Marzo de 1924
Qué rápido pasaba el domingo. Y eso que se suponía que debía ser un día de reflexión después de la semana frenética, tiempo para la familia, valiosas horas de descanso y ocio. Pero tras un desayuno apresurado, salían hacia la iglesia, escuchaban la misa y después charlaban con algunos conocidos. Luego había que cambiarse para la comida, era algo a lo que su suegra daba mucha importancia. Había insistido en que al menos el domingo quería ver a la familia reunida y vestida para la ocasión. Como consecuencia, la comida se había convertido en una celebración solemne, y los mellizos, que ardían en deseos de explayarse, eran quienes más lo sufrían. Los niños debían guardar silencio en la mesa, así lo dictaban los buenos modales.
Marie se sentía cansada, extenuada. De buena gana se habría tumbado un rato después de comer, pero no había tiempo para eso. Dodo y Leo se habían metido con ella en la habitación y no tuvo valor de echarlos. Se sentaron los tres en el sofá y escuchó con paciencia los disgustos y los enfados de la semana.
—Tuve que copiar tres veces los números, mamá. Y eso que lo había calculado todo bien.
—¿Por qué tengo que ponerme siempre ese vestido de flores, mamá? Es muy estrecho, no puedo levantar los brazos.
—Nos ha dicho que no habrá huevos de Pascua para nosotros porque somos muy impertinentes.
—Y tengo que tocar el piano sin parar. Me van a explotar las orejas.
Marie se reprochaba en secreto no ser lo bastante insistente respecto al despido de la institutriz. Pero eso significaba mantener una lucha de poder con su suegra, y no quería hacerle eso a Paul. A pesar de todo, se sentía infeliz. Los consolaba, intentaba explicarse, hacía promesas vagas. Cogió a Dodo del brazo y le acarició el pelo a Leo. Desde el octavo cumpleaños de los mellizos, hacía cuatro semanas, ya no podía abrazar ni dar besos a su hijo. Este le había dicho que le parecía ridículo, que ya era mayor para sus carantoñas.
—Después vendrá la tía Kitty a tomar café, seguro que se trae a Henny. Podréis jugar todos en el parque.
La noticia no pareció entusiasmarlos.
—Henny es una mandona.
—Si la señora Von Dobern nos acompaña, tendremos que quedarnos en el sendero y no podremos lanzar ramas ni piedras.
—Y tampoco le gusta que juguemos con Liese y Maxl.
Marie les prometió que hablaría con la institutriz. Tenía que permitir algo de diversión a los niños, aunque los zapatos y los abrigos sufrieran. Estaban en marzo, pero la primavera se resistía, dos días atrás incluso había vuelto a nevar.
—¿Nos llevarás algún día al aeródromo, mamá?
Dodo llevaba meses importunándola con la misma pregunta. Quería ver aviones. El fabricante de aviones Rumpler tenía su sede cerca de Haunstetter Strasse, al sur de la ciudad.
—No lo sé, Dodo. He oído que la empresa tiene problemas. Además, los aviones con motor ahora no pueden volar.
Una de las muchas condiciones que los aliados habían impuesto a los alemanes era que sus aviones tenían prohibido volar; tampoco podían construir más.
Dodo puso cara de tristeza y Marie comprendió que la niña lo deseaba de corazón. ¿De dónde habría sacado semejante ocurrencia?
—Ya veremos, cariño. Quizá en verano. De todas formas, con este tiempo no podrían levantar el vuelo.
A Dodo se le iluminó la cara de inmediato.
—¡Vale, pues en verano! ¿Me lo prometes? —intentó que su madre se comprometiera.
—Si se puede…
Se oyó el motor de un automóvil y Leo corrió hacia la ventana.
—¡La tía Kitty! —informó—. Uf, conduce haciendo eses. ¡Casi choca contra el árbol! Se ha librado por los pelos.
Dodo se escurrió del regazo de Marie. Apartó a su hermano del alféizar.
—Ha venido con la abuela Gertrude. Y con Henny. Qué mala suerte.
Marie suspiró. Su deseo de echarse a dormir un rato se había desvanecido. Se levantó para dar instrucciones al servicio, pues Alicia estaba delicada desde que tuvo una bronquitis grave. Ya que entre semana cargaba ella con todo el peso de la casa —eso había dicho—, al menos el domingo quería echarse una siestecita.
En el vestíbulo ya se oía la voz aguda de Kitty. Hablaba atolondrada, como siempre, y sin interrupción; a veces daba miedo que se olvidara de coger aire. Marie llamó a la puerta de la institutriz cuando pasó por delante y le pidió que se ocupara de los niños, y después bajó las escaleras.
Julius ya esperaba en la entrada del comedor; todavía se lo veía desmejorado, tampoco se había librado de la epidemia de resfriados. Hanna y Else también habían caído, así como el pobre Klippi. Paul había tenido que guardar cama durante dos días para superarlo, pero Von Klippstein seguía convaleciente.
Marie hizo que le llevaran la comida a casa durante una semana y le envió al doctor Stromberger. A Von Klippstein lo emocionaron tanto sus cuidados que le envió un ramo de rosas blancas en pleno febrero. Debió de gastarse una fortuna, y Paul le estuvo tomando el pelo a Marie durante días con su «caballero de las rosas». Sí, lo cierto era que Paul parecía un poco celoso. Había cambiado en algunas cosas, era más sensible y susceptible que antes, y a veces le hacía reproches que no venían a cuento. Quizá se debía a que ahora se conocían de verdad. Paul tuvo que marcharse a la guerra un año después de la boda, y estuvieron separados durante cuatro largos años. En ese tiempo habían vivido de cartas y añoranza, era lógico que se hubieran idealizado el uno al otro. Pero ahora habían recuperado la rutina, la fábrica, los niños, su atelier, la familia. Todo eso pasaba factura, y tal vez hubieran perdido un pedacito de su amor por el camino.
—Dígale a la cocinera que ya puede preparar el café. Para los niños, chocolate caliente. No sirva la tarta hasta que estemos todos sentados.
Bajó al vestíbulo, donde Hanna recogía los abrigos y los gorros de las invitadas. Gertie llevaba un paquete envuelto en papel de embalar, sin duda uno de los cuadros de Kitty.
—¡Ay, Marie de mi corazón! —exclamó Kitty al ver a su cuñada en la escalinata—. Qué alegría verte. Tengo grandes noticias para ti, querida. Vas a quedarte de piedra. Ten cuidado con el cuadro, Gertie. Es un regalo para mi hermano y hay que colgarlo en el despacho. Qué tiempo tan horrible, tengo los pies congelados. Marie, cariño. Ven aquí. Quiero abrazarte con fuerza.
¡Ay, Kitty era un caso! Arrasaba allá adonde iba, era excesiva y cariñosa a raudales. Marie se olvidó de su cansancio e inspiró durante un instante el caro perfume de su cuñada. ¿De dónde sacaría el dinero? En fin, seguramente esas cosas se las regalaban sus numerosos admiradores.
—¿Qué tal está mamaíta? ¿Sigue con los bronquios? Pobre. Desde que papá nos dejó, no ha levantado cabeza. Eso es amor de verdad, Marie. Nosotras no sabemos lo que es eso. Fiel hasta que la muerte los separe. Ah, sí, he traído a mi querida Gertrude. ¿Ya la has saludado, Marie?
—Si me sueltas, lo haré enseguida.
Gertrude Bräuer, la suegra de Kitty, no se había ofendido en absoluto por haber tenido que esperar. Conocía el carácter entusiasta de Kitty y, para sorpresa de Alicia, lo aceptaba sin ningún problema. Hanna le estaba quitando el abrigo y el gorro a Henny, y la pequeña ya escrutaba todos los rincones del vestíbulo por si Leo se había escondido por allí. En su última visita, su primo se agazapó detrás de la cómoda y chilló como un ratón porque sabía que Henny les tenía un miedo atroz.
—Subamos —propuso Marie—. Gertie, ve a despertar a la señora. Hazlo con cuidado, ya sabes que se asusta con facilidad.
Kitty ofreció el brazo a Gertrude e insistió en que de ninguna manera iba a dejar que subiera sola la escalera, porque hasta el día anterior había estado en cama con dolor de garganta y tos.
—¡No me toques, Kitty! Ya te gustaría a ti presentarme como un vejestorio decrépito.
—¡Ay, Trudi! —dijo Kitty con una risita—. Me alegro tanto de que estés conmigo que te retendré cuanto me sea posible. Al menos cien años, vete haciendo a la idea. ¿Dónde se ha metido mi Paul, Marie? ¿Dónde has dejado a tu marido? ¡Ahí está!
Paul había aparecido al final de la escalinata y abrió los brazos con una sonrisa. Kitty soltó a Gertrude y corrió escaleras arriba para lanzarse a su pecho.
—¡Paul de mis amores! ¡Aquí estás! Ay, queridísimo hermano mío.
—Kitty —dijo él con una sonrisa satisfecha al tiempo que la abrazaba—. Qué alegría verte en la villa. Aunque me hayas interrumpido mientras trabajaba.
—¿Trabajo? Es domingo, Paul. Si trabajas en domingo se te marchitará la mano derecha. Eso nos decía siempre el capellán, ¿ya no te acuerdas?
—¡Me sorprende que recuerdes tan bien esa frase, Kitty!
En el pasillo reinaba la alegría, Marie caminaba contenta junto a Kitty, se reían y bromeaban. Paul se defendía como podía, pero Marie veía lo mucho que disfrutaba de aquel jocoso intercambio de palabras. De repente volvía a ser el joven señor al que ella deseaba en la distancia cuando era ayudante de cocina. Paul Melzer, el testarudo hijo de la familia que tan a menudo perseguía con la mirada a la pequeña Marie Hofgartner. Que la defendió en la ciudad baja de un atacante furioso y la acompañó preocupado hasta la puerta Jakober para ponerla a salvo. Ay, ¿por qué no podía durar para siempre aquel maravilloso enamoramiento inicial?
En el comedor, Julius había puesto la mesa con esmero e incluso la había adornado con las primeras violetas. La institutriz había vestido a los mellizos de domingo y les había obligado a ponerse los zapatos de charol, aunque ya les quedaban pequeños. Hasta Kitty se dio cuenta del gesto de dolor de Leo.
—¡Por todos los santos, Leo! ¿Qué ha pasado? ¿Te ha mordido alguien?
Antes de que el niño pudiera responder, Paul lo reprendió.
—Ya vale de bromas, Leo. ¡No hagas el payaso!
Leo se puso rojo. Marie sabía que el chico estaba desesperado por agradar a su padre, pero no siempre lo conseguía. Eso era algo que la molestaba de Paul. ¿Por qué no apoyaba un poco a su hijo? ¿Acaso no se daba cuenta de lo mucho que Leo lo necesitaba? Paul opinaba que los elogios eran perjudiciales para los niños, y por eso se prodigaba poco con ellos.
—Puedes quitarte los zapatos después —dijo Marie—. Ahora déjatelos puestos, le darás una alegría a la abuela. Os los compró ella.
—Sí, mamá.
La institutriz sonrió benevolente y explicó que había que ser exigente con los niños.
—La vida no siempre es fácil, señora Melzer. Es bueno que aprendan a soportar los dolores sin quejarse.
—Como siga hablando así, querida Serafina, me tiraré por la ventana —se entrometió Kitty—. ¿Quiere convertir a estas pobres criaturas en mártires? No necesitamos santos, señora Von Dobern. ¡Necesitamos personas íntegras con los pies sanos!
Serafina no pudo responder porque en ese momento entró Alicia en el comedor.
—¡Kitty! —dijo llevándose la mano a la frente—. Pero qué ruidosa eres. Piensa en mi dolor de cabeza, por favor.
—Ay, mamaíta —exclamó Kitty, y fue a abrazarla—. Los dolores deben soportarse sin queja, eso es lo que se les enseña a los niños de esta casa.
Cuando Alicia la miró perpleja, Kitty se echó a reír como una diablilla y le dijo que no era más que una broma.
—¡Mi pobre mamá! Siento mucho que sufras esta estúpida migraña tan a menudo. Ojalá pudiera hacer algo para ayudarte.
Alicia la apartó con una sonrisa y le dijo que bastaría con que hablara un poco más bajo y se sentara a la mesa.
—¿Y dónde está mi pequeña Henny? Mi niñita querida…
La niñita querida había bajado a la cocina y regresó con las mejillas manchadas de chocolate. Fanny Brunnenmayer había sucumbido a los encantos de la pequeña zalamera y le había dado tres galletas recién hechas.
—Abuela, me acuerdo mucho de ti —dijo Henny, y estiró los brazos hacia Alicia—. Es muy triste que ya no pueda vivir en esta casa.
Alicia se sosegó al instante, y a Henny se le asignó un asiento junto a su querida abuela. Marie intercambió una mirada con Paul y supo que ambos pensaban lo mismo. Henny llegaría lejos en la vida.
Se sentaron a la mesa, Julius sirvió café y té, y repartieron una tarta de nata y un bizcocho de molde, además de platos con galletas. Kitty habló acerca de la inminente exposición en Múnich en la que participaría con otros dos compañeros artistas, Gertrude les contó que Tilly ya se estaba preparando para el examen oficial y Alicia preguntó por el señor Von Klippstein.
—Me llamó ayer —dijo Paul—. Mañana volverá a la oficina.
—Tendríamos que haberlo invitado a tomar café —se lamentó Alicia—. ¡Es un hombre tan agradable!
Serafina tuvo buen cuidado de que Dodo y Leo no dejaran migas en el mantel, mientras que Henny decoró alegremente los alrededores de su plato con manchas de nata y chocolate.
—¿Hay noticias de Elisabeth? —preguntó la institutriz—. Por desgracia, me escribe muy poco y estoy preocupada. Lisa es mi mejor amiga.
—Entonces, ¿por qué no le escribe con más frecuencia? —indagó Kitty con malicia.
—Sin duda a usted le escribe más a menudo, querida señora Bräuer.
Alicia se terminó la taza de café y le pidió a Julius que le trajera las gafas y el fajo de cartas que había en su escritorio.
«Madre mía», pensó Marie. «Ahora leerá la última carta de Lisa, que todos conocemos ya. Y después nos hablará de su juventud en la finca. Pobre Leo; si le dejo cambiarse de zapatos ahora, la abuela se lo tomará a mal».
—Queridos míos —exclamó Kitty desde el otro lado de la mesa—. Antes de que oigamos el relato rural de Lisa, quiero anunciar una noticia sublime. Resulta que he recibido una carta… ¡de Francia!
—¡Ay, Dios mío! —suspiró Alicia—. ¿No será de Lyon?
—¡De París, mamá!
—¿De París? Bueno, lo importante es que no la haya escrito ese… ese francés.
Kitty rebuscó en su bolso. Dejó junto a su plato varios frasquitos de perfume, dos polveras de plata, un manojo de llaves con un colgante, pañuelos de encaje usados y una colección de pintalabios, y se lamentó de que todas las cosas importantes desaparecieran en el fondo.
—¡Aquí está! Por fin. Una carta de Gérard Duchamps que me llegó ayer por la mañana.
—¡O sea que sí es suya! —susurró Alicia.
Paul también frunció el ceño, y la institutriz puso cara de preocupación, como si ella fuera responsable del honor de los Melzer. Marie se dio cuenta de que Gertrude era la única que permanecía tranquila y se servía un tercer pedazo de tarta de nata. Por lo visto ya conocía el contenido de la carta.
—«Mi dulce y encantadora Kitty, el ángel arrebatador en el que pienso día y noche» —Kitty comenzó a leer sin rodeos y miró radiante a todos los presentes.
—¡Delante de los niños no! —dijo Alicia, enfadada.
—Mamá tiene razón —confirmó Paul—. ¡Es del todo inapropiado, Kitty!
Kitty negó con la cabeza y explicó que necesitaba silencio para leer la carta.
—Me saltaré la primera parte e iré a lo importante. Dice: «Para mi grandísima alegría, he descubierto entre el legado del fallecido coleccionista Samuel Cohn-d'Oré un gran número de cuadros de la artista alemana Luise Hofgartner».
Marie se estremeció y pensó que no había entendido bien. ¿De verdad había pronunciado Kitty el nombre de Luise Hofgartner?
—Así es, Marie —dijo Kitty, que le había leído el estupor en la cara—. Hay más de treinta cuadros pintados por tu madre. Ese tal Cohn-d'Oré era riquísimo y coleccionaba todo tipo de arte. Al parecer tenía debilidad por Luise Hofgartner, fuera por el motivo que fuese.
Marie miró a Paul. Estaba tan sorprendido como ella y le sonreía entusiasmado. Sintió una agradable calidez. Paul se alegraba por ella.
—Es… es una noticia sublime —comentó.
—Bueno —intervino Alicia—. Eso depende. ¿Qué sucederá con esas obras?
—Están a la venta —dijo Kitty—. Los herederos del señor Cohn-d'Oré están más interesados en el dinero contante y sonante que en el arte. Lo más seguro es que se haga una subasta.
—¿Una subasta? —exclamó Marie, agitada—. ¿Cuándo? ¿Dónde?
Kitty le hizo un gesto tranquilizador y levantó de nuevo la carta.
—«… como supongo que tu cuñada estará interesada en adquirir las obras de su madre, ya he realizado una primera entrevista con el grupo de herederos. Parece que estarían dispuestos a vender la colección Hofgartner a un precio módico».
—¿Qué entienden ellos por «un precio módico»? —preguntó Paul.
Kitty se encogió de hombros. Dijo que en la carta de Gérard no había números, que era muy discreto en esas cuestiones.
—De todas formas sigue siendo un marrullero. Pretende cobrarme un dinero extra por el embalaje y el transporte. Primero me llama su encantadora Kitty y dice que sueña conmigo día y noche, y después extiende la mano. No quiero soñadores, gracias.
—Eso podrías haberlo pensado desde un principio, querida Kitty —comentó Alicia con sequedad—. Creo que no deberíamos alentar a este hombre a entablar una relación con nosotros. Así que estoy en contra de aceptar sus favores.
Marie quiso alegar que le estaba muy agradecida a monsieur Duchamps por haberles hecho llegar la noticia. Pero Paul se le adelantó.
—No estoy de acuerdo, mamá. Gérard Duchamps nos propone un trato, así de sencillo. Por lo tanto, se sobreentiende que le reembolsaremos los gastos y que, si fuera necesario, también le pagaremos una comisión por sus servicios.
Alicia suspiró hondo y se llevó de nuevo la mano a la frente.
—¡Julius! Dígale a Else que me traiga los polvos para el dolor de cabeza. Las bolsitas están en mi mesilla de noche.
Marie captó la mirada interrogante de Paul, pero le resultaba imposible expresar lo que sentía en ese momento. No sabía casi nada acerca de la vida y la obra artística de su madre. Solo tenía noticias sobre su último año de vida y su trágica muerte. Luise Hofgartner había conocido al genial diseñador Jakob Burkard en París, la pareja contrajo matrimonio por la Iglesia en Augsburgo, y Burkard falleció poco después. Luise se quedó sin recursos. Durante un tiempo salió adelante con su hija recién nacida, Marie, gracias a pequeños encargos, pero en invierno contrajo una pulmonía en su gélida vivienda y murió al cabo de pocos días. La pequeña Marie acabó en el orfanato.
—Además, no creo que esos cuadros sean de nuestra incumbencia —dijo Alicia—. Ahora Marie es una Melzer.
—¿Qué quieres decir con eso, mamá? —Kitty lanzó la carta sobre los objetos que había sacado de su bolso y miró consternada a su madre.
Alicia se llevó la taza de café a los labios y bebió con tranquilidad antes de responder.
—Cómo te alteras siempre, Kitty. Solo digo que Marie es de la familia.
—Kitty, por favor —intervino Paul—. Tengamos la fiesta en paz, no merece la pena pelearse por esto.
—En eso Paul tiene toda la razón —añadió Gertrude.
Marie no sabía qué hacer. Claro que no quería discutir, aunque solo fuera por Leo y Dodo, que seguían la conversación con expresión de congoja. Por otro lado, la noticia había despertado muchas emociones en ella. Los cuadros que pintó su madre… ¿No eran mensajes de su propio pasado, al fin y al cabo? ¿No le dirían muchísimas cosas acerca de su madre? Sus esperanzas, sus convicciones, sus anhelos, todo aquello que Luise Hofgartner no pudo contarle a su pequeña hija estaba en sus obras. Claro que era una Melzer. Pero ante todo era la hija de Luise Hofgartner.
—¿Qué opinas tú, Marie? —preguntó Kitty desde el otro lado de la mesa—. Todavía no has dicho nada. Ay, te entiendo tan bien… La noticia te ha conmocionado, ¿verdad? ¡Mi pobre Marie! Yo estoy de tu parte. Jamás permitiré que esos cuadros acaben en las manos equivocadas.
—Ay, Kitty —dijo Marie en voz baja—. Déjalo estar. Paul tiene razón, deberíamos tratar este asunto con calma.
Pero mantener la calma no era el punto fuerte de Kitty. Enfadada, volvió a guardar sus pertenencias en el bolso, metió también la carta y declaró que ella sabía lo que había que hacer.
—Te lo pido por favor, Kitty —dijo Alicia, y miró preocupada a Paul—. No se te ocurra hacer nada irreflexivo. Esta gente solo busca dinero, es más que evidente.
—¡Dinero! —exclamó Kitty con rabia—. Eso es lo primero en lo que se piensa en esta casa. En no despilfarrar el dinero. Sobre todo en arte. ¿Sois conscientes de que la fábrica de paños Melzer ya no existiría de no ser por la actuación ejemplar de Marie?
Eso fue demasiado hasta para Paul. Tiró su servilleta sobre el plato vacío y miró a Kitty furioso.
—¿A qué viene eso, Kitty? ¡Sabes muy bien que lo que dices es ridículo!
—¿Ridículo? —se escandalizó Kitty—. Ay, si papá estuviera aquí te pondría en tu sitio, hermanito. Marie fue la que insistió en que fabricáramos tela de papel. Así fue como sobrevivió la fábrica, y papá acabó comprendiéndolo. Pero, claro, los méritos de las mujeres inteligentes se olvidan enseguida. Típico de los hombres, diría yo. ¡Arrogantes y desagradecidos!
—¡Ya basta, Kitty! —zanjó Alicia en tono cortante—. No quiero oír ni una sola palabra más sobre este tema. Y además es una tremenda falta de respeto recurrir a tu difunto padre. Dejemos descansar en paz a mi pobre Johann.
El comedor quedó en silencio. Gertrude se sirvió café. Paul miraba hacia el infinito con gesto sombrío. Kitty había bajado los párpados, mordisqueaba una galleta y actuaba como si la cosa no fuera con ella. Marie se sentía desvalida. Ojalá Kitty no se hubiera puesto tan grosera. Estaba de acuerdo con ella en muchas cosas, pero la situación se le había ido de las manos.
—¿Podemos levantarnos? —dijo Dodo con voz ahogada.
—Pregúntale a tu abuela —respondió la institutriz. Serafina había presenciado la disputa familiar en silencio. Como es lógico, no le correspondía entrometerse o dar su opinión. Pero sin duda la tenía.
—Ahora nos tocarás algo al piano, Dodo —decidió Alicia—. ¿Y mi pequeña Henny? ¿Puedes presentarnos algo tú también?
—Me sé un poema —se jactó la niña.
—Pues pasemos al salón. Julius, puede servir el licor y después recoger aquí. Venid, pequeños. Estoy deseando oír el poema, Henny.
Marie no pudo evitar admirar la actitud de Alicia. Qué fácil le resultaba retomar la rutina de las tardes de domingo. Beber una copita de licor, charlar sobre asuntos familiares sin importancia y escuchar las actuaciones de los niños. Pobre Dodo. Odiaba el piano con toda su alma.
En el pasillo, Paul la rodeó con el brazo un instante.
—Lo hablaremos luego, Marie. Anímate, encontraremos la solución.
Le sentó bien. Lo miró y le sonrió agradecida.
—Por supuesto, amor mío. Estamos todos un poco nerviosos.
Él la besó fugazmente en la mejilla, ya habían llegado al salón rojo. Marie se sentó junto a Kitty en el sofá.
—No te preocupes —le susurró Kitty cogiéndole la mano—. Yo estoy contigo, Marie.
Entonces Henny empezó a recitar, sin trabarse, un poema que Kitty no había oído jamás. Se lo había enseñado Gertrude.
—«Y fuera el invierno insiste con obstinados alemanes…»
—Ademanes —le corrigió Gertrude con paciencia.
—«… reparte hielo y nieve, la primavera ojalá llegue…»
Henny tenía talento para el teatro, y acompañaba sus palabras con gestos enérgicos. Al pronunciar «ojalá», fue tan vehemente que le salió un gallo y se puso a toser. A pesar de esa pequeña imperfección, recibió un gran aplauso. Se inclinó en todas direcciones como una actriz experimentada.
Dodo caminó decidida hacia el odiado instrumento, se sentó en la banqueta y aporreó las notas. Ella también recibió elogios, y alabaron a la institutriz, su profesora.
Para acabar, Leo tocó un preludio de Bach. Lo hizo sin partitura y con los ojos cerrados, entregado por completo a la melodía. Marie se emocionó, al igual que Kitty y Gertrude.
—¡Ha sido maravilloso, Leo! —dijo Kitty, entusiasmada—. ¿Quién te lo ha enseñado? No habrá sido la señora Von Dobern…
A Leo se le pusieron las orejas rojas, miró nervioso a la institutriz y explicó que su profesor, el señor Urban, le había dejado la partitura.
Marie sabía que era mentira. Seguro que el volumen de preludios y fugas era de la señora Ginsberg, la madre de su amigo Walter.
—Si te aplicaras en las clases tanto como al piano, sí que estaríamos satisfechos —dijo Paul.
Marie vio que Leo se amedrentaba, y le dolió.
—Sí, papá.
—Ahora podéis ir a dar un paseo —dijo Marie, y se dirigió a Serafina—. Póngales ropa cómoda y deje que corran un poco.
Para su disgusto, Henny no pudo ir con ellos porque Kitty decidió marcharse a casa. Parecía haber olvidado por completo la pelea, abrazó de todo corazón a Alicia y a Paul mientras hablaba maravillas. También se despidió de Marie con un cariño exagerado, le besó las dos mejillas —como hacían los franceses— y le susurró:
—Todo saldrá bien, mi querida Marie. Lucharé por ti, corderito. Lucharé por ti como una leona defendiendo a sus crías.
Más tarde, después de que Alicia y los niños se hubieran ido a la cama, Marie se encontraba en su cuarto ante un diseño que debía terminar para el día siguiente. Le estaba costando porque los pensamientos daban vueltas en su cabeza. Treinta cuadros. Todo un mundo. El mundo de su madre. Tenía que verlos. Dejar que ejercieran su influencia sobre ella. Descifrar el mensaje que ocultaban.
Estaba tan ensimismada que casi no oyó entrar a Paul. Parecía cansado, había trabajado un par de horas más en su despacho haciendo cálculos. Ahora le sonreía.
—¿Sigues despierta, cariño? ¿Sabes qué?, he decidido que compraremos tres de esos cuadros y los colgaremos en la villa. Tú decides dónde. —Parecía muy orgulloso de su resolución.
—¿Tres cuadros? —preguntó insegura. ¿Lo había entendido bien?
Él se encogió de hombros y dijo que también podían ser cuatro. Pero no más. Dejarían la elección a Gérard Duchamps, que podía verlos in situ y además era un entendido.
—Venga, cariño —añadió acariciándole la nuca—. Acabemos el domingo de forma agradable. Te tengo unas ganas…
Marie no quería volver a discutir. Estaba demasiado cansada. Demasiado decepcionada. Lo siguió y se abandonó a la dulce seducción de su cuerpo. Pero cuando Paul cayó en un profundo sueño nada más terminar, se sintió tan sola a su lado como pocas veces en su vida.