dulce de membrillo.

—Ah, ¿sí?

Gertie sonrió satisfecha y fingió no haber percibido el tono mordaz de Auguste. No la soportaba, era una víbora y una falsa. Maria Jordan tampoco le caía bien, pero por suerte había dejado su empleo en la villa hacía mucho tiempo.

—Se llama Christian —les contó—. Y en efecto, entiende mucho del tema. Es un chico simpático y trabajador; no creo que tenga nada con Maria Jordan. Pero hay otra cosa rara en la tienda.

—¿Rara? —preguntó Julius con el ceño fruncido—. Bueno, los comienzos siempre son difíciles. Faltarán cosas aquí y allá.

—No, no —aclaró Gertie—. La tienda está pintada y amueblada con gusto, todo está en su sitio, como es debido. Pero… hay una puerta.

Acercó una silla y se sentó a la mesa con los demás. Todos la miraron en tensión.

—¿Una puerta? ¿Y por qué no iba a haberla? —preguntó Fanny Brunnenmayer, perpleja.

—Pues… —comenzó a decir Gertie, insegura—. Eso es lo raro. Porque una señora entró por esa puerta, una señora mayor. Seguro que era muy rica, porque afuera la esperaba un automóvil con chófer.

Todos intercambiaron miradas de incredulidad, solo Auguste actuó como si ya supiera a qué se refería.

—O sea, ¿una trastienda?

Gertie asintió. Le había preguntado a Christian qué había al otro lado de la puerta y él se puso rojo y empezó a balbucear.

—Me dijo que ahí detrás había conversaciones.

—Vaya, vaya —murmuró la señora Brunnenmayer.

—Era de esperar —dijo Auguste.

Else parecía saber a qué se referían, pero no dijo nada. En cambio Julius y Hanna seguían perdidos.

—Esa listilla se dedica a echar las cartas —soltó Auguste—. Me lo imaginaba. El local no es más que una tapadera, en realidad gana un dineral como adivina en la trastienda. Pero qué diablilla. Siempre he sabido que escondía algo.

—¡Es más viva que todos nosotros juntos! —dijo Fanny Brunnenmayer, y se echó a reír—. Algún día será tan rica como los Fugger, y será dueña de media ciudad.

—Lo que nos faltaba —comentó Auguste, y se puso de pie—. Ya es hora de que me vaya a casa. Gustav me estará esperando.

—¿Quieres llevarte un par de rosquillas con azúcar para los pequeños? —le preguntó la cocinera—. Todavía quedan de ayer.

—No, gracias. He hecho yo en casa.

—Pues nada —dijo la señora Brunnenmayer, ofendida.

Después de que Julius cerrara la puerta y echara el cerrojo detrás de Auguste, Else dijo que subía a su cuarto. Hanna bostezaba, la noche era corta y al día siguiente tendría que volver a pasarse todo el santo día sentada delante de la máquina de coser.

—Quiero hablar de una cosa con vosotras —dijo Julius—. Es algo que no le incumbe a Auguste, por eso he esperado a que se marchara.

—¿Me incumbe a mí? —preguntó Hanna, que quería irse a la cama.

—De refilón.

—Quédate, Hanna —decidió la cocinera—. Julius, vaya al grano y no maree la perdiz. Todas estamos cansadas.

Hanna volvió a sentarse con un suspiro y apoyó la cabeza en la mano.

—Están sucediendo cosas en esta casa que no me gustan —arrancó Julius—. En relación con la institutriz.

Con esa última frase captó la atención de las tres mujeres. Incluso Hanna se olvidó del cansancio.

—Nos saca de quicio a todos.

—Ayer me ordenó que le llevara papel de carta del dormitorio de la señora —les contó Gertie.

—Y a mí me dijo que era una niña tonta y engreída —añadió Hanna.

Julius escuchó las acusaciones y asintió, como si fuera lo que esperaba.

—Se adjudica derechos que no le corresponden —dijo, y miró a su alrededor—. No soy una persona susceptible, pero como lacayo no estoy obligado a acatar órdenes de la institutriz. Además, considero que es una grosería que me tutee.

—¿Qué os pensabais? —replicó la cocinera—. Al fin y al cabo es amiga de una de las hijas de la casa, y se cree lo que no es. A mí que no me venga con esas. Si en algún momento se le ocurre darme órdenes, se quedará con un palmo de narices.

Nadie lo dudaba. Fanny Brunnenmayer tenía una posición estable en la villa y muy pocos podían darle lecciones.

—Por desgracia, el asunto es más complicado —prosiguió Julius—. Últimamente la señora Alicia no se encuentra bien y ha delegado varias responsabilidades en la institutriz. Así que ayer me exigió que la llevara en coche a la ciudad para hacer recados. Y anteayer me supervisó mientras ponía la mesa para los invitados. ¡Eso le corresponde a un ama de llaves, no a una institutriz!

—En eso tiene razón —dijo Hanna—. Es una pena que la señorita Schmalzler ya no esté aquí. Le habría dado su merecido.

—Pues sí —se sonrió la cocinera—. Sabe Dios que Eleonore Schmalzler le habría cantado las cuarenta.

Gertie no había conocido a la legendaria ama de llaves, por eso ella pensaba más en el futuro incierto que en los viejos tiempos.

—Es verdad, Julius —dijo—. Esa mujer ha engatusado a la señora Alicia, por eso se permite actuar así. ¿Os habéis dado cuenta de que maquina en contra de la joven señora Melzer?

—¿En contra de Marie Melzer? —exclamó Hanna, y abrió mucho los ojos del susto.

—¡Sin duda! —dijo Gertie—. El otro día, durante la pelea por esos cuadros de Francia…

—Esos malditos cuadros —se lamentó Hanna—. ¿Cuántas veces han discutido ya por eso? Como si un lienzo con un poco de pintura fuera tan importante.

—En cualquier caso —prosiguió Gertie mirando a Julius—, después de la discusión, la institutriz fue al cuarto de la señora Alicia y habló largo rato con ella.

Titubeó, no quería reconocer que había escuchado detrás de la puerta. Sin embargo, al ver que Julius le indicaba con un gesto que continuara, siguió hablando.

—Dijeron un montón de cosas malas sobre la joven señora Melzer: que no tenía educación, que su madre había sido una… una… una mujer de mala vida, que el pobre Paul habría hecho mejor en buscarse a otra.

—¿Quién dijo eso? ¿La señora? —quiso saber Fanny Brunnenmayer.

—En realidad —Gertie se lo pensó un instante—, fue más bien que la señora Von Dobern la empujó a decirlo. Es muy hábil. Empieza diciendo que está de acuerdo con lo que dice la señora, y entonces va un poco más allá. Y cuando la señora la sigue, atiza un poco más el fuego, hasta que la tiene donde quería tenerla.

Julius dijo que Gertie lo había descrito muy bien.

—Si esto sigue así, tendrá a la señora Alicia dominada —afirmó—. Yo opino que hay que acabar con esto. Está contratada como institutriz, no debería dárselas de ama de llaves. Los señores tienen que saber que no la aceptamos.

—¿Y a quién quiere transmitirle su queja? —preguntó escéptica la cocinera—. ¿A la señora Alicia? ¿O a Marie Melzer?

—Hablaré con el señor.

Hanna suspiró y le deseó suerte.

—El pobre señor tiene un buen carro de preocupaciones —dijo la muchacha en voz baja—. El hombro le da problemas. Y se ha peleado con el señor Von Klippstein. Pero eso no es lo peor.

Todos sabían a qué se refería Hanna. Ya era la tercera noche que alguien dormía en el sofá del cuarto de la joven señora Melzer. Algo grave había sucedido en su matrimonio.