Chapter 10 - 10

A Elisabeth le ardían las mejillas, en el salón donde se celebraba el banquete navideño hacía un calor insoportable. También podían tener algo que ver las copitas de aguardiente, que en esa región se tomaban antes, durante y después de la comida. La tía Elvira le había explicado que era necesario porque los platos eran muy grasientos.

—¡Por el Niño Jesús en el pesebre! —exclamó Otto von Trantow, y levantó la copa de vino tinto francés.

—Por el Niño Jesús.

—Por el Redentor que ha nacido hoy.

Elisabeth brindó con Klaus, con la señora Von Trantow, después con la tía Elvira, con la señora Von Kunkel y por último con Riccarda von Hagemann. El líquido granate refulgía a la luz de las velas, y las copas talladas de la tía Elvira resonaban melódicas. Otto von Trantow, dueño de una extensa finca cerca de Ramelow, le dedicó una elocuente sonrisa a Elisabeth por encima de la copa. Ella se la devolvió y bebió solo un sorbito de borgoña. Ya había estado en varios banquetes pomeranos como aquel, y al día siguiente siempre se sentía morir.

«Para ser la dueña de una finca tienes muy poco aguante, querida», comentaba Klaus sin piedad cuando se levantaba de la cama por la noche, pálida y quejosa, y se deslizaba hacia el baño. Esta vez no le pasaría lo mismo, tendría cuidado.

—Qué noche tan navideña, Elvira —comentó Corinna von Trantow, una imponente dama que rondaba los cuarenta pero que parecía mayor debido a su cabello encanecido—. Los carámbanos cuelgan del tejado unos junto a otros, como soldados.

Todos miraron hacia la ventana, donde gruesos copos de nieve bailaban en el jardín nevado a la luz de una farola. La temperatura era de unos quince grados bajo cero, habían puesto un fardo de paja en las casetas de los perros para que no se congelaran, aunque Leschik había negado con la cabeza diciendo que no era bueno malacostumbrar a los perros. Los lobos del bosque sobrevivían al invierno sin paja. Pero Klaus adoraba a sus perros, a los que entrenaba para la caza, y Leschik había tenido que ceder.

Siguiendo la tradición, al final de la mesa se sentaban los jóvenes y los empleados con derecho a celebrar las fiestas con los señores. Los Trantow se habían traído a una institutriz de edad avanzada que vigilaba a Mariella, de seis años, y a su hermana de once, Gudrun. Junto a la niñera, cuyo corsé casi la estrangulaba, estaba el bibliotecario Sebastian Winkler con su gastada chaqueta marrón, y a su lado, los dos hijos adultos de la familia Kunkel: Georg y Jette. Georg Kunkel era conocido por ser un donjuán de mucho éxito y un holgazán; había dejado los estudios en Königsberg y, como su padre aún estaba en forma, el chico se dedicaba más a los aspectos agradables de la vida que a la finca familiar. A diferencia de su hermano, Jette era tímida. A sus veintiséis años, ya era más que casadera, pero no destacaba por su atractivo, así que hasta el momento no había tenido pretendientes serios. Sebastian, que se sentía incómodo en esa mesa tan grande, había entablado con ella una conversación sobre las costumbres navideñas pomeranas que hacía que a la muchacha le brillaran los ojos. Elisabeth, secuestrada por la señora Von Trantow y su parloteo, miraba una y otra vez por encima de la mesa hacia Sebastian. No le gustaba el entusiasmo que despertaba en su compañera de mesa. No cabía duda de que la familia vecina jamás consideraría la posibilidad de tener por yerno a un bibliotecario, y además de origen humilde. Pero si la pequeña se encaprichaba de Sebastian y nadie más mordía el anzuelo…

—¡Ah! —exclamó Erwin Kunkel—. ¡El ganso asado! Llevo todo el día pensando en él. ¿Con castañas?

—Con manzanitas y castañas, ¡como debe ser!

—¡Fabuloso!

En el campo no tenían lacayo, así que la rechoncha ayudante de cocina dejaba las bandejas encima de la mesa y después era costumbre que el señor de la casa trinchara el asado y su esposa le alcanzara los platos. A Lisa no le molestaba en absoluto que la tía Elvira desempeñara su papel; en cambio, Klaus disfrutaba cumpliendo con su obligación. Bajo la atenta mirada de los presentes, afiló el cuchillo de trinchar y a continuación separó la carne del hueso con precisión, como un cirujano. Loncha a loncha, el crujiente y aromático ganso navideño cayó víctima de su cuchillo en raciones individuales.

Lisa, que había renunciado al corsé hacía varios años y ya solo llevaba un ligero corpiño, respiró hondo y se preguntó si no debería saltarse ese plato. Sopa de menudillos de pato, anguila ahumada y ensalada de arenque, después lomo de ciervo con guarnición y salsa de ciruelas pasas; hasta ahí ya había sido todo un reto. Sentía náuseas al pensar que después del asado de ganso aún quedaban el pudin de nata y los buñuelos de queso fresco. ¿Cómo podía esa gente engullir de esa manera? No es que en Augsburgo pasaran hambre en Navidad, pero allí no se servían cantidades ingentes de platos tan grasientos. Ni tampoco tanto licor. Ahora entendía por qué el tío Rudolf siempre llegaba con su propia botella de vodka cuando acompañaba a Elvira en su tradicional visita navideña.

—¡Por la Nochebuena! —exclamó Klaus von Hagemann levantando su copa de vodka.

—¡Por Alemania, nuestra patria!

—¡Por el emperador!

—¡Eso! Por nuestro gran emperador Guillermo. ¡Larga vida al emperador!

Klaus se había adaptado al lugar con una rapidez asombrosa. Había engordado un poco, solía usar botas altas y vestir con pantalones de montar y una chaqueta de lana. Dos operaciones en el hospital Charité de Berlín, realizadas por el famoso médico Jacques «Narices» Joseph, habían dado un aspecto humano a su rostro desfigurado. En las mejillas y la frente aún se veían las cicatrices de las quemaduras, pero había tenido la suerte de conservar la vista. Y el pelo volvía a crecerle poco a poco. Pero sobre todo estaba entregado a su labor como administrador de la finca. La tarea parecía estar hecha a su medida, más aún que la de oficial; se pasaba el día fuera, se ocupaba de los campos de cultivo, de los prados y del ganado, negociaba con los campesinos, los vecinos, los tratantes de madera y con la jefatura del distrito, y por la noche tenía tiempo incluso de llevar la contabilidad.

Elisabeth sabía que al llevárselo a Pomerania lo había salvado. Ser un mutilado de guerra desfigurado, sin perspectivas laborales ni medios económicos, era algo que Klaus von Hagemann no habría soportado, y tarde o temprano se habría quitado la vida. Elisabeth se dio cuenta, y por eso le hizo esa oferta. Klaus enseguida había percibido que ella amaba a Sebastian Winkler, tenía un afilado instinto para esas cuestiones. Aun así, se comportaba de forma correcta, ni una sola vez había mencionado sus visitas a la biblioteca. El matrimonio Von Hagemann mantenía las formas, dormían en las antiguas camas talladas que antes habían ocupado el tío y la tía. Después de que operaran a Klaus por segunda vez y su nueva nariz estuviera más o menos curada, él quiso ejercer sus derechos conyugales de vez en cuando. Elisabeth no se había resistido, ¿por qué iba a hacerlo? Seguía siendo su marido, y además era un amante hábil y experimentado. Por desgracia, el hombre al que ella deseaba no hacía ningún amago de seducirla. Sebastian Winkler se sentaba en la biblioteca y escribía sus crónicas.

—¿Una pata crujiente, Lisa? Toma dos albóndigas. El chucrut lleva manzanitas y tocino asado.

No oyó el resto. Al ver el plato a rebosar que le pasaba la tía Elvira, Elisabeth sintió náuseas. Dios mío, no tenía que haberse terminado el vasito de licor. Levantó la mirada y comprobó que la mesa, con su decoración festiva, las velas encendidas y las copas relucientes, comenzaba a dar vueltas. Después ya solo vio el ganso asado que Klaus trinchaba con cuchillo y tenedor. Se aferró desesperada a la falda del mantel blanco. Por favor, no podía desmayarse en ese momento. O peor aún, vomitar sobre el plato lleno.

—¿Te encuentras bien, Elisabeth? —oyó decir a su suegra.

—Creo… creo que necesito un poco de aire fresco.

Tenía las manos frías como el hielo y el mareo había remitido un poco. Lo que estaba claro era que, si seguía viendo y oliendo aquel asado de ganso, en su estómago sucedería algo terrible.

—Vaya… ¿Quiere que la acompañe, querida? —preguntó la señora Von Trantow, que estaba sentada a su lado.

Su tono de voz indicaba que prefería no alejarse de su plato. Elisabeth dijo que no con la mano.

—No, no. Coma tranquila. Volveré enseguida.

—Tómese otro vodka, o un slivovitz, fortalecen el estómago.

—Muchas gracias —dijo Lisa con un hilo de voz, y huyó del salón.

Una vez en el pasillo notó la corriente de aire y se sintió mejor. Qué agradable era poder moverse en lugar de estar atrapada en la mesa entre aquellas personas que no paraban de comer y beber. Sin embargo, los vapores de la cocina que llegaban al pasillo también la mareaban, así que abrió la puerta de la entrada y salió al patio cubierto de nieve. Uno de los perros se despertó y comenzó a ladrar, los gansos graznaron un poco en los corrales, luego los animales se calmaron. Elisabeth inspiró el frío y limpio aire invernal y sintió que el corazón le latía con fuerza. Veía la nieve caer a la luz de los dos faroles a derecha e izquierda de la entrada. El viento empujaba la nieve hacia la casa, una neblina blanca y brillante se desprendía del tejado del granero y se arremolinaba en el patio. Los copos se posaban sobre su rostro acalorado, le hacían cosquillas en el cuello y el escote, y quedaban atrapados en su pelo recogido. Era una sensación liberadora, de una rara belleza. Se le calmó el estómago y se le pasaron las ganas de vomitar.

En el fondo esa gente la ponía de los nervios. En la región, durante las fiestas, era costumbre invitar y visitar a los vecinos. Los escasos propietarios llevaban una vida muy solitaria el resto del año, así que los días de fiesta se convertían en un acontecimiento social y culinario.

«Ya te acostumbrarás», le había dicho la tía Elvira para consolarla. No obstante, cada año le agradaban menos las mesas decoradas en exceso, las mismas conversaciones acerca de criados y pueblerinos, y sobre todo las sempiternas historias sobre caza. Ese no era su mundo. Por otro lado, ¿cuál era su mundo? ¿Dónde estaba el lugar que la vida le tenía reservado?

Apoyó la espalda en un poste de madera del alero y se cruzó de brazos. La Navidad en la villa de las telas, ¿era eso lo que echaba de menos? Bah, sin papá nunca volvería a ser como en su infancia. Hoy, el primer día de las fiestas, estarían en el comedor compartiendo alegremente la mesa con Ernst von Klippstein y Gertrude Bräuer, la suegra de Kitty. Quizá también estuviera su cuñada, Tilly. Mamá le había escrito que ya había aprobado el examen preliminar de Medicina en Múnich, un paso importante para obtener el título. Tilly era una de las pocas mujeres de la facultad, era ambiciosa y estaba decidida a convertirse en médico. Lisa suspiró; pobre Tilly. Sin duda conservaba la secreta esperanza de que su doctor Moebius regresara de Rusia algún día. ¿Estudiaba con tanto ahínco solo porque él la había animado a hacerlo? El doctor Ulrich Moebius era un tipo simpático, un buen profesional y una persona amable. Aquella vez que celebraron la Navidad en el hospital de campaña, tocó tan bien el piano…

En realidad, Marie era la única a la que podía considerarse afortunada, pensó Lisa con tristeza. Tenía a su amado Paul y a sus encantadores niños, y ahora incluso un atelier en el que diseñaba y vendía ropa. Le parecía injusto que alguien tuviera tanto y otros tampoco. Aunque Tilly al menos disfrutaba de sus estudios. Y Kitty, de su hijita y la pintura. Pero ¿qué tenía ella?

Si al menos se hubiera quedado embarazada… Pero el cruel destino también le había negado esa alegría. Lisa sintió que crecía en su interior la horrible y familiar sensación de haberse quedado con las ganas, pero hizo lo posible por ignorarla. No servía de nada, solo la hundiría más aún. Además, provocaba arrugas y empañaba la mirada.

De pronto se asustó porque la puerta se abrió a su espalda.

—Se resfriará, Elisabeth.

¡Sebastian! Estaba en el umbral y le sostenía el abrigo de forma que ella solo tuviera que deslizarse dentro de él. Su ánimo sombrío desapareció de un plumazo. Se preocupaba por ella. Estaba junto a Jette Kunkel y se había levantado y había dejado allí sentada a su afectuosa compañera de mesa para llevarle un abrigo a ella, a Elisabeth.

—Muy atento por su parte —le dijo mientras dejaba que le pusiera el abrigo sobre los hombros.

—Bueno, he tenido que salir y al cruzar el pasillo la he visto bajo la nieve.

Ajá. En fin, no era tan romántico como ella había creído. Pero algo es algo. Había sido agradable sentir sus manos en los hombros aunque solo hubiera sido un instante, ya que en cuanto le puso el abrigo dio un paso atrás. Era desesperante, ¿acaso tenía la lepra? ¿La peste? Podría haberse quedado un ratito junto a ella, inclinarse sobre su nuca e insinuar un beso en la piel desnuda. Pero por desgracia Sebastian Winkler solo hacía esas cosas en su imaginación.

—Es una imprudencia, Elisabeth. Salir del caldeado salón al frío podría costarle una pulmonía.

Y ahora encima le daba lecciones. ¡Como si no lo supiera!

—Necesitaba tomar un poco de aire fresco. No me encontraba bien.

Se ciñó el abrigo y fingió que todavía estaba mareada. Y funcionó. El rostro de Sebastian enseguida expresó compasión e inquietud.

—Semejante comilona no puede ser sana. Y el alcohol, sobre todo ese licor ruso que beben como si fuera agua. Debería echarse un rato, Elisabeth. Si quiere, la acompaño arriba.

Si Klaus le hiciera esa oferta a una mujer, el desenlace estaría claro desde el principio. Pero Sebastian cumpliría con su deber de acompañarla escaleras arriba y se despediría ante la puerta de su dormitorio con sinceros deseos de que se recuperara. Eso sería lo que haría, ¿verdad? Bueno, era cuestión de probar.

—Sí, creo que será lo mejor.

Los interrumpieron: la puerta del salón se abrió y Jette Kunkel salió al pasillo con las dos niñas Trantow.

—¡Oh, cómo nieva! —exclamó Jette—. ¿No os parece mágico ver cómo el viento arrastra los copos blancos?

—«Empuja el viento rebaños de copos por el bosque invernal como un castor». —Recitó Gudrun, de once años.

—Es «pastor», querida Gudrun, no castor —la corrigió Sebastian con una sonrisa—. El viento empuja el rebaño, por eso es un pastor.

Llevaba la enseñanza en la sangre. No dejaba pasar la oportunidad de enseñar algo. Pero lo hacía de forma simpática, o así se lo parecía a Elisabeth.

—Es verdad, un pastor. Un pastor y su rebaño —repitió Gudrun con una risita—. ¿Vamos afuera? Está todo muy bonito con la nieve.

Su hermana se llevó el índice a la sien y le preguntó si estaba chiflada.

—¡Es una idea estupenda! —exclamó Jette—. Voy a por mi abrigo. Y las botas. Vamos, Gudi.

«Están locas», pensó Elisabeth resentida. Un paseo nocturno en plena tormenta de nieve. A quién se le podía ocurrir algo así. Y por supuesto se llevarían a Sebastian con ellas. Adiós a que la escoltara hasta la puerta de su cuarto. En fin, de todos modos seguramente no habría sucedido nada.

—¿Qué está pasando aquí?

Georg Kunkel se asomaba con aire divertido por la puerta entreabierta del salón; su mirada algo turbia revelaba que había dado buena cuenta del vino tinto.

—Estas locas quieren salir a dar un paseo —informó Mariella.

—No me digas. ¿Las acompañará usted, querida?

Elisabeth estaba a punto de decir que no, cuando la puerta se abrió del todo y el padre de Georg salió al pasillo dando un traspiés, con la tía Elvira y la señora Von Trantow detrás.

—¿Qué vais a hacer? ¿Pasear? ¡Maravilloso! —gritó Erwin Kunkel—. ¡Criados! Traed antorchas. Y nuestros abrigos y botas.

Leschik fue el único que acudió, salió de un rincón oscuro. Las sirvientas y la cocinera estaban ocupadas con el postre.

—¿Antorchas? —exclamó la tía Elvira—. ¿Es que queréis incendiarme el granero? Mejor faroles, Leschik. Que Paula y Miene traigan los abrigos y el calzado.

En el pasillo se produjo un caos formidable, hubo intercambio de abrigos y zapatos, la señora Von Trantow se sentó en un bote de cerámica, dos tarros de ciruelas en conserva que había encima de la cómoda se rompieron, la institutriz chilló que alguien la había «agarrado». Leschik regresó del lavadero con tres faroles encendidos y el grupo por fin salió al patio entre risas y exclamaciones. Los perros ladraron nerviosos y los gansos se despertaron de nuevo; en los establos, el caballo rojizo de Kunkel relinchó.

—¡Seguidme!

La tía Elvira se adelantó dando grandes zancadas y levantó el farol tanto como pudo. Los demás la siguieron más o menos en fila. La señora Von Trantow se apoyaba en su marido, y Erwin Kunkel tuvo que agarrarse del brazo de su esposa Hilda, pues debido al vodka apenas podía tenerse en pie, y mucho menos andar. Elisabeth también se unió a la comitiva, y Sebastian, que al principio había titubeado, la acompañó. En la casa solo se quedaron Christian von Hagemann y su esposa Riccarda, quien dijo que ellos guardarían el fuerte, aunque con la digestión Christian ya se había sumido en un dulce sueño.

El viento helador azotaba a los paseantes, que se levantaron los cuellos de los abrigos, y Georg Kunkel se lamentó de no haberse puesto el gorro de piel. De todos modos, al sentir el aire frío empezaron a espabilarse, los gritos y las risas decayeron, la nieve era profunda y había que prestar atención a dónde se ponía el pie. La silueta de los edificios se alzaba fantasmagórica, los abetos cargados de nieve se convertían en fantasmas deformes, un ave nocturna asustada por el ruido los sobrevoló durante un rato, lo que hizo suponer a Jette Kunkel que se trataba del Espíritu de la Navidad. Corinna von Trantow les recordó el frío que debió de pasar la Sagrada Familia en el pesebre.

—¡Con nieve y hielo, imaginaos!

—Y ni siquiera una hoguerita. ¡Se les congelarían los dedos!

—Así de miserable fue la llegada al mundo de Jesucristo Nuestro Señor.

Elisabeth no veía el rostro de Sebastian en la penumbra, pero sabía que estaba haciendo grandes esfuerzos por contenerse. Si comentaba que en Belén no se conocían las tormentas de nieve ni las temperaturas bajo cero habría hecho añicos las románticas imágenes de las damas.

—¿Se encuentra bien, Elisabeth? —preguntó él en voz baja.

—Estoy mejor, aunque un poco débil todavía.

Elisabeth aprendía rápido. Sebastian le ofreció el brazo, ella se agarró a él y dejó que la guiara alrededor de una carretilla cubierta de nieve que alguien había olvidado en el camino. Qué atento era. Y cómo parloteaba, a diferencia de en la biblioteca, donde solía sopesar cada palabra. Ese paseo nocturno había abierto compuertas que solía mantener cerradas por recelo.

—De niño recorría a menudo bosques nevados en la oscuridad. El camino desde nuestra aldea hasta el instituto de la ciudad era largo. Dos horas de ida, y la vuelta era cuesta arriba, así que me llevaba media hora más.

—Qué duro. Entonces, apenas tendría tiempo de hacer los deberes.

Avanzaba a un ritmo constante, y ella vio que sonreía sumido en sus pensamientos. Seguramente recordaba una infancia feliz y llena de privaciones.

—En invierno, muchas veces nos faltaba la luz. Las velas eran caras y no teníamos toma de gas. Solía sentarme muy cerca del fuego de la cocina e intentaba distinguir los números y las letras de mi cuaderno con el brillo rojizo que desprendían las brasas.

Delante, Georg Kunkel entonó el villancico Oh, alegre con su voz de tenor. Algunos se le unieron, pero en la segunda estrofa los cánticos decayeron porque la mayoría había olvidado la letra. La señora Von Trantow se lamentó de no haberse puesto los calcetines de lana, se le congelarían los dedos de los pies.

—En verano trabajábamos en el campo —contaba Sebastian sin prestar atención a los demás—. Había que quitar las malas hierbas, separar el grano, recoger el heno, trillar, cuidar el ganado. Con diez años ya cargaba con sacos de grano hasta el silo, con doce rastrillaba y araba. Lo hacíamos con vacas, solo los ricos podían permitirse un caballo.

Después de sexto, había tenido que abandonar su sueño de ser misionero porque sus padres ya no podían pagar la escuela. Así que asistió a un curso para hacerse profesor. Dio clase a los niños de Finsterbach, cerca de Núremberg, durante diez años, y entonces estalló la guerra. Sebastian Winkler fue de los primeros en ser llamado a filas.

—La guerra, Elisabeth, fue lo peor que pudo pasar. Yo los eduqué, les enseñé a escribir y a contar, empleé todas mis energías en convertirlos en personas decentes y honestas. Pero, a la vez que a mí, también llamaron a filas a siete de mis antiguos alumnos. Tenían diecisiete, algunos dieciocho años; tres habían encontrado trabajo en la fábrica de camas, dos ayudaban en la granja familiar, uno incluso había ingresado en el instituto de Núremberg. Quería ser sacerdote, un chico listo y obediente.

Se detuvo para sacar un pañuelo. Lisa estaba conmovida y sentía un intenso deseo de consolarlo entre sus brazos. ¿Y por qué no? Se habían quedado un poco rezagados, estaba oscuro. Nadie lo vería.

—No regresó ninguno —murmuró Sebastian, y se secó la cara—. Ni uno solo. Tampoco los más jóvenes.

Ya no aguantó más. Movida por un impulso, le rodeó el cuello con los brazos y apoyó la cabeza en su pecho cubierto de nieve.

—Lo siento muchísimo, Sebastian.

Si estaba sorprendido, no lo demostró. Seguía nevando y permaneció tranquilo. Tras unos segundos de angustia, Lisa sintió que su mano le acariciaba con suavidad la espalda. Ella no se movió, temblaba con cada latido, esperando que ese instante maravilloso durara una eternidad.

—No puede ser, Elisabeth —lo oyó decir en voz baja—. No seré el hombre que destruya un matrimonio.

¡Por fin! Llevaban tres años sin intercambiar una sola palabra al respecto. Ni ella ni él se habían atrevido a abordar tan delicado tema.

—Ya no es un matrimonio, Sebastian.

Él le acarició la mejilla con la mano enguantada y ella lo miró. Se había quitado las gafas por la nevada y, sin los cristales protectores, su mirada parecía más infantil, más clara, también más soñadora.

—Eres su esposa —susurró.

—No lo amo. Te amo a ti, Sebastian.

Eso fue demasiado. Su primer beso fue un roce tímido, casi imperceptible, de sus labios. Solo un dulce hálito, el aroma de su jabón de afeitar, su piel, todo mezclado con pequeños copos de nieve. Pero la magia de ese roce inocente fue traidora, abrió todas las compuertas y la pasión contenida durante tanto tiempo se apoderó de ellos.

Sebastian fue el primero en despertar del delirio, le puso las manos en las mejillas y la apartó con suavidad.

—¡Perdóname!

Ella no respondió, esperó con los ojos cerrados sin querer aceptar que había terminado.

—Guardaré tu declaración en mi corazón para siempre, Elisabeth —dijo en voz baja y aún sin aliento—. Me has hecho el hombre más feliz del mundo. Y ya sabes lo que siento yo.

Poco a poco volvió en sí. La había besado de verdad. No había sido un sueño. Y qué manera de besarla; ya podría aprender Klaus de él.

—¿Qué es lo que sé? No sé nada, Sebastian. ¡Dímelo!

Él se volvió. Se toqueteó los guantes y miró hacia delante, donde los paseantes nocturnos se habían detenido y deliberaban sobre el camino de regreso. Se oía la voz enérgica de la tía Elvira imponiéndose sobre la de Erwin Kunkel, que gritaba a pleno pulmón:

—Queremos recuperar al bueno de nuestro emperadooor…

—¡Silencio! —exclamó Elvira—. Seguiremos la valla del jardín. Pensad en el pudin y en los buñuelos de queso fresco que nos esperan en casa.

—Los buñuelos y el delicioso bolo… belo… ¡Beaujolais!

Estaba claro que el grupo daría media vuelta y regresaría a la casa por el mismo camino. Cualquier otra idea habría sido absurda, porque ya habían marcado el sendero a través de la profunda nieve.

—Deberíamos alejarnos un poco del camino, escondernos y luego unirnos a ellos sin que se den cuenta —propuso Sebastian, abochornado—. Para que no haya problemas.

—Todavía no me has dado una respuesta.

—Ya la sabes, Elisabeth.

—No sé nada de nada.

Era demasiado tarde, ese cobarde iba a librarse de la confesión que ella tanto deseaba oír. Los faroles titilantes se acercaban, ya se distinguían algunos rostros, la risa atronadora de Otto von Trantow. Se oía con más fuerza aún la hermosa canción que sonaba antes con la melodía de Üb immer Treu und Redlichkeit:

—«El emperador es un gran hombre y vive en Berlín. Y si no quedara tan lejos viajaría hoy mismo hasta allí».

—¡Virgen santa! —gimió Sebastian en voz baja—. Vamos, Elisabeth. Apartémonos del camino.

Esperaron detrás de un enebro cubierto de nieve hasta que el grupo pasó de largo. Poco quedaba ya de la euforia inicial, casi todos tiritaban, las dos niñas estaban tan agotadas que apenas podían levantar los pies; Georg Kunkel se había ofrecido a llevar a caballito a Mariella, que tenía seis años. La tía Elvira seguía sosteniendo en alto su farol casi apagado, y los otros dos faroles solo despedían un débil fulgor mortecino.

—Tengo las rodillas como carámbanos.

—Mis pies, mis pobres pies.

—En presencia de las damas me es imposible decir todo lo que tengo congelado.

Sebastian y Elisabeth se unieron a los demás sin que se dieran cuenta; nadie les prestó atención, tan solo suspiraban por el agradable calor del salón. Todos, y en especial las damas, se preguntaban a quién se le había ocurrido la estúpida idea de salir a caminar de noche en plena tormenta de nieve. Ya estaban muy cerca de la casa, los perros ladraban y por la ventana se veía la sala iluminada.

Delante de la chimenea, Klaus von Hagemann abrazaba a la joven criada, que se había abierto la blusa y el corpiño y en absoluto parecía rechazar las apasionadas caricias de su señor.

Elisabeth se quedó sin aliento. Notó que Sebastian la rodeaba con el brazo, pero no era más que un débil consuelo. No podía creer lo que estaba viendo. Y no era la única.

—¡Diablos! —se le escapó a Erwin Kunkel.

—¡Parecía tonto! —murmuró Otto von Trantow con admiración.

—¿Qué está haciendo el tío Klaus? —pio Mariella, que tenía las mejores vistas del salón desde la espalda de Georg.

Las damas guardaron un silencio incómodo. La señora Von Trantow fue la única que susurró:

—Increíble. ¡Y el día de Nochebuena!

Cuando la ensimismada pareja se percató de que había público en el patio, la criada se apartó de Von Hagemann con un grito asustado, se cerró la camisa sobre el pecho y salió corriendo.

Nadie mencionó el suceso durante el resto de la velada, pero Elisabeth sufrió lo indecible bajo las miradas de curiosidad y compasión. En realidad no tenía derecho a hacerle el más mínimo reproche a Klaus, pero él la había engañado en público y la había dejado a merced de las burlas. Y lo peor era que ni siquiera parecía lamentarlo.

Ya entrada la noche, cuando todos los invitados se habían retirado a su cuarto y Elisabeth subía la escalera con su tía para irse también a dormir, Elvira creyó que era su deber consolar a su sobrina.

—Sabes, muchacha —dijo con una sonrisa—, estas cosas son propias de los hacendados. Qué se le va a hacer, para ellos es cuestión de «salud mental» y «actividad física».