El sábado por la noche, la cocina de la villa de las telas bullía de actividad. Julius acababa de recoger la mesa en el piso de arriba. Auguste estaba guardando la comida sobrante en pequeños recipientes y llevándolos a la despensa, mientras Gertie, que había sustituido a Hanna dos semanas atrás, fregaba los platos. Hanna también se encontraba allí, ya que, pese a estar formándose como costurera en el atelier, todavía comía y dormía en la villa. Sentada a la mesa con aire melancólico, mordisqueaba un bocadillo de jamón y se miraba el índice derecho. Lo llevaba vendado.
—Ya sabía yo que eras demasiado torpe para ser costurera —dijo Auguste al pasar por su lado—. ¡Mira que coserte tu propio dedo! ¿Dónde se ha visto algo así? Deberían llamarte Hanna von Torpen.
—¡Deja a la muchacha en paz! —la riñó la señora Brunnenmayer desde la cabecera de la mesa, donde picaba apio, zanahorias y cebollas.
Al día siguiente había una cena a la que asistirían varios clientes del señor junto con sus esposas, y algunos platos había que prepararlos con antelación. Empezando por el caldo de ternera, que se serviría como segundo plato con rectángulos de pasta rellena. La carne cocida se aprovecharía para hacer un guiso para el servicio. Los invitados tomarían panceta rellena con lombarda. El relleno había que dejarlo macerando toda la noche para que las especias lo impregnaran bien.
—¿Qué llevará el relleno? —preguntó Gertie desde el fregadero.
—Ya lo verás —gruñó la cocinera; no le gustaba desvelar sus recetas.
—Carne picada de cerdo, ¿no? Y pan rallado, ¿no? Y sal y pimienta. Y creo que nuez moscada, ¿no?
—Rabo de lagarto picado, betún y hollín —replicó la señora Brunnenmayer de mal humor.
Julius soltó una risotada que parecía un graznido; Auguste también se rio de la contestación de la cocinera; Hanna, en cambio, estaba demasiado abatida para unirse al jolgorio.
Pero Gertie no se amilanaba así como así. No era su primer empleo, aunque nunca había trabajado en una casa tan grande. Los Melzer tenían hasta un lacayo, además de una cocinera, una criada y una ayudante de cocina. Al parecer, antes de la guerra contaban con dos jardineros, dos criadas y dos doncellas. Y con el ama de llaves. Los buenos tiempos habían pasado a la historia, pero se decía que la fábrica de paños se estaba recuperando. Quizá estuvieran pensando en contratar más servicio.
Gertie no dio saltos de alegría cuando la señora Katharina Bräuer le ofreció un simple puesto de ayudante de cocina en la villa de las telas.
«No será para siempre», le había dicho la señora Bräuer. «Si eres lista, ascenderás».
Gertie había oído que la joven señora Melzer entró en la villa para trabajar como ayudante de cocina, y eso la había impresionado profundamente. En esos momentos no había ningún joven señor casadero en la familia Melzer, pero podía ascender a criada o incluso a doncella. O convertirse en cocinera. Para ello tendría que pasar un tiempo de aprendiz y después asistir a una escuela especial. No podría pagarla ella misma, pero quizá los señores…
—Le pone comino, ¿verdad? —insistió—. Y mejorana.
—¡La mejorana es para las albóndigas de hígado, no para el relleno de la panceta! —estalló la señora Brunnenmayer, y se mordió el labio. Esa chiquilla había conseguido que se fuera de la lengua—. Y si no cierras el pico de una vez, ¡te enviaré al sótano a seleccionar patatas! —gruñó enfadada.
Una vez terminada su tarea, Auguste se sentó junto a Hanna con un suspiro y dijo que estaba rendida. La barriga le había crecido tanto que habría podido apoyar una taza encima. Se quejaba a diario de que aquella criatura debía de ser hijo del demonio de tan grande e inquieto como era.
—Y me da patadas. En la espalda. Por las noches no puedo ni tumbarme. Solo siento alivio cuando Gustav me da un masaje con esas manos tan fuertes que tiene.
Había servido los restos de la cena de los señores en un plato y lo había puesto en el centro de la mesa para que todos pudieran tomar un tentempié. Embutido ahumado, pepinillos en vinagre, pan con mantequilla y unos pedacitos de tarta de ciruela, que en su opinión debía comerse así, troceada.
—También queda un poco de pan trenzado —dijo la señora Brunnenmayer—. Puedes llevárselo a tus críos.
Auguste ya había apartado cuatro trozos de tarta, y ahora les contaba con la boca llena lo trabajador que era su Gustav.
—Está construyendo cajoneras como es debido para que germinen las plantas. Porque el señor al final sí que le regaló los viejos cristales de las ventanas del atelier.
—¿Nadie viene a secar los cacharros? —se quejó Gertie desde el fregadero.
Auguste hizo como que no la oía.
Fue Hanna quien se levantó y cogió un trapo de cocina.
—¿Dónde se ha metido Else? —preguntó extrañada.
—Hoy tenía el día libre —respondió Auguste.
—Pero si ya son más de las ocho. Suele regresar mucho antes…
Auguste soltó una risita y comentó que quizá se había topado con un admirador y estaba moviendo el esqueleto con él en el Kaiserhof.
—O puede que hayan ido al Luli de Königsplatz y estén viendo a Charlie Chaplin.
—Estás como una cabra, Auguste —intervino Julius—. ¡Else jamás haría algo así!
En su opinión, las salas cinematográficas cerrarían más pronto que tarde. ¿Qué tenían aquellas películas? No eran más que imágenes animadas. Los actores se movían de forma de lo más artificial. No podían hablar, y por eso había que poner esos estúpidos intertítulos. Y la eterna música de piano… No, él prefería ir a los teatros de revista y ver actuaciones en vivo y en directo.
—Mujeres desnudas es lo que quiere ver —replicó la cocinera, que removía la sopa humeante en la cazuela sobre el fogón.
—Eso no se lo consiento, señora Brunnenmayer —se indignó Julius—. Son artistas.
Auguste soltó una sonora carcajada, Gertie la siguió e incluso Hanna se rio entre dientes.
—Puede que sean artistas. Pero siguen estando desnudas.
Julius miró al techo y resopló.
—Como tú digas, Hanna —convino en tono conciliador—. Si quieres, un día te invito a un espectáculo. Te gustará.
Hanna cogió un plato y lo secó con el trapo.
—No, gracias —dijo muy educada—. Mejor no.
Julius hizo una mueca y bebió un sorbo de té. Estaba acostumbrado al rechazo de Hanna, pero no se rendía. A buen seguro creía que a la enésima sería la vencida.
—Si me invitaras a mí, yo no me haría de rogar —dijo Gertie en voz alta.
Julius no respondió, pero Auguste comentó con una sonrisilla que eso sucedería cuando las ranas criaran pelo.
—Qué se le va a hacer si a Julius le gusta la pequeña Hanna —añadió—. No se puede negar que es guapa. Ese Grigorij fue tonto al dejarla aquí. Pero así son los rusos. No saben lo que es bueno. ¿Habéis oído que se están bebiendo todas las reparaciones que tenemos que pagarles?
—Eso no son más que habladu… —Hanna se interrumpió porque alguien había llamado a la puerta de la calle.
—Else —dijo la cocinera con el ceño fruncido—. ¡Ya era hora! Abre la puerta, Hanna.
Pero cuando la muchacha descorrió el cerrojo y abrió la puerta, la que estaba allí no era Else sino Maria Jordan. Se había abrigado con una capa de lana a cuadros y una gruesa bufanda de punto, y al entrar en la cocina vieron que tenía la cara roja del frío.
—Vaya, si es la señora directora del orfanato —exclamó Auguste con ironía—. ¿Has dejado solos a tus chiquillos para visitar a tus viejos amigos y echarles las cartas?
Maria Jordan ni se inmutó. Saludó a todos, se desató la bufanda y se quitó la capa. Julius tuvo el detalle de recogerle las prendas y colgarlas en el perchero junto a la entrada.
—Vaya un viento helador —dijo mientras se frotaba las manos—. Nevará seguro. El próximo domingo ya es el primero de Adviento.
Sonrió como si fuera una invitada a la que llevaban tiempo esperando y se dejó servir una taza de té con azúcar además del último trocito de tarta de ciruela.
—¿Ahora eres ayudante de cocina, Gertie? —preguntó a la vez que masticaba.
—Esta ya es mi segunda semana.
Maria Jordan asintió y comentó que en la villa alguna que otra ayudante de cocina había subido como la espuma.
—¿Y a usted qué tal le van las cosas, señorita Jordan? —preguntó la cocinera, que ahora tenía delante un gran cuenco de loza en el que había echado los ingredientes del relleno.
—¿A mí? Oh, no me puedo quejar.
—Bien, bien —contestó Fanny Brunnenmayer, y espolvoreó con una buena cantidad de sal la mezcla del cuenco.
Gertie, que estaba fregando una bandeja grande, estiró el cuello para ver qué especias tenía delante la cocinera. Pero ya se había dado cuenta de que la leyenda de los frascos de loza blanquiazules y su contenido casi nunca coincidían.
—¿Y por aquí? —inquirió Maria Jordan—. ¿Es cierto que van a contratar a una institutriz?
—Por desgracia sí —contestó Hanna—. De hecho, la señora Melzer, la mayor, ya la ha contratado. En contra de los deseos de su hija y de su nuera. Al parecer es una persona horrible, la pobre Dodo se me echó a llorar ayer por la noche.
Maria Jordan bebía el té a pequeños sorbos dándose aires y estirando el dedo meñique. A Gertie le pareció un comportamiento de lo más extraño en una antigua empleada, pero ya le habían contado que Maria Jordan era una persona muy «especial».
—Así que los niños ya la conocen —comentó—. ¿Y cómo se llama?
Julius bostezó con ganas, se le cerraban los ojos. Seguramente quería estar ya en la cama, pero como Hanna seguía en la cocina, él también se quedaba.
—Se llama Serafina —dijo Hanna.
La señorita Jordan frunció el ceño.
—¿No será Serafina von Sontheim?
—No. Es Von Dobern. Por lo visto es amiga de Elisabeth von Hagemann.
Maria Jordan asintió. Conocía a la dama. Sin duda no era una mujer fácil. Pobres niños. Lo sentía por ellos.
Gertie comprobó que, aparte de ella y Julius, los demás empleados conocían a Serafina von Dobern. Noble venida a menos. Delgada y fea. Barbilla puntiaguda. Aburrida hasta morir. Le habría gustado convertirse en la señora Melzer.
—Pues se va a armar una buena —opinó Maria Jordan—. Daba por hecho que la señora Melzer era una persona más inteligente. Pero, claro, ya tiene una edad.
La cocinera probó el relleno con una cucharita de café, asintió satisfecha y tapó el cuenco con un trapo limpio.
—¡Toma! —le ordenó a Gertie—. Llévalo a la despensa y después vuelve a colocar las especias en el estante. —Luego se acercó al fregadero para lavarse las manos.
—¿Y qué tal va la huerta, Auguste? —quiso saber Maria Jordan.
Auguste hizo un gesto de rechazo con la mano. No tenía ganas de contarle sus preocupaciones a la señorita Jordan.
—Ahora que llega el invierno no hay mucho que hacer. Y además pronto saldré de cuentas.
—Claro, claro —dijo Maria Jordan mirando la prominente barriga de Auguste—. Seguro que ahora os vendría bien un pequeño sobresueldo. Pronto será Navidad, los chicos y la niña querrán regalos.
En el hogar de los Bliefert no estaban para pensar en regalos, se darían con un canto en los dientes si podían poner encima de la mesa un pequeño asado por las fiestas.
—¿Qué tipo de sobresueldo? ¿Necesitas a alguien que te ayude a echar las cartas? —se burló Auguste.
Maria Jordan sonrió y se reclinó en la silla. Con las manos cruzadas sobre el vientre proyectaba una imagen arrogante.
—Tengo que encargar un par de trabajitos. Pintar paredes. Entarimar suelos. Cambiar tubos de estufa…
Todos los presentes clavaron la mirada en ella con mayor o menor incredulidad. ¿No se decía que Maria Jordan, directora de un orfanato, había perdido el empleo debido a la inflación?
—¿Tú? —preguntó Auguste, que no sabía si debía echarse a reír o permanecer seria—. ¿Tú eres quien va a encargar esos trabajos?
—¡Pues claro! —Maria sonreía, disfrutaba del efecto de sus palabras.
—Y los pagarás, ¿no?
—Pues claro que los pagaré.
—Sí, pero… —balbuceó Auguste; posó la mirada en Fanny Brunnenmayer en busca de ayuda, pero ella estaba tan confundida como los demás.
—¿Ha recibido alguna herencia, señorita Jordan? ¿O se ha echado un amante rico?
Maria Jordan dirigió una mirada llena de reproche a la cocinera. ¿Eso era lo que pensaba de ella?
—Hoy en día una mujer tiene que valerse por sí misma —declaró, y asintió mirando alrededor—. Quien confía en la ayuda ajena está perdido. —Esperó hasta que los murmullos en torno a la mesa cesaron, y entonces prosiguió—: He comprado dos casitas en Milchberg y necesitan un lavado de cara. Voy a alquilarlas.
Auguste se quedó con la boca abierta. A Hanna casi se le cayó el último plato que le quedaba por secar. Fanny Brunnenmayer derramó el té. Julius miró a la señorita Jordan con indisimulada admiración.
—Casas —balbuceó la señora Brunnenmayer—. Ha comprado dos casas. Dígame, señorita Jordan, ¿nos está tomando el pelo?
Maria Jordan se encogió de hombros y dijo que podían creérselo o no, pero que eso no cambiaba los hechos. La inflación se había comido todos sus ahorros, pero como tenía algo de capital, el banco le había dado un crédito y había invertido el dinero rápidamente.
—Entiendo —murmuró Julius con envidia—. Ha conseguido las casas a buen precio porque los dueños estaban en apuros. Y la inflación ha barrido de un plumazo la deuda con el banco. ¡Muy limpio! Mi más sincera admiración, señorita Jordan.
Fue el único que dijo algo al respecto, los demás guardaron silencio. Maria Jordan. Una persona de lo más astuta. Había culminado su obra maestra. Había construido su prosperidad sobre la miseria de otros, pero así eran las cosas en aquellos tiempos difíciles.
Auguste fue la primera en volver en sí.
—¿Y cuánto pagas?
—Envíame a Gustav, ya nos pondremos de acuerdo.
—De eso nada —replicó Auguste—. El precio lo negocias conmigo, que te conozco.
—Como quieras, Auguste. Pero ten en cuenta que en el bajo abriré una tienda de comestibles selectos. Podría compraros ramos de flores y verduras.
—Nosotros vendemos nuestras cosas en el mercado.
—Pásate mañana por allí. Son las dos casitas de la curva. En la puerta ya pone mi nombre.
Maria Jordan se levantó y dirigió a Julius una mirada desafiante. Gertie no daba crédito, pero el lacayo, siempre tan altanero, fue a por su capa y su bufanda. Incluso la ayudó a vestirse y le sonrió como si fuera la señora, cuando en realidad Maria Jordan no era más que una doncella despedida que había reunido algo de dinero. Pero así era la vida. El dinero elevaba la posición.
—Que tengáis una agradable velada —dijo la señorita Jordan. La victoria le brillaba en los ojos—. ¡Y hasta mañana, Auguste!
Julius la acompañó a la salida y echó el cerrojo tras ella. En la cocina siguió un breve silencio de perplejidad.
—Que alguien me pellizque —se oyó decir por fin a Fanny Brunnenmayer.
—Ya se caerá del guindo —refunfuñó Auguste con desprecio—. ¡Una tienda de comestibles selectos! ¡En Milchberg! ¡Para echarse a reír! ¡La señorita Jordan y sus alimentos selectos!
—¿Y por qué no? —replicó Gertie.
—Porque no tiene ni idea del tema, bobalicona —le graznó Auguste.
—Pero es muy valiente —insistió Gertie—. Ahora cruzará ella sola el parque a oscuras para regresar a la ciudad.
No le importó la mirada envenenada de Auguste. Pero Gertie no era Hanna, que se dejaba intimidar con facilidad. La lengua viperina de Auguste lo tendría difícil con ella.
—Ya se ha hecho de noche —comentó la señora Brunnenmayer—. Son más de las nueve. ¿Dónde se habrá metido Else?
Auguste se levantó con esfuerzo del banco y se quejó de tener las piernas hinchadas. Hanna se compadeció de ella y fue a buscarle el abrigo y el chal.
—¿Por qué os preocupáis tanto? Seguro que lleva ya un rato en la cama roncando.
—¿Y por dónde ha entrado?
La entrada del servicio conducía a la cocina, si Else hubiera llegado a casa tendría que haberse encontrado al menos con la señora Brunnenmayer, que llevaba desde el mediodía en los fogones.
—Yo me marcho ya, seguro que hace mucho que Liese ha metido a los niños en la cama —dijo Auguste, y se echó el chal sobre el pelo—. Buenas noches a todos.
Gertie abrió la puerta y esperó a que hubiera encendido la vela del farol. El viento hacía aletear la falda y la toquilla de Auguste, que cruzó pesadamente el patio y salió por el estrecho camino de gravilla que conducía hacia la casa del jardín a través del parque otoñal.
«Liese no tiene más de diez años», pensó Gertie mientras cerraba la puerta y echaba el cerrojo. «Y ya tiene que hacer de madre con sus hermanos. Pobrecilla».
En la cocina ya solo estaba la señora Brunnenmayer rellenando el calentador de agua del fogón, los demás se habían retirado.
—¡Buenas noches!
—Que duermas bien —le respondió la cocinera.
Gertie no había subido ni tres peldaños cuando en la escalera de servicio apareció Hanna muy alterada con Julius detrás.
—Else está arriba. Tiene una ronquera muy rara. Creo que deberíamos llamar al médico.
A los pies de la escalera estaba la señora Brunnenmayer, que se asustó y se llevó la mano a la boca.
—¡Lo sabía! Hace semanas que le pasa algo. Pero como no cuenta nada…
Gertie apartó a Hanna y a Julius para enfilar la escalera. No le tenía especial aprecio a Else, le parecía huraña y solía refunfuñar por las esquinas, pero si estaba enferma de verdad había que ayudarla.
—Dice que le duelen los dientes —añadió Julius—. Mañana debería ir al dentista.
—Pero mañana es domingo —oyó Gertie decir a Hanna.
—Entonces el lunes a primera hora —comentó Julius en tono lapidario.
Gertie subió a toda prisa hasta el tercer piso. El largo pasillo con los cuartos del servicio a derecha e izquierda contaba con una lámpara de techo eléctrica que emitía una luz muy débil. Pese a todo, se distinguía a primera vista que la puerta del cuarto de Else estaba entornada.
—¿Else?
Como no obtuvo respuesta, Gertie empujó la puerta con decisión. Cuando entró, notó que el ambiente estaba cargado, mejor no pensar en los olores que había allí mezclados. Gertie encontró la lámpara y la encendió. Else estaba tumbada en la cama, se había enterrado en los cojines y no se movía, pero se la oía respirar rápido y con dificultad. Solo se le veía la frente roja y empapada en sudor y una mejilla amoratada y bastante inflamada.
Gertie clavó la mirada en la hinchazón oscura y tuvo miedo. Su hermana pequeña había muerto a los cinco años de una infección en la sangre. Una simple herida purulenta en el dedo. A nadie se le ocurrió llevar a la niña a la clínica cuando aún estaban a tiempo. Gertie volvió a bajar la escalera, tan rápido que se mareó.
—¡Julius!
En la cocina todos deliberaban sobre si debían llamar a un médico a esas horas. Julius ni siquiera se volvió hacia Gertie, estaba demasiado ocupado convenciendo a Hanna de hacer una excursión nocturna en coche.
—Iremos a casa del doctor Greiner. Es un buen amigo de los Melzer y seguro que vendrá.
—¿Y qué pinto yo ahí? Puedes ir tú solo —repuso Hanna.
—Tienes que ayudarme a convencer al doctor. Eso se te da muy bien, Han…
—¡Se acabó! —lo interrumpió Gertie—. Es cuestión de vida o muerte. Tenemos que meter a Else en el coche y llevarla al hospital.
Julius puso los ojos en blanco. Vaya estupidez. Además, no podía hacer eso sin el permiso del señor.
—Tenemos que avisar a los señores —coincidió Fanny Brunnenmayer—. La señora decidirá qué hacer.
Hanna ya había salido de la cocina, Gertie la siguió. El pasillo del primer piso estaba a oscuras y el comedor, desierto, y en el salón de caballeros y en la galería tampoco había nadie. Sin embargo, en el salón rojo alguien hablaba en voz baja, al parecer la joven señora estaba charlando con su cuñada.
Hanna llamó a la puerta. Las dos muchachas esperaron impacientes, pero no pasó nada. La conversación ahora parecía acalorada, por lo visto no habían oído los suaves golpes de Hanna en la puerta.
—Ay, Dios mío —susurró Hanna—. Es por la nueva institutriz.
—Ahora eso da igual.
Gertie abrió la puerta sin que la invitaran a pasar y echó un vistazo a la sala. Marie Melzer y Kitty Bräuer estaban sentadas en el sofá, ambas se habían ido enfadando a medida que hablaban. Kitty tenía los brazos levantados. Cuando vio a Gertie en la puerta, se quedó inmóvil en esa postura.
—¿Gertie? ¿Qué quieres a estas horas? —le preguntó, molesta por la interrupción.
Marie Melzer lo entendió enseguida.
—¿Ha pasado algo?
Gertie insinuó una reverencia y asintió con vehemencia.
—Disculpe que me presente así, señora. Else está muy enferma. Creo que tiene una infección en la sangre.
—¡Por todos los cielos! —exclamó Kitty Bräuer—. ¡Hoy nos está pasando de todo! ¿Cómo le ha sucedido algo así a Else?
Marie Melzer se había levantado de un salto. En el pasillo se encontró con Hanna, que había esperado allí por prudencia.
—¿Hanna? ¿Has estado con ella? ¿Tiene fiebre? ¿Alguna herida?
Gertie se quedó junto a la puerta y pensó que la señora debía preguntarle a ella, no a Hanna. Pero así eran las cosas: a una ayudante de cocina no se la tenía en cuenta. A una costurera, sí.
—Gertie dice que tenemos que llevarla al hospital porque podría morirse.
—Sube conmigo, Hanna. Le echaré un vistazo.
A Gertie no le pidieron que las acompañara, así que se quedó donde estaba. ¿Acaso las palabras de Hanna no habían sido «Gertie dice que…»? Entonces, ¿por qué no podía ir con ellas?
Ahora Kitty también se había levantado y había salido al pasillo. Miró a Gertie de mal humor.
—¡Cuánto teatro! Seguro que vuelven a dolerle los dientes. Tiene que ir al dentista de una vez, la muy boba. ¿Por qué sigues aquí? Sube a tu cuarto. ¡Un momento! ¡Espera! Ya que estás, tráeme una taza de té. De ese negro de la India. Y dos pastas crocantes. Llévamelo a la habitación. ¡Venga!
—Con mucho gusto, señora.
Esa mujer tenía la sensibilidad de un tronco. Else estaba a punto de morir y la señora pedía té con pastas. Gertie, furiosa, bajó a la cocina, donde la esperaban más problemas.
—¿Es que tienes que meter las narices en todo? —le gruñó Julius—. Ya casi la había convencido.
—¡No puedes conducir el coche sin el permiso de los señores! —le contestó ella con un bufido. Solo le faltaba aguantar a ese salido que quería aprovechar la situación para arrimarse a Hanna.
—En caso de emergencia, si es cuestión de vida o muerte, sí que puedo —dijo Julius.
¡Increíble! La única que se preocupaba por la pobre Else era la cocinera. Fanny Brunnenmayer también había subido a verla y ahora regresaba sin aliento. Les dijo que la joven señora Melzer estaba con Else. Gracias al cielo. Marie sabría qué hacer.
Gertie pensó que ella también sabía qué hacer. Pero nadie le hacía caso.
—¡Julius! ¡Lleve el coche a la entrada! —gritó una voz enérgica de hombre.
El lacayo se estremeció. Al parecer, la noticia se había extendido y habían llamado al señor de la casa.
—¡Enseguida, señor Melzer!
Gertie se acercó con Fanny Brunnenmayer al otro lado de la cocina, donde estaba la salida al vestíbulo. Se encendió la luz; el año anterior, el señor había hecho instalar varias lámparas eléctricas.
—¡Ahí! —gimió la cocinera, y señaló con el brazo extendido hacia la escalinata—. Dios mío, Dios mío… Virgen santa… Jesús, María y José.
Gertie presenció la escena con los ojos como platos. El señor bajaba la escalera cargando con Else inmóvil en los brazos. Seguro que ninguno de los anteriores señores habría hecho algo así. La habían envuelto en su edredón, pero los pies desnudos le asomaban por debajo. La pobre Else los tenía llenos de callos.
—¿Ha llegado el coche? Trae otra manta, Hanna.
Marie Melzer corría junto a su esposo y Hanna se adelantó para abrir la puerta de la entrada. Se colaron copos blancos, justo había empezado a nevar.
Fanny Brunnenmayer había apoyado el brazo en el hombro de Gertie y sollozaba desconsolada.
—No regresará, Gertie. No regresará.
Gertie se zafó para ir a buscar los abrigos y los sombreros de los señores. Marie Melzer le sonrió durante un instante, después se echó las prendas de abrigo al brazo y fue detrás de su marido. Por lo visto iría con ellos al hospital.
En cuanto Hanna cerró la puerta, Kitty Bräuer apareció en lo alto de la escalinata. Contempló desconcertada el vestíbulo, donde estaban Hanna, Gertie y la cocinera, que seguía llorando.
—¡Dios mío, qué horror! —exclamó—. Gertie, no te olvides de mi té. Sin pastas. ¡He perdido el apetito!