El año comenzó en Augsburgo con nieve, que se derritió durante los primeros días de enero. El tiempo lluvioso desbordó los riachuelos, los campos del barrio industrial se inundaron, y en los caminos se formaron grandes charcos que por la noche se convertían en traicionero hielo. Por encima de aquella desolación gris, el cielo invernal cargado de nubes amenazaba con más lluvias.
Cuando llegó a la fábrica, Paul hizo su ronda habitual por las naves, habló con algún que otro capataz sobre los ciclos de producción y admiró las nuevas hiladoras de anillo, que arrojaban resultados excelentes. Lo único que le preocupaba eran los pedidos, pues las máquinas aún no estaban a pleno rendimiento. La economía alemana se recuperaba despacio y sufría muchos reveses, pero al menos el marco seguro había demostrado su eficacia. Sin embargo, las elevadísimas reparaciones que debía pagar Alemania frustraban cualquier éxito. La cuenca del Ruhr seguía ocupada por soldados del país vecino. ¿Cuándo entenderían los franceses que una economía alemana débil no los beneficiaba en nada, sino que también les causaba un gran perjuicio?
Subió la escalera del edificio de administración con el ánimo ensombrecido. ¿Por qué estaba de tan mal humor? Los negocios no iban tan mal, la inflación parecía contenida, y el contrato con América era cosa hecha. Sería por el mal tiempo. O por el molesto dolor de garganta que se empeñaba en ignorar. No podía permitirse un resfriado, y menos aún acompañado de fiebre.
Se detuvo delante de la puerta del recibidor para quitarse los zapatos. No acostumbraba a escuchar las conversaciones de sus secretarias, pero era imposible no oír la voz de la señorita Hoffmann.
—Dicen que es encantadora y que accede a peticiones personales. Una vecina mía conoce a la señora Von Oppermann, y por lo visto le ha encargado dos vestidos y un abrigo.
—Claro, porque tiene medios para ello.
—Al parecer, también le ha diseñado varios vestiditos a la Menotti.
—¿A la cantante? No puede ser. Se lo habrá pagado su amante. El joven Riedelmeyer, ¿no?
—Sí. Mi vecina dice que él asistió a todas las pruebas.
—Qué listo…
Paul giró la manija con fuerza y cruzó el recibidor. En la sala de las secretarias la conversación enmudeció y fue sustituida por el ruido de las teclas de las máquinas de escribir. Increíble, sus empleadas parloteaban entre ellas en lugar de trabajar.
—Buenos días, señoras.
Las dos lo saludaron de buen grado con gesto inocente. Henriette Hoffmann se levantó de un salto para recogerle el abrigo y el sombrero, y Ottilie Lüders lo informó de que el correo estaba en su escritorio, como siempre, y que el señor Von Klippstein deseaba hablar con él cuando tuviera un momento.
—Gracias. Las avisaré cuando esté listo.
La señorita Hoffmann ya estaba llevando a su despacho una bandeja con una taza de café y un platito de galletas caseras —seguramente le habían sobrado de Navidad—, y la estufa estaba encendida. Ambas eran muy eficientes, lo cierto era que no tenía ningún motivo de queja.
¿Por qué no iban a hablar sus secretarias sobre la casa de modas de Marie? Él sabía que tenía mucho éxito y que ya había logrado una larga lista de clientes. Se alegraba por ello, de hecho venía a confirmar sus predicciones. Estaba orgulloso de su esposa. Sí que lo estaba. Aun así, hasta ahora no tenía noticia de que hubiera hombres presentes en las pruebas. Le pareció extraño. Pero supuso que era una excepción y que no valía la pena comentárselo a Marie.
Se sentó y ojeó la pila de cartas, seleccionó las más importantes y utilizó el abrecartas de jade verde. Antes de concentrarse en la primera —una comunicación de la oficina tributaria municipal—, bebió un sorbo de café y se comió una estrella de canela. Le costó tragar, debía de tener la garganta inflamada. A cambio, la galleta estaba bastante rica; ¿las habría hecho de verdad la señorita Hoffmann? El sabor a canela despertó los recuerdos de la Navidad y se perdió en sus pensamientos.
En realidad todo había sido como siempre. Este año Gustav y él habían talado el abeto juntos. Julius los había ayudado y Leo los había estorbado. Por desgracia, el chico era bastante torpe para esas cosas. En cambio Dodo había recogido con Gertie las ramas con las que después se adornaron las estancias. La pequeña Gertie era una muchacha muy servicial, qué acierto haberla contratado. Algo que por desgracia no se podía decir de Serafina von Dobern. Era una mujer difícil, los niños eran tercos, no hacían caso de sus indicaciones y aprovechaban cualquier oportunidad para engañar a la institutriz. El asunto era más delicado si cabe porque Serafina era amiga íntima de Lisa y por lo tanto no se la podía tratar como a una empleada. Paul había hablado varias veces con Marie sobre ese tema, pero sin llegar a ninguna conclusión. Al contrario, había provocado peleas innecesarias, ya que Marie opinaba que debían despedir a Serafina cuanto antes.
—Esa mujer es fría como el hielo. Y no soporta a los niños. ¡Me niego a que siga torturando a Dodo y a Leo!
No quería darse cuenta de que así provocaba a mamá y debilitaba su salud. Le preocupaba que su mujer fuera tan insensible. Varios conocidos le habían comentado el aspecto enfermizo de mamá, la señora Manzinger incluso le había propuesto llevarse a su querida Alicia a Bad Wildungen a tomar las aguas. Por supuesto, mamá había rehusado.
—¿A tomar las aguas? Pero Paul, no puedo marcharme de la villa varias semanas, así, sin más. ¿Quién se ocupará de la casa y de los niños? No, no, este es mi sitio. ¡Aunque no siempre me lo pongan fácil!
Durante la Navidad, Paul había hecho sinceros esfuerzos por reconciliar a las mujeres: animó a mamá, fue amable con Serafina y trató a Marie con especial ternura. Hizo muñecos de nieve con los niños en el parque, los dejó trepar a los viejos árboles y comprobó que su hija Dodo era mucho más hábil y, sobre todo, mucho más temeraria que su hermano. Leo no quiso saber nada de la emocionante escalada y regresó a la villa sin que se dieran cuenta para volver a aporrear las teclas del piano. Paul no comprendía que Marie considerara inofensiva esa pasión exacerbada por la música.
—Paul, solo tiene siete años. Y además, saber tocar el piano nunca ha hecho daño a nadie.
Paul bebió otro sorbo de café, torció el gesto por el dolor de garganta y después se concentró en el correo. Dos pedidos, uno de tamaño considerable y el otro una nimiedad. Solicitudes de muestras. Ofertas de algodón en rama. Todo carísimo, ¿cuándo bajarían los precios de una vez? De todos modos tenía que comprarlo, había que cumplir con los clientes, aunque de momento el margen de beneficio fuera reducido; en algunos casos ni siquiera cubriría los costes. Pero había que mantener la producción en marcha y pagar a los trabajadores. La situación mejoraría pronto con la ayuda de Dios.
Se permitió una segunda estrella de canela y se terminó el café, ya frío. La Navidad. No, no había sido como siempre. A pesar de sus esfuerzos, no había conseguido aplacar los ánimos en la familia, y las fiestas se vieron empañadas por ello. Habían echado mucho de menos a Kitty en Nochebuena, ya que su hermana prefirió pasarla con Gertrude y Tilly en su casa de Frauentorstrasse. El día de Navidad se habían juntado en la villa, pero los continuos comentarios mordaces de Kitty tampoco permitieron que reinara la paz. Para colmo de males, por la noche él y Marie discutieron, y ni siquiera recordaba por qué. Solo estaba seguro de que se trataba de un asunto ridículo, pero acabó diciendo cosas que tendría que haberse guardado para sí. Era comprensible que Marie estuviera cansada por la noche, al fin y al cabo trabajaba duro. No, él no era el tipo de marido que le haría reproches a su esposa por ello, lo entendía y era capaz de controlarse. Y sin embargo esa noche salió a la luz su decepción, llegó a decir que ella lo quería menos que antes, que lo rehuía, que rechazaba sus cariñosos intentos de acercamiento. Eso afectó mucho a Marie, que se ofreció a cerrar el atelier, lo que por supuesto era absurdo. Y entonces, para rematar, él le dijo algo que lo entristecía desde hacía años y que en ese momento era del todo inapropiado.
—Me pregunto por qué no tenemos más hijos, Marie.
—No tengo la respuesta a esa pregunta.
—Quizá deberías ir al médico.
—¿Yo?
—¿Y quién si no?
Entonces su dulce y cariñosa esposa le echó en cara que solo viera la paja en el ojo ajeno.
—¡Tú también podrías ser la causa!
Él no respondió, se limitó a darle la espalda, se tapó con la colcha hasta los hombros y apagó la lámpara de su mesilla. Marie hizo lo mismo. Permanecieron en silencio con la cabeza apoyada en las almohadas y sin atreverse apenas a respirar. Los dos esperaban que el otro dijera algo que acabara con aquella horrible tensión. Pero no ocurrió. Ni una palabra, tampoco un roce cauteloso con la mano que manifestara la voluntad de hacer las paces. Ya de madrugada, al sentir a su mujer dormida muy cerca de él, su deseo fue tan intenso que la despertó con un suave beso. La reconciliación fue maravillosa, y después ambos se prometieron solemnemente no provocar nunca más una pelea tan tonta e inútil.
El dolor de garganta ya era imposible de ignorar, también tenía una sensación desagradable en los bronquios. Maldita sea, estaba incubando algo.
Revisó por encima el resto del correo y a continuación llamó a la señorita Hoffmann.
—Dígale al señor Von Klippstein que ya puedo atenderlo.
Habría podido ir a verlo él mismo, como hacía tantas veces, pero por algún motivo ese día no le apetecía.
—Y tráigame otro café, por favor. Por cierto, las estrellas de canela están deliciosas.
La secretaria se sonrojó por el cumplido y le explicó que la receta era de una conocida, de la señora Von Oppermann.
—Que, por cierto, es una entusiasta clienta de su esposa.
Eso ya lo sabía, pero de todos modos asintió con amabilidad para que no creyera que envidiaba el éxito de su mujer. Ojalá lo dejaran tranquilo con ese asunto.
Ernst von Klippstein iba impecable, como siempre: traje gris y chaleco a juego; allí incluso se cambiaba de zapatos porque no le gustaba usar botas de invierno en la oficina. Se llevaba a las mil maravillas con las dos secretarias, algo que sin duda se debía a que despertaba en ellas sentimientos maternales. A Ernst lo llevaron al hospital de la villa con varios fragmentos de granada en el vientre, había sobrevivido a duras penas, y las cicatrices todavía le daban quebraderos de cabeza.
—Hoy te veo muy pálido, viejo amigo —comentó Ernst en cuanto entró por la puerta—. ¿No te habrá alcanzado la ola de resfriados? Está causando estragos.
—¿A mí? Qué va. Solo estoy algo cansado.
Ernst asintió comprensivo y se sentó en uno de los sillones de cuero. Le costó, porque el asiento era bastante profundo, pero disimuló. Seguía siendo un soldado prusiano y daba mucha importancia a la disciplina, sobre todo la suya.
—Sí, este tiempo… —comentó mirando por la ventana hacia las nubes bajas—. Enero y febrero son meses oscuros y fríos.
—Pues sí.
Paul tosió y se alegró de que Ottilie Lüders entrara en ese momento con una bandeja. Por supuesto, había servido dos cafés y el doble de pastas. Además de las estrellas de canela, también había galletas de especias y pastas desmenuzadas.
Ernst cogió una de las tazas de café, que siempre tomaba solo, sin leche ni azúcar. No hizo caso de las galletas.
—Quería hablar contigo de algunos gastos que, en mi opinión, podrían reducirse. Por ejemplo en la cantina.
Antiguamente solo había un comedor con mesas largas donde los trabajadores se sentaban y se tomaban el almuerzo que habían traído. La comida en la cantina se introdujo en tiempos de su padre, y Marie fue quien llevó adelante la iniciativa. Ahora Paul cobraba una pequeña cantidad, pero el plato consistía en carne, patatas y verduras. Antes el plato más habitual era guiso de nabo.
—Servimos la comida demasiado barata, Paul. Si cada trabajador pagara diez céntimos más, podríamos ahorrarnos el subsidio.
El céntimo era una moneda interna que se había introducido por la inflación, como en muchas otras fábricas. Habría sido mucho más incómodo utilizar el marco de papel cuando seguía en vigor, pues habrían hecho falta cestos para pagar las comidas. A los que comían con regularidad en la cantina se les descontaba el dinero del salario en céntimos Melzer, con los que también podían comprar bebidas, jabón o tabaco.
—Esperemos a ver cómo van las cosas.
—Siempre dices lo mismo, Paul.
—En mi opinión, sería mejor ahorrar en otras cuestiones.
Ernst suspiró. La empresa ya era considerada la más generosa en kilómetros a la redonda; recientemente el señor Gropius, de la hilandería de estambre, le había preguntado si a la fábrica de paños Melzer le sobraba el dinero.
—De acuerdo —continuó—. Dejemos en paz a los trabajadores. He calculado que el consumo de carbón en las oficinas ya ha alcanzado las cifras del año pasado. Si hacemos la cuenta, los gastos de calefacción serán un tercio más altos.
Así que su socio se sentaba en su despacho y perdía el tiempo con esos inútiles jueguecitos de contabilidad. Si los empleados pasaran frío, los resultados serían peores; no todos tenían un carácter tan espartano como Ernst von Klippstein, que había pedido a las secretarias que no calentaran demasiado su despacho.
—Este no es el momento de ahorrar, Ernst. Es el momento de invertir y de lograr el mayor rendimiento por parte de los empleados. Tenemos que demostrar que los tejidos Melzer no solo son de gran calidad, sino que también tienen un precio competitivo.
Se produjo un breve intercambio de palabras. Ernst opinaba que solo era posible ofrecer mercancía a buen precio haciendo cálculos ajustados y reduciendo los costes. Paul replicó que no era lo mismo reducir costes que ser avaro. Los argumentos volaron en una y otra dirección, hasta que por fin Ernst cedió, como la mayoría de las veces.
—Ya veremos —comentó contrariado. Después se llevó la mano al bolsillo interior de su chaqueta y sacó un sobre—. Casi se me olvida. Un pedido.
Su sonrisa apocada hizo desconfiar a Paul. Dentro del sobre en blanco había una hoja escrita a mano en la que Marie había anotado su pedido de telas. ¿Por qué se lo había entregado a Ernst? ¿Por qué no a él, su marido? Por ejemplo esa mañana, en el desayuno.
—¿Cuándo te lo ha dado?
—Ayer por la tarde, cuando la recogí en el atelier.
—Bien, bien —respondió Paul, y dejó la hoja junto a los demás pedidos—. Muchas gracias.
Ernst asintió satisfecho, y en ese momento podría haberse levantado para volver a su despacho, pero permaneció sentado en el sillón.
—Tu esposa es una persona asombrosa. Ya sentía admiración por ella cuando salvó la fábrica junto a tu padre durante la guerra.
Paul permaneció en silencio. Se reclinó en la silla y tamborileó con los dedos sobre el tablero de cuero, pero no causó el efecto deseado en Ernst.
—Es una suerte que Marie y tú os hayáis encontrado. Una mujer como ella necesita un esposo que le dé el espacio suficiente para desarrollarse. Un hombre estrecho de miras la encerraría, le cortaría las alas, la obligaría a ser algo que no es.
¿Adónde quería llegar? Paul siguió tamborileando, sintió que le picaba la garganta y tosió de nuevo. También notó que le dolía la cabeza, pero la culpa de eso la tenía Ernst, que empezaba a ser pesado. ¿Acaso se habían puesto todos de acuerdo para sacarlo de quicio?
—Ah, que no se me olvide —interrumpió el discurso entusiasta de Von Klippstein—: esta tarde recogeré yo a mi esposa del atelier. Tengo que hacer una cosa cerca de allí, me viene de camino.
—Ah, ¿sí? Bueno, espero poder acompañaros en la cena de todos modos.
—Por supuesto. Siempre eres bienvenido.
La decepción de Von Klippstein era evidente. Paul se alegró y acto seguido se sintió mezquino. ¿Por qué privaba a Ernst de aquel placer inofensivo? No tenía nada que hacer en Karolinenstrasse. De hecho, debería irse a casa para intentar frenar ese molesto resfriado. Té con ron y a la cama. La señora Brunnenmayer le prepararía encantada una infusión de saúco y cataplasmas de manteca, pero mientras siguiera en pie, renunciaría a todo aquello.
—Entonces no quiero interrumpirte más.
Observó a Von Klippstein levantarse con dificultad del sillón y sintió una profunda compasión. No se dejaba ayudar, si alguien lo intentaba se ponía muy desagradable. Las cicatrices del vientre no eran lo único que le dolía, seguramente aún tenía fragmentos dentro del cuerpo que no habían podido extraer. Había sobrevivido, pero las heridas lo habían marcado de por vida.
Antes de que Ernst saliera, Paul ya se había terminado la taza y la había dejado en la bandeja. Sintió cierto alivio al quedarse solo. Se levantó para calentarse las manos en la estufa y echó más carbón, pero seguía temblando. Abrió el armario con mala conciencia y se sirvió una copa de whisky. Hacia el final de su vida, su padre había abusado de la bebida aun sabiendo que le hacía daño. Paul no tenía costumbre de beber, el pequeño surtido de espirituosos estaba destinado a las reuniones de negocios, en las que a menudo se lograba más con una copita que con todo un carro de argumentos.
Pensó que solo lo hacía por motivos médicos y bebió un buen trago. Tuvo que hacer un gran esfuerzo para no gritar de dolor: el whisky le quemó la garganta inflamada. A eso se le llamaba salir de las llamas para caer en las brasas. Al beberse el resto se le llenaron los ojos de lágrimas; después guardó la botella y el vaso en el armario.
Seguía encontrándose fatal. Durante la comida le costó mantenerse erguido, escuchó con paciencia las quejas de la institutriz y tranquilizó a mamá cuando Marie defendió con vehemencia a los niños. Los almuerzos, que antes eran un momento de descanso en mitad del día, en los últimos meses se habían convertido en un tenso encuentro entre partes enfrentadas. Los niños también lo sufrían, se sentaban en silencio delante del plato y solo hablaban cuando se les preguntaba. En cuanto se terminaban el postre, esperaban impacientes a que mamá les diera permiso para levantarse de la mesa.
Ese día, mamá mencionó a Tilly Bräuer. La joven estudiante de medicina había pasado las fiestas en Augsburgo, y el día de Navidad habían podido charlar largo y tendido con ella.
—Qué delgada está, la pobre —dijo mamá con lástima—. Y qué pálida. Antes llamábamos «marisabidillas» a ese tipo de chicas. No me extraña que el pobre Klippi no le haya pedido la mano. Sí, lo sé, Marie. Los tiempos han cambiado y hoy en día las jóvenes escogen una profesión, y algunas incluso creen que deben ir a la universidad.
—Es una mujer valiente e inteligente —dijo Marie, convencida—. La admiro mucho. ¿Qué hay de malo en que una mujer estudie medicina y se haga médico?
Ya habían discutido sobre ese tema, así que Alicia se limitó a responder con un suspiro de disgusto. Pero Serafina sintió la necesidad de salir en su defensa.
—¿Cómo va a encontrar marido una persona así? —dijo—. ¿A qué esposo le gustaría que su mujer explorara cuerpos de hombres extraños a diario? Ya sabe a qué me refiero.
Si creía que los mellizos no iban a entender lo que insinuaba, estaba equivocada. Dodo abrió mucho los ojos y a Leo se le pusieron las orejas rojas.
—¿Los hombres tienen que desnudarse? —susurró Dodo.
Leo no contestó, era evidente que la idea le resultaba embarazosa.
—A ningún marido le molesta que a su mujer la examine un médico, aunque sea un hombre —replicó Marie—. Todo es cuestión de acostumbrarse.
Alicia carraspeó.
—Preferiría que no se trataran temas tan indecorosos en la mesa. ¡Sobre todo delante de los niños!
Siguieron comiendo en silencio. Marie miraba el reloj una y otra vez. Serafina advirtió a Dodo que se sentara recta. Mamá miraba preocupada a su hijo, que tosía de vez en cuando.
—Esta tarde deberías acostarte, Paul.
—¡Tonterías! —gruñó él.
Mamá suspiró y añadió que no había duda de que era hijo de su padre. Johann tampoco se cuidaba lo más mínimo.
Marie fue la primera en levantarse de la mesa, había quedado con una clienta en el atelier a las dos. Abrazó a los mellizos, les prometió que por la noche les leería un cuento y se marchó.
—¿Quieres que te lleve, cariño? —le dijo Paul cuando ya estaba saliendo.
—No hace falta, querido. Tomaré el tranvía.
Después de la comida, Paul se sentía cansado pero la garganta le dolía menos que por la mañana. Acostarse, lo que le faltaba. Convertirse en víctima voluntaria de los cuidados de mamá. Pañuelo en el cuello, cataplasma en el pecho, infusión de camomila… el catálogo completo. En el peor de los casos, el doctor Stromberger o el anciano doctor Greiner. No, se curaría él mismo esa incómoda molestia.
Sin embargo, en el despacho enseguida se dio cuenta de que no le habría sentado mal meterse en una cama de sábanas blancas y que lo cuidaran. Sobre todo porque sufría desagradables temblores que se alternaban con sofocos de una intensidad alarmante. Fiebre. Aún recordaba esa repugnante sensación de vacío de su infancia. Más adelante, en el campo de prisioneros en Rusia, sufrió unas largas fiebres traumáticas y estuvo al borde de la muerte. Comparado con aquello, eso no era más que un achaque sin importancia.
Hizo una serie de llamadas importantes, y hacia las cuatro llegó un nuevo cliente. Un tal Sigmar Schmidt que quería abrir unos grandes almacenes en Maximilianstrasse y estaba interesado en telas de algodón con estampados coloridos. Paul lo llevó a la tejeduría y después al departamento donde se estampaban las telas. Schmidt se mostró encantado, regresaron al despacho de Paul para hablar sobre las condiciones de entrega y los precios. Sigmar Schmidt era un negociador astuto, intentó conseguir un descuento especial, pero Paul llamó su atención sobre los precios, que ya eran muy buenos, y la calidad del producto. Por fin llegaron a un acuerdo, y Schmidt encargó varios rollos.
La negociación había mantenido a Paul en pie, pero en cuanto el cliente salió del despacho, la fiebre y la debilidad que lo invadió eran alarmantes. Se obligó a aguantar hasta las seis y media, después deseó a sus secretarias una buena tarde y supo por ellas que el señor Von Klippstein ya estaba de camino hacia la villa de las telas.
En el exterior lo recibió una llovizna fría, así que se alegró de meterse en el coche. Saludó escuetamente al portero y después salió en dirección a la ciudad.
Faltaba poco para las siete, esperaba que Marie no hubiera tomado aún el tranvía. Al detenerse en el borde de la calzada delante del atelier, comprobó aliviado que todavía estaba dentro atendiendo a unos clientes. En la estancia bien iluminada distinguió a una pareja sentada a una mesita mientras hojeaban el catálogo. Parecían muy elegantes. Pero si eran… Pues claro, el señor y la señora Neff, los propietarios de la sala cinematográfica de Backofenwall. Sin duda podían permitirse los caros diseños de Marie. Estudiaban muy atentos el catálogo, para el que la propia Marie había elaborado y coloreado los dibujos.
Paul decidió esperar en el coche para no importunarla. Sabía por experiencia lo molesto que podía ser que alguien fuese a buscarte en plena reunión de negocios. Así que se reclinó, se ciñó el abrigo y observó el atelier a través del escaparate como un espectador no invitado. Ahí estaba su Marie. Qué guapa era, esa falda acampanada y la chaqueta amplia le daban una imagen moderna y relajada, rematada por el abundante pelo oscuro. Parecía una muchachita delicada, cuando en realidad era una hábil mujer de negocios.
Ahora hablaba con los Neff, reía, gesticulaba; era encantadora. El dueño del cine estaba obnubilado, se comportaba como un tonto, le acercó una silla y casi se tropezó con sus propios pies. Marie lo obsequió con una sonrisa agradecida antes de sentarse. Sí, era una sonrisa agradecida. ¿O más bien cálida? Complaciente. Sí, eso era. Pero en cierto modo también… cariñosa.
«Te lo estás imaginando», pensó. «Desde aquí no puedes haber visto con claridad cómo le ha sonreído a ese tipo. Y al fin y al cabo son negocios, es recomendable ser complaciente con la clientela». Pese a todo, se dio cuenta de que le molestaba. ¿Por qué tenía que sonreírle? Era muy posible que él malinterpretara su amabilidad y más tarde la importunara.
Sufrió otro ataque de fiebre y se secó el sudor de la frente con el pañuelo. ¿Cuánto tardarían? Eran las siete y media, mamá ya estaría esperando con la cena.
Cuando se le pasó el acceso, salió del coche y se dirigió al atelier con decisión. La campanilla repiqueteó cuando abrió la puerta. Marie y los Neff lo miraron perplejos.
—Buenas tardes a todos. Disculpen que me presente así, pasaba por la zona y vi que aún estaba abierto.
Marie frunció el ceño un instante. Los Neff lo saludaron con entusiasmo y se deshicieron en elogios sobre la nueva colección de Marie.
—Qué suerte tener en Augsburgo a una diseñadora tan magnífica. Estos modelos bien podrían estar expuestos en París.
—No quiero interrumpirlos. Saldré a fumar al invernadero y me pondré cómodo.
—Oh, enseguida acabaremos.
Hanna todavía estaba trabajando en la sala de costura. La muchacha no parecía especialmente feliz; Paul no entendía por qué Marie estaba empeñada en formarla como costurera. Pero él no se entrometía en sus decisiones.
—Señor… Qué sorpresa. Ay, tiene usted aspecto de estar enfermo. —Dejó la máquina de coser y se acercó a la estufa, sobre la que borboteaba un hervidor de agua—. Le prepararé un té caliente, le sentará bien.
Paul no se resistió; se encontraba tan mal que incluso estaba dispuesto a beberse un té. Se sentó tembloroso junto a la estufa con la taza caliente en la mano.
—Usted no está bien, señor. Y encima ha venido en coche a recoger a su esposa. Tendría que haber mandado al señor Von Klippstein.
Marie apareció un cuarto de hora después, lanzó un cuaderno lleno de apuntes sobre su escritorio y se puso el abrigo con presteza.
—Maldita sea. —Suspiró—. Otra vez tarde. Pobre mamá. Démonos prisa, Paul. Hanna, apaga las luces, por favor, y deja el escaparate encendido.
Se puso el sombrero frente al espejo, se arregló el pelo y se volvió hacia Paul. Hasta entonces no se había dado cuenta de lo mal que estaba.
—¡Por todos los cielos, Paul! Tendrías que haberle hecho caso a mamá este mediodía. ¡Ahora nos contagiarás a todos!
Paul dejó la taza sobre la estufa y se levantó con esfuerzo. Tenía razón, él no se cuidaba como debía. Pero Marie antes era más compasiva.