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Chapter 8 - Y media: Bien, Charlie

Hace un momento ha entrado Madre y me ha preguntado si quería cenar algo. Le he dicho que no, claro, y he añadido que agradecería que nadie volviera a molestarme. Con estas intromisiones se pierde el ritmo. Ahora tengo que echarme unos minutos en cama y dejar que la soledad se vaya posando otra vez a mi alrededor.

Di por supuesto que, a pesar de todo su barniz social, Rachel debía de sentirse bastante abrumada, de modo que me sentí aliviado cuando nos dio la bienvenida junto a la puerta de la cocina una Jenny desaseada y apresuradamente maquillada. Estaba preparando un generoso té. Las presenté, e inmediatamente Rachel se puso a ayudar, reuniendo bandejas, preparando tostadas, poniendo leche y azúcar en agradables receptáculos.

—¿Qué se ha creído ese? ¿Qué diablos pinta aquí?

—Uf —dijo Jenny—. Norman debe de estar con él. Charles, por favor, vete a ayudarle.

Quise antes enterarme de cuánto tiempo pensaban quedarse. Jenny dijo que no mucho. Desaparecí.

Mi padre, con los brazos cruzados y una de sus flacas piernas atravesada sobre la otra, estaba al fondo de la habitación. A mi derecha: una rubita bajita con falda blanca y americana negra de terciopelo. A mi izquierda: Norman, de espaldas a la ventana, disfrutando ceñudamente del incómodo silencio.

Gordon Highway se sobresaltó al verme, aunque, en conjunto, se llevó una alegría. Se levantó y tendió un brazo hacia su furcia. Se llamaba Vanessa Reynolds. Yo me doblé por la cintura y besé su enjoyada mano. Vanessa era una enana, y tenía la cara ojerosa, excesivamente bronceada, pero a pesar de todo no dejaba de ser atractiva.

—No. Creo que no nos habían presentado.

Me senté a su lado.

—Sí, ahora mismo estaba diciéndole a Norman —⁠dijo mi padre en tono declamatorio⁠— que Vanessa acaba de llegar de Nueva York. ¡Allí están casi a treinta y cinco grados! Es una ciudad calurosa, sucia, cara, malhumorada… Los negros se están volviendo locos, todo el mundo está en huelga, los estudiantes empiezan a mostrarse inquietos otra vez… —⁠rio⁠—. ¡Qué país tan horrible!

Y siguió así, dirigiéndole a Vanessa algún que otro comentario tópico de tipo político o ecológico al que ella siempre asentía, hasta que concluyó con un:

—¡Hombre, ya está!

Las chicas dejaron las bandejas en la mesa que había entre las dos ventanas. Les presenté, no sin orgullo, a Rachel.

Mi padre les dijo a Jenny y a Rachel lo mismo que nos había estado diciendo a Norman y a mí. Rachel dijo que había estado allí el año pasado… ¿Ah, sí?, ahora está mucho peor, con todos los jaleos de Nixon y los atracos en Central Park y los disturbios y la contaminación.

Norm y yo cruzamos una mirada significativa. Él no había hablado aún. Yo, solo una vez. Nos pasaron el té. Y las tostadas, que mi padre rechazó. No quiso leche ni azúcar. Preguntó si había limón. Jenny, aunque estaba muy ocupada, dijo que bajaría a buscarlo. No, ya bajo yo, se ofreció Rachel. ¿Dónde lo tenéis? Y salió de la habitación.

—No van a aguantar mucho tiempo más —⁠estaba diciendo Vanessa⁠—. Nixon está cubierto de mierda hasta aquí —⁠señaló con la mano hasta el cuello. Sopló su té. Era curioso que, pese a lo mucho que odiaba a Norteamérica, su acento inglés fuera tan norteamericano⁠—. Tarde o temprano los estudiantes y los Black Panthers se unirán, y entonces… —⁠sacudió la cabeza.

Hubo una pausa.

—¿Y qué opinas tú de esa situación tan espantosa? —⁠dijo Norman en tono pontifical⁠—. ¿A dónde irán a parar, Charles?

Rachel rompió la quietud. Traía un platillo con una sola raja de limón.

—Ah, muchas gracias —dijo mi padre alzando la taza y con una sonrisa fosilizada.

—Yo opino, Norman —dije—, que no tiene mucho que ver con el gobierno. Es el pueblo.

—¿Y se puede saber a qué te refieres cuando dices «el pueblo»? —⁠preguntó mi padre⁠—. ¿Acaso «el pueblo» y el gobierno no son la misma…?

—En serio, Norman. Los norteamericanos serán siempre igualmente horribles, quienquiera que les gobierne. Son…

—Muy bien, de modo que no te gustan los norteamericanos —⁠dijo Vanessa.

Rachel se sentó a la izquierda de Norman, en una silla de respaldo muy recto.

—Ah, pero ¿por qué? ¿Tiene eso algo que ver con lo que estábamos discutiendo? —⁠dijo mi padre alzando su taza, vigilando su peso y vigilándome a mí.

¡Deja de decir «ah» cada vez que abres tu maldita boca! Me sentía furioso. No pensaba lo que decía.

—Porque son violentos —dije—. Porque solo les gustan los extremos. Hasta los campesinos, los viejos reaccionarios de las granjas, tienen que volarles la cabeza a los negros, asar a algún judío de vez en cuando, arrancarle las tripas al primer puertorriqueño que se cruza con ellos. Hasta los hippies están comiéndose y asesinándose en masa los unos a los otros. Tantas generaciones alimentadas con enormes bistés…, parece que estén haciendo un experimento de genética consigo mismos. Con unos cuerpos como los suyos, no es de extrañar que sean tan violentos. Es como ir permanentemente armado. —⁠La sala soltó un suspiro⁠—. Y les odio por ser tan grandotes y sudorosos. Odio sus bíceps y sus pieles bronceadas y sus dientes perfectos y sus ojos claros. Odio su…

Fui interrumpido por Vanessa (abusivamente) y por su amante (magistralmente) y por Rachel (descartando divertida mis argumentos). Les dejé que me pisotearan sin elevar una sola palabra de protesta. Mi discurso no había sido pronunciado pensando exclusivamente en Rachel. De hecho, antes incluso de conocer a DeForest, había escrito un soneto sobre este tema, y mi arenga no había sido más que una versión en prosa de sus dos tercetos. En verso no resultaba tan descaradamente estúpido.

Jenny se tomó por fin un descanso y dejó de rondar con el té y las tostadas. Se sentó en el suelo, a los pies de su marido. Norman, que me miraba fijamente con curiosidad y cierto cariño, apoyó una palma del tamaño de un violín sobre la cabeza de ella. Al notar la mano de Norman, Jenny frunció el ceño, pero pareció agradecida. Era la primera vez, desde la noche de mi llegada, que les veía tocarse. Dos semanas y media.

La discusión prosiguió. No comprendí cómo podían los tres estar tan fervientemente en desacuerdo conmigo y, sin embargo, mantener también desavenencias entre sí. Vanessa había decidido que quedaba más moderno adoptar mi opinión (le echaba la culpa al sistema, a la «culpabilidad engendrada por el genocidio»). Rachel se oponía convencionalmente a «esta clase de generalizaciones». Mi padre hacía de árbitro. Después de escucharles durante unos minutos, me fui abajo.

Tras un breve diálogo con Valentine («Vete a la mierda y dile a Mamá que se ponga») y con una nueva au pair («Sí, lo siento muchísimo, pero, si no te importa, despiértala. Es muy importante. Espero que nos conozcamos la próxima vez que pase por casa»), conseguí que se pusiera Madre. Dejé que ascendiera lentamente por la cimbreante escalera de cuerda que la devolvió primero al mundo de los despiertos, luego al reconocimiento de la voz de su hijo, y, por fin, al campo de la intelegibilidad.

—Pues… no. Bueno, sí. Solo quería…, quería saber exactamente cuántas personas traerá tu Padre. Están por un lado Pat y Willie French, ya lo sé, pero no tengo ni idea de si van a venir con más gente. Porque en ese caso tendré que sacar a Gita de la habitación verde y guardar las cosas de Sebastian…

Traté de encontrar un punto de contacto:

—¿Quiénes son Willie y…, has dicho Pat?

—Willie French, el periodista, y su… Patty Reynolds. Pat es una vieja amiga mía…

Reynolds. Tapé el teléfono con la mano y grité:

—¿Padre?

La conversación de arriba cesó, y luego, en voz más baja, continuó. Escuché el teléfono. Madre proseguía su monólogo cuando la cabeza de mi padre se asomó por encima de la barandilla. Le indiqué el teléfono por señas.

—Es Madre. Creo que quiere saber a quiénes vas a llevar…, el fin de semana.

Bajó hasta el rellano del baño.

—Sí, bueno. Verás… —siguió bajando la escalera⁠—. La hermana de Vanessa…

—¿Ah sí? Muy bien. Sí, Madre, Pat irá con su hermana.

—… Oh. Bueno, yo… Seguramente…

—Lo siento, madre, en este momento no puedo hablar… Sí, quizá vaya. Supongo que nadie usará mi habitación, ¿no? En caso de que suba, te llamaré. Bien. Adiós.

Mi padre se quedó plantado a mitad del último tramo de la escalera.

—Tienes que venir, Charles, claro que sí. Sir Herbert pasará a vernos, y creo que tú tendrías que estar. Sir Herbert podría…

—La próxima vez —dije—, la próxima vez anúnciaselo con tiempo, ¿eh? En esa casa hay espacio suficiente para albergar a un ejército. Anúnciaselo. Así no tendrá que dedicarse a este patético juego de malabarista a fin de conseguir una cama para tu ligue. ¿Eh?

—Anda, Charles, no te pongas así. Ese es un asunto que tu madre y yo ya hemos discutido. Y no pienses que va a pasar nada con «mi ligue» en esa casa. ¿Entendido? ¡¿Entendido?!

Me volví de espaldas, y luego le miré otra vez. Él conseguía mantener una actitud elegante y plausible desde la escalera. Asentí con la cabeza.

—Charles, eres tan… —rio—. Eres tan puritano…

Me dio vergüenza. Estaba exaltadísimo, y no sabía cómo salirme del aprieto. Bajé la vista al teléfono, respirando agitadamente.

—Ven. Sube.

Subí.

—¡Gordon! —dijo Vanessa, en tono escandalizado⁠—. Rachel es la hija de Eliza Noyes…, la hijastra de Harry Set-Smith.

Entré en la habitación siguiendo los pasos de mi padre.

—¿En serio? —dijo él acercándose a las bandejas para, con manos como rocas, servirse otra taza de té⁠—. En tal caso, tú también tendrías que venir a casa este fin de semana. ¿Por qué no traes a Rachel, Charles? Seguro que habrá sitio de sobra.

Rachel me dirigió una mirada inexpresiva.

—Hace solo una semana que estuve con Harry. Trabaja regularmente para nosotros, y es un viejo amigo mío. Tienes que venir.

Yo no tenía intención de ir.

—¿Podrás? —le pregunté.

—No sé. Quizá Mamá…

—Tonterías —dijo mi padre—. Esta misma noche la llamaré. Charles, ¿has empezado ya las clases en la academia?

—Sí, a comienzos de la semana pasada.

—Así me gusta.

A fin de indicarle oblicuamente lo magnífico que yo le resultaría en la cama, llevé a Rachel a ver una película francesa, La Rupture.

Sabía que había un montón de sensatos y hasta apremiantes motivos para detestar las películas francesas: la impresión que daban sus directores de que cuanto más mal paridos y cochambrosos fueran sus productos, más parecidos a la vida real, y, por tanto, más buenos eran; su manía de cometer el desliz de hacer declaraciones explícitas siempre que la simple insinuación les parecía complicada o ambigua. Y mi sentido crítico me decía que la tradición anglo-norteamericana de narración exploratoria tenía grandes ventajas. Pero prefería las convenciones tambaleantes y personales del cine francés, y también, a veces, italiano por su actitud más radical frente a la experiencia, y por su empeño por analizar los pequeños detalles y los momentos individuales.

Eso fue lo que le dije a Rachel cuando subíamos hacia Notting Hill Gate. Ella estuvo de acuerdo conmigo.

En cierto momento, Rachel me cogió de la mano. (Tranquilízate, me dije a mí mismo; no hace falta que hagas tantos esfuerzos. Date cuenta: a esta chica le gustas).

—¿Qué ha ocurrido —dijo— cuando has llamado a tu padre desde abajo?

—Casi nada.

—¿Te llevas bien con él? No sé, me ha parecido que estabas terriblemente tenso.

Notablemente envanecedor.

—Es gracioso —dije—. Le odio, sí, pero no lo siento como si fuera odio. Ni siquiera en casa. A veces, estaba, por ejemplo, sentado en la cocina, leyendo, y cuando él aparecía yo alzaba la vista y pensaba: ahí está otra vez; le odio, e inmediatamente volvía a mi lectura. No estoy seguro de cómo calificar este sentimiento.

Rachel dijo —agárrense a la silla⁠— que ella había «superado» lo de odiar a su padre hacía mucho tiempo. No añadí nada más.

Debido a lo mendaz que era la chica que contestaba al teléfono del cine, entramos en la sala con el tiempo justo para ver la última hora y cuarto de la película de complemento. Una serie B titulada Edén nudista.

Era horripilante. La película fingía ser un documental, una panorámica de un auténtico campamento de nudistas. El narrador nos iba proporcionando cifras y datos, y entrevistaba a satisfechos clientes de la organización. La cámara rondaba por los terrenos del campamento, examinaba los servicios. Color mugriento, presupuesto raquítico, incompetencia total; era como una pesadilla: esas veces en las que no sabes si te estás volviendo loco, o quienes se han vuelto locos son todos los demás; en las que te vuelves para ver el resto del público y estudiar su comportamiento; en las que esperas inútilmente que la gente estalle en alguna forma de protesta espontánea. Encima, los productores solo pudieron permitirse contratar actores y actrices muy entrados en años.

Me agité en mi butaca cuando la cámara enfocó torpemente una hilera de genitales de ancianos. Las pollas de los tíos parecían cigarrillos liados a mano; sus pelotas eran como ciruelas pasas. Las mujeres no se diferenciaban mucho de ellos, al menos por lo que pude ver. Culos hundidos y pechos deshinchados pululando por todas partes: junto a la piscina, en torno al fuego del campamento (escena que culminaba con una atroz imitación por parte de los nudistas de un baile de bosquimanos), en los chalets, en el bar, y así sucesivamente.

Empecé a sentir auténtica alarma, sobre todo pensando en que Rachel era de buena familia, cuando la cámara se entretuvo durante medio minuto en el cuerpo desnudo de una niña de siete años. La niña se arqueaba alegremente hacia atrás para revelar: (a) que las niñas viven saludablemente en los campamentos nudistas, y que son capaces de hacer la rueda, y (b) su coño, a fin de saciar las más recónditas aficiones de ciertos aficionados al cine, uno de los cuales —⁠un amasijo de estiércol envuelto en una trenka⁠— permanecía perfectamente inmóvil en su asiento, como una seta, sin cascársela siquiera, rodeado de un ancho círculo de butacas desocupadas.

Llegó el momento de decir algo. Después de una escena ingeniosísima en la que una pareja peligrosamente obesa se pasaba tres minutos saltando sobre un trampolín, me volví hacia Rachel y —⁠empíricamente, frío y resignado⁠— le dije:

—Cinematografía, que viene del griego kínema, movimiento, tal como esta escena demuestra.

Rachel se puso a reír, en voz bastante alta, con los hombros encogidos y tapándose la boca con la mano derecha.

—Me encantan estas películas —⁠susurró⁠—. ¿Cuánto durará todavía? ¿Nos hemos perdido mucho?

—No gran cosa —dije. La besé—. Aún nos queda un buen rato.

Observé el perfil de Rachel. ¡Santo Dios, cómo me gustaba! Un nuevo giro en nuestras relaciones. ¿En qué habían consistido hasta ese momento? No parecía tratarse de afecto, ni mucho menos de deseo: más bien cierta penosa inevitabilidad oficinesca.

Al final resultó que la película nudista fue una delicia, y que La Rupture nos dejó fríos.

Más tarde, en la parada de autobús, pregunté a Rachel por el fin de semana. Me respondió con evasivas, e indicó que, aun en el supuesto de que mi padre llamara a su casa, no sería fácil.

—Estas cosas ponen a mi madre verdaderamente neurótica. Quizá sea por Papá. Ella era muy joven entonces, y me parece que cree que a mí, ya sabes, me pasará lo mismo.

Suspiré.

La mano de Rachel serpenteó dentro de la mía.

—Claro que si vinieras tú a casa y, no sé, les tranquilizaras… —⁠añadió pellizcándome la piel de los nudillos.

—De acuerdo —dije—. Sí, lo haré. ¿Mañana? Algo así como ir a cenar con ellos, o a tomar una copa, ¿eh? De acuerdo. Ya verás lo bien que lo hago.

«… y aunque el Edén, por lo tanto, es el "objetivo" de toda vida humana, no por ello deja de ser un objetivo imaginario, más que una realidad social, incluso considerado como posibilidad. Es un argumento que también puede aplicarse a las utopías literarias, que no consisten en esos espantosos estados fascistas que dicen los divulgadores, sino que son, más bien, analogías de la mente bien temperada: rígidamente disciplinados, muy selectivos por lo que se refiere al arte, etc. Así, tanto Blake, como Milton [leve vacilación], vieron el mundo oculto, el mundo animal en el que estamos condenados a vivir, como el complemento inevitable de la imaginación humana. El hombre no ha estado jamás destinado a librarse de la muerte, de los celos, del dolor, de la libido…, de lo que Wordsworth llama "el corazón humano que nos mantiene con vida". [Perplejo silencio de tres segundos]. Quizá es por esta razón que Blake pinta al Adán recién creado con una serpiente enroscada ya en su pierna».

Así terminaba mi trabajo, esbozado con la ayuda de varios diccionarios, y con indicaciones escénicas incluidas.

—Bien —dijo Mr. Bellamy—. ¿Y a qué utopías se refiere?

—Mmm… Platón. More. Butler.

Lo meditó un momento.

—Y Bacon, claro. ¿Jerez…, o ginebra?

—Ginebra, gracias.

—¿Pink[8]?

—Bueno —dije, para no meter la pata.

El reloj de la iglesia de la acera de enfrente dio las seis. Mientras preparaba nuestras copas, Mr. Bellamy reía entre dientes.

—La suspensión del tiempo —⁠dijo⁠—. Sí, «utopía» significa «en ningún lugar», y Erewhon es un anagrama de «nowhere». Bien. Me ha gustado. Uno de los trabajos mejor escritos que he leído últimamente. Mejor, diría incluso, que la mayor parte de los trabajos de universitarios que suelen verse por ahí.

No me sorprendí en lo más mínimo.

—Da la sensación de que has leído mucho, la verdad.

—Una de las ventajas de haber sido un chico delicado.

Mr. Bellamy alzó la ceja a modo de simpático interrogante.

—Estuve mucho tiempo —dije, encogiéndome de hombros⁠— enfermo. Y lo aproveché para leer montones de cosas. Hasta diccionarios.

Mr. Bellamy se balanceó sobre sus talones frente a la chimenea de mármol. Le salían tantísimos pelos de la nariz que, incluso después de pasar casi una hora con él, todavía no estaba seguro de que no se trataba de un bigote. Parecía tener unos cincuenta años —⁠actuaba como si los tuviera⁠— pero era imposible que tuviera más de treinta y cinco. Imaginé que disfrutaba de alguna renta particular. De otro modo no hubiera podido arrellanarse en una butaca, bebiendo ginebra en una habitación forrada de libros bien encuadernados, en una salita de Hamilton Terrace, dándoselas de profesor de literatura y deseando ser catedrático de Oxford a fin de disponer de auténticos maricas universitarios con los que coquetear.

—Impresionante, de verdad. Creo que te admitirán. ¿Más ginebra?

Era un pequeño bastardo culigacho que no llegaba al metro sesenta. Hirsuta americana marrón, cara llena de protuberancias, pelo oxidado como un estropajo viejo. Pero como era aristocrático, rico y parsimonioso, se las arreglaba bastante bien, aunque fuera difícil entender cómo lo hacía. Carecía virtualmente de presencia sexual. No parecía capaz ni siquiera de tomarse el esfuerzo de masturbarse.

Bellamy regresó con mi copa. Extendió el brazo hacia la izquierda y me alcanzó un libro.

—Paraíso perdido, segunda edición. Es precioso, ¿verdad? —⁠dijo con voz trémula⁠—. Sí, tengo para mí que un lejano antepasado mío escribió una novela utópica. Mirando atrás, se titulaba. No la he leído.

—¡Caramba! Es una edición preciosa —⁠dije, devolviéndole el Milton.

—No, no. Te lo regalo.

Empecé a sacudir la cabeza y a resistirme.

—Nada, nada —dijo, deteniéndome con un ademán⁠—. Insisto en que te lo quedes. Deberías leerlo. Es bastante bueno.

Todavía había suficiente luz como para correr el riesgo de ir andando hasta Kilburn. El treinta-y-uno era un autobús caprichoso; de todos modos, no tenía que llegar a casa de Rachel hasta las siete y cuarenta y cinco. Quizá tendría que entretenerme matando el tiempo en algún sitio. Bajo el luminoso cielo, Maida Vale era un barrio tranquilizadoramente provisto de farolas que se recortaban contra el incipiente crepúsculo.

Había estado en Maida Vale una vez, cuando Geoffrey me obligó a que le acompañara para investigar una tienda de guitarras de segunda mano. Como entonces, parecía una ciudad de provincias en época de guerra: asediada, con los postigos cerrados, la gente por la calle, la camaradería después del apagón. Entré en un desvencijado bar Victoriano, y salí, rápidamente, de él. Estaba atestado de teddy-boys, irlandeses, skinheads, y otros grupos minoritarios de carácter violento. En cualquier otra ocasión me hubiera arriesgado a quedarme, para consolidar allí los efectos de la ginebra de Bellamy. Pero llevaba un traje con chaleco color brasas apagadas…, de la época del colegio, pero, de todos modos, muy deslumbrante. Era mucho mejor tomarme una limonada en el oscuro café que había junto al cine, rodeado de estudiantes y chicas au pair. Tanto allí como, veinte minutos más tarde, en el autobús, hojeé el regalo de Bellamy, y pensé en el fin de semana.

¿Qué pretendía, para empezar, mi padre? Cuando el miércoles regresé a casa después del cine, Jenny y Norman estaban mirando la televisión. Jenny me preguntó sin dejar de mirarla si quería un poco de café, y Norman, al mismo tiempo, si quería un whisky, de modo que tuve que decir que no quería nada.

—¿Se puede saber —pregunté— por qué ha tenido que venir ese viejo de mierda? ¿Qué quería?

—La furcia de ese viejo de mierda —⁠dijo Norman⁠— tiene una hija de diez años y no sabe dónde meterla este fin de semana porque su madre se va con ese viejo de mierda.

—¿Y pretende que le hagáis de canguro?

Norman asintió.

—¿Y lo haréis?

—Claro —dijo Jenny.

—¿Para qué?

—La pobrecilla no tiene dónde quedarse.

—¿Y?

La televisión crujió. Jenny soltó un breve y agudo chillido.

—¿Se puede saber qué te ocurre? —⁠preguntó Norman.

—Oh, nada. Solo me preguntaba qué coño está pasando.

—Qué gracioso. Yo me estaba preguntando qué hostias pasa.

Me senté una hora a mi mesa de trabajo, y estuve allí sacudiendo la cabeza y trabajando en la Carta a mi Padre. A media noche taché la palabra «Carta» y en su lugar puse, encima, «Discurso».

Aterricé en Swiss Cottage y giré a mano izquierda para ascender la colina que me conduciría al cogollo mismo de Hampstead. Al volver una esquina, cuando solo me faltaban dos calles para llegar a la de Rachel, intenté desprenderme por adelantado de toda la flema de la velada, y conseguí expectorar un par de charquitos de los más variados matices del verde. Me apoyé en una pared de ladrillo y me quedé mirando a un hombre que limpiaba su coche.

Richardson Crescent…, y la casa cuya intimidad habíamos violado Geoffrey y yo hacía ocho semanas. Esta vez me detuve al llegar a la puerta y llamé con los nudillos.

Una joven princesa disfrazada de doncella abre la puerta, esconde mi abrigo y me conduce al primer piso. Sin ser previamente anunciado, soy introducido en una habitación llena de gente. Rachel, una desdibujada masa blanca, hace acto de presencia, y me coge del brazo. Me anima a que me adelante a conocer a Mamá. Serpenteamos juntos a través de finezas alargadas hasta llegar a la fineza encorvada. Es probable que en medio de todas estas joyas y complejos peinados haya tres mujeres. ¿Dos smokings? Una enorme dama plateada recibe mi mano.

—Este es Highway, Mamá.

Mamá, sin embargo, mira más allá de mí cuando le hago una reverencia.

—Has venido, Minnie —contesta—. ¿Qué ha ocurrido?

Con una sonrisa de zumo de tomate, suelto sus gordezuelos dedos y me retiro para permitir que Minnie se acerque. Me largo corriendo de ese rincón. Dos minutos más tarde, un tanto solo en el centro de la sala, escondiéndome, tengo un vaso en la mano y una mano en el hombro.

—Hola, chico. Encantado de verte, Charles —⁠dijo DeForest Hoeniger, por la nariz.

Solo en el curso de la cena comprendí por primera vez que era posible que al final no me desmayase. Para entonces ya me sentía muy borracho y muy de izquierdas. DeForest no hubiese podido ser más amable, ni más grato, en cierto sentido. Y como, por mucho que se empeñen, los norteamericanos siempre hacen buen cine, ni siquiera me resultó en absoluto aburrido. Por fin, cada vez que yo vaciaba mi vaso, él lo cogía, volvía a echarle whisky, y me lo devolvía diciéndome «Tranquilo», por la nariz, como siempre.

Cuando entramos en el comedor, otra princesa de incógnito me condujo a la «silla del tonto», también conocida como «la silla del invitado de categoría inferior».

—Gracias, gracias —dije, tomando asiento entre la tía de Rachel y Archie, el hermanastro de Rachel. Había catorce personas sentadas a la mesa. Yo me encontraba en el lado más callado, el lado de Harry. Rachel se encontraba en el más parlanchín, con su madre, y con DeForest.

Harry, según pude ahora comprobar, era un tipo muy alto de aspecto anglo-judío, con una frente del tamaño de una nalga y unos labios gruesos y brillantes. Llevaba un traje gris de hechuras a la moda, con camisa y corbata a juego. Cualquiera que le viese pensaría que era pijo y estúpido. De hecho, era vulgar y estúpido, y era evidente que hacía algún tiempo había aprendido a imitar con su voz sonora y pomposa el acento de la clase alta. Pero ahora, con el paso de los años, no cabía la menor duda de que ya lo había olvidado. Por fortuna, era un tipo tan pagado de sí mismo que ni siquiera notaba sus deslices de pronunciación. El tal Harry tenía un tipo extraño, pero en realidad muy simétrico. Era delgado de tobillo a rodilla. Gordo de rodilla a ingle. Muy gordo de ingle a cintura. Gordísimo de cintura a costillas. Muy gordo de costillas a hombro. Gordo de cuello. Y delgado de cara, con la sola excepción de sus labios de sandía.

Harry se sentó y empezó a intercambiar comentarios reaccionarios y pedantes con el guapo industrial de las pompas fúnebres que tenía a la derecha. Entre ellos dos, acobardada, asomaba una joven de aspecto equino. La tía, que según pude averiguar más tarde no era tía de Archie sino de Rachel, se encontraba a mi derecha, y a la izquierda de Harry. De vez en cuando Harry se inclinaba hacia mí, casi aplastándola. Parecía creer que yo era amigo de Archie.

Era una habitación oscura —⁠paredes forradas y techo bajo⁠— iluminada únicamente por unas cuantas velas que le daban una atmósfera de intimidad. Miré al otro extremo de la mesa. Rachel estaba al lado de DeForest. Este se encontraba al lado de la madre de Rachel, a la que el norteamericano excitaba a base de pecosos susurros. ¿Por qué no me había dicho Rachel que también estaría DeForest? Tenía aspecto de persona inquieta, como si tuviera que visitar a mucha gente e ir a muchas casas. Era posible que, después de cenar, se largara a tomar por el culo.

Pero ya era hora de que alguien me preguntara a mí qué opinaba de la reunión y qué hacía en ella, y «A mí que me registren» era la única respuesta que podía haber dado. Evidentemente, no bastaba con seguir sentado en mi rincón, comiendo y siendo encantador. Con los codos apoyados en la mesa, Archie tomaba vino, y yo le estudiaba sin la menor simpatía. Chaqueta de ante con flequillo, tipo cowboy próspero, pantalones de terciopelo chocolate, botas de piel de serpiente. Archie tenía coche, un Mini.

No iba a resultarme especialmente difícil.

—Oye —dije, con una sonrisa de colgado, los ojos entrecerrados y acento de hippie aristocrático⁠—. ¿Conoces tú a todos estos tíos tan extraños? ¿Cuánto dirías que va a durar este rollo? —⁠Tomé un irónico trago de vino⁠—. Menos mal que hay vino de sobra.

Archie me observó con franca consternación, a la manera de un colegial atento pero un poco lerdo. Enarcó las cejas, y luego se volvió para hablar con su vecina que, tal como comprobé en este momento, era una chica fabulosa. Traté de recobrar el control de mis emociones. Cuando agaché la cabeza hacia el suelo, una elegante mano subió por el muslo de Archie y se coló por su entrepierna.

Arnold Seth-Smith tenía solo diecisiete años.

Así pues, la tía de Rachel, que era la única persona relativamente desagradable de toda la sala, se convirtió en el objeto de mis atenciones. En cuanto llegó la comida, Harry y su amigo empezaron a estar demasiado ocupados sudando y comiendo como para poder hablar, de modo que nuestra conversación podía ser oída por cualquiera que estuviese aburriéndose lo suficiente como para escucharla. Tratamos una amplia gama de asuntos, por este orden: aguacates, petroleros, Mauricio, sastrerías, el tamaño del comedor, el precio de los solares y edificios en Londres, velas, manteles, tenedores, cucharillas de café. Por fuerza teníamos que tener alguna cosa en común. Hubo un momento en el que sentí unos intensos deseos de preguntar: «¿Cómo se escribe homo sapiens?».

—Bueno, y, ¿qué hay de lo del fin de semana? —⁠le pregunté a mi anfitriona, abajo, en la cocina, a dos pasos del cubo de basura color cagarruta de niño, justo donde había intentado besarla la noche que nos conocimos. En ese momento estaba besándola⁠—: ¿Les he caído bien?

Esa no era una pregunta tan ridícula como podría parecer. La mitad de los invitados, y entre ellos DeForest (tras un minuto de carantoñas con Rachel), habían tenido la sabiduría de largarse al infierno en cuanto terminó la cena. Fue entonces cuando los guardianes de Rachel me concedieron una breve audiencia. Me limité a permanecer sentado a su lado mientras ellos hablaban entre sí acerca de a dónde debían ir o no ir ese invierno. No escupí ni me tiré un solo pedo.

—Creo que no habrá problema. Harry ha trabajado para tu padre, y tiene de él una buenísima opinión.

(Nada sería tan emocionante para mí como poder afirmar que mi padre es publicitario o que se dedica a las relaciones públicas, digámoslo de paso. Sin embargo, lo cierto es que, entre otras cosas, dirige una revista quincenal de asuntos legales relacionados con el mundo de los negocios. Ya sé que la cosa tiene un aspecto raro, pero es una publicación que incluye una buena columna de arte, publica los comentarios del mejor crítico de cine del país, e incluye una sección de libros que recientemente ha sido elogiada por un grupo de entusiastas y distinguidos profesores).

—… de modo que ella apenas si puede decir nada.

—Increíble. ¿Lo sabe ya DeForest? —⁠Rachel dijo que no con la cabeza⁠—. Espera —⁠dije, antes de que se arrepintiera⁠—. Te he traído un regalo.

Salí al pasillo y volví a entrar.

—Toma. Me gustaría que lo aceptases. No, no. Insisto.

—Pero debe de…

—Léelo —dije—. Es bastante bueno.

Una vez afuera, me volví para mirar las ventanas del salón. Harry, que bebía brandy en un vaso que parecía un colador de café, coqueteaba con la joven de aspecto equino. Sentí el deber de gritarles alguna frase difamatoria, o de arrojarles un ladrillo…, de dar alguna muestra definitiva de asco.

—Sí, no hay duda de que eres de izquierdas —⁠dije, llamando a un taxi.

A la mañana siguiente bajé a la plaza y di veinte peniques a cada uno de los danzarines cojos.

—Gracias, señor, gracias.

Me pasé todo el día con los nervios de punta. Era una sensación tan extraña, y me producía tanta exaltación, que a punto estuve de conseguir que un compañero de la academia me partiese la cabeza.

Mi clase de Mates con Pies Muertos, o «Mr. Greenchurch» como le llamaban algunos, había sido aplazada hasta la tarde. (Un hecho que me produjo la mayor irritación, pues tenía intención de irme inmediatamente después de que terminaran las clases de la mañana, para lavarme, perfumarme, etc.). Lo que ocurrió fue lo siguiente. El Pies, al bajar de su Morris 1000 (¿qué otro coche podía ser?), se da de cabeza contra la jamba izquierda de la puerta. Por suerte, es tan viejo que no siente nada, de hecho, ni se entera. Con la sangre manándole por la cara y formando un delta en torno a su oreja, y salpicándole la camisa y el jersey, entra alegremente en la academia. Avisado finalmente por los respingos de Mrs. Tauber y los gritos de los chicos, se lleva la mano a la cabeza, examina su contenido, y retrocede hacia una silla de respaldo recto, que se hunde bajo su peso. Se lo llevan rápidamente a la sección de urgencias del hospital del barrio, donde le dan tres puntos en su luminosa coronilla. Di por supuesto que, en caso de que no muriese, se pasaría al menos tres semanas en la cama. Nada de nada. Llamó por teléfono desde el mismo hospital, para decirle a Mrs. Tauber que, a pesar de todo, no pensaba perderse el jornal de aquel día.

Le esperé en el vestíbulo principal (temporalmente vacío de mocosos), con otros tres alumnos. Estaban conmigo Brenda, la chica más fea; Elvin, gordo, de mirada bovina, inútil pero afable; y Derek. Derek era auténtica carne de reformatorio. A los diecisiete años ya había tenido que hacer frente a toda una serie de acusaciones; entre ellas, algunas por alteraciones del orden público y robos de menor cuantía. La astucia de unos cuantos abogados carísimos le había permitido siempre la absolución. Mientras yo permanecía sentado a la mesa, reflexionando, tratando de no pensar en el fin de semana, se me ocurrió que su cara tenía una expresión peculiarmente desagradable. Sus rasgos de querubín estaban moldeados en una tez satánica: un desierto de piel escamosa y desconchada aliviada únicamente por algún que otro oasis de erupciones dermatíticas. Era como la mascarilla mortuoria de Troy Donahue, Peter McEnery o algún otro famoso guaperas. Solo los ojos, de un brillante y perfecto azul, quedaban intactos.

Fuera como fuese, allí estábamos los cuatro. Ocurrió alrededor de las dos. En aquel momento yo pugnaba por lanzar un esputo —⁠de forma bastante callada, me parecía a mí⁠— contra mi pañuelo. Derek alzó la vista de su libro de texto.

—Que alguien le impida hacer esos ruidos —⁠dijo Derek⁠—. Me da náuseas. ¿Por qué no te vas a otro lado, eh?

Me soné la nariz sin darme prisas.

—¿Decías?

—Me has entendido perfectamente bien, joder. Das tanto asco que me entran ganas de vomitar.

—¿Ah sí? —dije—. ¿Y qué crees tú que sienten los demás al ver tu cara? ¿Qué dirías tú que se les ocurre en cuanto la ven?

Como vi reír a Brenda, proseguí:

—¿Y ese tremendo… archipiélago de barros que tienes en la narizota? ¿Por qué cojones no tratas de lavártela de vez en cuando?

—Cierra el pico —dijo Derek, con una sonrisa de robot.

Supe que era un magnífico consejo. Pero miré a Elvin, que sonrió con una mueca, y, además, la situación me hizo sentir maravillosamente joven.

—Sí, ¿por qué no se te ocurre lavarte un día de estos? Seguro que no debe de ser muy divertido eso de andar por ahí con toda esa mierda, con toda esa grasa en la cara. Aunque claro, a lo mejor hasta te gusta. Óigame usted, Mr. Seborrea, dígame, Monsieur Barros, ¿qué tal te va con las chicas? Seguro que…

Yo llevaba una chaqueta cruzada con solapas blancas, muy de moda. Derek agarró las solapas, me levantó de la silla, y alzó el puño derecho.

—No, por favor —chillé⁠—. ¡Por Dios!

En ese momento se abrieron de golpe las puertas batientes del fondo del vestíbulo, y entró a grandes zancadas Mr. Greenchurch.

Derek me soltó un poco.

Una vez de pies en el suelo, aparté el puño de Derek de un manotazo, y seguí a Pies Muertos hacia su apestosa habitacioncita.

Qué comportamiento tan extraordinario. Era evidente que había alguna cosa que me estaba sacando de quicio. Y no era por lo de Rachel, pues al fin y al cabo estaba libre de todo compromiso sexual hasta el final de la semana siguiente, de modo que no podía ocurrir ningún incidente dramático. Quizá fuera por la idea de sostener cierto tipo de enfrentamiento con mi padre. Durante la clase, mientras fingía tomar notas, planeé el fin de semana —⁠anécdotas sobre el pueblo, discursos sobre la naturaleza⁠— y esbocé una breve coda para el Discurso a mi Padre, que ahora tenía ya sus buenas dos mil palabras.