Chereads / El libro de Rachel / Chapter 10 - Once menos veinticinco: Horas bajas

Chapter 10 - Once menos veinticinco: Horas bajas

Sopeso en mi mano el Blake de la Longman. Veo que en la cara interior de la tapa, Rachel ha escrito a lápiz: «Para Charles, amorosamente. Rachel». Sostengo entre el pulgar y el índice una goma elástica, y dejo que el grueso volumen suba y baje sobre la mesa.

Elaine, la amiguita de mi hermano mayor, estaba sentada en el sofá con un vaso de whisky con hielo en la mano.

—Pues ese Gerry, el tío con el que salía antes de Mark, sabes, era una especie de poeta, conferenciante por libre, vanguardista, esa clase de rollo, y andaba metido en el trip Selby-Miller-Purdy, como todos nosotros, que a veces somos tiernos y otras bellos, pero siempre, ya entiendes, estamos matándonos y jodiéndonos mutuamente. Y entonces a Gerry se le mete en el coco lo de esas malditas contradicciones, Dios y Satanás, creatividad y napalm, amor y talidomida, jodienda y crueldad, nacimiento y muerte, juventud y mierda.

—Ya lo calo —dije, echándome un pegote.

—Y sus poemas eran cada vez más tenebrosos, y sus experiencias con ácidos cada vez más negativas, tío, y ya no quería dar conferencias, y ya no podía dormir, y no quería entrar solo en el baño, cada vez estaba más Hipado y menos orgánico, no quería comer. No sé, tío, ya veo por dónde va su cabeza, pero…

—Sí, el típico viaje a ninguna parte. Un cuelgue…

—Exacto. Y también le gustaba bastante vestirse en plan travestí —⁠rio⁠—. A veces yo le gustaba mucho y le ponía caliente y me decía que yo era guapa —⁠(cosa que era cierta)⁠— y otras veces me daba la sensación de que más bien le enfriaba. Le daban los temblores en cuanto la metía en el saco —⁠volvió a reír⁠—. Nos acostábamos solo una vez a la semana, ¿captas? Primero estaba muy animado, pero luego no se le ponía en marcha.

—Sé exactamente a qué te refieres.

Media hora antes, por la ventana del baño, vi a mi padre despidiendo a sir Herbert, Willie French y las señoras (a todos los cuales besó por igual). Cuando su coche ya se alejaba, mi madre, que llevaba un conjunto de americana y pantalones color cereza, se puso a su lado. Mi padre le pasó un brazo por los hombros, y ella respondió apresuradamente enlazándole por la cintura. Dijeron cosas que no pude oír. Pero por la inclinación de la cabeza de mi padre supe que estaba mostrándose amable.

Aún se encontraban al pie del porche de la entrada cuando dos coches aparecieron en la curva del paseo que daba acceso a la casa. Del primero, el MG de Mark, se apearon Mark, todo culo y sonrisas, y Elaine. Del segundo, un Jaguar como el de DeForest, tres guapos gánsteres y una segunda chica, más alta que Elaine; en el extremo superior de sus piernas, apenas cubiertas por una falda del tamaño de un cinturón, entreví el rojo escarlata de sus bragas. Gracias a ello experimenté una erección desanimada y desprovista de placer. Después bajé a reunirme con ellos, con la cara todavía sonrojada, pero no tan ambiguamente. Escupí bastante, porque cuando se llora abundantemente también se escupe más.

Mi padre y mi hermano y los demás entraron en la sala por las puertas del jardín. Estuvieron hablando de las mejoras que había que hacer en la casa. Mark esbozó sus planes para ajardinar los terrenos de la parte de atrás. Luego acompañó a sus amigos al mueble bar y les sirvió más ginebra. Todos rieron e hicieron bromas y parecieron gustar realmente de su mutua compañía, como suelen hacer las personas altas y saludables cuando todo les va bien. Elaine subrayó la distancia que mediaba entre ella y los demás continuando su monólogo narrativo.

—¡Hola, gente! —saludó mi hermano, sentándose a la mesa baja que estaba delante de nosotros⁠—. ¿Qué te pasa, Charlie? Tienes un aspecto espantoso. En serio.

—Me siento espantoso —dije.

Elaine chupaba un cubito de hielo, de modo que Mark le cogió el vaso y volvió a llenárselo.

—Elaine, tengo que hablar-de-grandes-negocios con Papá. Así que Tracy y todos los demás podríais quedaros a cenar, ¿de acuerdo? Regresaremos…

—Mira, ya te he dicho que tengo que…

—Sí, ya me lo has dicho. —Le echó unas llaves al regazo. Al retirar la mano, jugó un instante con mi cabello, enredándomelo⁠—. Seguid con vuestra conversación, pareja de pedantes.

Y fue a reunirse con los otros junto a la puerta.

—¿Se puede saber por qué sales con ese cagarro obeso? —⁠me pregunté en voz alta.

—Me has cazado —dijo Elaine.

Le pregunté si podía llevarme de regreso a Londres, y me contestó que sí.

Elaine mantenía la mirada fija en Mark que, apoyado en una pierna y agitando la otra, intercambiaba con su Papá jactanciosas historias sobre lo rápidamente que iban y venían de casa a Londres.

—El muy hijo de puta… —Elaine vaciló⁠—. Vaya. Lo siento.

—Nada, nada. No te preocupes.

Y así empieza una fase de mi descenso a la edad madura que —⁠contemplado retrospectivamente⁠— parece evitable, carente de significado, de segunda, inútil. Las siguientes tres semanas son lo que podríamos llamar mis Horas Bajas, o el nadir de mi evolución. En lo único que fui original durante ese período fue en el hecho de que no me rezagué en mis estudios. Naturalmente, dejé de asistir a clase, pero, todos y cada uno de los días, trabajé un poco por las mañanas en Mates, y cada tarde le dediqué una hora a Virgilio. Además me esforcé concienzudamente en leer la literatura de la náusea: Sartre, Camus, Joyce. Y me paseé por las glaciales simetrías de la tragedia greco-romana en las traducciones de la Penguin. Y desplegué mis esfuerzos sobre los textos de Lear y de Timon, en lugar del previsible Hamlet. Dediqué las horas prescritas a la insípida libido de Shelley y Keats, y tomé en consideración la Voluntad Turbia de Hardy. Investigué todo lo que tenía que investigar.

Dejando eso a un lado, procuré no lavarme, cultivé el insomnio, no usé dentífrico, me fumé veinte Capstan de los más fuertes todos los días. Jugueteé con cerillas para ensuciarme las uñas; condené a mis pies a una muerte por fermentación; alimenté una halitosis muy penetrante. Paseé poco abrigado; me pasé horas sentado en las estaciones de metro tragando hollín a conciencia, fui al cine las tardes más taciturnas, tosí abundantemente contra los cristales de los escaparates. Bebí whisky y jugué al póker con Norman la mayoría de las noches. No llamé a nadie y nadie me llamó a mí. Me acosté borracho y con la ropa puesta, y cada mañana desperté aterrado; envejecí dolorosamente.

A fin de poder pagarle a Norman mis deudas de juego, incluso conseguí un empleo, pero no de ferroviario sino de lavaplatos de un restaurante de Shepherd's Bush; solo una semana, por las tardes, a libra al día. El restaurante era un negocio tan escasamente ajetreado, que lo único que hacía era pasarme el rato sentado, fumando en la bien equipada cocina, escuchando las quejas de Joe, el cocinero. Joe, que era un cocinero joven y ambicioso, estaba hasta el gorro de preparar bistés y patatas fritas, y soñaba con cocinar platos exóticos en restaurantes de lujo. En consecuencia, cuando le pedían bisté y patatas fritas, y sopa, Joe escupía en ella para demostrar el desprecio que le inspiraba quien había elegido su comida con tan poca imaginación, y también porque había oído decir que los buenos cocineros escupían en la sopa siempre que disponían de alguna oportunidad.

La última noche que trabajé allí no tuvimos más que un pedido: bisté con patatas, y sopa. Después de madurar largamente la cuestión, Joe me sugirió que también yo escupiera después de que lo hubiese hecho él. Y lo hice, con entusiasmo.

Joe miró mi esputo, me miró a mí, y dijo:

—No podemos servirle esto.

La vuelta de la marea, la cognitio o anagnorisis, fue tan corriente como la fase de las Horas Bajas.

Estaba dando una vuelta de placer en un vagón de la Circle Line, un lunes por la tarde. En High Street Kensington subió un joven pero jorobado vagabundo al que yo conocía. (Le había visto en Notting Hill Gate, tan a menudo que prácticamente nos saludábamos con la cabeza siempre que nos cruzábamos). Como tenía ambas piernas hechas un auténtico asco, andaba por la vida apoyándose en unas muletas de segunda mano. Este agotador ejercicio hacía que sudara y atufara notablemente; lo suficiente, al menos, para haberse merecido el mote de El Sobaco Portátil.

Sobaco avanzó trabajosamente por el vagón y zambulló el hocico en un grasiento envoltorio vacío de caramelo. Le ayudé a sentarse delante de mí. Parecía experimentar ciertas dificultades: olisqueaba, roncaba, rebuscaba sus húmedos bolsillos. Luego recogió un periódico del suelo, y estaba a punto de ofrecer su nariz a las páginas de pasatiempos, cuando comprendí que, como yo siempre iba bien provisto de pañuelos, lo menos que podía hacer era ofrecerle uno, y así lo hice.

Mi reacción después de ese incidente hubiera sido, normalmente, un avergonzado análisis crítico de mi comportamiento; sí, estaba muy bien que le hubiese ofrecido…, etc. Pero lo que esa vez me molestó de mi trillado y horrorizado ademán de caridad fue la actitud más trillada y horrorizada, incluso de compañerismo, con que lo llevé a cabo. Pronto estaremos los dos debajo del puente, me pareció haberle insinuado a Sobaco Portátil.

Me apeé en la siguiente parada, Notting Hill; me fui a casa, me bañé, hice gárgaras con masaje, me cambié de ropa, aireé mi habitación, y telefoneé a mi médico y mi dentista para pedirles visita para dos días después. Aquella noche, Norman se quedó solo sentado a la mesa de la cocina, barajando los naipes y mirándome con expresión de incertidumbre. Pero yo reuní el valor suficiente como para decirle que estaba demasiado cansado, de modo que en lugar de la partidita se fue a su habitación y tuvo una pelea con Jenny.

El martes me presenté en la academia. Todos se comportaron como si no hubiese faltado ni un solo día, o como si jamás hubiese estado matriculado allí. Pies Muertos se hizo la picha un lío tratando de demostrar por qué x elevado a cero es siempre igual a uno. Mrs. Tregear, la de los muslos calizos, me explicó por qué motivo, en su opinión, era culpa de Dido que Eneas no le gustara. Firmé unos impresos que me autorizaban a presentarme al examen de ingreso en Oxford los días veintiuno y veintidós de noviembre. Faltaban unas cuatro semanas.

Más tarde, me senté a mi escritorio con una taza de té. El sol llegaba a penetrar directamente en la habitación a esa hora, y drogado por su calor, me quedé mirando mucho rato la pared de la carbonera y la verja de arriba. De vez en cuando se me quedaba la mente en blanco durante unos noventa segundos o hasta dos minutos, y cerraba los ojos y soltaba suspiros de gratitud.

Me pregunté por qué era a media tarde cuando me sentía especialmente entristecido por lo de Rachel. Apenas si conseguía sentirme celoso de DeForest, y no estaba convencido de que Rachel se hubiese comportado cruelmente. Si lo hubiera hecho, y si DeForest hubiese sido un gallo peleón, no habría dudado respecto a cuál debía ser mi actitud: me hubiera quedado como mínimo el recurso de escapar por un camino bien trazado. Consideré, imparcial, astutamente, la posibilidad del suicidio, aunque no en los peores momentos. El frasco de pastillas. La nota: «No le guardo resentimiento a nadie, pero me lo he pensado bien y la cosa no funciona, ¿no os parece? Casi funciona, pero no del todo. ¿No? Sea como fuere, os deseo mucha suerte. Charles». Pero eso hubiera sido un fastidio para Jenny y Norman. Y, además, ¿de dónde podía yo sacar un buen albacea literario a quien confiarle mis Cuadernos?

Intenté escribirle una carta a Rachel, pero aunque todas me salían muy elegantes y esmeradas, no me decían nada, de modo que me limité a archivarlas. Era como si fuese incapaz de utilizar palabras sin convertir los sentimientos en estilo. Y el teléfono estaba descartado. Pensé en remitirle ampollas llenas de las lágrimas que solía derramar en el ocaso, junto con el Romeo y Julieta de Tchaikowski, el poema «Estrella luminosa» de Keats, y una cinta de video en la que se me viera a mí metiéndome en cama y tosiendo y soportando mi soledad.

El ayuntamiento de Kensington, el lugar donde tendría que examinarme, parecía un lugar adecuado. No me atreví a entrar, pero cuando vi que un nigeriano errabundo salía del edificio, aproximadamente a las cinco y cuarto, después de haber fracasado sin duda en un intento de superar un examen de bachillerato, me acerqué a él, adopté un acento norteamericano, y le pregunté por la disposición de las mesas, la vigilancia, etc.

Me tomé una naranjada, con notable solemnidad, en un local cercano, y pensé en telefonear a Gloria. Durante la primera semana de mis Horas Bajas había ido a ver al médico marica, quien me había dicho que ya estaba bien y que no hacía ninguna falta que volviese a pasar por su consulta para dejármela tocar por él. (Probablemente esté adulándome a mí mismo; tenía el instrumento tan encogido de miedo que apenas si podía provocar carcajadas). Sí, Gloria. Todo sea por los viejos tiempos.

La llamé, efectivamente, en cuanto regresé a casa. Tuve que limitarme a emitir un murmullo erótico, pues me llegaban voces (principalmente la de Norman) desde la cocina. Primero esperé a que el mocoso que solía contestar al teléfono de Gloria (el de unos vecinos) atravesara la calle y la llamara. Luego, cuando se puso ella, solté algunos chistes, conseguí hacerla reír, y le pregunté qué haría más tarde. Gloria pasó de la risa asfixiada a un tono más serio. Le dijo al malhablado niñato que dejara de pellizcarle el culo y se fuese a tomar viento.

—Bien. ¿Qué me dices? —pregunté.

En voz más baja Gloria me informó que lo sentía, pero daba la casualidad de que tenía «novio» (literal), y que era nada menos que Terry Triconomas, y que por consiguiente no sentía deseos de poner en peligro su felicidad en ese momento de su vida. Se mostró convencida de que yo sabría comprenderlo.

Sudando de vergüenza, repté hasta la sala y me agarré a una mesa para no caer rodando.

—Pasa, pasa —dijo Norman—. Tenemos visita.

Asomé la cabeza por el hueco que dejaba la puerta corredera: Norman estaba en el sofá con dos chicas, un brazo sobre cada una de ellas. Las chicas eran Jenny y Rachel.

—Joder.

—Pasa, onanista, y siéntate a tomar el té con nosotros.

—Aquí tienes una taza —dijo Jenny.

—Siéntate —dijo Norman—. Me la he encontrado en la calle. He salido a por el News, y allí estaba ella. Me ha dicho que tenía que regresar a casa —⁠dijo estrujando los hombros de Rachel⁠—, pero la he convencido para que subiera a tomar el té aquí.

Rachel me miró con una expresión de desamparada disculpa, igual que cuando mi padre le sugirió que fuera a pasar con nosotros el fin de semana.

—¿Cómo es que has salido tan tarde? ¿No terminas a las cuatro? —⁠le pregunté.

—He tenido que quedarme para terminar un trabajo.

Luego no era por DeForest. Me di cuenta de que estaba mirándola embobadamente encantado.

—¿Ah sí? ¿Sobre qué?

—Daniel Deronda. ¿Lo has leído?

—Desde luego que no —dije, faltando a la verdad.

Norman frunció el ceño.

—Ah, lo vi en la BBC 2. No está mal, ¿verdad? —⁠Miró el reloj⁠—. Eh, dejémonos ya de té. Voy a serviros una copa.

—¿No sería mejor que subiéramos? —⁠preguntó Jenny en voz quejumbrosa.

Norman rechazó la insinuación con un ademán de la mano.

—Solo una copa.

Jenny recogió la bandeja del té. Rachel la ayudó. Yo me quedé mirando por la ventana. Poco después reapareció Norman con una tintineante y cargada bandeja que parecía el barrio de Manhattan en miniatura, más una botella de vino en cada bolsillo de la americana, y otra de Dubonnet que asomaba la cabeza por encima de la parte anterior de sus pantalones.

Después tuve tiempo sobrado para correr el riesgo de dejarme embaucar por las esferas castañas, la tez dorada, ese pelo en el que podías mirarte como en un espejo, y hasta la nariz, también bastante brillante, y los labios casi de color marrón. El blusón blanco no realzaba sus pechos, pero por otro lado ondeaba airosamente sobre el extremo superior de sus delgados muslos de Bambi.