Las cosas empezaban a mejorar. Paul Melzer lo percibía, a pesar de que casi todos en su entorno seguían siendo escépticos. Pese a todo, confiaba en su olfato, al igual que su padre había confiado siempre en el suyo. Habían atravesado la parte más profunda del valle de lágrimas económico que había seguido a la guerra.
Devolvió a su carpeta la oferta sobre la que había estado meditando un rato y resolvió tomar una decisión al día siguiente después de hablarlo con Ernst von Klippstein. La propuesta para el suministro de algodón en rama desde Estados Unidos era más que aceptable; la pregunta era si el nuevo marco seguro, en el que tantas esperanzas había puesto, traería la estabilidad al sistema monetario alemán. Si la moneda alemana seguía perdiendo valor con respecto al dólar, sería mejor vincular la compra de algodón a la venta de tejidos estampados para no sufrir pérdidas.
Cerró la carpeta y se enderezó; estar sentado no le venía bien para el hombro, porque se le entumecía cuando no estaba en movimiento. Era molesto, pero otros habían vuelto a casa con heridas de guerra muchísimo peores. Por no hablar de los miles y miles a los que se había llevado por delante el conflicto y que ahora reposaban en tierra extraña en tumbas sin nombre. Sí, se sentía afortunado. No solo había sobrevivido, sino que también había podido volver a abrazar a su amada Marie, a sus dos hijos, a su madre, a sus hermanas… No todos los que habían regresado a casa podían decir lo mismo, algunos infelices se habían encontrado con que su esposa o su novia se había buscado a otro durante su ausencia.
Afuera ya estaba oscuro. Por la ventana del despacho se veía parte de las naves iluminadas de la fábrica de paños Melzer y los picos del tejado en sierra; detrás, a cierta distancia, los edificios de la hilandería de estambre y otros complejos industriales. A lo lejos brillaban las luces de la ciudad bajo el cielo nocturno. Era una vista agradable, apacible y esperanzadora. Se encontraba en casa, en Augsburgo, lo que tanto había anhelado durante los sombríos días de guerra en Rusia. Pero era mejor no seguir pensando en ello. No dejar aflorar los recuerdos. Lo que vio en los campos de batalla y luego en el campamento de prisioneros era de una crueldad tan inconcebible que tuvo que enterrarlo en su interior. Había intentado un par de veces contarle algo de aquello a Marie. Pero después se arrepentía porque los fantasmas que invocaba lo atormentaban varias noches seguidas y ni siquiera podía anestesiarlos con alcohol. Debía enterrar esas sombras malditas en el sótano del olvido, cerrar la puerta tras ellas con setenta y siete cerrojos y no acercarse allí jamás. Solo así podría seguir viviendo y construir un futuro.
Apartó la carpeta y ordenó los montones de su escritorio. A un lado los asuntos pendientes, con los más urgentes encima; al otro, las carpetas y los ficheros que había utilizado ese día. En el centro, el juego de escritorio de piedra verde que había pertenecido a su padre. Ya hacía tres años que ocupaba el despacho de su padre, incluso se sentaba en su silla. No había pasado tanto desde que el director Johann Melzer le echó una severa reprimenda a su hijo allí mismo, ¡y en presencia de varios empleados! La rabia llevó a Paul a marcharse a Múnich, donde por entonces estudiaba derecho.
Lo pasado pasado estaba. El tiempo daba paso a las siguientes generaciones. Johann Melzer descansaba en el cementerio de Hermanfriedhof, Paul Melzer había ocupado su lugar y su hijo Leo, que debía suceder a su padre y a su abuelo, se peleaba con sus compañeros de escuela.
Alguien llamó a la puerta.
Henriette Hoffmann, una de las dos secretarias, se asomó por la rendija y los cristales de sus gafas reflejaron la luz de la lámpara de techo.
—Ya hemos terminado, señor director.
—Gracias, señorita Hoffmann. Dígale a la señorita Lüders que devuelva estas dos carpetas al despacho del señor Von Klippstein.
Su reloj de pulsera marcaba las siete. Se le había vuelto a hacer tarde y tendría que escuchar los reproches de su madre. Desde que él recordaba, mamá era la guardiana de que la vida en la villa de las telas transcurriera de manera ordenada, lo que consistía sobre todo en respetar el horario de las comidas. No lo tenía fácil, ya que Kitty en concreto no daba demasiada importancia a la puntualidad. Y a eso se sumaba el trabajo de Marie en el atelier, que a menudo se alargaba hasta la noche. A él tampoco le gustaba que fuera así, pero hasta el momento lo había aceptado sin queja alguna.
—Con mucho gusto, señor director.
—Eso es todo por hoy, señorita Hoffmann. ¿Se ha marchado ya el señor Von Klippstein?
Henriette Hoffmann se esforzó por esbozar una sonrisa. Así era, el señor Von Klippstein había salido de su despacho un cuarto de hora antes.
—Me ha pedido que le diga que pasará por Karolinenstrasse a recoger a su esposa.
—Señorita Hoffmann, acuérdese de cerrar la puerta de la escalera cuando se vaya.
Paul se dio cuenta de que se había puesto roja. Por la mañana, Paul Melzer se encontró con que la puerta no estaba cerrada. Cualquiera habría podido entrar hasta el recibidor y la oficina de las secretarias. Se habían echado la culpa unos a otros, pero todo apuntaba a que el responsable del descuido había sido el bueno de Klippi. Últimamente parecía algo disperso, quizá fuera cierto lo que Kitty afirmaba una y otra vez de que Ernst von Klippstein estaba pretendiendo a una mujer.
Paul se echó el abrigo por los hombros y se puso el sombrero. No se decidía a llevar bastón, un complemento que al parecer distinguía a un caballero elegante de clase alta. A su espalda, Ottilie Lüders entró a toda prisa para recoger las dos carpetas y guardarlas en su sitio en el despacho de Von Klippstein. A diferencia de su padre, que siempre tenía el escritorio abarrotado, Paul no soportaba que se le acumularan documentos que ya no necesitaba.
—Les deseo a las dos una agradable velada.
Bajó la escalera con paso rápido, conocía tan bien la distancia entre los peldaños que los pies le iban solos. Luego echó un vistazo a las naves, fue a ver las máquinas nuevas de la hilandería, y se sintió satisfecho de que todo funcionara. En media hora también acabaría la jornada allí abajo. Antes de la guerra, las máquinas trabajaban día y noche, pero hacía mucho tiempo de eso. Los pedidos todavía no habían aumentado hasta ese nivel, bastaba con el turno de la mañana y el de mediodía, ambos de ocho horas, lo que le había granjeado fama de ser un jefe progresista. Sin embargo, también había quien afirmaba que solo había introducido esa medida por miedo a más huelgas, que era un cobarde que claudicaba ante los socialistas. Fuera como fuese, sus trabajadores estaban contentos y los resultados eran buenos. Eso era lo que importaba. Aunque su padre se habría revuelto en su tumba con cada una de aquellas concesiones.
—¡Que descanse, señor director!
—¡Usted también, Gruber!
El portero había salido de su garita acristalada para despedir al director, como siempre. Posiblemente no hubiera en el mundo nadie con un espíritu más fiel que Gruber. Vivía por y para la fábrica, llegaba el primero y se marchaba el último; en una ocasión, Kitty aseguró que incluso vivía en su garita, lo que por supuesto no era cierto. Pero Gruber sí conocía a todos y cada uno de los que entraban y salían de allí, a los empleados del primero al último, al cartero, a los proveedores, a los socios y a cualquier persona que tuviera acceso al recinto.
Mientras conducía por Haagstrasse en dirección a la villa, se preguntó por qué Ernst tenía que ir a recoger a Marie al atelier. Su amigo ya lo había hecho otras veces arguyendo que así no tenía que volver sola a casa durante los meses más oscuros. Ella se había reído de él y había replicado que no sería la única que utilizara el tranvía. Además, le había preguntado si en adelante llevaría a casa a las señoritas Hoffmann y Lüders, que también regresaban solas a esa hora. Entonces Ernst buscó la complicidad de mamá y dijo que así colaboraba para que en casa de los Melzer se cenara con puntualidad. Y que también esperaba que lo invitaran a la mesa por su gesto de caballerosidad. Algo que mamá hacía encantada. Paul no tenía nada en contra, porque Klippi, como lo llamaba Kitty, era amable y un comensal muy agradable.
Cuando llegó a la entrada del parque, se fijó por enésima vez en que la hoja izquierda de la puerta colgaba torcida de los goznes, habría que renovar el pilar; por suerte, la doble puerta de hierro forjado estaba intacta. Paul se propuso hablarlo con mamá en la primera ocasión que se le presentara, y dirigió la vista hacia la villa, iluminada por varias farolas. Justo delante de la escalinata de la entrada había un coche de caballos parado. Lo más probable es que fuera el vinatero, al que le había encargado varias cajas de vino, tinto y blanco. Paul se molestó. Los coches de tiro no pintaban nada en la entrada principal; los campesinos y los comerciantes que suministraban alimentos a la villa debían aparcar en la entrada del servicio, ya que allí era donde había que entregar la mercancía. Sin embargo, al acercarse se dio cuenta de que no estaban descargando cajas de vino, sino sacando maletas y muebles de la villa para meterlos en el coche.
Aparcó detrás y llegó a tiempo de impedir que Julius colocara en el coche un escabel tapizado con seda de color azul claro.
—¿Qué está pasando aquí, Julius? ¡Pero si ese escabel es el de la habitación de mi hermana!
Julius no lo había visto llegar y se asustó al oír sus gritos. Dejó el escabel en los adoquines del patio y respiró hondo. Paul se dio cuenta de que todo aquel asunto le resultaba muy desagradable.
—Son instrucciones de su hermana, señor Melzer —dijo apesadumbrado—. Solo cumplo con lo que se me ordena.
Paul clavó la vista en Julius, después en el escabel adornado con un volante de delicada seda. ¿No era el que siempre había estado delante del tocador de Kitty?
—¡Lleve todo de vuelta a la villa! —le ordenó al perplejo lacayo. Luego se precipitó escaleras arriba para hacer entrar en razón a Kitty. En el vestíbulo chocó con un pequeño escritorio que dos mozos llevaban hacia la salida.
—¡Dejen eso! ¡No saquen nada más! —les ordenó furioso.
Uno de los jóvenes obedeció, pero el otro lo miró desafiante.
—Estamos haciendo nuestro trabajo, señor. Será mejor que no se interponga en nuestro camino.
Paul hizo un gran esfuerzo para mantener la calma. Sabía cómo eran esos jóvenes, había contratado a algunos en la fábrica y le habían dado muchos problemas. Los habían enviado a la guerra con diecisiete años y allí se habían corrompido, habían aprendido a matar sin escrúpulos, a humillar, a destruir. Ahora que habían vuelto a casa estaban desorientados.
—Soy el señor de la casa —dijo en tono tranquilo pero enérgico—. Y les recomiendo que no saquen nada de aquí en contra de mi voluntad. ¡Podría costarles caro!
En la puerta que daba a las cocinas vio a la señora Brunnenmayer con Auguste, cuyo embarazo estaba ya muy avanzado; las dos observaban la escena con cara de susto. Paul se limitó a saludarlas con la cabeza y después atravesó deprisa el vestíbulo hacia el primer piso.
—¡Kitty! ¿Dónde te has metido?
No hubo respuesta. En el segundo piso, donde estaban los dormitorios de la familia, alguien arrastraba muebles y Henny lloraba desconsolada. Había puesto el pie en la escalera cuando vio a su madre salir del salón rojo.
—¡Paul! Menos mal que por fin has llegado.
Parecía abatida. ¿Había estado llorando? Oh, no, un drama familiar. Por lo general prefería mantenerse al margen de las rencillas entre las damas de la casa.
—¿Qué ha pasado?
Sí, había estado llorando. Todavía tenía el pañuelo en la mano y se secó los ojos.
—Kitty se ha vuelto loca —se lamentó—. Quiere dejarnos y mudarse a Frauentorstrasse con Henny.
Alicia tuvo que secarse de nuevo las lágrimas, y Paul comprendió que no era tanto por Kitty como por su nieta. Mamá estaba muy unida a los tres pequeños.
—¿Y se puede saber por qué?
Podría haberse ahorrado la pregunta porque ya conocía la respuesta. La nueva institutriz, Serafina von Dobern. ¿Por qué la había contratado sin hablarlo antes con Kitty y Marie? En el fondo, se había buscado ella misma aquel disgusto.
—Te lo pido por favor, Paul —dijo su madre—. Sube y haz entrar en razón a tu hermana. A mí no me escucha.
Lo cierto era que no le apetecía en absoluto. Sobre todo porque conocía a Kitty: cuando tenía un plan, nada ni nadie podía quitárselo de la cabeza. Suspiró hondo. ¿Por qué no se ocupaba Marie de aquello? ¿Y dónde estaba el cobarde de Ernst?
—Si Johann siguiera vivo —susurró mamá tapándose la cara con el pañuelo—, ¡Kitty no se habría atrevido!
Paul hizo como si no la hubiera oído y subió al segundo piso. ¡Papá! Para empezar, él no habría permitido que Serafina entrara en la casa. A papá nunca le gustaron las amigas de Lisa, y con razón.
En el pasillo de arriba reinaba el caos: maletas y cajas, la cama de Henny estaba desmontada y apoyada contra la cómoda, los colchones y las sábanas al lado, el orinal, sus muñecas y el caballo balancín.
—¡Kitty! ¿Te has vuelto loca?
En lugar de su hermana, la que apareció en el pasillo fue Marie con una pila de ropa de niña en los brazos. Tras ella, una montaña de prendas parecía moverse sola y Paul distinguió debajo a la pequeña Gertie, que acarreaba el vestuario de Kitty hasta un gran baúl de viaje.
—¡Ay, Paul! —exclamó Marie, y dejó la ropa en una maleta abierta—. Lo siento mucho. Hoy está todo patas arriba.
Él pasó por encima de cajas y cajones negando con la cabeza en dirección al cuarto de Kitty.
—No acabo de entender que colabores en este desvarío, Marie —dijo cuando pasaba junto a ella—. ¿Por qué no intentas mediar? Mamá está fuera de sí.
Marie lo miró atónita y él se arrepintió al instante de lo que había dicho. Había sido una tontería reprochárselo, seguro que ella era la que menos culpa tenía.
Sin embargo, la respuesta de Marie le hizo ver que estaba equivocado.
—Siento mucho tener que decirte esto, Paul —contestó tranquila—. Pero la culpa es de mamá. Al fin y al cabo conoce a Kitty desde que nació, tendría que haber sabido que no se la puede tratar así.
Paul aceptó en silencio el comentario. Mamá afirmaba que el cuidado de los niños recaía sobre ella porque Marie se pasaba todo el día en el atelier. Y que por eso había escogido a una institutriz de su plena confianza. En parte comprendía sus argumentos, pero prefirió no mencionárselos a Marie.
Kitty estaba sentada en su cama, tenía a Henny llorando en su regazo y le hablaba en tono tranquilizador.
—Una casita de muñecas…
—¡Nooo! ¡Quiero quedarme aquííí!
—Pero, tesoro mío, la abuela Gertrude se alegrará mucho de tenerte allí.
—No me gustaaa… la abuelaaa… Trudeee…
Kitty estaba de los nervios, levantó la mirada y vio a Paul en la puerta. Por una vez no parecía encantada de verlo.
—Ay, mi Paul —exclamó con falsa alegría—. Figúrate, esta niñita boba no quiere mudarse a Frauentorstrasse. Y eso que allí tiene un jardín para ella sola. Y nos vamos a llevar todos sus juguetes. —Hablaba más para la disgustada Henny que para su hermano—. Y además le voy a comprar una casita de muñecas preciosa. Con muebles de verdad. Y con luz.
Paul carraspeó y decidió intentarlo, aunque sin demasiadas esperanzas.
—¿De verdad vas a hacerle eso a mamá, Kitty?
Su hermana puso los ojos en blanco y con un enérgico movimiento de la cabeza se echó el oscuro flequillo hacia atrás.
—Mamá es una egoísta que entrega fríamente a sus nietos a una bruja. Ni una palabra más sobre mamá, Paul. Sé de lo que hablo. Conozco bien a Serafina, y jamás de los jamases dejaré a mi pequeña y dulce Henny con ella.
Paul suspiró. Era una batalla perdida, estaba claro. Pero lo hacía por su madre. Y por mantener la paz familiar.
—¿Por qué no os sentáis todas y habláis del tema? Con buena voluntad seguro que encontráis la solución. Al fin y al cabo, la señora Von Dobern no es la única institutriz de Augsburgo.
Henny se había dado cuenta de que la atención de su madre ya no estaba centrada en ella, así que cogió aire y volvió a berrear.
—Henny, cariño, ya pasó. No hace falta ponerse así.
Henny no se calmaba y se entregó de nuevo a sus obstinados alaridos. Kitty se tapó los oídos, y Paul dio media vuelta y huyó al pasillo. Marie estaba metiendo un montón de bolsos y cinturones en una maleta.
—Ya nos hemos sentado a hablar, Paul —dijo con tristeza—. Pero era demasiado tarde. Mamá se negó en redondo a despedir a Serafina. Ay, Paul, me temo que todo esto es por mi culpa. Paso demasiado tiempo en el atelier y desatiendo el resto de mis responsabilidades.
—No, no, Marie. No pienses eso. Es cuestión de organizarse. Encontraremos la solución, tesoro mío.
Ella lo miró y sonrió aliviada. Sus miradas se fundieron un instante y él estuvo tentado de abrazarla. Su querida Marie. La mujer que estaba a su lado, de la que tan orgulloso se sentía. Nada se interpondría entre ellos.
—Siento haber dicho antes que… —empezó a decir, pero se interrumpió. Desde la habitación de Kitty se oía la vocecita penetrante de Henny.
—Y Dodo… y Leo… y… y… la abuela… y mi columpio… y Liese y Maxl y Hansl…
—Allí tendrás a la abuela Gertrude, y en Navidad vendrá la tía Tilly. También nos visitarán los amigos de mamá…
—¿Me comprarás una mansión de muñecas?
—He dicho una casita, Henny.
—Una mansión. Y arriba estarán los cuartos del servicio. Y en el salón habrá sillones rojos. Y un coche.
—Una casit… —Más lloros a modo de respuesta, pero Kitty se mantuvo firme—. Y si sigues llorando, ¡no habrá nada de nada!
Poco después Kitty apareció en el pasillo con su hija en brazos. Por lo visto habían cerrado el trato, sería una casita de muñecas y no una mansión.
—Marie de mi corazón. Me voy en coche con esta llorona a Frauentorstrasse, esta noche tengo que ir a una exposición en el club de arte y no puedo faltar porque pronuncio el panegírico. ¿Me harás el favor de ocuparte de que todo llegue bien embalado? Ay, Paul, qué triste es todo esto. Ya no nos veremos tan a menudo, pero te prometo que vendré de visita tanto como pueda. Y despedidme de mamá, debería tranquilizarse o le dará migraña. Henny estará bien, mi tesorito será muy feliz en Frauentorstrasse. Y… ¡Gertie, no te olvides de coger los sombreros del vestidor! Si no hay sombrereras suficientes, mételos en una maleta. Dame un abrazo, querido Paul. Paul de mis amores, queridísimo hermano, siempre seremos inseparables. Marie, mi querida amiga, mañana estaré a primera hora en el atelier. Un abrazo, querida. Paul, coge un momentito a Henny para que pueda abrazar a Marie. Que os vaya bien, queridos. No os olvidéis de mí. Gertie, acuérdate de las babuchas azules de la cómoda.
La verborrea de Kitty los envolvió como una capa protectora; Paul no consiguió pronunciar ni una sola palabra. La miró marcharse con gesto abatido, la oyó parlotear abajo con Auguste, después el ruido de la puerta de la entrada cerrándose tras ella.
—No se irá a Frauentorstrasse con mi coche, ¿no?
Corrió a la habitación de Marie, cuyas ventanas daban al patio, y miró abajo. Un coche recorría el camino de acceso hacia la salida.
—Tranquilízate, Paul —dijo Marie, que lo había seguido—. Es el coche viejo de Klippi. Se lo ha regalado.
—Vaya, vaya —refunfuñó Paul—. Me imagino que habrá perdido las simpatías de mamá.
Marie se rio en silencio y replicó que mamá tenía tan buena imagen de Klippi, que podía permitirse un desliz como ese.
—Es tan solícito y amable…
—Claro —gruñó Paul.
Muy a su pesar, estaba molesto con su amigo y socio. ¿Por qué se entrometía Ernst von Klippstein en su vida familiar? No solo recogía a Marie en el atelier y con ello, en mayor o menor medida, ponía en evidencia a Paul por no cuidar de su esposa; ahora tomaba partido por Kitty y se posicionaba en contra de mamá. Paul sentía lástima por su madre, cuyas intenciones sin duda eran buenas. ¿Quién podía reprocharle que tuviera una concepción de la educación de los niños distinta a la de sus hijas?
En el comedor sonó el gong.
—¡Por lo menos vamos a cenar juntos, Marie!
Ella asintió y le dio varias instrucciones a Gertie sobre cómo proceder con las maletas. Luego cogió a Paul de la mano y recorrieron el pasillo en dirección a la escalinata. Antes de bajar, Paul la sujetó un instante y le dio un beso fugaz en la boca. Los dos soltaron una risita, como si Marie aún fuera la criada que besaba en secreto al joven señor Melzer por los pasillos.
En el comedor, los demás ya se habían sentado. La sonrisa de Ernst von Klippstein le pareció algo culpable, y mamá estaba muy seria, pero mantenía la postura erguida. Serafina von Dobern se había apropiado de la silla de Kitty, y a derecha e izquierda de la institutriz estaban los mellizos. Leo ni siquiera levantó la mirada cuando entraron sus padres, y Dodo tenía la cara roja e hinchada, lo que indicaba que había tenido problemas.
—¿Qué ha pasado, Dodo? —preguntó Marie mirando a su hija con gesto preocupado.
—¡Me ha dado una bofetada!
Marie permaneció aparentemente impasible, pero apretó los labios. Paul ya conocía esa señal: estaba furiosa.
—Señora Von Dobern —dijo Marie despacio y con voz firme—. Hasta ahora nunca ha sido necesario pegar a nuestros hijos. ¡Y me gustaría que siguiera siendo así!
Serafina von Dobern estaba tan tiesa en su silla como mamá; al parecer esa postura formaba parte de la educación de las clases altas. La institutriz sonrió complaciente.
—Por supuesto, señora Melzer. Los golpes no son un método educativo adecuado en nuestro entorno. Aunque sin duda una pequeña bofetada no hace daño a ningún niño.
—¡En eso estoy de acuerdo, Marie! —intervino mamá.
—Yo no —dijo Marie, y el tono fue más duro de lo acostumbrado.
A Paul la conversación lo incomodaba en extremo. En esa situación, papá habría resuelto el enfrentamiento haciendo valer su autoridad. Paul estaba hecho de otra pasta, prefería mediar. Sin embargo, eso que en la fábrica no le suponía ningún esfuerzo, en la familia le parecía casi imposible.
—No me cabe duda de que los dos son traviesos, pero nunca impertinentes, señora Von Dobern —dijo con cortesía—.
Por lo tanto, las medidas en exceso severas son innecesarias.
Serafina respondió que eso se sobreentendía.
—Dorothea y Leopold son unos niños encantadores —dijo en tono adulador—. Nos entenderemos a las mil maravillas. ¿No es cierto, mi pequeña Dorothea?
La niña levantó la barbilla y dirigió una mirada hostil a la institutriz.
—¡Me llamo Dodo!