Cuando ahora mismo revisaba mi fichero de Notas sueltas he tropezado con un par de cosas bastante curiosas, dos hojas unidas por una grapa, lo cual significa de por sí una rareza, ya que suelo preferir que todo fluya libremente.
La primera está fechada en el día que cumplí los dieciocho años. Dice así:
Respecto al aprendizaje de la limpieza. Recuerdo que cuando tenía ocho años (?) le pregunté a mi madre cuál era el comportamiento normal de los cagarros. Ella me dijo que, idealmente, los cagarros son pardos y flotan. Miré la siguiente vez —era negro como la noche y se hundía como una piedra— y nunca más volví a mirar. ¿Procede, así pues, de ahí mi sentido anal del humor?
… No veo por qué tendría que ser: así. Siempre he pensado que el sentido anal del humor es algo muy corriente entre las personas de mi edad, aunque quizá me equivoque. Pero no hay duda de que lo bueno es aburrido, y lo malo es divertido. Cuanto más mala es una cosa, más divertida resulta.
Sea como fuere, ahí va la segunda nota. Está fechada el primero de agosto, pero no dice nada del año, de modo que debí de redactarla durante mis vacaciones veraniegas en Londres.
Le he contado a Geof lo mucho que deseo acostarme con una Mujer Mayor. Él me ha dicho que no lo entendía, porque siempre piensa que son horrorosas. Y me ha preguntado que cómo coño sabía yo que me iba a gustar, dado que jamás en la vida había jodido con ninguna, ni tampoco las había visto desnudas. No he sabido qué contestarle.
… Lo dudo. ¿Transferencia de la repugnancia que me produce mi propio cuerpo? No; sería aburrido. ¿Antipatía hacia las mujeres? En absoluto, ya que pienso que los varones mayores también son horribles, aunque de una forma menos divertida. ¿Profunda desconfianza de mi vanidad personal, más regusto literario de lo físicamente grotesco? Quizá. ¿Pura retórica? Sí.
Me acerco al sillón y me instalo cuidadosamente: las piernas en un brazo y la cabeza apoyada en el otro, como si me acunara; el más puro estilo adolescente. Suelto la grapa con la uña y uno matrimonialmente las dos hojas con un clip. Creo que no es posible que las dos notas estén tan estrechamente vinculadas como para merecer una grapa.
Suena el teléfono.
—Hola, ¿está Charles Highway?
—Soy yo. Hola, Gloria —dije, adoptando una cadencia cockney—. ¿Qué tal estás?
—Charles…
—¿Qué?
—Sé que si te lo digo, me asesinarás.
—¿Si me dices qué?
—No puedo.
—Venga. No me enfadaré. Te lo prometo.
—¡Es tan horrible…! He recibido una nota esta mañana. Dice que tengo una infección, Charles, y que tengo que decírselo a todos…, ya me entiendes, tengo…
Me aferré a la barandilla para no caer.
—¿Qué clase de infección?
—Tricono…
—¿Qué? ¿Cómo? Deletréamelo, por favor.
—¿Cómo?
—Que lo digas letra por letra.
—T, r, i, c, o, n, o, m, a, s. Pero no es grave. He ido a ver al médico y me ha dado unas pastillas, y basta con que me las tome durante cinco días y ya está. ¿Estás bien, Charles?
—Sigo aquí.
—¿Estás muy enfadado conmigo?
Como no había nadie más en casa, alcé la voz todo lo que pude.
—¡Vaya, vaya! Triconomas. ¿Y qué tengo que hacer yo? ¿Eh? ¿Qué hago yo? ¿Qué hago? Pues nada, me voy al médico, se la pongo sobre la mesa, le digo que la tengo infectada, y él me dará unas pastillas y me las tomo y listo, ¿no?
—Ya sé que estás enfadado conmigo.
Suspiré.
—No. Contigo, no. No fue culpa tuya.
—Oh, Charles.
—Y, por cierto, ¿quién te lo pegó? ¿Tienes alguna idea, alguna pista?
—Sí, Terry. No he estado con nadie más, y el médico dijo que no podías ser tú, debido al…
—Período de incubación. Muy bien. ¿Cuánto tiempo pasará antes de que puedas volver a acostarte con alguien?
—No se lo pregunté. No mucho.
—¿Cómo es que yo no tengo ningún síntoma?
—Con esta infección a los hombres no se les nota nada. Solo a las mujeres.
—¿Y qué se te nota?
—Ya sabes. Escozor, y cuando vas al lavabo te duele.
—Mmm. Ya.
—Lo siento, Charles.
—No te preocupes. Quizá vuelva a verte…, cuando ya haya pasado todo.
Esta es la fórmula que utiliza la Naturaleza para recomendar la monogamia.
Por contagio con la chica de Belsize Park, la del estómago mugriento: piojos; la ingle como un nido de termitas. Cura: cinco noches dando vueltas por la habitación, con las pelotas como sendas novas. Te aplicas un unto lechoso, y esperas, mordiendo una moneda, tapándote los orificios nasales con dos pitillos. Durante cinco horas seguidas tuve que correr al baño, tratando, sin resultados, de quitarme esa porquería. La angustia más inconcebible sigue atacándote por sorpresa. Luego, diez días más tarde, repites el tratamiento.
Por contagio con Pepita Manehian: gonorrea. Esto ocurrió hace nueve meses. Pepita era alumna de uno de los numerosos colleges de secretariado que hay en Oxford, instituciones que proporcionan a la ciudad gran parte de sus hembras apetecibles. Esta no era muy guapa, claro; de haberlo sido, hubiera podido elegir entre los universitarios, en lugar de conformarse con un simple bachiller. La hice mía en el baño, durante una fiesta de fin de semana. (Todos los dormitorios estaban ocupados; pero era un baño bastante espacioso, con alfombra, algunas toallas, y abundantísimos kleenex). La cosa fue muy bien, aunque, en los últimos momentos, Pepi se dio tres veces de cabeza contra la taza del retrete, lo cual contribuyó a que fuesen todavía más complicadas las posteriores operaciones de limpieza.
Sin embargo, el viernes siguiente, me encontré al despertar con que alguien había vaciado un tubo de pus tamaño familiar en el culo del pantalón de mi pijama. ¿Un sueño erótico de carácter tóxico? Cuando me fui al baño comprobé que, además, meaba lava. Era palpable que alguna cosa funcionaba mal. A fin de hacer frente al primer síntoma, improvisé una especie de tapón a base de un puñado de kleenex y una gomita. Para mejorar el segundo, procuré usar siempre el váter de abajo, en donde, con las palmas apretadas contra las paredes laterales, al igual que Sansón entre las columnas del templo de los filisteos, me despedía para siempre de todo un cargamento de meados, pus, sangre…, de todo.
Después me pregunté qué podía hacer.
Evidentemente, jamás podría volver a acostarme con nadie, pero eso (Dios era testigo) no significaría una grave privación. Pensé que quizá pudiera curarme. Pero Pepita era extranjera de origen, lo cual significaba que para conseguir un tratamiento adecuado tendría que irme a Madagascar o algún sitio así. «Ah, Gonorrea de la Guayana», me diría el médico entre dientes. «Sí, no hay duda de que tiene usted que ponerse en manos del Brujo Manenga Kalunga. Él, y solo él, podrá curarle. Tuerza a la izquierda pasado el Orinoco, por su primer gran afluente, y le encontrará en la séptima choza a la derecha. Ya sabe, ofrézcale unas cuentas de colores brillantes…».
Me pasé todo el fin de semana llorando, me di con la cabeza contra la puerta del baño, corrí por el bosque, grité con todas mis fuerzas, pensé en cortármela con una hoja de afeitar, dormí en un lecho de ortigas, dando vueltas como un loco. Sentí en parte deseos de contárselo a mi padre; sabía que a él no le importaría gran cosa, pero nada me hubiese fastidiado tanto como contar con su eficaz simpatía.
El lunes, después de seis horas de leproso de incógnito en el colegio, tomé café en el bar de George con Geoffrey. Pasando por los temas de las tías, los condones y la promiscuidad, desemboqué al fin en el asunto que me interesaba: de forma absolutamente hipotética, claro. Como su padre es médico, Geoffrey se cree que sabe todo lo que hay que saber sobre estos asuntos. Cuando le pregunté cómo se cura la gonorrea, su respuesta fue muy vehemente:
—Es un tratamiento espantoso, claro. Te meten no sé qué por el culo para…, bueno, sacártelo todo. Luego te meten en la punta del pijo una especie de paraguas y aprietan un botón que lo abre. Entonces, entonces te pegan el gran tirón, a lo bestia —y dio un tremendo tirón a la cucharilla que tenía en la mano.
—Oye, ¿y no te ponen anestesia?
—No. No sirve de nada. Es demasiado sensible. No seas tonto, tío. Además, antes de que puedan actuar necesitan que la tengas tiesa. Entonces te la retuercen, y así sacan toda la roña y la gonorrea y todo. —Tomó un sorbo de café—. La gente suele desmayarse.
—¡La hostia! ¿Y cuánto tiempo pasa antes de que puedas volver a joder?
—No estoy seguro. Seis meses, un año. Como mínimo, seis meses. Si sigues el tratamiento.
No se trataba de nada de eso, desde luego. Un par de inyecciones de penicilina en el trasero, y grandes dosis de humillaciones en la clínica del barrio.
Después le escribí una carta a Pepita. Todavía guardo su respuesta en algún lugar. El perro del portero casi destruyó mi carta; como el nombre de la persona a la que iba remitida quedó ilegible, la directora del college la abrió y su contenido la puso fuera de sí. (Era una de mis mejores cartas de tono polémico, rebosante de imágenes). A Pepita la echaron de allí a patadas, y mandaron una carta a sus padres, etc.; lo cual, en aquel momento, me pareció muy bien y muy merecido. Pepi contó lo ocurrido en su contestación —un perdonable intento de librarse de la responsabilidad moral— y terminaba afirmando que jamás había tenido intención de pegármela. Posteriormente descubrí que también se la había pegado a medio Oxford; es obvio que su higiene personal era tan flexible que en todo el trimestre no se había enterado de los síntomas.
Bien, pero ¿y ahora qué? ¿Ahora qué? Bajé a mi habitación, cerré con llave —ignoro la razón—, y me quedé tendido en la cama, con la luz apagada.
No había motivos de preocupación. Geoffrey conocía a un médico marica de Chelsea que siempre estaba dispuesto a tratar esta clase de enfermedades. El mes pasado acababa de curarle una cosa parecida a Geoffrey. Geoffrey se había contagiado de alguna complicada porquería acostándose con la sueca. La sueca —significativamente, en mi opinión— tenía en medio del estómago una cicatriz del tamaño de una cremallera de bragueta. Geoffrey dijo que no se había detenido al ver aquello por un sentimiento de puro altruismo, y yo le creo. Siguió adelante porque no quería herir los sentimientos de la chica. El asunto tenía su moraleja. El médico le cobró cinco guineas; una suma que yo podía ahora pedirle prestada a Norm. Quizá aplazara mis contactos con Rachel, y me quedaría dos semanas sin probar ni una copa, lo cual supondría pasarme una tarde de los mil diablos cuando me decidiera a ir a la consulta, pero, aparte de todo eso, no había el menor motivo de preocupación.
Que me lo digan a mí. Fue muy curioso. Me había pasado todo el sábado dándole vueltas a lo de Rachel: ¿Acudiría a la cita? ¿Qué podía hacer si me daba un chasco? Todo el domingo —estuve tan concentrado en mi relación con Rachel que no tuve tiempo para pensar en cuestiones más generales— me lo pasé preocupado por mi grano: ¿Sería canceroso? ¿Alteraría definitivamente la forma de mi cara? ¿Lanzaría su erupción sobre la falda de Rachel? Todo el lunes, ayer, tras una mala noche y, esta mañana, tras un casi improductivo ataque de toses bronquíticas, me los he pasado prácticamente convencido de que mis pulmones estaban en trance de desaparición, vía bucal; de que pronto no solo estaría escupiendo fragmentos de esa masa esponjosa sino también partes de mi estómago y hasta de las tripas, y que seguramente no llegaría más que a los veintiséis años, como el pobre Keats.
Ahora, todos estos problemas parecían ridículos. No conseguía comprender cómo había llegado a dedicarles un solo instante.
Y había una cosa que me asustaba muchísimo más. Si iba al médico al día siguiente, y quedaba curado, digamos que para el fin de semana, nada de eso me aliviaría la ansiedad. Porque, mientras los antibióticos regaran mis genitales, otras bacterias, las bacterias mentales, estarían formando ya nuevos ejércitos. Seguro que me saldría alguna otra cosa que acabaría pronto conmigo.
Me acerqué a la mesa, encendí la luz, y saqué el cuaderno titulado: Certezas y absurdos, en el que escribí:
MOTIVOS DE ANSIEDAD: LOS DIEZ PRINCIPALES.
Semana que concluye el 26 de septiembre
(Puesto ocupado la semana anterior, entre paréntesis)
(-)
1
Gonorrea
(1)
2
Rachel
(2)
3
El grano
(7)
4
La muela que me baila
(10)
5
Deberle dinero a Norm
(3)
6
Bronquitis
(6)
7
Carecer de amigos
(9)
8
Demencia
(-)
9
Mis pies
(4)
10
El granito de la aleta izquierda de la nariz.
Otros motivos que hay que vigilar: tener la polla más pequeña que DeForest; forúnculo incipiente en la paletilla. La gonorrea ha barrido las listas de esta semana, expulsando del primer puesto a Rachel tras dos semanas de permanencia en el lugar más privilegiado. El granito de la nariz está siguiendo el mismo camino que las uñas podridas, y pronto se alejará de los diez primeros puestos. Sin embargo, ¡atentos al forúnculo de la espalda!
Así que, nos veremos la semana próxima. ¿Vale? ¡Vale! Buenas noches.
¿Le ocurría esto mismo a todo el mundo? Me refiero a todos los que no fueran ya de antemano talidomídicos deformes, o imbéciles gangrenosos, o degradantemente pobres, o irredimiblemente feos, puesto que los que entran dentro de estos apartados ya tienen motivos sobrados y evidentes en torno a los que centrar sus preocupaciones. Si, efectivamente, lo mío era corriente, el concepto de «tener problemas» —o el de «mi vida es más dura que la de la mayoría de la gente»— era espúreo. En realidad no es que tengamos problemas, sino que poseemos una tremenda capacidad para sentir ansiedad en relación con esos problemas. Esa ansiedad salta de una cosa a la otra, pero en realidad permanece invariable.
Se me ocurrió entonces, y no por primera vez, la idea de que debía escribir alguna especie de disertación dirigida al mundo en general, antes de mi prematura muerte. Lo malo es que nunca conseguía escribir más que el título y la dedicatoria, porque inmediatamente me detenía a pensar sobre cómo sería recibida, qué críticas obtendría, y cómo podía responder mordazmente contra cualesquiera ataques. La esperadísima carta abierta al director de The Times:
Réplica del Dr. Sir Charles Highway a sus críticos
Quisiera subrayar, por última vez, ante los comentarios de los señores Waugh, Connolly, Steiner, Leavis, Empson, Trilling, et al., que el argumento de mi obra El sentido de la vida adoptaba una forma anticómica. La reciente publicidad que la televisión ha proporcionado a mis palabras no ha hecho sino contribuir a obscurecer una cuestión…
Y así sucesivamente.
Tenía debajo de la cama una pequeña botella de whisky sin abrir: mi somnífero líquido. Me pregunté si estaba contraindicado beber cuando tienes que tomar antibióticos. Pero, de todos modos, le pegué un buen trago.
Cuando llegó la embriaguez me dirigí al baño. Solía pasarme muchos ratos, especialmente de noche, yendo del dormitorio al baño, del baño subterráneo al dormitorio subterráneo, paseando por los mundos ocultos del sueño, de los sueños oníricos, del cansancio y la vergüenza. ¿De dónde había sacado yo todo esto? Ah sí, recordé un ensayo que afirmaba que el dormitorio y el baño, la zona privada y secreta de la vida humana, eran el mundo de la «muerte…, el mundo del que procede toda la imaginación de los hombres». (Geoffrey, por cierto, carece de imaginación. Me dijo que una vez se puso a cagar mientras su ligue se bañaba. No hace falta añadir nada más).
Empecé a llenar la bañera y me desnudé. Al bajarme los calzoncillos mi mirada captó una navaja de afeitar que estaba en un estante. Miré hacia abajo, y volví a mirar hacia arriba. Hacia mi instrumento y hacia la navaja. «Venga, tío, córtatela —decía una voz en tono zalamero—. Rebánatela ya. Hazlo de una vez».
Escondiéndola entre las piernas, como un perro humillado, entré en la bañera y me tendí de espaldas. En un rincón del techo había una grieta. Una hacendosa araña ampliaba su red transparente. Cómete una mosca o lo que sea, le dije; sé simbólica.
¡Por todos los dioses! En realidad no había tenido más que una sola infección auténtica. Lo demás fueron pánicos pasajeros y neuras injustificadas acerca del estado de mis partes; unas partes (vale la pena subrayar) que en los últimos meses estaban gozando de más intimidad que nunca. Ahora solo me las miraba cuando no me quedaba más remedio, y en esos casos de modo disimulado, como si yo fuera una reina y mis partes pertenecieran a otro. Cualquier ulceración, incluso cuando estaba absolutamente seguro de que se trataba de una cicatriz producida por la cremallera de la bragueta, o de los restos de algún torturado grano de punta negra, significaban que tenía que seguir todo el ritual. Significaban un minucioso examen de toda su extensión. La eliminación de todos y cada uno de mis sentidos. Otra excursión a la biblioteca del barrio, otra tarde dedicada a repasar excitadamente los diccionarios de medicina, los manuales de los médicos de la marina mercante.
¡Ay de ella como se atreva a hacerme alguna jugarreta cuando estoy meando! Porque va a quedar muy claro quién manda aquí. Me bañé, salí, me colgué una toalla sobre el hombro y meé. No supe decir si me dolía o no. De modo que le di un repaso a fondo.
Procedimiento normal: me la sacudí; me la golpeé; me la agarré con las dos manos y terminé con un frotamiento brutal, a modo de tortura china, en un último intento de tentarla para que soltara una gota del más temido bien, la descarga. Pero no la hubo. Se me quedó mirando con expresión ofendida, como diciendo: no abuses; no me tengas tanta manía. Le apliqué, al principio de modo cauteloso, el cepillo de uñas a su casco. Peiné, tan rigurosamente como una matrona, mis pelos púbicos. Me fregoteé los huevos con masaje. ¿Y si le metía por el agujero una escobilla limpiapipas empapada en alcohol?
Sentí una conmovedora compasión por mí mismo. «¿Y qué más se le va a ocurrir a ese necio cerebro que te ha correspondido?», me dije, reconociendo la autocomplacencia que se ocultaba detrás de esta idea y la autocomplacencia que se ocultaba detrás de ese reconocimiento, y la autocomplacencia que se ocultaba detrás de ese reconocimiento del reconocimiento.
Tranquilo. ¿Tan maravilloso te parece volverte loco?
Pero incluso esta idea era francamente impresionante. Incluso esta idea, admítelo, chico, era absolutamente impresionante teniendo en cuenta que se le había ocurrido a un muchacho de diecinueve años.
—Sí. Mucho. Sin saber cómo, vas adquiriendo gradualmente cierta responsabilidad…, o te da la sensación de que, sin querer, la sientes. Porque el afecto es acumulativo. La gente anda por ahí actuando como si se tratase de una cosa meramente química. Pero no lo es. ¿Cómo podría serlo? Lo normal es que aumente el cariño que sientes por las personas a medida que las vas conociendo.
»Empiezan a depender de ti y tú empiezas a ignorarlas. Y luego se te ocurre que quizá eso sea lo mejor. Empiezas a preocuparte pensando cómo se las arreglará el otro sin ti, y cómo te las arreglarás tú sin el otro.
»Pero ahí está la trampa. En cuanto te preocupas por lo que te va a ocurrir cuando estés solo, ya la has fastidiado. No tienes que permitir que te coloquen en una posición falsa.
El tono hippie de mi discurso se debía en parte a la bolsa hippie que llevaba Rachel —una de esas bolsas de colorines, con muchas borlas, y hechas de un material que parece esparto—, la cual, según afirmaba ella, estaba confeccionada con fibras y tintes exclusivamente naturales (a saber, moco, pelo y cera de oreja). Yo le había comentado lo bien que le quedaba.
—Sí. Eso es lo malo.
Noté que se me subían los colores a la cara. Al fin y al cabo, Rachel estaba allí, sentada en mi cama y charlando conmigo, sin dar signos de que yo le cayera mal. Cuando estábamos en el Tea Centre, mi simpatía con respecto a DeForest había sido tan discreta, mi actitud tan animada, tan… adecuada, y mi invitación a que «pasara» de la academia y se dedicara a «vivir», tan relajada, tan nulamente impositiva, que… Bien, aquí estaba, sentada en mi cama.
Por suerte, últimamente mi habitación estaba siempre en alerta roja, y la llamada telefónica de Rachel no me había pillado con los pantalones en los tobillos.
Me dijo, en tono neutro, que se encontraba bien y que DeForest no iba a ir a la academia aquel día, y que quizá «estaría bien» que comiéramos juntos «y charláramos». Al principio, su suavidad me asustó. No me gustó el término «charlar». Era un ofrecimiento más amistoso de la cuenta. Pero yo, sin perder en absoluto la calma, y teniendo en cuenta que no la había vuelto a ver desde el domingo del aya, decidí aceptar.
—¿Puedo poner la otra cara?
Se refería a un disco de los Beatles (del final del período intermedio, entre rock blando y ocultismo legañoso) que se acababa de terminar. Me había parecido que era una elección poco arriesgada, ya que estar a favor de los Beatles (final del período intermedio) era estar a favor de la vida.
Lo único que tuve que hacer fue arreglar un poco la cama (espolvoreando un poco de talco entre las sábanas), ordenar los discos, y, una idea del último momento, dejar un par de poemas inacabados en la mesilla, para recogerlos con ademán tímido en cuanto entrase con ella en el cuarto.
Observé a Rachel mientras se agachaba junto al tocadiscos. Llevaba un jersey color cervato de cuello redondo, una ajustada (y cortísima) falda a listas delgadas, y botas marrón hasta la rodilla. Al agacharse, su culo adoptó la forma de… bueno, lo que sea: un semicírculo en forma de culo apoyado en los tacones de sus botas.
Rachel volvió a sentarse en la cama y, con un modesto balanceo de la cabeza y una vocecita poco potente pero agradable, empezó a cantar a coro con el sentencioso George Harrison: una letra que hablaba del espacio que nos rodea a todos nosotros, y de las personas que gustan de ocultarse tras unos muros de ilusión, y así sucesivamente.
Yo me encontraba todavía encogido de alarma retrospectiva pensando en lo milagrosamente que había escapado del peligro hacía solo ochenta minutos. Cuando entré, detrás de Rachel, en mi habitación, lo primero que vi fue un enorme cartel colocado en la repisa de la chimenea. Este aviso decía lo siguiente:
NO PERMITAS QUE TE TOQUE
TIENE UNA ENFERMEDAD REALMENTE REPUGNANTE
La advertencia estaba escrita en un pequeño frasco de pastillas (que veinticuatro horas antes había traído a casa, bien cerrado en mi puño). El texto estaba, de hecho, escrito en clave. Decía:
Antibiótico. Una pastilla, cuatro veces al día.
Me metí el frasco en el bolsillo mientras Rachel miraba el Encounter que había dejado sobre la cama. Después lo encerré en el armarito del baño. Hay que guardar las medicinas fuera del alcance de los niños.
Secundada por la juvenil voz de Paul McCartney, Rachel me pidió ahora que le mandara una postal, que le pusiera cuatro líneas, que le diera mi opinión y dijera claramente lo que quería decirle. En lugar de hacer caso a estas insinuaciones, intenté leer un artículo de Encounter sobre las relaciones entre el arte y la vida. Rachel se había recostado en la cama. Se quedó en silencio. Miró por la ventana. Y encendió un pitillo, el primero desde que habíamos llegado a casa, el primero en toda una hora. Miré por encima de la montura de mis gafas. Incluso tendida, Rachel parecía erecta. Me recordaba a la Jennifer de hacía algunos años. Tenía las rodillas dobladas, lo cual me permitía ver el marrón más oscuro del extremo superior de sus muslos, y la alusiva sombra que se insinuaba más arriba.
Nada más natural por mi parte que coger el platillo que estaba en la mesilla para convertirlo en improvisado cenicero y pasárselo amablemente, dejándolo a su lado, en una banqueta negra. Tampoco podía parecer extraño que me levantase y me quedase un momento junto a la ventana, ni que dejase caer el ejemplar de Encounter al suelo, o que fuese a sentarme al tercio inferior de la cama hasta permitir que mi pie rozase las botas de Rachel. Y a Rachel nada de esto le pareció raro. El momento crucial era para mí, como de costumbre, nuevo e inesperado: inevitable y fantástico, como un sueño, pero extraño, absolutamente distinto a todo lo que yo había vivido hasta entonces.
Lovely Rita meter maid
Lovely Rita meter maid,
cantó Rachel. E inmediatamente dejó de cantar.
¿Digo algo?
Hubo un silencio cálido, enclaustrado. Mil motas de polvo iluminadas por un rayo de sol otoñal centelleaban en la diagonal de los anillos del humo de su pitillo. El rayo de sol otoñal se coló por entre el ramaje del recientemente desmembrado árbol del jardín, se introdujo por entre los barrotes de la verja, se abrió paso a través del marco de la ventana, y avanzó lentamente hacia el interior de la habitación.
Rachel apagó la colilla.
Yo apreté su tobillo de cuero.
Ella se volvió hacia mí, exhalando humo, sonriendo.
Tenía los labios manchados de alguna substancia pastosa de un tono castaño muy similar al de su piel. Yo los miré fijamente, inclinándome hacia delante. Aquellos dientes duros como diamantes, ligeramente torcidos. Aquellas encías cárdenas. ¿Me atrevería a ofrecer a tan prístino orificio mi porfiada lengua?
El orificio seguía sonriendo cuando lo besé.
Cedió, pero no vorazmente, de modo que el mío mantuvo la distancia, cambiando de ángulo cada pocos segundos. Rachel seguía apoyada sobre un costado. La maniobra había exigido que se inclinara sobre sus piernas y la parte inferior del torso. Yo, con notable esfuerzo, me apoyaba en un único y tembloroso brazo, colocado muy cerca de su región lumbar, pero de modo que pudiera mantener cierta distancia entre nuestros cuerpos. Con la mano que me quedaba libre hice cosas como describir el perfil de su cabello sobre su rostro, acariciar su mentón, dejar que un dedo flotara junto a su oreja izquierda. Pero no podría mantener esta posición durante mucho tiempo.
Después de un primer beso, normalmente se pueden hacer dos cosas. O bien desenganchar tus labios, y dibujar con ellos una mueca en forma de sonrisa diciendo alguna cosa (de tono necesariamente cinematográfico); o seguir tu avance hacia el cuello, garganta y orejas de la chica. Mi posición me sugería optar por la primera de estas alternativas, ya que no lograría tener acceso al resto de su cara sin caerme de espaldas al suelo o desplomarme sin fuerzas encima de ella. Pero preferí usar el segundo método, debido, sin duda, a que jamás lo había probado. El beso se había estado desarrollando durante sus buenos treinta segundos. Decidí lanzarme a fondo, introduciendo mi lengua medio centímetro. La boca de Rachel se abrió en la misma proporción. Correcto.
Hacía falta mucha fuerza para bajar mi cuerpo sobre el de ella sin llegar a aplastarlo, a fin de, justo a tiempo, pasar parte del peso a mi codo derecho (doblado de antemano para ese fin) y permitir que el brazo izquierdo pudiera descansar. Con un solo movimiento cambié de lado mis cincuenta y ocho kilos, pasé mis piernas por encima de las de Rachel al otro lado de la cama, me tendí a su lado, retiré los labios, y apoyé la cabeza sobre su pecho.
Oí el ruido sibilante de la lana cashmere, y el crujido que producían, al arrugarse, los más o menos vacíos sostenes. Mis rodillas subieron hasta descansar junto a las de Rachel, dejando una distancia de al menos un palmo entre su falda y mi paquete. Me quedé así, muy quieto.
Tal como esperaba, la mano izquierda de Rachel subió y acarició mi pelo. Sonriéndole satisfechamente al empapelado, permanecí así durante un cuarto de minuto y luego crucé el brazo por encima de su cintura. Después alcé la cabeza para dirigirle una mirada sumisa. Pero ella estaba mirando al techo, ¿profundamente embebida en alguna fantasía maternal? Lo dudé.
Desde un punto de vista táctico, esta situación no era la ideal. Demasiado pensativa; y siempre cabe el riesgo de que ella se arrepienta. Subí mi cara hasta ponerla a un par de centímetros de la suya, después de haber apretado bien los dientes. Volví a besarla, con mayor vehemencia esta vez, prestando una atención especial a las comisuras de los labios y a los puntos donde se encontraban sus dientes y sus encías: zonas ambas muy sensibles. Entretanto, le «trabajé» la oreja izquierda con el índice de mi mano derecha. Un «trabajo» hábil puede enloquecer de calentura al objeto de tal manipulación. La cosa consiste en limitarte a rozar levísimamente la oreja, casi sin tocarla, o sea, tocarla en el menor grado posible pero sin dejar de tocarla. Cuanto menos la tocas, mejores resultados obtienes. (Esto lo sabía porque a mí me la habían «trabajado» así. Fue en la estación de autobuses de St. Giles, y me lo hizo una camarera maravillosa. Estuve a punto de desmayarme. Pero hay que tener en cuenta que entonces yo no tenía más que diecisiete años).
La reacción de Rachel fue tolerablemente buena. Por el momento al menos, su lengua había caído en desuso. Pero movía mucho los labios, y hacía los ruidos que hay que hacer en estos casos. Cuando apoyé mi rodilla forrada de pana contra el punto donde las suyas se unían, no puede decirse que se separaran generosa e inmediatamente para dejarme paso. Ni tampoco, a fuer de sincero, me había acercado ni un solo dedo al culo.
No me importó.
Con la mano izquierda hice movimientos giratorios sobre el estómago de Rachel, por encima del jersey, sin tocarle los pechos pero acercándome maliciosamente a ellos algunas veces. De este modo, insistí en mantener un triple tratamiento sexual sobre su cuerpo, ritmando mis acciones en contrapunto. Por ejemplo: insertar lengua, quitar dedo de la oreja; retirar lengua, acariciar cuello, deslizar meñique izquierdo por la delgada tira de piel que asoma entre jersey y falda (evitando, cortésmente, el ombligo); besar y semilametear garganta y cuello, «trabajar» oreja, y depositar mano sobre rodilla; dejar de «trabajar» la oreja y acariciar pelo, acercar labios a los de ella y subir con la mano pierna arriba, todo a la misma velocidad; cuando los labios ya se tocan casi con los de ella, mantener su mirada durante un segundo mientras la mano despega como un avión por la pista de su muslo, para aterrizar… en el estómago justo cuando chocan los labios. Cosas así.
Mientras hacía todo esto, pensaba en la suerte que tenía de encontrarme en fuera de juego. O, según la singular expresión del doctor Thorpe:
—¿Me harás el favor de dejar de metérsela a las niñas guapas durante una temporada? Vuelve por aquí el próximo lunes, eh, y le echaremos otra ojeada.
La suerte que tenía era el hecho de que, estando fuera de juego, fuera imposible dejarme arrastrar… ¿No se dice así? No había peligro de que pensara en el placer de nadie que no fuera Rachel. Solté algunos educados gruñidos, claro, pero no denotaban la franca adicción del alcohólico sino la sincera profesionalidad del catador.
Mi aparato, naturalmente, no quería enterarse de nada de eso. Y sin embargo, para ser justos, hay que reconocer que el día anterior se había comportado admirablemente. Cuando me encontraba en pie junto a la inmaculada chaise longue del doctor Thorpe, tan relajado como un tubo de desagüe, con los pantalones arrugados en torno a mis tobillos y los calzoncillos a mitad de mis temblorosos muslos: al ver que el doctor Thorpe se me acercaba, al verle bajar su bien cuidada mano, con la cabeza gacha, y diciendo: «Bueno, vamos a echarle una buena ojeada al manubrio, ¿eh?», tuve la convicción de que el tipo había pulsado cierto interruptor glandular y que mi polla cobraría alegremente vida entre sus dedos, y que él alzaría el rostro hacia mí con una intensa expresión de alegría y reconocimiento. Sin embargo, difícilmente habría podido mi instrumento portarse mejor. Al salir, casi sentí deseos de comprarle una bolsita de caramelos.
Ahora. Completé una complicada serie de maniobras. Consistentes, entre otras cosas, en rozarle la cadera con el codo, acariciar sus pestañas, besarle las orejas con la lengua previamente secada. También dije algunas cosas: desvergonzadamente aduladoras, en su mayor parte, pero circunstanciales y desinteresadas, lo cual, según he podido comprobar, hace que la cosa no sea tan embarazosa, ya que, mientras se escuchan, los cumplidos apenas si son soportados, y su disfrute solo llega cuando se recuerdan más tarde.
—Sabes una cosa, me miras de frente y sigue viéndose el blanco de tus ojos en torno a las pupilas. Fíjate en cambio en los míos. El color castaño llega a rozar el borde en muchos sitios. Tus ojos son asombrosos. Supongo que es por eso que me causaron tanta impresión: fueron lo primero en que me fijé. ¿Por qué te pones gafas de sol?
Y también:
—¿Qué es eso que te pones en los labios? No sabe a maquillaje. No es fácil decir dónde terminan tus labios y dónde empieza la cara. Tienes la piel de un color absurdo, como de arena mojada; pero muy bonito.
Rachel, por su parte, dijo en un momento dado:
—Me gusta tu aliento. No huele mal —rio—. Es dulce.
Aunque fuese absolutamente inexplicable, esto era cierto, y con bastante frecuencia me lo comentaban las chicas (la mejor descripción que he logrado arrancarles, tras un buen polvo, es la siguiente: «huele a pepino y menta»). ¿Será a causa de ese magma licuado que albergan mis pulmones? De todos modos, el comentario de Rachel me dejó impresionado. Deseé poder, por así decirlo, abandonar la guardia, entregarme a esta experiencia como si se tratase de algo que no tuviera ninguna relación con el pasado ni con DeForest ni con los triconomas ni con el futuro. Pero, si me la ligaba, habría tiempo de sobra para todo.
A modo de referencia a esa futura promesa, abandoné las escaramuzas táctiles. Alcé ambas manos hacia su rostro, lo sostuve apoyando ambas palmas abiertas sobre sus mejillas, y le di un suave beso en los labios. A veces, en esta clase de situaciones, en contextos sexuales, las chicas ponen cara de tristeza aunque no estén tristes. Esa era la cara que ponía Rachel: ceñuda, bella, de mirada transparente, dolorida.
Llevábamos metidos en el asunto unos trece minutos. Lo sabía porque el disco se había terminado (lo cronometré luego, para mis registros: cuatro canciones). Pero, en lugar de hacer como los discos corrientes, que rechazan la aguja automáticamente, los jeta de los Beatles habían mellado el último surco, de modo que la cosa sonaba así:
Cussy Anny hople-wan
Cussy Anny hople-wan,
una y otra vez, hasta que te tomabas la molestia de levantarte y quitar la aguja. (Geoffrey opinaba que esas incomprensibles palabras significaban «Te echaré un polvo de auténtico Superman», dicho al revés. Hasta la fecha no lo he comprobado).
Fingí, durante medio minuto, más o menos, no haberlo notado. Luego:
—Oh, mierda.
Relajé el cuerpo y rodé hacia el otro lado. Me senté de espaldas a Rachel. El disco no era más que un murmullo, y no pretendía otra cosa que acallar los asordinados ronquidos y gemidos del momento. Sin él, la habitación parecía vacía.
—Se te ha arrugado horrores la chaqueta —dijo Rachel, como si estuviera muy lejos.
Cogí una punta. Estaba arrugada. Me quedé mirando a la alfombra.
—¿Y se puede saber a dónde ha ido DeForest?
Me pareció que esta frase adquiriría más fuerza si la pronunciaba de espaldas a ella.
—A Oxford. Tenía una entrevista.
—¿Ah, sí? —dije con voz tensa. ¿Por qué no había nadie que me entrevistara a mí?—. ¿Cuándo regresa?
—Mañana. Pero luego se irá a pegar tiros a Northamptonshire.
—¿A pegar tiros? ¿Qué quieres decir?
—A cazar.
—Vaya. Así que se dedica a eso, ¿eh? —Elitismo y derramamiento de sangre. Un tema que podía dar mucho de sí.
—No, no. —La oí reprimir un bostezo—. Solo que un amigo le ha invitado a pasar con él el fin de semana.
Su pronunciación denotó aquí la influencia norteamericana de DeForest. Me volví, sonriendo.
—Entonces, eso quiere decir que puedes venir conmigo al cine esta noche. Ponen La Rupture en el Classic.
Ella cerró los ojos y asintió con la cabeza, como si sintiera algún remordimiento. Le robé un beso.
De repente se oyó un clamor procedente de la escalera, como si bajara por ella un equipo entero de futbolistas después de haber ganado la final de copa. Rachel y yo apenas si tuvimos tiempo de enderezarnos y quedarnos sentados en la cama, y de mirar sorprendidos y culpables hacia quien abrió repentinamente la puerta. La enorme cabeza de Norman se asomó, portentosa, sobre las nuestras. Ni siquiera miró a Rachel.
—Corre. Sube. Ha venido tu padre.
—¿Qué? ¿Está aquí?
—Sí, corre. —Se volvió para irse.
—Oye, Norman, tranquilo —dije—. ¿No podrías decirle que me encuentro mal, o que he salido, o lo que sea? Además, ¿qué diablos ha venido a hacer aquí?
Había decidido actuar igual que si Rachel no estuviera, dado que ya le había explicado lo de mi hermana: que de repente se había casado, inexplicablemente, con un cockney loco, absolutamente inofensivo, todo un personaje, un auténtico chiflado, pero no te alarmes por nada de lo que diga o haga, etc.
—No, tienes que subir. Lo ha dicho Jenny. Dice que es necesario que subas porque yo solo acabaré volviéndole loco. ¿Esta es Rachel? —La miró insolentemente de pies a cabeza, como un tasador.
—Sí. Rachel, este es Norman.
—Hola —canturreó Rachel. Se rodeaba las rodillas con los brazos.
Norman alzó las cejas y el mentón, no sé si para expresar repugnancia o envidia. Tampoco pude comprender cómo podía alguien mostrarse tan ofensivo y ofender tan poco.
—Venga —dijo—. Subid los dos. —Frunció el ceño y señaló la puerta con un ademán que pretendía animarnos—. Su furcia también está —añadió, como si hubiesen llegado cada uno por su cuenta.
—¿Te refieres a su amante?