Así que tengo diecinueve años y generalmente no sé lo que me hago; robo mis ideas de los libros, tomo prestadas mis miradas a los ojos de otros, no adelanto a los subnormales ni tullidos por la calle porque temo que mi agilidad les deprima, me encanta ver jugar tanto a los niños como a los animales, pero no me importaría ver cómo le dan una patada a un pordiosero o cómo atropellan a una niña porque no son más que nuevas experiencias que voy acumulando; no me gusto a mí mismo y observo con burlona sonrisa este mundo más feo y menos inteligente que yo. Supongo que todo esto es de lo más corriente, ¿no?
Ahora amontono los papeles que forman El libro de Rachel. Las manecillas del despertador forman una «V» de Victoria, muy cerrada y ligeramente inclinada hacia un lado. Dentro de siete minutos se fundirán en una sola.
Naturalmente, a la mañana siguiente me sentía delirante. (Todavía noto los efectos en este momento, cuarenta horas después; se me ocurre que el agotamiento es la droga más barata y fácil de obtener de todas las que hay en el mercado).
Rachel, que normalmente se despertaba del todo en cuanto yo me movía, siguió dormida mientras con los ojos entrecerrados buscaba yo mi ropa y mis apuntes para la entrevista. A las tres en punto de la madrugada, es decir cinco horas antes, le prometí que me despediría antes de irme. Pero no me pareció que tuviera sentido hacerlo.
Llevado por un extraño impulso, en lugar de eso decidí llevarme conmigo El libro de Rachel.
Norman estaba sentado en la cocina, solo, estudiando la sección de tías buenas del Sun. Evidentemente, Jen se había olvidado su proyecto de prepararme un desayuno como Dios manda.
—¿A qué hora sale tu tren?
—A las nueve y cinco.
(Teóricamente tenía que haber llamado al college para averiguar la hora de la entrevista, pero mi nombre es de los de la mitad del alfabeto, y supuse que no sería antes de las diez y media).
—Falta muchísimo —dijo Norman.
Tomamos en silencio una taza de té y pan con mantequilla, naturalmente. El café es un desayuno de maricas, y las tostadas quedan para los progres. Me notaba la lengua hirsuta y me escocían los dientes.
Nueve menos veinte:
—Venga, vámonos. Con este traje pareces una antigualla. ¿De dónde lo has sacado? ¿Material sobrante del ejército? Toma, aquí tienes una carta. Del extranjero.
Norman hizo rugir su Lotus Cortina, su americana azul colgada del gancho a su espalda. El coche olía a gasolina, plástico, camisas de nylon transparente, y concentrado de sudor. Miré el sobre y me lo guardé en el bolsillo. Coco.
—¿Listo?
Tras cinco segundos de estruendosos estremecimientos, el coche salió catapultado calle abajo.
—¿Está cansada Jenny? —grité, cuando volvíamos a aterrizar después de que Norman nos hiciera volar cuando tomó sin frenar la curva para entrar en Bayswater Road.
—Sí —al llegar al semáforo desaceleró de setenta y cinco a cero kilómetros por hora—. Ahora no le conviene madrugar.
Al primer indicio de ámbar, Norman lanzó el coche hacia adelante, serpenteando por entre los demás vehículos como un esquiador.
—Así que, ¿cuánto le falta?
—Hasta finales de mayo.
—¿Estás contento?
Se encogió de hombros, metió la segunda, tocó la bocina (un claxon horterísima, que tocaba las cuatro primeras notas de la Marcha nupcial), y adelantó chirriando a un camión por la izquierda, haciendo que un peatón cayera humildemente de rodillas en nuestra estela.
Más semáforos.
—¿Por qué no te decidías a tenerlo? —Norman aumentó atrevidamente las revoluciones del motor y murmuró amenazas al conductor de la camioneta del repartidor de leche que estaba a su lado—. ¿No querías sentirte atado? —Volvíamos a estar en marcha, aplastados contra nuestros asientos por la inercia.
—¿Te has tirado alguna vez a una furcia que baya parido?
—No.
No me había oído, de modo que volvió la cabeza hacia mí, con la boca abierta de par en par. Negué con la cabeza.
—Pues yo… —zigzagueó enloquecidamente, se embutió entre un taxi y una furgoneta de reparto de prensa, y se coló, con dos ruedas en el aire, hacia Queensway—…, pues yo sí. Y no es ninguna broma. Ni siquiera te enteras de que ya estás dentro.
Norman dio un chirriante frenazo para detener el coche justo al borde de un paso cebra, dejó que una presumida rubia lo cruzara, y salió de nuevo como una flecha, rozando los botones del abrigo y planchando las punteras de los zapatos de un par de siameses subnormales.
—Es como agitar una bandera en el aire.
Otro semáforo. Quise preguntarle a Norman si había leído a Swinburne, pero él prosiguió:
—Y se les cae la tripa. A lo mejor Jen lo resiste bien. No sé, joder, le dije que si quería un niño lo adoptase, pero… ¡a las muy putas les gusta tenerlos! Se les queda el coño —apagó bruscamente la calefacción— como puré de patatas. Y las tetas —habíamos arrancado de nuevo— les huelen a leche agria. Y se les caen. Peor que flanes.
—¿En serio?
—Sí, tío, sí. Como las de las negras viejas. Pero al final pensé, al carajo. Jen está muy bien. Las tiene muy firmes. Por otro lado, ahora ya no me la tiro casi nunca. Te dejaré aquí. ¿Cuándo estarás de vuelta?
—No lo sé —dije, con voz de sorpresa—. Probablemente esta noche. Dile a Rachel que esta noche. Y gracias por traerme.
Me arrancó la manija de las manos. Vi a Norman que aceleraba con tremenda determinación, el torso encorvado sobre el volante, mientras un tablero de ajedrez de monjas empezaba a cruzar la calzada.
Durante la hora que duró el viaje en tren, la Carpeta de la Entrevista permaneció cerrada sobre mis piernas. Temblaba estudiadamente, y tuve que ir un par de veces al lavabo para disfrutar de algunas convulsiones. ¿Era posible que ese fuera el único motivo de Norman? A menudo había considerado esta posibilidad, para rechazarla pensando que era demasiado repugnante; jamás se me ocurrió que pudiera ser verdad. Y Norman…, tan vehemente, tan irreflexivo, tan libre. ¿Somos todos tan Patanes desde el punto de vista de las emociones? ¿Era extraño que Norman no se mostrara muy dispuesto a tener que meter su manubrio en una caliente empanada de carne el resto de sus días? ¿No les hubiera ocurrido lo mismo a ustedes?
Cuando me rebuscaba los bolsillos tratando de encontrar algún pañuelo, tropecé con la carta de Coco. Casi no recordaba quién diablos era. Fuera como fuese, se disculpaba por la confusión que me había creado al hablar del «País del Quizá»; era una expresión que solían usar Coco y sus amigas para referirse de modo aproximado a la zona de las fantasías y deseos humanos; de hecho, era un país inexistente. En lo que se refiere a mí, otra pregunta (si la podría joder o no cuando viniera a Inglaterra), «… no estoy segura de si voy a estar preparada…». A modo de respuesta, primer borrador, redacté una paráfrasis en prosa de unos versos de A su amante tímida de Marvell: «Si dispusiéramos de todo el tiempo del mundo, tu atractiva "modestia" sería perfectamente aceptable. Podríamos relajarnos y considerar…», etc., etc. Este ejercicio, que me hubiera calmado y estimulado en circunstancias normales, no sirvió ahora para ninguna de las dos cosas.
Caminé arriba y abajo por el tren, choqué violentamente, como una pelota de saque, contra las paredes de los pasillos, impulsado por el balanceo y el vaivén de los vagones, rechacé periódicos, pasteles bacterianos y rígidos emparedados, tazas medio vacías de agrisado té, y sorteé niños gordezuelos de mugrientos labios y mejillas, cuidados por mujeres que cualquiera hubiese podido confundir con futbolistas retirados, así como hombres inexpresivos que viajaban solos.
Llamé y entré en las habitaciones del doctor Charles Knowd, ni siquiera parcialmente desnudo, y con mi nuez en la punta de la lengua. Según el cartel de la entrada, la entrevista había empezado hacía diez minutos; el portero, un tipo con blazer y de perturbadora apostura (al que me dirigí llamándole «señor» y «su serena majestad», como un yanqui), me escoltó personalmente hasta la escalera apropiada, y me dijo cuál era el despacho al que debía dirigirme. Entré pronunciando disculpas a voz en grito.
El uno frente al otro, ante una estufa eléctrica sin enchufar, se encontraban sentados un par de hippies. Uno de ellos, presumiblemente el catedrático, me saludó con la mano y, sin alzar la vista, me dijo:
—La habitación del otro lado del pasillo. Cinco minutos.
En la habitación del otro lado del pasillo encontré a un nuevo hippie.
—Hola —dije—. ¿Se puede saber qué pasa? ¿Eres tú el siguiente?
—¿Nombre?
—Highway —¿y tú cómo te llamas? ¿Manson?
—Bien. Voy detrás de ti.
—¿Quién es el doctor Knowd, el del pelo más largo?
El tipo, mirando al frente, asintió con la cabeza.
—Tengo entendido que es cojonudo. El más cojonudo de todo Oxford. —Siguió haciendo gestos de asentimiento con la cabeza—. Ha dado seminarios sobre Berryman. Snodgrass. Sexton. Tíos así.
—Joder. ¿Y tú de quién piensas hablarle?
Cerró el puño y lo agitó en el aire, como si anunciara cierta perezosa especie de amenaza.
—Espero que me deje llegar a Robert Duncan. O quizá Hetch…
¿Quién coño era toda esa gente? No me había dedicado a estudiar ni a los extremistas ni a los poetas de la escuela de los Beatles.
Mientras me desabrochaba los cuatro botones superiores de la camisa, me quitaba la corbata y me secaba con ella la frente, me ponía la americana del revés (el forro, gracias a Dios, estaba un poco desgarrado), y me metía los bajos de los pantalones dentro de la caña de las botas, el hippie me preguntó:
—Eh, tío, ¿qué haces?
—Tengo un poco de calor —dije.
—¿Ah sí?
—Eh, oye, ¿tienes idea de qué edad tiene?
—Veinticinco. O veintiséis. Un tipo muy activo.
—¿Activo?
—En favor de las reformas.
—¿Qué reformas?
—¿Qué reformas? —¿Dejar que las chicas no tengan que regresar hasta las doce en lugar de a las once y media? ¿Servir el desayuno diez minutos más tarde?—. ¿Qué clase de reformas? ¿Políticas?
—Eso. Reformas políticas.
—Mierda.
Se abrió la puerta.
—¿Highway? —dijo el segundo hippie señalándome con la barba.
Corrí hacia él.
—Soy yo.
—Te toca.
—Eh, ¿cómo te ha ido? —le susurré.
El tipo hizo una pausa a mitad del pasillo.
—Creo que bien. No te preocupes, no es ningún ogro.
—¿De qué le has hablado?
—De los neosimbolistas rusos.
El doctor Know se había instalado en el banco corrido que había bajo la ventana, al otro extremo de la habitación, y dejaba que la brisa de diciembre enredara juguetonamente los rizos de su melena.
—¿Le molesta el viento? —preguntó, con acento bastante indefinido; como el mío.
—En absoluto. ¿Le importa que me quite la americana?
—En absoluto.
Alcancé a ver las hojas de mis exámenes apoyadas sobre sus rodillas. Estaban marcadas con tinta roja.
—Siéntese.
En el suelo. No: demasiado obvio, demasiado simplista. De entre las posibilidades que me ofrecían: el sofá, dos butacas y un taburete bajo, elegí este último. Porque Knowd, que seguía hojeando mis exámenes sin dar indicios de ninguna clase, llevaba el uniforme de guerrillero urbano: chaqueta y pantalón de lona a manchas verde y kaki, estilo camuflaje; botas recias y enormes; boina sesgada. La cara y el pelo a lo Jesucristo. Para evitar que me entrechocaran los dientes, me puse a tararear bajito la Internacional.
—Dígame, Mr. Highway, ¿le gusta la literatura?
Venga, hombre. ¿Se puede saber qué clase de pregunta es esa? ¿Qué novelas ha leído recientemente? ¿Tiene algún problema?
Sonreí:
—¿Qué clase de pregunta es esa?
—Discúlpeme —dijo alzando la vista hacia mí—, pero si he leído correctamente sus exámenes…
El sudor manaba abundantemente de mi cara y mis sobacos. Saqué un pañuelo.
Knowd habló.
—Por ejemplo, en el examen de Literatura se queja usted de que Yeats y Eliot… «optaron en sus últimas fases por las frías certidumbres que solo funcionan lejos del carácter embrollado de la vida. Recurrieron prudentemente al artificio de la eternidad», etc., etc. Lo cual le da base para a continuación escribir esa frase altisonante en la que habla de la «fingida inhumanidad» de la seducción de la mecanógrafa en La tierra baldía, comentario que ha tomado usted de W. W. Clarke, y que, me parece, resulta muy embrollado en este contexto. Igualmente, en sus páginas del examen de Crítica, se burla de la «irreal grandiosidad sexual» de Lawrence, utilizando lo que escribe Middleton Murry sobre Mujeres enamoradas, sin citarlo, por cierto, como ocurría en el caso anterior. Y justo a la siguiente línea ataca la «facilona ecuación arte-vida» del propio Lawrence.
Knowd soltó un suspiro.
—Al hablar de Blake —prosiguió—, parece contentarse usted con parafrasear al autor de Temible simetría cuando escribe acerca de esas «arquitecturas verbales autónomas, que por fuerza carecen de toda relación con la vida», pero, en cambio, en la redacción que se le pidió veo que se excita muchísimo hablando de la «vehemencia con la que Blake educa y refina nuestras emociones, sorteando el atrezzo y los listones del artificio». Por cierto, ¿ha intentado alguna vez sortear un listón? O, si vamos a eso, ¿educar vehemente a alguien?
»Donne le parece muy bien en un momento, gracias a su "valentía emocional", a su capacidad de "empapar de sus emociones el tejido del verso", pero poco después ya no le parece tan bien porque detecta usted… ¿qué es lo que detecta?, ah, sí, "una meretriz exaltación del juego verbal por encima de los verdaderos sentimientos, que le conduce a modelar su emoción de modo que encaje en su métrica". Vamos a ver, ¿en qué quedamos? No son ganas de criticar por mi parte, pero la verdad es que las dos citas las he tomado del mismo párrafo y hablan de la misma estrofa.
»No voy a seguir… La literatura tiene vida propia, sabe usted. Y no podemos utilizarla despiadadamente para nuestros propios fines. Lo siento, quizá esté siendo injusto…
Alguien llamó a la puerta.
—Será solo un minuto —dijo en voz alta.
Lancé un espeso esputo contra mi pañuelo, y me levanté al ver que Knowd se levantaba.
—¿Tan malísimo le ha…? —Me encogí de hombros y me quedé mirando al suelo.
Él me tendió mis exámenes.
—¿Quiere quedárselos? Encontrará también un análisis punto por punto de uno de sus trabajos más pomposos. Quizá le interese. ¿Le gustaría leérselos, y ver si está de acuerdo conmigo?
Asentí con la cabeza.
—Muy bien. Veamos. Me gustaría que se dedicase a pensar muy en serio durante los próximos nueve o diez meses. De todos modos, voy a aceptarle; si no lo hago, lo hará algún otro catedrático y no haría usted más que empeorar. Deje de leer libros de crítica, y olvídese por Dios de todas esas paparruchas estructuralistas. Limítese a leer los poemas y averigüe si le gustan o no, y por qué. ¿De acuerdo? Lo demás se dará, confiemos, por añadidura. Recibirá la carta dentro de unos días. ¿Le importaría decirle a Leigh que ya puede pasar?
El horizonte urbano de Oxford me ofrecía una serenidad espúrea en forma de piedras doradas recortándose contra un cielo muy azul. Naturalmente, rechacé este regalo. Me pregunté por qué razón podía creer esta ciudad que era diferente a todas las demás. Si miras al frente y mantienes los pies en el suelo, es imposible que no te fijes en la fea, corriente, atareada y vulgar vida callejera de las tiendas de discos, tintorerías, bancos. En cuanto dejas de seguir las líneas ascendentes de la arquitectura, es una ciudad como otra cualquiera. Pero Oxford es de otra opinión; jamás he conocido ninguna ciudad tan engreída. Y cuando me dirigía andando hacia la estación, nadie se volvió a mirarme.
En George Street, sin embargo, me detuve, dejé la cartera en el suelo y me arreglé la corbata. Luego hice lo que supongo que pensaba hacer desde el primer momento. Volví la esquina en dirección al Parque de Gloucester y pregunté a qué hora salía el primer autobús hacia mi pueblo. Quedaban quince minutos. Sentí hambre, algo que no recordaba haber sentido anteriormente, de modo que me tomé un pastelito en una cafetería, y también una tortilla de solitaria (tortilla de «tocino», por decirlo con la frase de la carta). Y me fui a casa.
Madre y su hijo menor se encontraban junto a la puerta de atrás. Ella estaba sacándoles brillo a los zapatos de Valentine, mientras él se hurgaba la nariz con las dos manos, rindiendo la requerida pleitesía a ambos orificios. Me saludaron como si solo hubiese salido un momento para comprar cualquier cosa en la tienda.
—Hola —dije—. Acabo de terminar la entrevista…, ¡y me han aceptado! Entraré en Oxford.
El asunto no pareció conmover demasiado a Valentine, que de todos modos estaba enfrascado en rascarse un grano. Pero Madre dijo:
—Es fantástico, ¿verdad?
—Verdad.
—Tu padre…, ¡Valentine, no seas cochino!…, estará encantado.
—¿Cuándo llegará?
—Dijo que hacia las seis. Mmm. No hay casi comida, Charles, resulta que…
—No te preocupes. Ya me prepararé cualquier cosa.
Una vez arriba, empecé la Carta a Rachel. A las tres horas de trabajo ya estaba escrita. Tengo ante mí la copia. Dice lo siguiente:
Queridísima Rachel:
No comprendo cómo ha podido nadie escribir una carta como esta, me refiero a que cualquiera que lo haga tiene que ser un cobarde y un mierda y un cínico, de modo que no me queda más remedio que compensar todo eso hablando con la mayor sinceridad posible. Hace algunas semanas empecé a tener la sensación de que lo que sentía por ti estaba cambiando. No estaba seguro de qué clase de sentimiento era, pero ni desaparecía ni se transformaba en ningún otro. No sé cómo ni por qué se presenta; pero sí sé que, cuando llega, es lo más triste del mundo.
Pero no eres tú la que ha cambiado, sino yo. De modo que permíteme esperar que te parezca (como a mí) que todo esto ha valido la pena vivirlo, y permíteme que te pida perdón. Eres lo más importante que me ha ocurrido en mi vida. Charles.
La repetición de «sentimiento» y «sentir» le daba un agradable aire de improvisación. Ese «sino yo», quedaba bastante repipi, hasta inmodesto. Pero, hasta donde yo sé, Rachel no es una lectora muy crítica.
Volví a escribirla otra vez, cambiando algunas palabras poco esenciales. La carta de Coco tendría que quedar tal como estaba.
Cuando me dirigía a la puerta del jardín, sonó el teléfono. Era para mí. Como no quería manchar los sobres de sudor, los dejé sobre la rinconera del vestíbulo.
—¿Y qué tal te ha ido?
—¿Mmm? Bien. He ingresado.
—… No pareces muy satisfecho.
—Pues lo estoy, en serio.
—… ¿Por qué no has regresado a Londres?
—No sé, la verdad. Estoy un poco extenuado.
—… ¿Cuándo vendrás?
Apreté los dientes.
—No estoy seguro. Me siento un tanto, no sé, raro.
Rachel tragó saliva.
—Charles…, ¿qué pasa?
—Lo siento. La entrevista ha sido bastante angustiosa. No se ha parecido en absoluto a lo que yo me esperaba.
—Pero has conseguido el ingreso, ¿no?
—Oh, sí. ¿Has tenido noticias de tu madre?
—Sí. Ha telefoneado esta mañana. Casi me ha pedido disculpas. Esta tarde pasará Archie a recogerme. Supongo que lo mejor será que regrese. ¿Te parece?
—Oh sí, desde luego. Es lo mejor. Oye, siento estar tan espantoso. No te preocupes por nada. Lo más probable es que mañana ya haya regresado. En caso contrario te llamaría. ¿De acuerdo? Te quiero. Bueno. ¡Adiós!
Cuando caminaba hacia el pueblo no sentía prácticamente nada; le presenté mis respetos al paisaje, pero no fui capaz de detectar la menor simpatía solemne en su quietud, ni el menor reproche en su parálisis. Generalmente, esta carretera me traía a la memoria muchos metros de película del pasado: el chico de diez años que corría con la cara brillante hacia el autobús de Oxford; el mantecoso pubescente que salía a pasear su (triste) alma por ahí, o que iba a cascársela al bosque; el joven y elegante lector de Tennyson las tardes de verano, o que intentaba cazar pájaros con viejas y herrumbrosas pistolas de pistones, o que fumaba cigarrillos con Geoffrey detrás de los setos, y que luego escupía en las zanjas. Esta vez, en cambio, paseé por allí sintiéndome vacío, sin que mi infancia asomara por ningún lado.
Mr. Bladderby decidió pagar de su bolsillo nuestras cervezas cuando se enteró de la feliz noticia, y me quedé a charlar con él y su mujer durante veinte minutos, con las cartas todavía en el bolsillo. El mesonero había tenido nuevos achaques, Mrs. Bladderby había perdido a su madre, más dos dientes, más una tercera parte de su cabello, pero en conjunto me sorprendió que hubieran cambiado tan poco. Yo tenía la sensación de haber estado lejos de allí durante dos años como mínimo. No; años, no. ¿Días? No; días, tampoco.
Tenía la sensación de haber estado lejos de allí durante tres meses.
A mi regreso, sin embargo, y tras una breve visita a correos, el sentimiento de vacuidad empezó a ser desplazado por otro. Y los árboles me saludaron entrelazando sus manos cuando me acercaba al jardín de casa, y el viento me abucheó cuando, derramando atemorizadas lágrimas, abrí la puerta y entré.
La Carta a mi Padre: ¡qué documento tan notable! Lúcido pero sutil, persistente sin ser quejumbroso, sensible sin carecer de imaginación; ¿elegante?, sí; ¿florido?, no. ¡Ah, si Knowd hubiese podido leerla! El único problema es: ¿qué voy a hacer con ella?
El viejo pícaro no se presentó, de hecho, hasta el martes; esta mañana. Cuando fui a verle a su despacho me llevé la carta, por si acaso.
—Ya he tenido la entrevista. He sido aceptado.
Mi padre pareció sinceramente encantado. Se levantó, y me apretó el hombro. Era la primera vez en muchos años que nos tocábamos. Me hizo sonrojar.
—¡Qué pena que sea demasiado temprano para brindar! —dijo.
—Sí. El asunto es, bueno, no tiene ninguna importancia, pero me preguntaba si podría ir al otro college. Ya sé que no es tan bueno, pero no me ha gustado nada el catedrático que me ha entrevistado. Tiene un montón de ideas absurdas. Y dice «confiemos».
—¿Confiemos? ¿En qué?
—No, la palabra «confiemos».
Sonrió, de la misma manera que había sonreído en la escalera de casa de Norman, y en el pasillo del baño de esta casa, y cien veces más en anteriores ocasiones: sonrió ante mis prejuicios, mis opiniones, las cartas que le pedía que me firmara explicando los motivos por los que me negaba a ir a clase de gimnasia, mis diversas demostraciones de excentricidad. Ahora ya no me importaba.
—Bien —me dijo—. ¿Te va a conceder una beca?
Le dije que no lo sabía.
—Si te la da, significa que hay otro college que quiere conseguirte como alumno y que el tipo pretende atraparte antes que los otros, por así decirlo.
Mi padre se puso a reír, de modo que pensé que lo mejor sería imitarle.
—Lo que sí dijo es que si él no me aceptaba seguro que me aceptaría algún otro.
—Entonces es posible que te conceda alguna beca, en cuyo caso telefonearé a sir Herbert y veremos que nos sugiere. ¿De acuerdo?
—De acuerdo. Muy bien.
Hubo un silencio, bastante relajado.
—Esto, Padre, no creas que vuelvo a mostrarme hostil… mi pregunta no pretende ser petulante…, pero ¿qué crees que va a ocurrir entre tú y Madre? No es una amenaza. Solo que quiero saberlo. Comprendo que me he mostrado…, pero me parece que ahora entiendo mejor estas situaciones.
Mi padre se sentó y me indicó que hiciera lo mismo. Cruzó sus cortas piernas y entrelazó los dedos; parecía muy alerta, como si estuviese tratando de averiguar hasta qué punto era yo sincero. Luego, echando la cabeza hacia atrás, Gordon Highway dijo:
—Supongo que tendré que seguir con tu madre al menos hasta que Valentine haya crecido, y es posible que no lleguemos a separarnos nunca.
—¿No piensas en el divorcio?
—Por ahora, no. Como sabes, es un asunto terriblemente caro y…, complicado, que no debe ser encarado sin antes haberlo pensado con una seriedad casi podríamos decir que desesperada. Ya lo sabes. Y el matrimonio siempre es en cierto sentido un arreglo, como sin duda imaginas. Cualquier relación a largo plazo lo es, y no tenemos más remedio que contemplarla a largo plazo, Charles. Creo que tu madre y yo no nos divorciaremos nunca —se encogió de hombros, como para quitarle importancia a su modestia—. El divorcio es antieconómico y, a mi edad, innecesario.
Quizá esto sea un farol, pero creo que uno de los aspectos menos elegantes de la juventud es ese vago impulso que te induce constantemente a ser subversivo, a sonreír burlonamente cuando los mayores te salen con evasivas, a despreciar los acuerdos y avenencias, a buscar las soluciones más difíciles e intransigentes, etc., cuando en el fondo sabes que el idealismo es del todo inútil si no das ejemplo, y que no eres mejor que aquellos a los que criticas. Generalmente, los menores de veinte años son capaces de juzgar su propio comportamiento con criterios que no coinciden con los que usan para juzgar el de los demás; pero a mí ya no me quedaba ni un solo resto de energía moral.
Además. Mañana ya tendré veinte años. Iré a que me corten el pelo, pediré que me arreglen los bajos de los pantalones, para que los pongan con vuelta, me compraré algunos jerseys con botones por delante, calcetines de lana, unas abarcas.
—Ya —dije—. Bueno, me parece muy sensato.
—¿Y qué me dices de ti?
—¿Eh?
—¿Cómo te va con la señora?
Hizo una pausa entre «con» y «la señora»; no obstante, me llevé una sorpresa, me quedé casi conmovido, y no tanto por su pregunta como por el hecho de que me la hubiera hecho él.
—Todo ha terminado. Ya no me interesa. Por diversas razones.
Se frotó las mejillas.
—Sí, siempre que ocurre resulta penoso, claro, pero no te deprimas. Son cosas que vienen y se van. Nuevas experiencias.
—Tú sabrás. De acuerdo, son experiencias. Pero ¿por qué —sentí la inquietud del buen actor que tiene que recitar un mal texto—… por qué tardan tanto en venir, y tan poco en irse?
Mi padre soltó una sonora carcajada.
—Querido hijo, si supiera la respuesta a tu pregunta, sería un hombre feliz —se golpeó los muslos con las palmas abiertas—. ¡Bien! Me alegro de haber tenido esta conversación contigo. Se ha despejado el ambiente. ¿Nos veremos en la cena?
—Es posible. Quizá tenga un poco de trabajo antes de esa hora. Cartas y demás.
—Claro.
Mi penúltima experiencia de joven me ocurrió a las seis y treinta de la tarde, hace casi cinco horas y media. Había ido al bar y, con una botella de vino barato en cada bolsillo de la americana, estaba abriendo la puerta de casa. Esperé un momento. Gradualmente, como si fuera la cosa más inesperada del mundo, se acercó el ruido de un coche avanzando por la gravilla: unos faros barriendo la avenida.
El Jaguar rojo se acercó. Las gafas oscuras de Rachel me miraron a los ojos. DeForest estaba tan empeñado en no mirarme a los ojos, que arañó la carrocería contra uno de los pilares de piedra del porche.
—¡Hola! —saludé.
DeForest prefirió quedarse dentro del coche.
Conduje a Rachel a mi habitación adoptando un silencio de tono práctico. Ella se sentó en la cama y sacó un pitillo del bolso que había apoyado en su regazo, apartando por un momento la mirada de mí. Me di cuenta de que no estaba sorprendido ni asustado. Solo lo fingía.
—¿Te llegó mi carta?
—Sí —Rachel trataba de demostrar frialdad, como si mi carta hubiese contenido una amenaza de inminente acción legal, y ella no estuviera dispuesta a dejarse joder así como así—. Sí, me llegó, y por eso he venido a verte. ¿Crees que puedes…?
Pero enseguida le faltó la voz. Se le hundió la cabeza y alzó una mano que contenía un kleenex arrugado para sostener sus gafas de sol. Tuve la sensación de que su figura se alejaba de mi vista.
Ahora me adelanto unos pasos y cojo la única colilla que yace en el fondo de la papelera. Está tiznada de color pardo. Animado de un espíritu experimental lamo el tizne pardo. Sabe a cenicero y vuelvo a tirarla a la papelera. De todos modos, creo que esta fue una iniciativa tan sensual como aventurada.
Esperé pacientemente a que se pusiera a llorar, a fin de poder acercarme y borrar su dolorosa y fija mirada.
—¿Por qué…? —Tragó saliva—. ¿Por qué?
Le brilló la nariz.
—No lo sé. Pero así son las cosas. Lo siento.
—Y encima… —Se quitó las gafas de sol para poder frotarse los ojos. Lloraba. Me acerqué. Rachel estuvo llorando primero contra el kleenex, luego contra mi hombro y después de nuevo contra su kleenex—. Encima esa carta tan horrible —se estremeció.
Yo me agité.
—¿Qué tenía de horrible? No pretendí escribir una carta horrible. ¿Qué fue lo que te molestó?
Ella sacudió la cabeza.
—¿El contenido, o el estilo? Comprendo que quizá te pareciese un poco corta, y hasta brusca quizá. Pero eso se debió a que me sentí muy desdichado cuando tuve que escribirla.
—Tan helada —dijo ella, como si recordara unas vacaciones en Islandia.
Yo proseguí:
—Bueno, probablemente cualquier cosa te habría parecido «helada» después —tosí— de lo que hemos vivido juntos.
Quedan tres minutos. Vuelvo a la papelera y, debajo de varias capas de kleenex empapadas de mis mocos y lágrimas, encuentro el kleenex que ha usado Rachel, manchado de rímel y arrugado en forma de pelota. Lo examino, y luego lo dejo caer insonoramente al cesto. Luego echo también la Carta a Mi Padre.
—Pero Rachel, me lo he pensado bien, y estoy seguro de que jamás podría darte lo que tú quieres ni lo que tú necesitas. No sé, quizá pueda DeForest.
Si al menos no hubiese tenido ese ridículo nombre norteamericano.
Rachel me lanzó una fiera mirada por encima de su kleenex, y se me ocurrió que lo mejor sería ponerme yo también a llorar. Pero eso crearía más problemas de los que resolvería.
—¿Qué puedo decir? —pregunté.
Tenía ganas de que se fuera. Con ella allí, era incapaz de sentir nada. Ojalá se fuera pronto y me dejara llorar en paz la muerte de lo nuestro.
Al cabo de cinco minutos se fue. Se fue sin decirme antes nada sobre mí, sin preguntarme si sabía cuál era mi problema, sin proporcionarme motivos para sentirme justamente derrotado. Pero me dejó un regalo, un regalo notablemente significativo: la edición anotada de Blake.
Lo cual me recuerda un detalle. ¿Verdad que yo no le regalé absolutamente nada?
Entre las seis cincuenta y las seis cincuenta y cinco tuve convulsiones y vi estrellas: esfuerzos de los que no salía vómito alguno, agitaciones que no produjeron lágrimas; tengo convulsiones y veo estrellas, pensé.
A las siete ya me encontraba bien. Reflexioné sobre Oxford, y empecé a estudiar el asunto del concurso de cuentos.
Ahora me acerco al escritorio y cojo un nuevo bloc de uno de los cajones. Me pregunto qué clase de persona puedo ser. Escribo:
En el espejo del tocador, Ruth vio reflejados su estúpido osito y su estúpida muñequita, apoyados contra las almohadas, mirándola desde detrás de ella. Volvió a meter la carta en el sobre y el sobre en el cajón. Bajó la vista al montón de escombros formado por inútiles frascos y tarros de maquillaje, y la alzó de nuevo. Se inclinó hacia adelante, palpando con la yema de los dedos el bulto casi imperceptible que estaba saliéndole en el mentón. Sonrió. No cabía la menor duda: era el típico grano premenstrual.
Leo el párrafo entero. Dos veces. No resulta del todo convincente.
Me acerco a la ventana y comprendo que ya son más de las doce. Me siento en la butaca y dejo colgar una pierna por encima de uno de sus brazos. Vuelvo a cargar la estilográfica.