Solo faltaban dos semanas para Navidad. Leo pegó la frente al cristal y contempló el parque de la villa de las telas. Lo sucio que estaba el camino de acceso, lleno de charcos e incluso de cacas de caballo que nadie barría. Los árboles desnudos alzaban sus ramas hacia el cielo gris, había que fijarse para distinguir a los osados cuervos, camuflados entre las ramas negras y nudosas sobre las que se posaban.
—¿Leopold? ¿Tú también te estás esmerando? Vuelvo dentro de cinco minutos.
El muchacho torció el gesto y se asustó, porque el cristal reflejó su mueca.
—Sí, señora Von Dobern.
Al fondo se oía la escala de do mayor al piano. Dodo titubeaba siempre en el fa, porque tenía que pasar el pulgar por debajo, y después continuaba ágil hasta el do. En la bajada se atropellaba antes del mi, a veces se le escapaba el dedo y paraba. Pulsaba las teclas tan fuerte como podía, era un sonido rabioso. Leo sabía que Dodo odiaba el piano, pero la señora Von Dobern opinaba que una joven de buena familia debía dominar hasta cierto punto el instrumento.
No tenía ganas de que llegara la Navidad. Ni aunque papá le hablara del enorme y precioso abeto que pronto pondrían en el vestíbulo. Adornado con bolas de colores y estrellas de paja. Ese año también colgarían las estrellas de papel brillante que harían ellos mismos. Pero eso a Leo le daba igual; no se le daban bien las manualidades, las estrellas siempre le salían torcidas y manchadas de pegamento.
Hacía semanas que veía a Walter solo en el colegio. Las visitas secretas a los Ginsberg, las clases de piano… Todo eso se había acabado. Walter le había llevado partituras de su madre en dos ocasiones, él las escondía en la mochila y por la noche las leía en la cama. Entonces se imaginaba cómo sonaría la música. Funcionaba, aunque habría sido mucho más bonito tocar las piezas al piano. Pero lo tenía prohibido. La señora Von Dobern les impartía clases que consistían en tocar escalas y cadencias, aprenderse el círculo de quintas y, tal como ella aseguraba, fortalecer los dedos. A él le gustaban las cadencias, y el círculo de quintas no estaba mal. Lo malo era que tenía las partituras guardadas bajo llave porque, según ella, eran demasiado difíciles para sus deditos.
Dodo tenía razón: la señora Von Dobern era mala. Se divertía torturando a los niños. Y tenía a la abuela comiendo de su mano. Porque Von Dobern mentía muy bien y la abuela no se daba cuenta.
Vio el coche de su padre entrando despacio por el camino de la villa. Cuando pasaba por encima de los charcos, el agua se desbordaba y salpicaba el guardabarros. Volvía a llover, el copiloto accionó el limpiaparabrisas. Izquierda, derecha. Izquierda, derecha. Izquierda, derecha.
El coche llegó al patio, pasó junto a la rotonda, en la que en verano siempre crecían flores de colores, y desapareció de su campo de visión. Leo solo podía verlo si abría la ventana y sacaba la cabeza.
Cinco minutos, sí, seguro. La señora Von Dobern siempre tardaba más en regresar. Porque se asomaba a la ventana de su cuarto a fumar en secreto. Leo se peleó un rato con la manija de la ventana, que estaba muy dura, pero consiguió abrirla y se asomó apoyándose en el alféizar.
Ajá. El coche se había parado ante la entrada del servicio y estaban bajando dos personas. Una era Julius, la otra estaba envuelta en una manta y costaba reconocerla. En cualquier caso era una mujer, ya que por debajo de la manta asomaba una falda. ¿Sería Else? La criada había estado en el hospital. Había oído decir a Gertie que su vida «pendía de un hilo». Pero parecía que se había recuperado. Habría podido morir, como el abuelo. Leo solo tenía recuerdos vagos de él, pero el entierro se le había quedado grabado porque aquel día se desató una horrible tormenta de rayos y truenos. Entonces creyó que se trataba de Dios, que se llevaba al abuelo consigo. Qué tontería, aunque ya había pasado mucho tiempo desde aquello. Al menos tres años.
—¿Quién te ha dado permiso? ¡Vuelve dentro! ¡Ahora mismo!
Leo se asustó tanto que estuvo a punto de caerse por la ventana. La señora Von Dobern lo sujetó por la cintura del pantalón y lo arrastró hacia dentro, después le agarró la oreja derecha y la usó como asidero para que se diera la vuelta. Leo gritó. Le hacía un daño de mil demonios.
—¡No vuelvas a hacer eso nunca más! —chilló la institutriz—. ¡Repite la frase!
Leo apretó los dientes, pero la mujer no le soltaba la oreja.
—Yo solo… solo quería…
Nunca los dejaba hablar.
—¡Estoy esperando, Leopold!
Seguramente quería arrancarle la oreja, empezaba a marearse del dolor.
—¿Y bien?
—No volveré a hacerlo —acertó a decir.
—Quiero una frase completa.
Tiró con más fuerza, a Leo se le estaba entumeciendo la oreja y la cabeza le dolía como si le hubieran clavado una aguja de un oído al otro.
—Jamás volveré a asomarme a la ventana.
La bruja de las gafas aún no estaba satisfecha.
—¿Por qué no?
—Porque podría caerme.
Antes de soltarle la oreja, le dio un par de tirones fuertes. Ya no la sentía, era como si del lado derecho de la cabeza le colgara una pesada bola de fuego del tamaño de una calabaza.
—¡Ahora cierra la ventana, Leopold!
El aliento le olía a ceniza. Algún día le demostraría a la abuela que fumaba en secreto. Algún día ella tendría un descuido y la pillarían.
Leo cerró la ventana y al volverse vio a la señora Von Dobern sentada a su pupitre. Repasaba sus ejercicios de aritmética. Que leyera lo que quisiera, estaba todo bien.
—Tendrás que repetirlos, ¡tu caligrafía es lamentable!
En eso no se había fijado. Esa mujer era tonta. A Dodo le había pasado por alto errores de cálculo en dos ocasiones, lo único que le importaba era que escribieran los números y las letras como era debido. Pese a todo, más le valía no quejarse o le quitaría la media hora de piano.
—Después escribirás cincuenta veces: «Jamás volveré a asomarme a la ventana porque podría caerme».
Adiós al piano. Escribir eso lo tendría ocupado el resto de la tarde. Estaba muy enfadado. Con la institutriz. Con la abuela, que se dejaba engañar por ella. Con mamá, que siempre estaba en su estúpido atelier y ya no se ocupaba de Dodo ni de él. Con la tía Kitty, que se había mudado sin más con Henny. Con papá, que no soportaba a la cursi de Von Dobern pero no la echaba de allí.
—¡Ya puedes empezar!
Se sentó a su pupitre, pegado al de Dodo. Papá se los había comprado cuando empezaron a ir a la escuela porque al parecer era más sano para los niños escribir en un pupitre. El asiento estaba atornillado a la mesa para que no pudieran moverse constantemente. Arriba tenía un compartimento para los lápices y, al lado, el hueco del tintero. El tablero estaba inclinado y se podía levantar, debajo había un cajón para libros y cuadernos. Todo era igual que en el colegio, salvo que la institutriz revisaba el cajón a diario y resultaba imposible esconder algo en él. Por ejemplo partituras. O galletas. Una vez Serafina las encontró y se las llevó. La próxima vez pondría una trampa para ratones, así gritaría cuando se accionara y le pillara los dedos. A cambio escribiría encantado cien veces: «No debo esconder trampas para ratones en el pupitre porque mi institutriz podría pillarse los dedos». Al día siguiente le pediría una a la señora Brunnenmayer. O a Gertie. Auguste ya no iba a trabajar porque estaba demasiado gorda por el bebé. Nadie soportaba a la institutriz. Y la que menos la señora Brunnenmayer. Una vez dijo que ese pájaro de mal agüero no traería más que desgracias a la villa.
—¿Y si empiezas a escribir en lugar de mirar las musarañas? —le preguntó la señora Von Dobern en tono frío e irónico.
Levantó el tablero y buscó el «cuaderno de castigos». Ya estaba medio lleno de frases estúpidas como «No debo murmurar con mi hermana porque es de mala educación» o «No debo dibujar partituras en mi cuaderno porque es solo para escribir, no para pintar». Todo estaba salpicado de manchas de tinta, al igual que sus dedos. Al principio de su segundo año de escuela se habían sentido orgullosos de poder escribir con lápiz e incluso con pluma. Ahora habría renunciado encantado a esos cochinos borrones.
—Tienes media hora, Leopold. Mientras le daré la clase de piano a tu hermana, y después saldremos juntos a tomar el aire.
Sumergió el plumín en el tintero y escurrió la pluma con cuidado en el borde del recipiente de cristal. Desganado, comenzó a escribir las primeras palabras, pero enseguida apareció una gruesa mancha brillante de tinta azul en el papel blanco. Daba igual lo que hiciera, con esas malditas plumas no se podía escribir limpio. Hacía poco, Klippi les había enseñado durante la cena su pluma, una Waterman traída de América con un plumín de oro auténtico. Se podía escribir sin tener que sumergir la punta, y tampoco emborronaba. Pero papá había dicho que esos utensilios eran carísimos y demasiado gruesos y pesados para sus deditos. ¡Y dale con los dedos! ¿Por qué no le crecían de una vez?
Después de dos frases, suspiró y metió el plumín en el tintero. Ya tenía la mano agarrotada. Abajo volvían a sonar las escalas, primero de do mayor, después de la menor, luego de sol mayor. Por supuesto, Dodo tropezó con la tecla negra, el fa sostenido. Pobre, seguramente nunca tocaría bien el piano, pero tampoco era lo que buscaba. Dodo quería ser aviadora. Pero eso solo lo sabían él y mamá.
Se limpió la mano manchada de tinta con un trapo y se levantó. Daba igual si escribía esa bobada ahora o después de la cena, de todas formas se había quedado sin su media hora de piano. Podía intentar colarse en la cocina y ver si la señora Brunnenmayer había hecho galletas. Abrió la puerta con cuidado y recorrió el pasillo hacia la escalera de servicio. Allí estaba a salvo, la institutriz jamás utilizaba esa escalera, daba mucha importancia a usar la escalinata principal como si fuera un miembro más de la familia. En la cocina también estaba protegido de ella porque pocas veces se dejaba ver por allí.
—¡Vaya, pero si es Leo! —dijo la señora Brunnenmayer cuando apareció—. ¿Te has escapado de tu cuidadora, chico? Entra, no te quedes ahí.
¡Qué bien olía! Se acercó contento a la larga mesa, donde la cocinera estaba preparando una ensalada de col con tocino y cebolla. Gertie picaba patatas cocidas, y junto a ella estaba sentada Else. Entonces antes había acertado, era ella. Estaba pálida y arrugada, todavía tenía la mejilla un poco hinchada, pero al menos ya podía picar cebolla.
—¿Ya estás mejor, Else? —le preguntó todo amabilidad.
—Zin duda. Graciaz por preguntar, Leo. Ya eztoy mejor.
La escudriñó con la mirada, porque al principio no entendió bien lo que decía. Supuso que era porque le faltaban un par de dientes. Bueno, volverían a crecerle. A él también se le habían caído dos dientes de leche, y por debajo asomaban los nuevos.
—¡Y todos nos alegramos de que hayas vuelto, Else! —dijo la cocinera haciéndole un gesto con la cabeza.
Else cortaba las cebollas a golpes, y consiguió sonreír sin abrir la boca.
—¿Quieres probar las galletas de especias, chico? —preguntó Gertie, satisfecha—. Las hicimos ayer. Para Navidad.
Dejó el cuchillo y se limpió las manos en el delantal antes de ir a la despensa. Gertie era delgada y ágil como un gato. Más rápida incluso que Hanna, y también era más lista.
—Trae también la lata de las rosquillas de frutos secos —le dijo la señora Brunnenmayer—. Puedes llevarle un par a tu hermana, Leo.
Gertie regresó con dos grandes latas, las dejó en la mesa y las abrió. El olor a cebolla enseguida se vio eclipsado por el maravilloso aroma a especias navideñas, y Leo tragó la saliva que se le acumuló en la boca. Cogió dos grandes galletas de especias, una estrella y un caballito, y cuatro rosquillas de frutos secos. Además de avellanas, también tenían almendras. Y caramelo. Cuando mordió una, la corteza crujió entre los dientes. Por dentro, la rosquilla era blanda, dulce y pegajosa. Leo devoró su parte para que le llegara cuanto antes al estómago, donde nadie, ni siquiera la señora Von Dobern, podría quitársela. Con lo que había cogido para Dodo sería más difícil; envolvió la galleta y las dos rosquillas en su pañuelo, pero la estrella era demasiado grande y el paquetito no le cabía en el bolsillo.
—Pues tendremos que partir la estrella por la mitad —propuso Gertie—. Sería una pena que se la comiera la persona equivocada.
La cocinera no dijo nada, apartó la ensalada de col y acercó el cuenco con la ensalada de patata, que mezcló con dos grandes cucharas de madera. Cualquiera que la conociera, sabía por sus movimientos que estaba enfadada. Leo se guardó el pañuelo con los tesoros y pensó en cómo pedirle una trampa para ratones. Pero como Else estaba allí sentada, prefirió no hacerlo. No podía fiarse de ella, siempre se ponía del lado de los fuertes, y por desgracia la señora Von Dobern tenía enchufe con la abuela.
—¿Hay salchichitas para cenar?
—Podría ser —respondió Gertie, misteriosa.
—¡Las estoy oliendo! —Leo se relamió.
—¡A ver si te vas a equivocar, chico!
Julius entró en la cocina y le sorprendió ver allí a Leo.
—Por ahí arriba corre una musaraña, muchachito —le dijo—. Ten cuidado de que no te muerda.
Leo lo entendió enseguida. La institutriz había dejado a Dodo practicando en el salón rojo y había subido a fumarse un cigarrillo en su cuarto. Debía tener cuidado para no darse de bruces con ella.
—Entonces me voy. Muchas gracias por las galletas.
Sonrió a todos, se palpó el bolsillo lleno hasta los topes y se deslizó hacia arriba por la escalera de servicio.
—Es una vergüenza —oyó decir a sus espaldas a la señora Brunnenmayer—. Antes todos se sentaban juntos en la cocina y se divertían. Liese y los dos chicos y Henny y los mellizos. Y ahora…
—La cocina no es sitio para los hijos de los señores —la contradijo Julius.
Leo no oyó más. Había llegado a la puerta del segundo piso y oteó el pasillo a través de la ventana. Vía libre, la institutriz debía de estar en su cuarto. En realidad era la habitación de la tía Kitty, pero por desgracia ella se había marchado, así que la abuela había instalado allí a la señora Von Dobern. ¡Para que estuviera cerca de los niños!
Abrió la puerta con cuidado y salió al pasillo. Habría sido mala suerte que la señora Von Dobern se hubiera dado cuenta de que no estaba en el cuarto y lo aguardara allí. Le gustaba hacer ese tipo de cosas, aparecer justo cuando no se la esperaba. Porque se consideraba más lista que nadie.
Decidió regresar al cuarto de los niños de todos modos, y si era necesario le diría que había tenido que salir. Avanzaba con tanto sigilo que apenas se oían sus pasos, aunque poco podía hacer para evitar que la tarima crujiera. Ya casi lo había logrado, tenía la mano en el picaporte cuando oyó a su espalda el ruido de una puerta que se abría.
Qué mala suerte. Qué malísima suerte. Se volvió haciendo un esfuerzo por no poner cara de que lo habían pillado, pero entonces se quedó perplejo. La señora Von Dobern no salía de su habitación sino del dormitorio de sus padres.
Leo sintió una breve punzada en el pecho. No podía hacer eso. No se le había perdido nada allí, esa habitación les estaba prohibida incluso a Dodo y a él. Era de sus padres.
—¿Qué haces en el pasillo, Leopold? —le preguntó la institutriz en tono de reproche.
Por muy severa que fuera su mirada, él se había dado cuenta de que el cuello se le había puesto rojo. Seguro que las orejas también, pero no se le veían porque el pelo se las tapaba. La señora Von Dobern sabía que la habían pillado. ¡Esa maldita bruja estaba husmeando en el dormitorio de sus padres!
—Tenía que ir al lavabo.
—Pues cámbiate para salir —dijo—. Voy a buscar a Dodo, daremos un bonito paseo por el parque antes de cenar.
Él se quedó en el pasillo y la miró fijamente. Furioso. Herido. Acusador.
—¿Algo más? —preguntó ella, y levantó sus delgadas cejas.
—¿Qué hacía ahí dentro?
—Tu madre ha llamado y me ha pedido que mire si se ha dejado el broche rojo en la mesilla.
Así de fácil. Los adultos mentían igual de bien que los niños. Tal vez incluso mejor.
—No queremos preocupar a mamá con esa tonta historia de la ventana, ¿verdad, Leopold?
La institutriz le sonrió. Leo pensó que aún le quedaba mucho por aprender. Los adultos no solo mentían mejor, también chantajeaban mejor.
La dejó con la incertidumbre y no respondió, sino que fue hacia la escalera.
Abajo, en el vestíbulo, Gertie ya lo esperaba con sus botas marrones de piel y el abrigo de invierno. Dodo, disgustada, se tironeaba del gorro de lana que Gertie le había calado hasta las orejas.
—Odio salir a pasear —le dijo a Leo—. Lo odio, lo odio, lo…
—¡Toma! —Sacó del bolsillo el paquetito envuelto en el pañuelo y se lo dio.
Ella lo miró con ojos de sorpresa. Se metió una rosquilla de frutos secos en la boca y masticó a dos carrillos.
—¿Viene ya? —farfulló, y cogió un trozo de galleta de especias.
—Qué va. Está delante del espejo poniéndose guapa.
—Pues tiene para rato.