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Chapter 11 - Once y diez: El Libro de Rachel, Segundo Volumen

Ahora vienen los fragmentos eróticos. Me está costando un trabajo endemoniado, porque tengo que saltar una y otra vez de Conquistas y técnicas. Una síntesis a El libro de Rachel, y a la inversa. ¿Un buen modo de emplear el tiempo de mi vigésimo cumpleaños?

Estoy seguro de que fue Norman quien lo planeó todo. En primer lugar, nos emborrachó a todos. Le sirvió a Rachel un gin-tonic, con la excusa de que las chicas nunca beben otra cosa, como sin duda debía de saber ella, le dijo; y volvía a llenarle el vaso cada vez que lo vaciaba. Después le ordenó que telefonease a su casa y dijera que se quedaba a cenar. Rachel empezó a poner pegas, hasta que Norman dijo:

—¿Qué número es? Ya llamo yo.

Llamó Rachel.

Luego, al cabo de cinco minutos, dijo que se iba con Jenny a cenar por ahí, y que si queríamos había unas cuantas salchichas en la nevera. Me guiñó el ojo, y Jenny se encogió de hombros. Mientras ella y Rachel hablaban de las diversas formas de cocinar y servir salchichas, Norman señaló con su enorme pulgar una botella de vino, y sonrió impúdicamente a Rachel.

Pero yo empezaba a sentirme ridículo. Ella no quería quedarse. Cuando estuviéramos solos, me disculparía, me ofrecería a pedir un taxi por teléfono y me excusaría por el intimidatorio comportamiento de Norman. Cuando este emprendedor sujeto se despidió, respondí con una mueca de dolor ante sus estrafalarias insinuaciones lúbricas.

—Sé buen chico —me dijo al irse⁠—. Y si no puedes ser buen chico, sé precavido.

Jenny lo siguió como si la hubiese sobornado.

—Adiós —dijo Rachel.

Eran las siete y media aproximadamente, y la habitación se hallaba casi a oscuras. A fin de suspender ese instante, y de subrayar nuestra soledad, la luz de las farolas jugueteó con el humo del pitillo de Rachel.

—¿Seguro que puedes quedarte?

Ella asintió con la cabeza.

Serví más bebidas; ginebra sola para mí. ¿Qué va a ocurrir? Estudié algunos gambitos: una pérdida de tiempo; y no porque sintiera ninguna intensidad marchosa, sino porque estaba cansado.

—¿Cómo está DeForest?

Ella no contestó.

Mis lecturas de novelas escritas por mujeres me habían permitido deducir (abajo tenía un par de páginas sobre este tema) que el síndrome de la fragilidad, el del chico maleable e hipersensible, había dejado de ser considerado atractivo, y que estaba en cambio ganando terreno a marchas forzadas el síndrome del varón seguro de sí mismo y rebosante de aplomo.

—Dime cómo está DeForest —dije.

Siguió sin contestar. ¿Qué quería Rachel? ¿Una reacción más pura? No me quedaba otro remedio que recurrir a métodos más antiguos y de probada eficacia.

—Hay una estrofa de Blake —⁠empecé a decir en voz monótona⁠—, de los Cantos de experiencia, que dice:

Solo la propia satisfacción busca el amor,

Forzar al otro para propio disfrute,

Gozar de la inquietud del otro,

Y construir un Infierno a pesar del Paraíso.

Lo lógico hubiera sido que Rachel citara la estrofa complementaria, pero probablemente no la conocía.

—Me alegro de que estés aquí —⁠le dije⁠—, porque te he echado muchísimo de menos. Y aunque sé lo insatisfactorio que podría resultar, sigo deseando aproximarme a ti. —⁠Tomé un sorbo de ginebra⁠—. Esta es la otra estrofa:

No es la propia satisfacción lo que busca el amor,

Ni en absoluto se preocupa de sí,

Sino que por el otro se inquieta

Y construye un paraíso en la desesperación del Infierno.

Rachel recibió esta imbécil charlatanería con un gesto de asentimiento. (Me importa un comino lo que puedan decir los demás: la poesía, si reúnes fuerzas suficientes para recitar algún fragmento, nunca falla. Es como las flores. Regálenles una rosa, díganles un verso…, y ellas estarán dispuestas a hacer lo que sea). Véase, a modo de ejemplo:

—Pensaba llamarte.

—¿Ah sí? Pues cuando yo te llamé, aquel domingo, tú empezaste a hablar de coches y carreteras y no sé qué otras bobadas.

—No, pensaba llamarte ayer.

Mi voz adquirió un perceptible enronquecimiento cuando le pregunté:

—¿Para qué?

No supo o no quiso contestar. De todos modos, yo sabía la respuesta. Pensé decirle, «Perdóname, pero quisiera estar solo unos momentos», pero lo que le dije fue:

—Espera… Voy a mear y vuelvo.

Al cabo de dos minutos ya me había perfumado los sobacos, talqueado la ingle, escupido a fondo en el váter, estirado la manta de la cama, encendido la chimenea, esparcido cubiertas de elepés y revistas izquierdosas por el suelo, arrojado por la ventana unos calzoncillos y un surtido de calcetines fétidos, corrido las cortinas, retirado El libro de Rachel de mi mesa, y subido corriendo, sin jadear más de la cuenta.

—Vamos…, vamos un rato abajo.

Rachel se puso en pie y me dirigió una mirada interrogadora. Como no tenía nada apropiado que decir, me acerqué a ella y la besé.

—¿Es que no funcionaron las cosas con DeForest?

—No.

Mi mano izquierda soltó suavemente su nalga derecha y se enroscó en torno al cuello de la botella de vino.

—Bajemos a hablar de todo eso.

Pero nos distrajo otro beso y poco después ya estábamos en el sofá. Charlamos abrazados.

Aproximadamente durante las semanas en las que yo vivía mis Horas Bajas, DeForest se había desmoronado. La muy despistada no le había dicho que iba a pasar el fin de semana conmigo, y él se quejó de no haber sido informado. Además, aunque DeForest no lo mencionó, Rachel imaginaba que el norteamericano estaba convencido de que yo me la había tirado el viernes. Me sentí adulado cuando Rachel me contó que, sin esperar a que él se lo preguntara, le dijo que no se me había tirado. Al parecer, él fingió creérselo, pero, al cabo de cinco minutos, rompió a llorar. Hundido. Eso ocurrió hacía diez días. ¿Y luego? Había tenido dos accidentes de coche; se pasaba el día llorando; un día entró en el aula de Rachel y la sacó de allí a rastras; el director de la academia había citado a Rachel a su despacho para conversar seriamente con ella: había habido de todo. Rachel concluyó esta relación con una coda que no dejó de afectarme: como no quería hacer desgraciadas a dos personas, intentaría, si podía, hacer feliz a una.

—¿A mí? —pregunté, inexpresivamente.

—Si todavía me quieres…

Te diré…

Por lo que se refiere a la estructura, la comedia ha progresado mucho desde los tiempos de Shakespeare, quien en sus festivos finales era capaz de emparejar a cualquier gilipollas con cualquier furcia subnormal (véase el caso de Claudio y Hero en Mucho ruido…) sin sentir por ello el menor rubor. Pero el beso final ya no simboliza nada y el gran festejo nupcial ha dejado de ser una imagen plausible del deseo. En lugar de ser el final que promete otro comienzo, del cual el público está dispuesto a ser excluido, ese beso es ahora el comienzo de la acción cómica. ¿De acuerdo? Nos hemos acostumbrado a penetrar cada vez más profundamente en lo que ocurre después de la promesa del «y fueron felices»: nos interesan los matrimonios y parejas cuya relación empieza a decaer, las cosas que ocurren después, esos momentos en los que cada miembro de la pareja le dice al otro lo que piensa de él, esas fases en las que los dos se esfuerzan por aprender de sus errores pasados.

De modo que, en la siguiente fase, una vez apartados los elementos obstaculizadores (DeForest, Gloria) y con la consumación al alcance de la vista, lo lógico hubiera sido que, felizmente, terminase ya la comedia. Pero ¿acaso queda alguien que hoy en día esté dispuesto a creerse ese cuento?

¿Listos?

En ese momento, a modo de aperitivo, decidí probar un plan bastante ambicioso. Me levanté, serví unas copas, la miré a los ojos mientras tomábamos otro trago, le quité el vaso. En realidad, para esa clase de acciones hay que medir metro ochenta, pero, de todos modos, quise intentarlo: me arrodillé en el suelo delante de ella, tomé suavemente sus mejillas entre mis manos, acerqué su rostro al mío… Un fracaso. No era lo bastante alto. Rachel tiene que doblarse incómodamente, aplastarse los pechos contra las rodillas. Me enderezo un poco hasta ponerme de cuclillas, empiezo a trabajarle las orejas, el cuello, rozándola con los labios de vez en cuando. Luego, cuando la pierna empieza a apartarse para dejarme paso, no la tumbo precipitadamente en el sofá ni me la llevo corriendo a mi habitación: tiro de ella hacia el suelo, hasta medio montármela encima. (El piso era de tablas desnudas, de modo que ella debió de pensar que todo aquello era espontáneo). Cuando mi mano trata de estabilizarla, se ha encontrado con su cadera; como no estoy lo bastante sobrio para utilizar tácticas muy refinadas, la dejo ahí.

No parecía que valiese la pena entretenerse en sus pechos. Un solo movimiento basta para subirle la falda por encima de la cintura, colocar mi pierna derecha entre sus muslos, y dejar que mi mano flote sobre la piel de melocotón de su estómago. Le «trabajo» una oreja con la mirada fija en el suelo. Segunda fase.

Deslizo mi mano por sus muslos broncíneos, sigo el perfil de su coxal, describo la circunferencia de su nalga, me zambullo por sus piernas con ambas palmas abiertas, acaricio sus rodillas, trazo meandros sobre sus muslos, hundo entre ellos mis dedos pero solo durante un estremecido segundo, para después salir a pasear por las dos caras exteriores. Una mano planea durante todo un cuarto de minuto, para después aterrizar, con suavidad pero firmeza, en su coño.

Rachel boqueó, tal como era su deber…, pero la mano del amo ya se había ido de allí sin esperar respuesta, para explorar los perfiles de los muslos. Y tenía el estómago tan plano y las caderas tan pronunciadas que no experimenté dificultades a la hora de meter la mano por debajo del elástico de la braga. A modo de maniobra de diversión (como si de esa manera fuese posible que ella no se enterase de lo que ocurría allá abajo) aceleré el ritmo de mis besos, acosando las comisuras de sus labios con mi serpentina lengua. Seguro que esto la pone a cien. ¿Cómo es capaz de soportarlo?

Entretanto, la mano avanza a gatas. Descansa un momento junto al borde de las bragas, se lo piensa, y finalmente decide tomar por el camino más recto. Todo mi ser avanza con esos dedos, con esa mano completamente abierta para saludar cada poro y para abarcar todo su vientre. La boca sigue trabajando distraídamente, con el piloto automático. Empujo un poquito con la rodilla derecha y suelto un asombrado suspiro cuando sus piernas se abren de par en par. Mi mano, mientras, sigue su descenso milímetro a milímetro.

Al llegar a su destino, la mano hizo una pausa a fin de reflexionar sobre la política coyuntural a seguir. ¿Había llegado la hora de la amenaza? ¿Era el momento adecuado para orquestar las maniobras lawrentianas? Lo que más deseaba en aquel momento, sí, lo que deseaba por encima de todo era un té calentito y un rato de meditación. Miré encubiertamente el rostro de Rachel: entre otras características, destacaban los párpados firmemente cerrados, los labios separados, el gesto intenso de la pequeña frente; pero no se podía leer allí abandono de ninguna clase.

Ni tampoco se podrá leer aquí. Todo esto empieza a parecerme bastante alarmante. Hace que me sienta confuso, asustado, triste. Porque tenemos que llegar al cogollo del asunto, ¿no es así? Esto es el exterior asomándose al interior, la mente alejándose del cuerpo, el miedo a la locura, la jaula de la ardilla. Estaría muy bien poder decir: «Hicimos el amor, y nos dormimos». Pero no fue así; no ocurrió de ese modo. Tengo las pruebas delante de mí. (Si algún médico respetable consiguiese apropiarse de este Libro, no tendría más remedio que cortarme la cabeza y mandarla a un laboratorio forense; y yo no se lo echaría en cara). Ya sé cómo se supone que tienen que ser estas cosas. Me conozco a Lawrence de memoria. También sé lo que sentí y pensé; sé lo que fue aquella velada: una suma de detalles sin placer, y nada más; una demente, reñida y penosa carrera de obstáculos. Y sin embargo, para eso estoy aquí esta noche. Debo ser sincero conmigo mismo. Dios mío, y yo que creía que esto sería divertido. No lo es. Sudo a mares. Tengo miedo.

Volviendo al suelo, donde nos habíamos quedado, mis dedos esperaban instrucciones. Me hicieron saber que no tenía que vérmelas con una de esas matas ralas, el clásico puñadito de pelos subdesarrollados, el matojito incipiente de rizos, sino con un espécimen auténtico de la variedad triángulo equilátero, la mejor. De modo que, impulsado —⁠quién sabe⁠— por una punzada de verdadera curiosidad, y convertida ahora en una mera presencia, la mano se encaramó por encima del montículo, avanzó a pesar de la resistencia de los muslos y las bragas, y, en cuanto alcanzó la posición adecuada, inició su lento descenso.

Eso fue lo que pensé. Desde los Trópicos de Miller, naturalmente, hablar sensatamente de coños ha acabado siendo una tarea imposible. (Una analogía: los poetas jóvenes como yo sentimos siempre la tentación de escribir sobre temas acerca de los cuales ya no se puede decir nada en esta época tan irónica: atardeceres, belleza, rocío, todo aquello que tenga alguna relación, por mínima que sea, con el amor, la diferencia entre la realidad cósmica y lo que sentimos a veces en el momento de despertar). Recuerdo que una vez, en un bar de Oxford, oí que un universitario —⁠alemán, me parece⁠— le decía a otro universitario que las suecas estaban bien, pero que, en su opinión, tenían «el coño demasiado grande». En el mismo sitio, pero en otra ocasión, hablé un día de estas cosas con un chico de Tyneside que decía que las tías de Oxford no se podían comparar con las de Tyneside, porque tenían el coño demasiado pequeño. Paparruchas narcisísticas. El tamaño no importa…, a no ser que se trate de personas que padecen problemas que este autor desconoce.

Lo cual no quiere decir que todos los coños sean homogéneos. Pues bien, el de Rachel era el más agradable con el que me había encontrado. En su caso no se trataba del estropajo húmedo, ni de la bolsa de papel llena hasta el borde de un desagradable revoltillo, ni del grasiento bolsillo del chaleco, ni del estómago rajado de campañol, ni del clásico amasijo de venas, glándulas y tubos. No. Estaba infinitamente húmedo sin llegar a ser un charco, tenía una forma exquisita sin perder su calidad de amorfo, era todo él tinta negra y terciopelo junto a un pelo pubiano que se parecía al mío propio tanto como una alfombra persa pueda parecerse a un felpudo vulgar. Y estaba más caliente que yo; de hecho, ardía.

Mientras mis dedos chapoteaban por allí, cerrándolo con la palma de mi mano, alguno de ellos, o dos o tres a la vez, se introducían uno, dos, tres centímetros en su interior y estimulaban el clítoris. Rachel se deshacía en trinos y graznidos. Y, no obstante, pareció estar completamente en otra historia cuando, al apretar mis labios contra su oreja y mi fuerte erección contra su muslo, le dije, con un emotivo quiebro en mi voz:

—¿Por dónde se quita este vestido?

Dejó de moverse inmediatamente. Abrió los ojos, y dijo:

—No tomo la píldora.

—¿En serio? —pregunté.

Pero a continuación hicimos la bufonada lírica a la que tan proclives son los menores de veinte años. A sugerencia de Rachel, y después de que yo rezongara confusamente un ratito con acompañamiento de jadeos, decidimos que podíamos perfectamente ponernos en pie —⁠al carajo con todo el mundo⁠— y comprar preservativos en la farmacia de guardia de Marble Arch. Aunque al principio me había quedado perplejo, pronto estuve con humor correspondiente a la nueva situación. Tomamos un poco de vino, nos pusimos el abrigo, y salimos de casa.

Incluso haciendo un tierno fondo común, no nos llegaba para un taxi —⁠Rachel tenía que guardarse el dinero necesario para regresar a su casa⁠— y además me pareció que era más adecuado tomar el autobús. El verano no estaba todavía demasiado lejos, y no era completamente de noche, y, por otro lado, cuando vas con una chica no suelen darte palizas por las esquinas.

Ahora parece improbable, pero de camino estuvimos hablando de las infrecuentes y blandas actuaciones de DeForest en la cama. (Y nos reímos mucho, aunque sin malicia: un ejemplo del buen humor juvenil que a partir de esta noche me estará vedado). El principal, pero no único, problema de DeForest era que acostumbraba a correrse antes de que él o Rachel pudieran decir Jesús. Se enfundaba el preservativo aprisa y corriendo, y se la metía con una expresión como la de quien acaba de recordar que tiene que estar haciendo una cosa importantísima en otro lugar, algo así como ir al funeral de su madre. (Me limito a anotar la imitación que hizo Rachel). Luego arrugaba su pecosa cara y se dejaba caer con todo su peso encima de ella, y su polla salía tan rápido como había entrado, para no volver a levantar cabeza hasta después de transcurridas dos semanas enteras de disculpas, explicaciones y justificaciones. Contuve en la medida de lo posible mis risas mientras ella iba contándome todo eso, en parte debido a que sentía auténtica admiración por la tolerancia y ausencia de recato que demostraba Rachel. Pero casi me partí de risa cuando me contó uno de los trucos que usaba DeForest para prolongar el disfrute. Se llevaba consigo a la cama un texto de historia, con la idea de ponerse a estudiarlo mientras Rachel se agitaba debajo de él; se suponía que una vez estuviera ella en condiciones, llamaría la atención de su amante y entonces DeForest arrojaría a un lado La Inglaterra de los Tudor y experimentaría sus cuatro o cinco segundos de impetuoso transporte antes de derretirse sobre ella. No hace falta añadir que el truco no funcionaba, aunque hubo una vez que DeForest aguantó un minuto entero de reloj.

Tanto si me lo contaba con esa intención como si no, lo cierto es que todas esas anécdotas me pusieron muy caliente. Yo también me había corrido un par de veces al primer contacto, pero solo cuando no me importaba que me ocurriese. En caso contrario hubiera tenido que modificar inmediatamente mi lista de los principales motivos de ansiedad; pero lo mío no tenía nada que ver con el mal funcionamiento de DeForest.

—¿Has tenido un orgasmo alguna vez? —⁠le pregunté cuando nos apeamos del autobús.

—Nunca.

—Espera y verás.

Pero, poco después me di cuenta de una cosa. Claro, yo no había usado nunca condón. Con las chicas que no tomaban la píldora había practicado el coitus interruptus, descargando encima de su estómago, o entre la sábana y su culo, según el local o si me gustaban o no. (En ese terreno no había una regla fija, pero el instinto siempre me indicaba la opción que debía tomar). Estaba, por supuesto, enterado de todo lo que se decía sobre los Durex, y de jovencito meé y escupí muchas veces dentro de condones, y una vez fui con Geoffrey a comprar una caja. Es más, conocía al detalle la literatura profiláctica. Lo más importante era apretarlo por la punta para que no quedase aire y evitar así que reventara, y no ponérselo del revés porque entonces se te salía como impulsado por una catapulta y te exponías a la ridícula escena de andar buscándolo a oscuras por toda la cama.

La farmacia parecía un pedazo de Norteamérica: un laberinto de neón y plástico, con pulcros estantes y pirámides de botes con cosas para disimular los olores corporales, suavizar el pelo, secar los granos, limpiarte las orejas. Nos quedamos en la entrada, como la tímida pareja que ha llegado tarde a la fiesta de etiqueta. Aquella actividad y aquel esplendor me hicieron sentirme ebrio y vacío de estómago. Por los pasillos avanzaban en todas direcciones detectives de la tienda, amas de casa y algunos despistados e imbéciles. Al fondo, un cuarteto de yonquis esperaba tener éxito con sus recetas falsificadas.

—¿Dónde deben de estar? —dije entre dientes. Rachel se metió las manos en los bolsillos, enlazándome el brazo. Avanzamos. Daba la sensación de que solo vendieran acetona para limpiar el esmalte de uñas y raquetas de badminton. Al notar que nuestros ánimos decaían, señalé un mostrador de aspecto no del todo desagradable. Un hombre de mediana edad estaba al mando de la zona. ¿Qué debía de vender? Untos para la sarna. Polvos de talco para bebés. Cremas garantizadoras de la erección. Consoladores.

—¿Quieres acompañarme o prefieres esperar?

—Te acompaño —dijo Rachel.

Me pareció que lo mejor sería adoptar una sonrisa de chiflado.

Como si lo tuviera por costumbre, el tipo del mostrador decidió darnos la espalda en cuanto nos acercamos a él, para ser substituido por una mujer con el pelo teñido de color plata y vestida con un uniforme glacial. Venga, venga, sentí deseos de decir, seguro que ya sabe que esto se parece demasiado a las novelas baratas norteamericanas.

—¿Desea usted alguna cosa, joven? —⁠dijo, para luego esbozar una sonrisa que reveló una dentadura opresivamente postiza, de un blanco deslucido, como el papel del periódico de hace tres días.

—Sí. ¿Me da una caja de preservativos, por favor?

La mujer echó una ojeada a Rachel.

—Desde luego, señor. ¿Lura, o Penex?

—Prefiero Penex, si tiene.

—¿De veinticinco o de treinta peniques?

—Pues, la de treinta, si no le importa.

Cuando la mujer se volvió, noté que la mano de Rachel se metía por debajo de mi abrigo. La uña de un dedo pinchó una de mis vértebras, y me provocó una sacudida. Rachel contuvo una carcajada. La dependienta alzó la vista hacia nosotros. Cuando hablé, mi voz adquirió una peculiar ronquera:

—Póngame dos cajas, señora.

—¿Decía usted?

—Lo siento. Decía que si puede ponerme dos cajas, por favor…

—Naturalmente, señor.

Cuando regresábamos entretuve a Rachel y mantuve el tono de nuestra relación contándole la historia de mi propia vida sexual. Bien, yo me había acostado con diez chicas. Consideré la posibilidad de multiplicar por dos, y hasta por cuatro, esa cifra. Terminé reduciéndola a la mitad. Subrayé que las cinco habían sido relaciones importantes y serias. Le dije que lo sentía, pero que no podía perder el tiempo con relaciones de otro tipo. Que me disculpara, pero que no me interesaban los encuentros exclusivamente sexuales, gracias, aunque era cierto —⁠y detestaba tener que decirlo⁠— que a la mayoría de los chicos que yo conocía no les interesaba prácticamente nada más; aunque no, quizás estuviese siendo injusto con ellos. Sí, también yo lo había probado, más por curiosidad que por otra cosa, suponía. Era raro, pero —⁠no sé⁠— me daba siempre la sensación de que el cuerpo de la chica estaba vacío…, a no ser que su poseedora te gustara. Naturalmente, las chicas increíblemente guapas con las que había tenido esa clase de relaciones experimentales se habían enfadado bastante, porque ellas sí que se habían puesto cachondas. Era comprensible. (Un par de ellas, no me importó contarle a Rachel, habían llegado incluso a ponerse algo violentas, horribles, ante mi rechazo).

Pero siempre traté de explicar la situación en la medida de lo posible, con el mayor tacto. De eso nada, chica, guárdate tu dinero; los chicos no podemos fingir.

¿Qué es un buen polvo? Bueno, un buen polvo no tiene nada que ver con la experiencia, la habilidad, la cantidad de trucos franceses que uno pudiera conocer (la capacidad de retorcerse y hacer extraños ejercicios gimnásticos, etc.). No, bastaba con que hubiera cariño y entusiasmo.

Con el corazón latiéndome como un redoble de tambor, conduje a Rachel escaleras abajo, primero hasta el rellano del baño, y luego hasta el dormitorio.

A mí me olía a cada uno de los calcetines que me había sacado allí, a toda la cera de oreja que había dejado enganchada en sus muebles, a todos los fantasmas que había visto correr entre sus paredes, y a todos los ramilletes de talco barato que había esparcido con intención de disimular los anteriores tufos. Quizá un resto de mis Horas Bajas. O la misma tensión de mis sentidos.

Rachel se quitó generosamente el abrigo mientras yo reducía la intensidad de la luz colocando un pañuelo de algodón sobre la lámpara de mi escritorio. Nos sentamos en el suelo, junto al fuego, y tomamos unos tragos del vino que había bajado. El rosado fulgor nos aduló. Hizo que Rachel pareciese más oriental incluso, suavizando sus rasgos, planchando su nariz, dando a su mirada una luminosidad lejana, casi un destello. En marcado contraste, mi cara adquirió formas más angulosas y sombrías, más huecas y…, siniestras, mi mandíbula inferior pareció aún más hechizadora y mis labios más sensuales. Vamos al asunto, pensé.

—Charles —dijo Rachel—, eso que te contaba de DeForest en el autobús… Espero que no te haya parecido que soy una chica cruel. En realidad le tengo mucho aprecio. Solo quería bromear. Solo…

—No existe más exorcista que el ridículo —⁠dije con voz hipnótica⁠—. Ni hay liberación que no sea la de la risa. No caigas en la trampa que te tiende la culpa. Desnudémonos.

Una mamonada capaz de herir cualquier sensibilidad, y muy mala táctica, de acuerdo. Uno de los problemas que tenemos las personas que nos expresamos demasiado bien, que tenemos un vocabulario más refinado que nuestras emociones, es que cada giro de la conversación, cada modificación de la actitud, abre para nosotros numerosas avenidas verbales con miríadas de callejas laterales y cul-de-sacs…, y no disponemos de más indicadores del camino que los de nuestra propia sinceridad y buen gusto, y yo no me he distinguido nunca por disponer grandes dosis de ninguna de las dos cosas. Lo único que sé es que puedo descender por cualquiera de esas avenidas, para ser siempre recibido como el amo que regresa a casa.

Aquí me había decidido a hacer el papel del franchute experimentado, del maravilloso artiste de la chambre; de modo que el «desnudémonos» pareció obvio y, en cualquier caso, evitable. Me había forzado a mí mismo a la pura y simple desnudez. En momentos como esos es cierto aquello de que la gente debería tener más solidaridad.

Manteniendo mi cuerpo en la sombra, observé a Rachel mientras ella iba revelando metódicamente el suyo. Se sacó por la cabeza el blusón, se bajó las medias con eléctrica crepitación, se dobló y volvió para desabrocharse el sujetador. Yo seguía oculto detrás de una silla cuando Rachel se inclinó sobre la cama y se deslizó entre las sábanas. Déjate las bragas puestas, por lo que más quieras; necesitaba todos los estimulantes vulgares que estuvieran a mi alcance. Porque mi manubrio no le hubiera llegado ni a la altura de la rodilla a un saltamontes, lo tenía del tamaño de un mondadientes, de modo que corrí hacia la cama y me quedé encogido en un extremo.

Solo su cabecita castaña era visible. La besé un rato, pues sabía, gracias a diversas fuentes, que esto puede ser más eficaz que mil caricias ocultas. El resultado fue satisfactorio. Mis manos, sin embargo, todavía se comportaban como unas manos prototípicas, y las mantuve al margen en espera de subsanar ciertas desventajas. De modo que cuando introduje una de ellas debajo de las sábanas, le di tiempo para que se calentase y tranquilizase antes de enviarla hacia el estómago de Rachel. ¿Bragas? Bragas. Mi cabeza era un torbellino de notas, instrucciones, sugerencias, subrayados, frases marcadas.

Para el precalentamiento utilicé la manipulación de la oreja, los piropos bronquíticos, la digitación axilar (de resultados asombrosamente eficaces), y una jocosa combinación de ataques a la nalga y el muslo. El gran momento llegó para Rachel cuando Charles, el robot desbocado, se sentó, se inclinó hacia delante, y le bajó las bragas. En cuanto ella empezó a dar muestras de vulnerable timidez (manifestada como de costumbre mediante la elevación de la rodilla derecha), desvié consideradamente mi mirada hacia su cara y deslicé la mano hacia la cinta de nylon en que se habían convertido las bragas, para ir enrollándolas hacia abajo. Cuando quedaron a la altura de las rodillas, mi brazo estaba estirado al máximo. Entonces me volví, tomé un tobillo y tiré de él hacia mí, doblándole las piernas. Bastó un movimiento para que las bragas quedaran colgadas de los dedos de los pies. Lancé la prenda al centro de la habitación.

—¿No sería mejor que ya me lo pusiera? —⁠dije.

Los Penex Ultraligeros se expenden en cajitas rosa de tres unidades. Tendido en la cama de espaldas a Rachel, que, para entretenerse, me acariciaba la columna vertebral, rompí el envoltorio y estudié su contenido: un anillo de goma, del tamaño de un florín, con una obscena burbuja en el centro. Con dedos nerviosos, estiré la goma.

—Un segundo.

Pero daba la sensación de que hacían falta tres manos para ponérselo: dos para mantenerlo abierto y otra para entablillarte el manubrio. Al cabo de treinta segundos mi polla parecía el meñique de un bebé, y tuve que empezar a esforzarme por llenar otra vez de pasta el tubo de dentífrico.

—¿Cómo cojones hay que hacer para ponerse esto? —⁠pregunté, alzando acusadoramente el condón⁠—. Me gustaría saberlo.

Rachel echó una ojeada.

—Oh, Charles, no tenías que haberlo desenrollado —⁠dijo.

De modo que no hubo más remedio que volver al magreo durante un ratito.

La segunda vez, con la ayuda de Rachel, me cogí mojigatamente la punta entre el índice y el pulgar, y, con la otra mano, tiré de la engrasada funda hacia abajo.

—Ah, ya entiendo —dije.

Después de tantos sudores e imbecilidades, ¿tenía acaso sentido que me pusiera a buscar el agostado resto de pasión, el susurro de auténtico deseo sumergido en aquella tina de coagulado fluido vaginal?

Sosteniéndome sobre los codos, me alcé por encima de ella e introduje la rodilla entre las suyas, para luego ascender muslos arriba. Al bajar la vista me pareció que mi instrumento, embutido en su rosado manguito, tenía el mismo aspecto que un antinatural, absurdo y emperifollado terrier escocés. Pero le di mi aprobación, de todos modos, y seguí avanzando con la rodilla. Luego me puse a trabajarle las orejas, el cuello y la garganta, y le di jarabe de pico a sus pechos, dando por supuesto que tenían que estar localizados en la inmediata vecindad de sus pezones de color avellana.

—Sí —dijo Rachel.

Oh, qué tal. ¿Sigues ahí?

Naturalmente. También tienen pechos. Lo había olvidado por completo. ¿Me había perdido alguna cosa? Mordisqueo experimentalmente un pezón; ella agita la cabeza. Froto el otro con la mejilla; ella machaca su ingle contra mi rodilla. Mamo su pecho con los labios duros; sus manos agarran mi cabeza.

Ahora Rachel ya había adoptado un ritmo concreto. Era el momento de consolidarlo. Mis manos reemplazan a mis labios, mis labios reemplazan a mi rodilla; bruscamente, me he zambullido hacia abajo. Lugar que (gracias a Dios) estaba demasiado a oscuras como para que yo pudiera ver lo que tenía justo enfrente de mis narices; apenas si distinguí una especie de reluciente zurrón, de aroma parecido al de las ostras. Como un francotirador oculto tras el matorral pubiano de Rachel, alcé la vista y comprobé que tenía las mandíbulas apretadas.

Finalmente, cuando sus movimientos empezaron a sincoparse y doblarse sobre sí mismos hasta producir un tipo nuevo y completamente distinto de ritmo, y cuando los secretos estremecimientos carentes de ritmo empezaron a dominar el balanceo de arriba-a-abajo y de un-lado-a-otro de su cuerpo…, justo entonces, me sequé la boca en la servilleta de sus muslos, y comencé mi ascensión, enganchando astutamente los codos por detrás de sus rodillas para doblarlas hacia arriba. Por debajo de sus piernas, mi mano izquierda tomó la salchicha cruda y la metió en el agujero pertinente. ¿Tiene Rachel la cabeza echada para atrás? Comprobado. ¿Los ojos muy cerrados, una sonrisa a modo de rictus? Comprobado. Y, cuando empecé a entrar, me besó sin inhibiciones, engullendo conmovedora y democráticamente su ración de su propia y amarga gelatina.

Llegados a este punto —lo juro— traté honestamente de perderme en sus reacciones, de seguir sus movimientos, de reptar bajo la manta de premeditación que alentaba nuestros cuerpos. No funcionó. Pone muy caliente; demasiado caliente. El auténtico abandono sexual equivale, para el varón, al orgasmo, y por lo tanto nunca se lo puede consentir a sí mismo hasta que no llega el final. Para él, solo se da en la indolencia o la violación. (Si esto es cierto, puedo asegurar que, lo que es yo, no lo he experimentado nunca).

Transcurridos unos segundos, fundí todos mis músculos y pegué un tirón hacia atrás, retirándome. Rachel, temblando, se calmó. Con los ojos húmedos de dolor, apoyé la cabeza entre sus pechos. Durante noventa segundos hubo un tremendo combate entre el hombre y su esfínter. Gané yo.

Allá vamos. Un repertorio de posiciones eróticas de la vieja escuela. Ejemplos: levanté sus piernas hasta apoyarlas en mis hombros; me arrodillé, doblándola a ella casi en tres; me tendí sobre ella, tan plano como una tabla de planchar; le di la vuelta, la puse de costado; levanté la pierna derecha, mantuve recta la izquierda: un auténtico número de malabarista. Sin embargo, insisto, lo más erótico no es la posición en sí sino el cambio de posiciones, y tengo que impedir como sea el calentarme demasiado.

Ahora tengo la cabeza austeramente encajada entre su hombro y la almohada: sin virguerías ni finezas, simplemente, la polla trabajándole la piedra de amolar. Dos por dos, cuatro. Tres por dos, seis. Deja de besarle la boca, trabájale las orejas. Que me voy. Suspende todo movimiento y bésala reflexivamente, en cámara lenta para que ella se entere de lo que pasa: te estoy besando. Retirada en un noventa por ciento, cosquilleo del clítoris con mi miembro reproductivo masculino, notar las contracciones de su cuerpo, poderosa sonrisa a media luz. Introducir solo el casco, notar el agarrotamiento de sus músculos y la tensión de sus brazos contra mi espalda, suplicantes, sacarla casi del todo…, y entonces…, esperar… ¡UF! Ella se tensa y después se relaja. Bombear como un pistón, dale tío, dale. Mano sobre el estómago, bajarla hasta la agitada marea de pelo pubiano, reducir presión, subir las piernas, que me voy, calma calma. Tres golpes rápidos, luego tres lentos y otros tres rápidos. Primero despacio y suave; luego rápido y brutal, luego despacio y suave. De repente ella grita, levanta y abre las piernas, me llama desde el fin del mundo, me agarra las nalgas con las manos, ¡no lo hagas! Trece por dos, veintiséis, trece por tres, cuarenta y nueve, trece por cuatro, cincuenta y dos. (En lo que se refiere al aspecto físico, por cierto, todo esto resulta absolutamente insoportable). Accidentes laborales, granos, apicultura, tampax rebosantes de pus… Piensa en un poeta: Porque no espero que las sirenas se vuelvan a mí para cantarme porque no espero conseguir que no me toques con tus manos porque no creo que canten sobre las sábanas ensangrentadas porque nada puede quedar no espero el dolor el dolor. El cuerpo enlazado en un látigo gigante, la torcida mantis religiosa macho, que pronto será devorada. Envejezco envejezco notaré sus uñas oiré el relincho dame fuerza Oh pueblo mío deja de afirmarte ante el mundo y niega entre los calcetines no sientas nostalgia del jardín donde el final lo ama todo diez más cinco más el baño en el jardín el jardín en el desierto de la sequía, escupiendo por tu boca la seca pepita de la manzana. (Ahora me corro, una muestra seminal en la funda de goma; pero la cuestión no es esa). Agitándome con la fuerza de diez hombres, cada segundo una agonía lúcida, rechinantes impulsos, genitales machacados. Después me deslicé desamparado por la espumosa oleada de su culminación, empujé y empujé mientras el maremoto se rompía en mil corrientes extrañas. Y ella se corrió bajo mi cuerpo muerto.

Se le saltaban las lágrimas. Sonrió, con una sonrisa avergonzada, pidiendo disculpas. Traté de decir alguna cosa pero me faltó aliento para emitir sonido alguno. Sin embargo, ella entrevió en la oscuridad el movimiento de mis labios.

—Yo también te amo —dijo.

Ahora me sentía más ecuánime. Quizá El libro de Rachel no sea, al fin y al cabo, el desastre que me imaginaba. ¿Qué tal quedaría combinándolo con algunas páginas de Conquistas y técnicas. Una síntesis, más un índice…? Cuando ya tenga veinte años, todo esto formará parte del pasado. El adolescente tiene derecho a cierto grado de desorden, y, de todos modos, mañana ya seré un hombre maduro.

—¿Algún desperfecto especialmente asqueroso?

—Joder —dijo Mr. Alistair Dyson, abanicándose con mi ficha dental⁠—. ¿Qué comía tu madre cuando estaba embarazada de ti, azucarillos y bombones?

—¿Plátanos y helados? —añadí.

—No. —Encendió un pitillo—. Los helados tienen calcio.

—¿Tan mal lo ha encontrado todo?

Conocía muy bien a mi dentista. Le conocía muy bien porque llevaba bajando de Oxford para visitarme unas seis veces al año desde que cumplí los diez, a fin de que él pudiera meterme y sacarme por turnos todo aquel montón de abrazaderas y chapas y demás basura con la que trataba de domar mi dentadura. No sé si saben ustedes que Alistair era uno de los dentistas más jóvenes de la zona de Wimpole Street. (Tenía en su consulta el equipo más moderno y espantoso, en el que destacaba la silla-sofá espacial de color blanco que en estos momentos se había adaptado a los contornos de mi cuerpo). Me caía bien; me hacía reír. Y también le respetaba, por ser (o eso al menos imaginaba yo) el único especialista británico que había explotado concienzudamente el aura chamanística del dentista moderno, tan popular en la más reciente narrativa norteamericana. Así, por ejemplo, se tiraba a todas las pacientes femeninas soportables que pasaban por su consulta. Pero ahora ya estaba al borde de los treinta y cinco años.

—No ha surgido nada nuevo. Quizá haga falta colocarte un soporte para el incisivo izquierdo, y tendré que hacerte una docena de empastes…, más o menos los mismos que siempre. No, no ha surgido nada nuevo. Lo único que pasa es que tienes una dentadura de tercera. Se te saltan los empastes. Procura evitar los alimentos duros. No trates de echarle el diente a ninguna zanahoria. Ni a ninguna manzana. Sobre todo, evita las manzanas.

Pero ¿no dicen que con una manzana al día…?

—Bobadas. Si no quieres tener que visitarme muy a menudo, te hará el mismo efecto tomar gaseosa que pasarte el día tomando vitaminas. No te esfuerces. Además, en tu caso ya no hay modo de endurecerlas.

—Fascinante.

—Y cuidado con los bistés. Y no se te ocurra mascar chicle, porque se te llevará las muelas a pedacitos.

—Cuando cumpla los veinticinco —⁠dije⁠— me alimentaré a base de sopitas.

—Todo con pajita.

—O en plan intravenoso.

—De todos modos, creo que tarde o temprano te desaparecerán las caries. Ya verás lo que ocurrirá cuando retrocedan las encías.

—No me lo recuerde.

Nos reímos los dos. Se sentó en un taburete junto a la jofaina y tiró la colilla por la ventana.

—¿Te preocupa?

—No mucho, en el fondo. ¿Suele preocuparse mucho la gente?

—Sí, y de la manera más solemne. Por eso tu visita es diferente. No sabes lo agotador que resulta tener que decirles a todas esas tías que me vienen con una boca que parece una trinchera que están perfectamente, sobre todo porque ellas saben tan bien como yo que lo mejor que podrían hacer es empezar a utilizar una dentadura postiza lo antes posible. —⁠Se dirigió a la mesa y sacó el taco de recetas⁠—. ¿Mandrax?

—Sí.

—¿Treinta?

—Si no le parece demasiado… Oiga, ¿podría buscarme un hueco lo antes posible para lo de los empastes? Aunque solo sea para las caries más grandes. Las demás pueden esperar, ¿no?

—Se trata de tu boca.

—Sí. Bueno, es que el mes próximo tengo que presentarme al examen de ingreso en Oxford.

—¿Ah sí? En tal caso, cuidado con los Mandrax. Habla con Judy para lo de la fecha de la visita. De momento, dile que te apunte para dos veces. ¿Has visto recientemente al médico para lo del asma y demás problemas?

—Sí. Hace solo un par de horas.

Los dos nos encogimos de hombros. El Dr. Budrys se había limitado a escuchar mi respiración, tocarme los huevos, hacerme escupir en una bacinilla, y brindarme un veredicto final rebosante del más vil optimismo. De todos modos, nunca le creía.

—Nada espectacular. Cuando me aplicaba el estetoscopio hacía de vez en cuando muecas extrañas. Luego se lo cuenta todo a mi madre por carta. Sigue creyendo que todavía tengo nueve años.

Aunque no venía al caso, me acordé en ese momento de la vez que bajé a Londres para ir al dentista, justo después de haber empezado a usar pantalones largos. Aplacé la visita cuanto pude porque me parecía que ahora ya no lloraría, cosa que había hecho en cada visita, cuando usaba todavía pantalón corto, y sin que el hecho me pareciera lamentable. Aquella vez, y a pesar de todo, también lloré.

—Pronto cumpliré los veinte. Quizá entonces me tome más en serio.

Alistair abrió la puerta.

—Será encantador —dijo.