Dejó una pausa lo suficientemente larga como para permitirme que interviniese:
—Bueno, será mejor que me vaya.
—Toma —dijo Sheila. Me entregó un libro de bolsillo. La espiral bien temperada, por el doctor Hamilton Macreadie—. Léelo —dijo—. Es precioso.
Lo hojeé. Cuatrocientas páginas de sentencias hippies.
—Lo haré. Gracias.
—No te olvides de hacerlo.
Geoffrey dijo que me acompañaría a la puerta. Una vez en el diminuto vestíbulo, cogió el libro.
—No te preocupes…, ya lo esconderé en algún rincón —hizo un hueco entre los listines de teléfonos que estaban en el suelo—. Esta chica se lo toma muy en serio… Así que…
—¿Es por eso que antes me has impedido seguir hablando?
—Sí. Para evitarme líos.
—¿Lo ves? Tú haces lo mismo. Le aguantas todas esas historias que ella te cuenta. ¿Dónde está la diferencia?
Geoffrey abrió la puerta.
—Me limito a hacer lo que tengo que hacer, como todo el mundo. Pero no digo nada que no piense de verdad. Yo no intento montar como tú esas complicadas escenografías.
—¿Escenografías?
—Ya me entiendes: estrategias, tácticas. En realidad, te obligas a representar ciertos papeles. Yo, en cambio, ni siquiera pienso en esas cosas. Nunca había pensado en nada de eso, hasta hoy.
—Quizá, pero tú ya tienes a Sheila en el bote. Y yo apenas estoy empezando con Rachel, y no me queda más remedio que trabajármela.
—Ya. En fin, al carajo.
—Sí, al carajo. Oye, esa Sheila no está mal, a pesar de todo ese…
—Sí. Llámame. Hasta luego.
—Vale, adiós.
—Suerte.
A fin de recobrar la estabilidad, seguí lentamente la rutina cotidiana de todas las mañanas. Ejercicios gimnásticos; afónicos saludos en la cocina; preparar un café; chistes y desnudos de los diarios.
Me llevé el café a mi baño (utilizable ahora gracias a los esfuerzos de varios días) y me senté en la taza del retrete, de la que me levanté un par de veces para escupir en el lavabo. El café no pretendía más que ocultar a mi vista las sustancias oscuras que pudieran salir de mi pecho; igualmente, solía utilizar una pasta de dientes de color rojo a fin de borrar todo indicio de posibles afecciones sangrantes de mis encías. Pero aquella mañana no me atreví ni siquiera a mirar qué me salía de dentro, de modo que lo hice desaparecer todo abriendo de golpe el grifo de agua caliente. Tropecé con mi imagen en el espejo. Tenía una expresión triste y horrible. El pelo me colgaba como si se tratase de un peluquín de rebajas. Tenía la boca tan arrugada como una patata congelada. Además, parecía que el mentón se me hubiese torcido. Repentinamente, se me fue la mano a la cara. Un Volcán.
Durante cinco minutos estuve apretándolo salvajemente con las uñas.
Después llamé a Geoffrey.
—Muy bien. Y supongo que es entonces cuando decidiste ir a la Universidad, ¿no?
Rachel habló en mi nombre:
—Sí. Hubiera podido ir a cualquier universidad, pero decidió esperar otro año e ingresar en Oxford.
—A ver si había suerte —intervine yo, tratando de borrar la imagen de gandul que quizá estuviera dando.
—Muy bien —dijo el aya—. Y tú, bonita mía, ¿has estudiado mucho? —Se inclinó hacia adelante y le dio un cachetito en el muslo a Rachel.
El aya no era insoportable: una mujer de sesenta y cinco o setenta años, con la cara enrojecida, gorda pero de aspecto robusto. La típica galesa, como me había imaginado.
Yo me había sentado en el sofá junto a Rachel, enfrente de la estufa eléctrica de dos resistencias. El aya ocupaba el húmedo sillón que quedaba a la derecha de Rachel, y absorbía el escaso calor con sus relucientes y viejas rodillas. Mientras nos servía el té y se dirigía al uno y al otro, la rodilla de Rachel empezó a rozar ligeramente la mía. Tuve, en consecuencia, una dolorosa y semiretorcida erección que, como suele ocurrir entre los adolescentes, se negaba a desaparecer. El té tuvo tiempo para enfriarse del todo, sostenido por mi temblorosa mano encima de mi entrepierna, sin que me atreviese a alzar la taza hasta los labios ni una sola vez. En mi rostro se esbozaba una sonrisa, una sonrisa de honesta aprobación de todo lo que me rodeaba.
La jornada estaba saliendo bien, sobre todo teniendo en cuenta que las primeras palabras de Rachel habían sido:
—¡Hola! Tienes un grano enorme en la barbilla.
Reí con ella, aliviado en cierto modo al pensar que no íbamos a pasarnos todos y cada uno de los segundos de la tarde evitando mencionarlo.
—Ya estoy enterado del asunto, gracias —dije. Y era cierto.
Aquella mañana, yo y mi grano nos habíamos identificado hasta formar un solo ser indivisible. Por su aspecto, cualquiera hubiera dicho que acababan de trasplantarme quirúrgicamente una nuez en el mentón. Pero Rachel no pareció importarle, o supo disimular muy bien. A mí sí me hubiera importado.
Me había leído tantas veces mis notas, que parecían haber perdido el significado que quizá tuvieran en un principio. De modo que traté de improvisar. Rachel llevó buena parte de la conversación, y no todo lo que dijo fueron tonterías. De modo que, para no ser menos, pronuncié una versión abreviada de mi discurso sobre el Dios creando a Adán, adaptándolo a los más sombríos efectos luminosos de la sala del sótano en donde nos encontrábamos, muy diferentes de los reflejos solares para los que estaba pensado. Hablé con los ojos menos entrecerrados de lo previsto, y con una entonación más oracularmente remota. Cuando terminé, Rachel me miró a los ojos y dijo estas palabras:
—¿Has visto a ese niño que está junto a la escalera? Se ha puesto los pantalones encima del pijama.
Estuvimos allí un par de horas. Cuando salíamos, le compré enternecedoramente a Rachel una postal de tres peniques con una reproducción del Fantasma de una mosca, de Blake, que le ofrecí con juvenil timidez. Ella, muy acertadamente, me besó en la mejilla, a poquísima distancia de mi grano.
—Y entonces perdió un dedo en la fábrica —estaba diciendo el aya—. Le pagaron una indemnización, desde luego. Ciento cuarenta y cinco libras. «Insuficientes medidas de seguridad», dijeron. Pero fue una lástima porque ahora nadie le puede dar trabajo. Es una suerte haber cobrado ese dinero, pero… Una lástima —concluyó, dirigiéndonos una mirada resplandeciente.
—¡Qué horrible! —dijo Rachel—. Hubiesen tenido que pagarle cientos…
—No, no —dijo el aya, sacudiendo la cabeza con pedante aplomo—. Cobró sus buenos dineros. Este viernes mismo leí en el Post que un muchacho perdió la pierna en la imprenta de Broadway. Decía que…
Observé la habitación. No tenía más que una puerta, y nosotros habíamos entrado por ella, de modo que podía suponerse sin demasiado riesgo que estas cuatro paredes (o, mejor dicho, seis: el pequeño apartamento tenía forma de L) encerraban en sus límites toda la vida del aya, aparte de sus salidas al rancio baño compartido con las otras habitaciones, y que sin duda debía de tener el suelo sembrado de mierda y de irlandeses catatónicos. ¿Qué debía de ocurrir cuando estas viejas empezaban a estar tan jodidas que ni siquiera podían subir la escalera cada vez que sus espantosamente ancianos intestinos daban señales (sin duda, poco dignas de crédito) de estar empezando a funcionar? En el extremo opuesto había una diminuta cocina formada por un fregadero, una cocina eléctrica de una sola placa y una minúscula mesita de formica. Allí debía de desayunar Dora Rees su húmeda rebanada de pan, almorzar una taza de té hecha con una bolsa usada, y cenar un plato de agua caliente en la que seguramente disolvía un cubito de caldo preparado. Y la merendola que nos había preparado… Emparedados de dos clases, pastel de pastas, jamón de york, ilimitadas raciones de té. Me fijé en que el aya no tomaba nada, de modo que, después de haberme zampado por cortesía dos emparedados, aparté la comida, y repetí, cada vez que ella insistía en que comiera más que había almorzado más de la cuenta.
—Bueno, pues si hoy has comido mucho, tómate por adelantado el desayuno del miércoles. O la cena de mañana.
En cambio, la gárrula Rachel comió a la misma velocidad que hablaba.
Volví a escuchar la conversación. Llevada por Rachel, había emprendido ahora un largo paseo por el camino de los recuerdos, imagino que para distraerme a mí. Rachel hablaba en voz muy alta e iba asociando libremente; el aya Rees se limitaba a mirarla con expresión atontada, y dirigía también de vez en cuando una ojeada apreciativa a mi volcán; en ocasiones decía cosas como «Sí, preciosa mía», o «Pero no te olvides de Fulano, pequeña, que era tan…», antes de que Rachel reanudara febrilmente sus rememoraciones.
—Y aquella tarde en el parque, el día en que unos chicos de Camden Town no querían devolverme mi aro y tú fuiste a por ellos y los perseguiste cuesta abajo hasta…
Cosas así. Yo tuve que esforzarme por soltar grandes carcajadas, y por mostrarme incapaz de creer que pudieran haber ocurrido aquellas anécdotas. Muchos «no me digas» y muchos «¿en serio?», pero no me importó. Rachel estaba espléndida; ¿qué significaba para ella eso de entretenerme allí tanto tiempo?
—… Bueno, aya, creo que tendremos que irnos —dijo Rachel, cerrando con este anuncio el relato zalamero de no sé qué rana doméstica que tuvo de pequeña. Al parecer el bicho se coló bajo las ruedas de la silla de un inválido víctima de un accidente automovilístico o algo así. Me puse en pie.
—Dale recuerdos a tu madre de mi parte —dijo el aya—. Y también a Mr. Seth-Smith.
—Así lo haré. Por cierto, Mamá dijo que quiere pasar a verte algún día.
—Dile que no hace falta que se tome la molestia. Adiós, Charlie, encantada de conocerte.
—No se levante, por favor —dije—. Adiós, Miss Rees, y muchas gracias por este magnífico té. Ha sido un placer conocerla. Espero que volvamos a vernos muy pronto.
Di media vuelta, para dejar que se entregaran a una breve pero intensa sesión de abrazos, besos y promesas. Rachel se reunió conmigo junto a la puerta y salió la primera. Cuando iba a seguirla me volví para decirle adiós con la mano al aya una última vez, e indicarle vanidosamente que, con apenas dos horas de trato, había aprendido acerca de la triste condena que nuestra sociedad reserva a los viejos muchas más cosas de las que Rachel llegaría a aprender en toda su vida. Pero el aya no me vio. Había vuelto su hinchado y rojizo rostro hacia la estufa, y parecía sonreír con su extraño rostro ondulado. Rachel estaba de espaldas a mí, con la cabeza inclinada hacia el bolso para encender un pitillo, pues se había abstenido de fumar durante la visita. Me pareció que su actitud era extrañamente envarada, o concentrada, o algo así. Volví de nuevo la vista atrás. El aya estaba muy quieta. Tenía la cabeza apoyada en la mano izquierda y alzó la derecha hasta que ambas manos casi se rozaron, con la cara iluminada por el brillo de la estufa. Quizá fuera sudor, o grasa, o sebo…, aunque, nunca se sabe, a lo mejor fueran lágrimas. Me gustó pensar que lo eran.
Cuando cerré la puerta, Rachel se volvió en la penumbra, el pitillo ya encendido en sus labios, y me condujo por la estrecha escalera hasta el vestíbulo. Este olía a col hervida; o, para ser más precisos, olía como si alguien se hubiese comido cinco kilos de espárragos, remojándolos con una caja entera de botellas de Guinness, para después dedicarse a mear por las paredes, el techo y el suelo.
Mis planes. Un paseo por el Embankment, melodiosos comentarios sobre el aya Rees. O una proyección del Ladrón de bicicletas en el Classic del barrio, después de lo cual me explayaría elocuentemente en torno al tema de que no podemos quejarnos teniendo en cuenta lo bien que nos va a nosotros, mientras que otros… O bien un silencioso trayecto en taxi hasta mi casa, donde nos dejaríamos llevar por la locomotora de nuestras pasiones.
No me sentí con fuerzas para llevar a la práctica ninguna de esas ideas. Cuando salimos a la calle, le dije:
—¿Vamos a tomarnos una copa a algún sitio?
—Bien. ¿A dónde? No podré quedarme mucho rato. Tengo que estar en casa a las nueve.
—Al Queen's Elm. Está al otro extremo de Fulham Road. Todavía estará abierto cuando lleguemos.
El cielo se estaba poniendo gris, y la llovizna caída anteriormente no había templado el ambiente. Rachel se cerró el abrigo de arriba abajo e hizo un estremecimiento de película de Walt Disney, Mis vísceras me informaron de que había llegado la hora de pasarle el brazo por los hombros. Las ignoré.
—¡Qué frío! —dijo ella, mientras caminábamos—. ¿Cojemos un taxi? Podemos pagarlo a medias.
Era una idea que solo podía aceptar a regañadientes. En ese momento tomar un taxi me parecía una vulgaridad, una muestra de mal gusto. ¿Sentimientos puritanos de culpa tras haber descorrido las sucias cortinas que daban al mundo del aya Rees? No hubiera podido negarme sin parecer tacaño, pero detesté mi alegre charlatanería en el taxi sobre lo maravillosa que era el aya, sobre su capacidad de resistencia y su trato afectuoso y acogedor, y sobre, bueno, su bondad. No crean, en esos momentos comprendía lo poco firmes que eran en realidad mis afirmaciones de auténtica preocupación por los problemas sociales. Al igual que la mayoría de la gente, supe que tengo ambiguos sentimientos de culpa ante los que son de una clase inferior, ambiguos sentimientos de envidia ante los que son de una clase superior, más la obligatoria decepción con respecto al Sistema en sí. ¿Acaso era esta actitud mejor que la simple indiferencia de Rachel ante tales cuestiones? Ella no utilizaba la miseria de los demás para cultivar su propia suficiencia, ciertamente, pero, por otro lado, yo no andaba por ahí atracándome con la comida de los pobres.
—¿No hubiésemos debido ayudarla a limpiarlo todo?
—¡Jamás! No nos lo hubiera permitido.
Naturalmente, el taxi lo pagué yo, aunque Rachel revolvió simbólicamente su bolso un par de veces.
No hacía falta que me preocupase por decirle:
—No te preocupes.
—Oye, Rachel —dije, dejando los vasos en la mesa (un zumo de tomate para ella, ergo una cerveza con limonada para mí). Hice una pausa expresiva de mi preocupación, y la preparé para un pomposo intermedio—. No es que me importe en realidad pero, por curiosidad, ¿cuánto tiempo hace que conoces a DeForest?
—Alrededor de un año. ¿Pero es que vamos a hablar ahora de él?
Como ella sonreía, lo que dije fue:
—Sí. Ha llegado la hora de DeForest. ¿Dónde le conociste?
Rachel encendió un pitillo.
—En Nueva York, a finales del último verano —nos quedamos en silencio, mientras dos tipos disfrazados de lecheros se quejaban de la mezquindad y las trampas que les estaba haciendo la máquina tragaperras del bar—. Yo había ido allí de vacaciones, y vivía en casa de una amiga de Mamá. Una modista. Del West Side. DeForest se alojaba también allí. Era sobrino de ella.
—¿Vive en Norteamérica? —pregunté, satisfecho de oírla hablar de DeForest en pasado.
—Bueno, sí. Ha venido aquí a estudiar. Probablemente se quede unos cuatro años. Quiere ir a Oxford. Es…
—¿A qué college?
Rachel dio el nombre. No coincidía con el mío.
—¿Y si no consigue ingresar en Oxford?
—Lo conseguirá. De todos modos, le han ofrecido una plaza en la Universidad de Londres.
¿Por qué tenía Rachel tanta confianza en él, y por qué lo había planeado todo con él, y por qué le importaba tan poco hablar de él con este joven tan extraño y peculiarmente atractivo que se llamaba Charles Highway?
Yo quería llegar a un terreno más íntimo.
—¿Era antigua su decisión de venir a Inglaterra —susurré—, o solo se le ocurrió después de…?
—No. Ya había decidido que vendría. —Aspiró el humo de su pitillo, sin ceder ni un ápice.
Las cosas no iban bien. Su reticencia con respecto a DeForest podía ser consecuencia de que Rachel no quería mentirle, podía formar parte de algún principio demente que no tenía la menor relación con sus verdaderos sentimientos. O quizá, le amaba a él y me odiaba a mí.
Pero traté de distanciarme de la situación, observarla juiciosa, estructuralmente, y por una vez todo aquello no me dio la sensación de ser la aventura hilarante y agitada que mi megalomanía me había hecho imaginar. Esta era la quinta ocasión en que nos veíamos. ¿Significaba algo este dato, o había que interpretarlo como un hecho corriente, sin importancia? Me pregunté qué pensaba Rachel de mí, y no conseguí darme ninguna respuesta, ni siquiera una opinión. Me encogí de hombros.
—¿Qué piensas hacer cuando él se vaya a Oxford?
—¡Dios mío, todavía falta muchísimo para eso! En realidad nos hemos…
—Me refiero a qué crees tú que harás…
—No lo sé.
—¿Qué sientes por él? ¿Puedes decírmelo?
Tras gruñir numerosas obscenidades y después de muchos saltitos y fintas, uno de los lecheros empezó ahora a pelearse con la máquina tragaperras, dándole palmetazos en las esquinas y haciéndola oscilar lateralmente sobre su base. Rachel lanzó una mirada hacia el mostrador, y luego volvió a dirigir sus ojos hacia mí.
Estábamos sentados en ángulo recto. Rachel me miraba, y yo miraba al frente. No era casualidad que mi grano quedara del lado que ella no veía. Los ojos de Rachel bajaron a su regazo, donde acariciaba un pañuelo enroscado en forma de pelota. Con mi volcán latiendo como el corazón de un joven, mantuve la cabeza bien alta, solté un profundo suspiro y hablé:
—Me siento ligeramente ridículo diciendo lo que voy a decir, y a lo mejor te parece completamente fuera de lugar…, ya no soy capaz de determinar en qué situación me encuentro en relación con los demás…, pero óyeme. Yo…, bueno, pienso constantemente en ti, eso es todo, y creo que lo mejor sería averiguar qué sientes tú por mí, y así podremos decidir qué debemos hacer. —Esperé—. Y porque siento verdaderos deseos de saberlo. Empiezo a cansarme…
La máquina tragaperras soltó un eructo y luego se estremeció y emitió un repiqueteo muy grave y gutural, y, mientras los lecheros gritaban de alegría, empezó a escupir clamorosamente un surtidor de tintineantes monedas.
—No es fácil… —empezó Rachel.
—¿Qué? No te oigo.
Rachel se mordió el labio, y sacudió la cabeza.
La máquina siguió vomitando. Los lecheros chillaron.
Le di unos golpecitos en el regazo.
—Bueno, No importa —dije, relajándome, y hundiéndome, derrotado y maltrecho, en mi asiento. Me sentía completamente vacío, como un niño. Si ella se hubiese ido, yo no habría levantado ni un dedo para impedirlo. Ni siquiera me habría enterado.
—Salgamos de aquí.
Esto lo dijo Rachel.
Afuera: en la acera; mis manos apoyadas en los brazos de Rachel, las de ella jugueteando con el botón de mi americana. Alcanzaba a ver la raya de su pelo, y me llegaba un agradable aroma a peluquería. Tomé suavemente su mentón con la mano, y alcé su rostro hacia el mío.
—¿Estás llorando?
—No lloro por ti —dijo, dejando caer de nuevo la cabeza.
La sujeté con fuerza, sin pasarme de la raya, y dirigí la vista a la mal iluminada tienda de antigüedades que había en la acera de enfrente. Se veía nuestro reflejo en el cristal. Mi imagen parecía más divertida que la de ella.
—Escúchame —dije—. ¿Me escuchas? —Sollozó un poco y asintió con la cabeza—. Ya no me importa lo que ocurra ahora. De verdad. Puedo esperar todo el tiempo que sea necesario. Pero recuerda que pienso en ti a cada momento. Y no te preocupes. —Le acaricié el pelo—. ¿Cómo vas a regresar?
—Supongo que en taxi.
—¡Taxi!
No es que se lo gritase, escandalizado, a ella, sino que estaba llamando a un taxi que acababa de frenar ante el semáforo. Abrí la puerta y Rachel le dio instrucciones al conductor. Luego se volvió hacia mí, y me hubiese dicho adiós si no fuese porque la silencié con una poderosa mirada de despedida. Cabía la posibilidad de que Rachel mirase a través del cristal ahumado de la ventanilla para verme por última vez, de modo que me quedé en la acera agitando siniestramente la mano como si tratara de retenerla, hasta que el taxi desapareció de mi vista.
Volví a entrar en el bar, terminé mi cerveza con limonada, me tomé otros dos vasos de cerveza sola, y, desarreglándome el pelo y el acento, conseguí participar en una partida de dardos junto a un trío de mecánicos muy serios. Después bajé por Fulham Road hasta la estación de metro de South Kensington, deteniéndome a veces cuando pasaba delante de los escaparates, para observar mi reflejo, o sencillamente para reflexionar.