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Chapter 14 - Menos veinte: La canícula

Se acerca el final de la historia, y voy a regarlo con un buen vaso de vino. Pero me parece que no me ha bastado.

Mi padre está solo en la sala, con un original mecanografiado y un vaso de sifón junto a él.

—Hola —le digo—. Había pensado tomarme un sorbito de… whisky.

—Hola —alza la vista como si estuviera tratando de captar mi mirada en una habitación repleta de gente⁠—. ¿Por qué no te lo tomas aquí, conmigo?

—Oh, bueno, de hecho tengo que ir a escribir todavía un rato más. Pero… ¿cuánto tardarás en acostarte?

—Media hora más o menos.

—Entonces, bajaré luego. Valentine no está, ¿verdad?

—Se ha ido —dice mi padre inclinando la cabeza a un lado.

—Es que quería ir a buscar una cosa a su habitación.

—Ah, bueno. Baja luego, después de medianoche.

La habitación de Valentine había sido la mía. Cambiamos de cuarto cuando yo tenía quince años. ¿Creen que me opuse? En absoluto. Me encantó la idea. Las buhardillas siempre me habían parecido más intelectuales y elegantes, al menos entonces. Me apoyo en el alféizar de la ventana y aspiro el emocionante aire fresco de la noche. Pienso en mi formativa experiencia heterosexual. Será solo un minuto.

El primer verano postbronquítico de Highway.

Madre estaba sufriendo un ataque de introspección menopáusica, de modo que, como terapia, mi padre la convenció para que diera una fiesta —⁠el sábado, en el jardín⁠— para trabar amistad con alguna de las mujeres del barrio. Al fin y al cabo, contaba con la ayuda de Jenny, y también con la de Suki, una amiga de la universidad que estaba pasando unos días en casa. Suki me produjo inmediatamente un efecto especial. Acababa de terminar El molino del Floss y estaba dolorosamente enamorado de Maggie Tulliver (la heroína más sexy de toda la historia literaria), cuya belleza agitanada me parecía encontrar también en Suki. Es más, una chica con un nombre como ese —⁠pensaba el adolescente⁠— debe de ser capaz de todo; no hay nada que una chica con un nombre como ese no esté dispuesta a hacer.

Madre supervisó los preparativos en plena histeria espumeante. A los chicos nos mandaron a nuestras habitaciones para que no estorbáramos.

—¿Se puede saber a quién diablos ha invitado mamá? —⁠dijo mi hermano mayor⁠—. ¿A María Antonieta?

Yo me quedé mirando por la ventana. A fin de garantizar un constante abastecimiento de agua caliente, estaban colocando un hornillo de gas junto a la ventana de la cocina, justo debajo de mi habitación. También habían dispuesto una mesa: pasteles que parecían castillos de arena, húmedos estratos de pan y mermelada, huevos duros dispuestos en forma de pirámide…

Un montón de brujas alborotadoras se agrupó a las cuatro en punto en el jardín; algunas, jadeando como perros, formaron cola para que les dieran té; otras se sentaron en las tumbonas y se dedicaron a contemplar un montón de herramientas de jardinería como si de una pantalla de cine se tratara. Mi madre tardó solamente quince minutos en caer rendida y desaparecer: o bien la fiesta no había hecho más que agravar su sentido de alienación introspectiva, o sus tranquilizantes, neutralizados hasta ese momento por la adrenalina, le habían hecho efecto de golpe, dejándola fuera de combate. Alguien la ayudó a retirarse a su habitación. Jenny se quedó en el jardín para encargarse de las brujas. A Suki le correspondió preparar el té e ir sirviéndolo.

Suki llevaba un vestido veraniego de algodón color incendio, y resultó que este vestido tenía un pronunciado escote delantero. Cada vez que Suki se inclinaba hacia delante, cosa que tenía que hacer cada dos por tres, y si al mismo tiempo yo estiraba el cuello al máximo, cosa que hacía siempre que era necesario, conseguía ver la parte del león de sus duros y firmes pechos, así como, en una ocasión, un leve destello pardo de un pezón. Me instalé con un libro de bolsillo en el alféizar de la ventana, y me pasé allí más de una hora. A medida que Suki iba sintiéndose más acalorada y el sudor perlaba su frente y sus hombros, y se apartaba frecuentemente el pelo de la cara, sus movimientos iban pareciéndome cada vez menos relacionados con la tarea de preparar y servir el té, y cada vez más lentos y tranquilos y eróticos. La llama del hornillo de gas la rodeaba de un aura de calor, ascendía reptando por la pared, y me llenaba la boca de denso aire. Después su cuerpo empezó a serpentear y retorcerse; yo no podía enfocarla, pero para mí era lo único que valía la pena mirar.

Hacia el final de la fiesta Suki se reunió con las últimas brujas y yo me retiré de la ventana, dejé el libro de bolsillo, y me tambaleé de un extremo a otro de la habitación, escurriéndome literalmente las sudorosas manos. No comprendía cómo había podido dedicarme a jugar a crucigramas, leer, peinarme o lavarme los dientes o comer, teniendo en cuenta —⁠ahora todo estaba claro⁠— que el rostro de Suki era como era, y que sus pechos eran lo que eran. Me derretí sobre la cama y me quedé allí temblando hasta que, sin culminación, empecé a sentirme muy frío en lugar de muy acalorado, y las voces de las mujeres, inaudibles al principio, parecieron llamarme desde el jardín.

Al día siguiente me sentí sudoroso y febril y decidí quedarme en cama. (Además, ¿cómo podía enfrentarme a Suki?). Los demás creyeron que se trataba de un nuevo ataque de bronquitis, pero yo sabía que era otra cosa. No. Chico marica conoce a chica maravillosa, y nunca vuelve la vista atrás.

Puesto de rodillas, y a la luz que sale por las ventanas de la salita, puedo ver el parche de color gris en el que la hierba no llegó jamás a recuperarse del todo después de aquella tarde serpenteante y gaseosa. Cierro la ventana con aire de tímida resolución. Creo que ahora sé cómo serán las cosas. Cuando paso delante de la habitación de Madre, la oigo llamar «¿Gordon?», pero dudo, me encojo de hombros, y no hago ningún ruido, tras haber decidido atenerme a la narración.

Anteayer, la noche anterior a mi subida a Oxford para la entrevista, fue la noche de mi vida: un apropiado bajorrelieve para este solitario desenlace.

Por la tarde habíamos tomado el té los cuatro. Todos se ocupaban agradablemente de mí: Jen dijo que se levantaría y me prepararía un desayuno «como Dios manda», Norman se ofreció a llevarme en coche a la estación de Paddington, Rachel insistió una y otra vez en que mi entrevista sería una mera formalidad. Más tarde, ella y yo bajamos y nos pasamos media hora en la cama. Pensé que aquel sería, quizá, mi último polvo juvenil y así: tuvimos la piel tan suave como la de las setas, nuestro aliento era imperceptible, nuestras exigencias de lo más normal, nuestros orgasmos coincidentes. Y cuando me quité el condón y, envuelto en un kleenex, lo arrojé al fondo de la papelera, no sentí ningún rencor, ni la menor sensación de haber sido objeto de algún abuso. Nos vestimos en ecuánime silencio. Cuando la acompañé a la pálida luz del sol para buscarle un taxi, me sentí muy fuerte.

Pero a las siete en punto ya estaba sentado a mi escritorio. Un último repaso a la Carpeta de la Entrevista: sesenta folios de notas y sugerencias, organizadas por secciones —⁠Acentos, Evitar Discusiones Detalladas, Presencia de una Mujer Entre los Entrevistadores, Vestimenta⁠— y subsecciones —⁠«Guiños», «Entradas», «Cruzar piernas», «Adulación, indirecta»⁠—. Pero apenas conseguí concentrarme. En estos momentos, o bien pensaba que mis exámenes habían sido tan brillantes que prácticamente suponían haber firmado el certificado de defunción de toda la crítica literaria anterior; o bien lo veía todo absolutamente negro y lo que tenía que hacer a mi llegada a Oxford era vigilar la aparición de unos enfermeros de bata blanca que, alertados por la Universidad, se arrojarían sobre mí armados de una red y una buena dosis de cloroformo. ¿Qué ocurriría cuando me presentara allí? ¿Me agarrarían por su cuenta los encargados de la disciplina para arrastrarme hasta uno de los retretes y darme una paliza? ¿O irían a recibirme a la estación el vicedecano y el alcalde de la ciudad, y me llevarían en coche descubierto por las calles para que saludase a las masas, sonriendo, y quitándome el confetti del pelo?

—Diga —dijo una atareada voz femenina⁠—, ¿qué número pide, por favor?

—Ah, Western veintiocho catorce.

—¿Y su número es…?

Se lo di.

—¿Ocurre algo? —pregunté—. ¿No pagan las facturas?

—Nos han pedido que interceptemos todas las llamadas dirigidas a este número.

—¿Por qué? ¿Llaman muchos perversos?

La chica rio y su voz habló más relajada:

—En realidad no estoy segura. Me parece que hay alguien que ha estado llamando a todas las horas del día y de la noche, y después cuelga. Y llama desde cabinas de la calle, y las deja luego descolgadas.

—Enloquecedor. Bueno, creo que conmigo querrán hablar.

—Un momento.

—… Aquí Gordon Highway.

—¿Padre? Soy Charles…

—Ah, Charles. ¿Puedo ayudarte en algo?

En no mucho, según pude comprobar. Había telefoneado para averiguar si había conseguido forzar a sir Herbert a que le revelase alguna información. No hubo suerte. Mi padre se vio reducido no a decir, pero sí a disimular que de hecho decía que Herbie no tenía ni puta idea de nada, y encima, mi padre se había olvidado de preguntárselo.

—Ah —dije—. He llamado a casa, por cierto… Pensaba que quizás estarías allí.

—No, no. La semana que viene no iré a la oficina, de modo que tenía intención de no subir hasta mañana. ¿Quieres que te lleve en coche?

—No hará falta.

—Bien, siento no haber podido… Espera. Un momento. Vanessa quiere decirte algo.

—Oye —dijo Vanessa—, ¿cuál es tu college?

Se lo dije.

—Bien. Han elegido a un tío nuevo.

—¿Qué clase de tío?

—No sé nada de él. Solo que es un cabrón de mierda.

Con la mayor suavidad hojeé mi Carpeta de la Entrevista. Al cabo de tres cuatros de hora me había aprendido de memoria: Generalizaciones Altisonantes, más el párrafo que trataba de «poco articulada sinceridad». Luego pasé a Cambio de Apariencia a Mitad de Entrevista. Este apartado terminaba:

17. Entrar sin las gafas; ponérselas, a) si el catedrático es mayor de cincuenta años; b) si el catedrático lleva gafas.

18. Americana desabrochada; si el tipo es un viejales, abrocharse el botón de en medio al entrar.

19. Pelo encima de las orejas; si el tipo es un viejales, ¿meterlo detrás de las orejas al entrar?

Aquí había una nota a pie de página que me remitía al apartado 7 del capítulo Acentos.

Adaptarse gradualmente. Si la diferencia fuese abrumadora (clase alta frente a regional), toser al comienzo de la segunda frase y decir: «Lo siento, estoy un poco nervioso», utilizando exactamente el mismo acento que el catedrático.

Me mordí el labio… Por fuerza tenía que existir algún común denominador. ¡Claro! Todos los catedráticos son maricas, ¿no? Quizá tendría que arriesgarme: dejar toda la ropa cuidadosamente doblada junto a la puerta, y entrar desnudo. ¿O presentarme con pantalones transparentes y sin calzoncillos? O aparecer, sencillamente, con la bragueta abierta y la polla colgando. O…

Oí sonar el teléfono. Jen y Norm habían salido a cenar, de modo que cerré la carpeta y subí corriendo a contestar. Rachel, posiblemente.

No era Rachel. Era Gloria.

—Caray, ¿y qué tal estás? —⁠pregunté.

Gloria no estaba del todo mal. De hecho, se encontraba en una cabina a dos pasos de casa y sugirió pasar a verme, dentro de una media hora más o menos. Quiso saber si me parecía bien.

—Muy bien, claro que sí. ¡Hasta ahora!

Me quedé en el pasillo, dando cuerda al reloj para no estar sin hacer nada.

—¡Y no sabes lo que he llegado a aburrirme! Tel [Terry] no me dejaba a sol ni a sombra. No se apartaba ni un momento de mí, se ponía como una furia en cuanto le dirigía la palabra a otro chico. En serio, oye, al principio me gustaba, pero al cabo de poco la cosa acabó poniéndome los nervios de punta.

Gloria rio escandalizada, llevándose la mano a la boca para ocultar sus pequeños y sucios dientes.

—Pobrecilla. ¿Y qué hiciste?

Gloria estudió su vaso de ginebra.

—Le puse cuernos.

—¿Y qué dijo él?

—Me zurró. Y dijo que era una puta. Y ahí se acabó todo.

Pronuncié un discurso, con acento de clase media baja y entonación coloquial, acerca de lo fastidiosos que resultan los celos sexuales en todas sus manifestaciones. (A mitad del mismo, Gloria se quitó la cazadora de cuero, con la mirada fija en mis ojos, para revelar una ajustada camiseta púrpura que, a mi entender, armonizaba fatalmente con sus shorts cortísimos de ante color pardo. Aunque era evidente que llevaba bragas, también era evidente que no llevaba ni medias ni sujetador). Cuando el discurso estaba a punto de concluir, volvió a sonar el teléfono.

—… a no ser que estés decidida a pasártelo mal. Espera un momento.

Subí corriendo.

Llamaban desde una cabina. ¿Terry? No, Rachel.

—¿Charles? ¡Oh, Charles, seguro que no adivinas lo que ha ocurrido!

—Cuéntamelo.

—Mamá se ha enterado. Se ha enterado de lo de París.

—¿Cómo?

—Fue a ver al aya…, y lo ha averiguado.

—Pero ¿cómo?

—No importa el cómo… —Parecía a punto de llorar, pero prosiguió a duras penas⁠—: Mamá vio lo pequeño que era el apartamento, le preguntó dónde dormí yo… No sé.

—Entiendo. ¿Dónde estás ahora?

—En casa del aya. Mamá me ha echado de casa.

—Será mejor que vengas aquí.

—Bien. Pero tendré que quedarme aquí un rato —⁠dijo⁠— porque el aya está hecha un manojo de nervios. Cree que todo ha sido por culpa suya y…

—… Bueno, desde luego que lo es…

—¿Qué hora es? Mira, pasaré por allí a eso de las nueve. ¿De acuerdo?

Cuando me precipitaba corriendo hacia abajo, me detuve un momento a pensar.

Gloria se había descalzado y estaba tendida en la cama. Yo me senté al borde.

—Me encanta charlar contigo, Charlie. Siempre consigues animarme.

Ocho y cinco. Intrincado lío de cuerpos. Los dedos de Gloria jugueteaban con la hebilla de mi cinturón. Los míos temblaban entre el ante y el húmedo algodón. Empantanamiento de besos.

Ocho y quince. Gloria se separó de mí y se quitó la camiseta. Empecé a desabrocharme. Luego dejé de hacerlo. Pero Gloria se quitó sus shorts; los dejó caer al suelo, sacó un pie y luego el otro. Aquellos pechos maravillosamente carentes de toda sutileza, aquellos pechos tan poco literarios, tan grandes. Gloria sonrió.

—No tomo la píldora, Charles.

—No me digas que tú tampoco… No te preocupes, tengo…

Volví a vacilar, y sentí un estremecimiento de sobriedad. Gloria introdujo ambos pulgares debajo de la goma de sus bragas, y sus bragas marcaron un bulto enorme…, como si albergaran toda una polla, o incluso dos.

—Tengo preservativos —dije.

Ocho y veinticinco. Después de un torticolístico ratito de soixante-neuf y una breve fase dentro de ella sin funda, agarré la cajita y extraje el último condón que albergaba. No me preocupó en absoluto, porque guardaba mis reservas en otro sitio. Esta caja es como una pitillera fardona.

Ocho y treinta y cinco.

—Sí, también para mí ha sido fantástico —⁠dije, sinceramente⁠—. No, gracias, estoy intentando dejar el tabaco. Oye, Gloria, ocurre que mi hermana y su marido van a regresar de un momento a otro. ¿Verdad que no conoces a Norman? ¿No? Bueno, verás, es uno de esos tipos tan puritanos, ya sabes. Tuvo una educación muy estricta. En fin, que podría… Oh, supongo que llegará a las nueve menos cinco, o menos diez. Nada, no te preocupes. En realidad no hay por qué asustarse. Pero a veces se pone furioso. Ya sabes cómo son los ricos. No saben tomarse las cosas con calma. Además, mañana mismo tengo que presentarme a la entrevista para ingresar en la Politécnica de Leeds.

—También yo tengo que irme. Me alegro de haber podido estar contigo todo este rato.

—Lo mismo digo.

El condón pasó a hacerle compañía a su gemelo (ligeramente) más pesado.

Ocho y cuarenta y cinco. Gloria sonríe mientras se cubre sus manchados pechos con la camiseta. También yo sonrío, porque de lo contrario podría empezar a cagarme por toda la habitación. Me muero de ansiedad.

Ocho cincuenta y cinco.

—Adiós, cariño. Mañana te llamo.

La conduzco a toda prisa hacia la puerta.

—Gracias por ser tan encantador —⁠dice Gloria.

—¿Yo? Tú sí que has sido encantadora —⁠digo yo.

Y volvió a sonreír con picardía, y se fue corriendo.

Sosteniéndome a duras penas en la barandilla, me entregué en cuerpo y alma a diez segundos de ejercicios respiratorios. Luego bajé como un rayo, espolvoreé de talco las sábanas y mis genitales, busqué huellas de maquillaje y carmín en la almohada, lancé kleenex usados a la papelera y de una patada mandé el vaso de Gloria debajo de la cama. Agradecí al Señor que ya me hubiera acostado con Rachel aquella misma tarde: eso justificaba que las mantas estuvieran arrugadas y la habitación oliera a conejo. Mientras hacía gárgaras con Dettol en el baño, investigué mi piel por si había aparecido algún grano postcoítico. Mi cara era un puré de frambuesas. La sumergí en agua fría. Si Rachel dijese algo, tendría que contestarle tartamudeando que estaba terriblemente preocupado por todo.

—¿Ah sí? No, es… Solo que estoy terriblemente preocupado por tototodo. ¿Queque ha sido exactamente lo queque te ha dicho tu madre?

—Ya sé que es un lío increíble. Pero no te preocupes, mi amor. La culpa no es tuya.

—Me siento responsable.

—Tonterías. Para empezar, la idea fue mía… Pero ha sido horrible. Ha entrado en mi habitación y, con la mayor calma, me ha dicho: «Ya sé que no estuviste viviendo en casa del aya. ¿Quieres decirme, por favor, dónde has pasado esos días, o voy a tener que llamar a la policía?».

—La policía. Mmm, no te jode. ¿Quién se ha creído que es? ¿No se ha enterado que las cosas ya no funcionan así? Tienes veinte años, y ella no puede…

—Ya te dije que hay cosas que la ponen histérica. Creo que Papá… —⁠Rachel entrelazó nerviosamentes los dedos y se quedó mirando su regazo.

—¿Y qué le has dicho?

—Le he contado la verdad.

—¿No podrías haberte inventado cualquier cosa? No, imagino que no.

Se desplomó sobre sí, temblando y sollozando bajito. Le rodeé los hombros con el brazo y tomé un trago de ginebra. Me fijé en que la luz de las farolas de la calle hacía que el polvo de las ventanas de la salita pareciese dorado, como si lo hubiesen puesto allí para producir un efecto decorativo.

Cuando bajábamos a mi cuarto sonó el teléfono.

—A lo mejor es Mamá —dijo Rachel.

No lo era.

—Aquí, Bellamy. ¿Eres tú, Charles? —⁠preguntó en un gorgoteo de borracho⁠—. Supongo que no te ha sido posible venir.

—No. Lo siento.

—Ya. Bien, la entrevista es mañana. ¡Bonne chance! Quizá cuando ter… Quizá pudieras. Charles, me encantaría que nos viéramos. Querría…

—No. Lo siento. Adiós —le interrumpí, y colgué.

—¿Quién era?

—Se equivocaban de número.

Lo lógico hubiera sido que Rachel se tranquilizara poco a poco, pero cuando nos metimos en cama era un puro temblor.

—Haz que me sienta segura —⁠repetía insistentemente en la oscuridad⁠—. Por favor, haz que me sienta segura.

Accediendo a sus súplicas, la envolví en un complicado abrazo. Pero ella seguía empeñada en susurrarme cosas.

—Espera un momento —le dije.

La caja de condones estaba vacía, naturalmente, de modo que busqué la otra. Para qué quieres condones, me dije a mí mismo. Al fin y al cabo, solo te saldrá sangre, si es que sale algo.

También la otra caja estaba vacía.

—Mierda. No me queda ninguno.

—Sí —dijo Rachel—. Quedaba uno. Me he fijado esta tarde.

En un tono de voz que podría haber sido de mi hermano más pequeño, pregunté:

—¿Estás segura?

—Completamente.

Me volví de espaldas y fingí rebuscar en el cajón.

—Ah sí, aquí está. Vaya. Se me ha caído a la papelera. Maldita sea… —⁠Mis dedos tropezaron con el de Gloria, lo apartaron a un lado, penetraron por entre un revoltillo de kleenex, pieles de plátano y ceniza de cigarrillo, hasta encontrar el que había usado con la propia Rachel aquella misma tarde. Soy una persona considerada, naturalmente. Discúlpenme, pero soy una persona de principios. Es cierto que el de Gloria hubiese ido mejor, porque el de Rachel estaba mucho más sucio y húmedo y frío que el otro. De todos modos, usar el de Gloria me hubiera parecido, no sé, vulgar, y, además, un insulto para una chica tan magnífica.

Por fortuna, tuve esa clase de erección que solo la familiaridad puede fomentar. Abriendo mucho los ojos, conseguí meter el condón sobre la punta, y tiré hacia abajo.

—Ya está.

Rachel abrió las mantas para que yo entrase.

Veinte minutos más tarde, en el baño de abajo, me miraba al espejo que está encima del lavabo. Era una cara demasiado chupada y desinteresada para ser la mía. Mientras la observaba, su actitud inexpresiva empezó a transformarse en un gesto, una mueca, que llegó finalmente a convertirse en una sonrisa. Mira, chico, los menores de veinte años hacen estas cosas todo el día. Recuerda: solo se es joven una vez. El joven no está destinado a la culpa sino a la lujuria más desatada; no está destinado al remordimiento sino a la exultación; no está destinado a la vergüenza sino al cinismo. Tal como tú mismo has sabido expresarlo, en uno de los pasajes más primaverales de «Solo la serpiente sonríe»:

Pringosa la cara.

Largas listas

De polvos, ligues.

Miel y rocío;

Calor y sudor,

Esa inocente mirada

A la imagen

Del baño:

La canícula.

El auténtico joven es un ego abandonado en una isla desierta, pero siempre tiene la espalda vuelta contra nuevos barcos; posee una especie de fuerza subnormal que le permite vivir en su soledad. No te olvides de que has estado malvendiendo tu juventud por ella.

Me guiñé un ojo y cogí la hoja de afeitar. Tenía que rajarle la garganta al condón para que, al tirar de la cadena, bajara mejor; una operación complicada, ya que generalmente aquel baño tenía apenas el tamaño suficiente para que cupiéramos mi polla y yo, y nada más, y ahora tenía que estirármela y adelantar el brazo para accionar la hoja de afeitar. Cerrando los ojos, busqué a tientas la bolsita de la punta: tirar de ella, bajar la vista y cortar. Me dio la sensación de que lo tenía muy apretado (¿se habría contraído por haberlo utilizado más de la cuenta?), pero conseguí tirar de él (lo cual me produjo un inesperado dolor), coloqué la hoja de afeitar en la posición adecuada, y bajé la vista. Entre el pulgar y el índice no encontré la goma del condón, sino mi prepucio.

Lo primero que pensé, mientras la hoja tintineaba al caer al suelo, fue que había estado a punto de autocircuncidarme. Lo segundo: ¿a dónde ha ido a parar el condón?

Medio sepultada entre los pelos, encontré la goma enroscada junto a los huevos.

Se había roto. Rachel estaba embarazada.

Pero, aunque yo ya no lo fuera, la noche era joven.

Rachel estaba sentada en la cama, apoyada en las almohadas, como un chico, fumando.

—¿A dónde has ido?

—A refrescarme un poco.

Me hizo sitio a su lado.

—Oye, Rachel. ¿Preferirías que te contase una cosa que tal vez sea para ti un motivo de preocupación, aunque fuese posible que al final no hubiese de qué preocuparse? ¿Aunque fuera totalmente innecesario preocuparse?

—Claro. Y, además, ahora no tienes más remedio que decírmelo.

—¿Aunque podría igualmente contártelo más adelante, cuando ya no fuera motivo de preocupación?

—Sí —me besó en la mejilla—. Porque yo también tengo que decirte una cosa.

—¿En serio? ¿Qué?

—Primero me dices tú la tuya, y luego te diré la mía.

—No, tú primero. Anda. Te prometo que, sea lo que sea, no me importará. —⁠No pude impedir que se notara la ansiedad en mi voz.

Se llevó el pitillo a los labios. El humo salía de su boca y su nariz mientras decía:

—Ya sabes todo lo que te he contado sobre mi padre. Pues bien. Todo era mentira. Jamás le he visto ni he hablado con él ni he tenido noticias suyas.

Me quedé mirando al techo.

—Entonces, todo eso de París…

Dijo que no con la cabeza.

—Así que ni siquiera te llama nunca por teléfono…

—Todo era mentira.

—¿Ni siquiera una sola carta?

—Nada. Nunca.

Moví las piernas.

—Joder.

Me besa apresuradamente.

—Es una tontería, pero siempre hago lo mismo. No sé por qué. No quiero hacerlo, pero me sale.

—Pero ¿por qué?

—No lo sé. Quizás así me siento más…

—¿Más qué? ¿Más… concreta, más definida?

—Imagino que sí. No. No es eso. Simplemente que así me parece que no soy tan patética.

Su voz sonó de una forma absolutamente nueva.

—No tan patética —dijo.

—… oh, cariño, no te preocupes. Me importa un rábano, en serio.

Mientras Rachel lloraba sobre mi hombro, hice una revisión crítica sobre la teoría de que su padre era Jean-Paul d'Erlanger. Hay, sin duda, algunos detalles muy logrados. Me gustaba todo eso de las iracundas llamadas telefónicas, por ejemplo. Y era impresionante que Rachel hubiera sabido protegerse tan bien: todos esos comentarios sobre el tacto con el que todo el mundo evitaba tratar ese tema, sobre lo bondadosos que se mostraban todos no refiriéndose jamás a su existencia. Lo más probable era que DeForest todavía no supiera la verdad. Pero ese Apasionado Pintor Parisiense, y todas esas memeces tan románticas sobre la Guerra Civil española… La verdad… ustedes me dirán.

Con renovada curiosidad, con reavivada conciencia del misterio que Rachel seguía albergando, besé las húmedas esquinas de sus ojos. Porque, vamos, hombre, seguro que está chiflada. Por fuerza. También yo mentía y fantaseaba y engañaba; también mi existencia no era más que una red prismática de mendacidad, aunque en mi caso todo aquello resultaba más…, ¿qué?…, más lúdico, más literario, una respuesta no tanto a necesidades sentimentales como intelectuales. Sí, ahí estaba la diferencia. Volví a abrazarla con fuerza. Qué cosita tan desconocida me resultaba ahora. Era como estar en la cama con otra chica.

Al cabo de una hora ya había convencido completamente a Rachel de que me gustaba y no la encontraba en absoluto despreciable.

—¿Qué era —me dijo entonces— lo que tenías que decirme tú?

Parte de mi cabeza debía de haber estado dándole vueltas a este asunto. Cuando hablé fue sin la menor vacilación.

—Ah, eso. Bueno, en realidad, creerás que es una tontería. Nada, solo que…, creo que hice una porquería de exámenes y no conseguiré ingresar en Oxford. Tengo la sensación de que cometí un grave error de juicio.

Mientras Rachel murmuraba frases tranquilizadoras, afuera, el viento, que había soplado toda la tarde con fuerza, empezó a producir sus antiguos ruidos portentosos, a silbar por las rendijas de la puerta de la bodega, y hacer temblar los cristales de las ventanas.