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Chapter 12 - Y veinte: Las chicas también cagan

Charles mira el reloj por el rabillo del ojo. Ahora las cosas empiezan a ocurrir a un ritmo más rápido.

—¿Oiga? ¿Western dos ocho uno cuatro? ¿Hay alguien ahí? ¿Quién?

Colgué y volví a marcar.

—¿Nueve tres siete veintiocho catorce? ¿Oiga? Oiga…

Colgué y volví a marcar.

—¿Hola? Gordon…

—Mire usted, me importa un…

Colgué y volví a marcar.

—¿Podría…?

Colgué y volví a marcar. Comunicaban. Colgué y volví a marcar.

—Aquí la telefonista…

Colgué.

—Gracias, Mrs. Seth-Smith. ¿Qué tal se encuentra usted?

—Muy bien. Sube, sube. Rachel está en su habitación.

—Gracias. Subiré en seguida.

De camino hacia allí me pregunté cómo se las arreglaba la madre de Rachel para preocuparse tan poco por su aspecto y, al mismo tiempo, exudar, exudar tanta vanidad. Los antiguos trajes negros de fiesta que siempre llevaba parecían haber sido previamente rociados de ceniza de cigarrillo y maquillados con polvos faciales. Tenía el pelo parecido al de mi madre cuando este atravesaba su fase de precalvicie. ¿Y qué podía impedirle a aquella mujer afeitarse sus bigotazos? Seguro que para conseguir que le crecieran tanto había tenido que dedicarles grandes cuidados: poda, recorte, encerado de las puntas. Quizá pensaba que así parecía más extranjera (y de ahí esos sobacos ecuatoriales), o a lo mejor era Harry quien la obligaba a hacerlo para que contrastase con su buen aspecto de gigoló panzudo.

Rachel no estaba en su habitación. Me senté en la cama, rodeado de mugrientas muñecas de trapo, ositos de peluche y demás bichos ordenados encima del cubrecama. Tenía que fingir que me gustaban, y que Rachel me gustaba por el hecho de que le gustaran, de modo que aproveché esta maravillosa oportunidad para meterme con ellos:

—¿Qué tal estás, osito de mierda? —⁠dije⁠—. ¿Dónde está tu mamá, Pepona asquerosa? ¿Por qué tienes esa jodida cara de necio, bicho repugnante…?

Tarareando monótonamente, Rachel entró en la habitación, cepillándose el pelo, agitando y bajando bruscamente la cabeza para dejar que la melena le colgara completamente. Me di cuenta de que, en medio de mi entusiasmo, le había arrancado la oreja a uno de sus bichos. Me la guardé en el bolsillo mientras me ponía en pie. Rachel soltó un breve gritito, en absoluto alarmado, y corrió hacia mí.

Había transcurrido más de una semana desde el Gran Polvo, y por segundo jueves consecutivo pasaba a visitarla a la salida de mi clase con Bellamy. (Bellamy solía ahora estar siempre sumido en el estupor de sus pink gins y su excitación sexual para cuando yo me presentaba; la clase consistía en una serie de súplicas por su parte, pidiéndome que no hiciese trabajos ni nada parecido porque no me hacían ninguna falta siendo como era tan brillante y maravilloso, tan guapo, etc.). A mí no me molestaba pasar por su casa, y Rachel decía que mis visitas consolaban a su madre. Mrs. Seth-Smith «apreciaba mucho» a DeForest, y se sintió «muy perturbada» cuando Rachel le abandonó por mí (aunque, a fuer de ser sincero, tengo que decir que la perturbación de DeForest fue muchísimo mayor).

Tomé a Rachel entre mis fuertes brazos y nos besamos, serpenteando y achuchándonos como un par de adolescentes. Como llevaba un vestido corto, pasé la mano por debajo de la falda y le apreté las nalgas. Rachel empezó a jadear y asfixiarse, tal como le ocurría últimamente cada vez que yo hacía cosas de esas. Nos desplomamos sobre la cama, provocando numerosos crujidos y chillidos escandalizados por parte de los peluches y muñecas.

—Oh, Charles, Charles —dijo, sin dejar de besarme⁠—. ¿Sabes qué?

—¿Qué?

—Mamá y Harry se van. Estarán fuera dos semanas.

—¿A dónde irán?

—A París.

—¿Cuándo salen?

—El miércoles próximo. El día de mi cumpleaños. Quieren que me vaya con ellos.

Me senté.

—¿Y qué ocurrirá?

Aparte de las dos tardes que estuve en el dentista (para Rachel, «lecciones de esgrima»), nos habíamos pasado las demás en la cama. Salir pitando de la academia a las tres, encuentro con ella en Holland Park, y regreso paseando, algunas veces por dentro del parque, pero no siempre. Luego, una vez en casa, abajo, yo corría las cortinas para dejar la habitación en una cálida penumbra, mientras la luz del día, afuera, nos aguardaba. Rachel entraba, procedente del baño. Entre abrazos, la desnudaba cuidadosamente, y luego ella me desnudaba a mí. Bajábamos todas las mantas, y nos enroscábamos sobre la manchada superficie de la sábana. Después ella se tendía, y yo la conducía hasta un nuevo orgasmo. Y luego yo tenía el mío. Después le provocaba otro orgasmo con la mano, mientras Rachel me comentaba lo bien y a gusto y cómoda que se sentía gracias a esa mano. Media hora más tarde: en el baño, para colocarme un nuevo preservativo tras haber cortado por la mitad el usado a fin de permitir que se lo llevara más fácilmente el agua del váter. Y otra vez a lo mismo.

Cuando las circunstancias domésticas de Rachel lo permitían —⁠cada dos noches, más o menos⁠—, se quedaba en mi casa. A eso de las cinco en punto nos vestíamos y subíamos. Jenny se dejaba ver bastante a menudo, y ella y Rachel se llevaban de maravilla. A veces yo me iba por mi lado con Norman y le endosaba una buena serie de jactanciosas anécdotas mientras las chicas preparaban el té. A las seis y cuarto aproximadamente, momento en el que Norman sacaba las bebidas, Rachel y yo nos disculpábamos tranquila y más o menos tímidamente, bajábamos, y nos tendíamos a charlar en la cama. Hablábamos de su vida. De mi infancia. De nuestros padres. Volvíamos a acostarnos una o dos veces, y en ocasiones le provocaba además otro orgasmo manual (mi mano me quedaba al final como si hubiese pasado dos horas lavando platos en un restaurante). A medianoche, de ordinario, nos vestíamos, tomábamos un café, y esperábamos como un par de fantasmas en la acera de Bayswater Road hasta que llegaba un taxi.

Fue mi semana completa.

—Podría decirle a mi padre que les llamara.

—¿Querría hacerlo?

—Claro. Está dispuesto a cualquier cosa. No es que sienta adoración por mí, pero adora la juventud. Con esta clase de trucos se siente joven y guapo.

—Mmm… de todos modos…

—Mmm. Supongo que tu madre le diría que lo malo es que no podría vigilarnos todos los días. Y Norman todavía es menos de fiar… Supongo que imaginan que quieres ir, por tu padre.

—¿Cómo?

—París. Tu padre.

—Sí, seguramente.

—Ya está. Diles que no quieres ir precisamente por eso. Recuerdos dolorosos, malos tratos…, sería un fastidio volver a verle. Algo así.

Pero Rachel había adoptado una expresión de modesto fastidio, la misma que asomaba a su rostro cada vez que hablábamos de su padre.

—¿Crees que no serviría de nada? Oye, ¿sabes qué?, les diré sencillamente que prefieres quedarte conmigo. Por Dios, estamos ya en los años setenta. ¿No comprenden que a estas alturas los padres ya no tienen nada que decir sobre estas cosas?

Aunque mi tono resultó bastante contagioso, me sentí aliviado cuando Rachel dijo que no con la cabeza. Aunque nunca se sabe, quizá hubiera sido capaz de enfrentarme a sus padres. Durante mi segunda cena con ellos me comporté bien, esforzándome por resultar lo más gris y feo posible. Porque si hay una cosa que a los padres no les gusta ver en ti, es exactamente lo que ven sus hijas. De modo que bastó con que mi actitud les dijera: Tranquilos… ¡Ni siquiera tengo polla! Yo no les gustaba, cierto, pero Harry se moría de ganas por ver aparecer su nombre en letra impresa, en la revista de mi padre, y, por otro lado, qué caramba, tampoco Archie era gran cosa; al fin y al cabo pasaba directamente de la catatonia a una charlatanería obsesiva, y…

—Siempre queda el aya.

—¿Qué quieres decir con eso de que siempre queda el aya? —⁠pregunté cautelosamente. A lo mejor tenía previsto organizarme otra visita. Ya había ido a verla dos veces.

—Puedo decirles que me quedo en su casa. No me delataría.

—¿En ese apartamento tan pequeño?

—Cuando tenía el piso en Bloomsbury me iba a veces a vivir con ella. Y Mamá no ha estado nunca en Fulham.

Me pregunté cómo diablos podía ir su mamá a visitar a sus elegantes amistades de Putney y Roehampton sin pasar por Fulham.

—¿En serio? Entonces vale la pena probarlo.

Lo planeamos detalladamente.

—Imagínate lo bien que podemos pasárnoslo —⁠le dije después.

Pero, incluso en ese momento, y tal como atestigua mi cuaderno de notas 3A, parte de mi cabeza estaba pensando en otra cosa. Parte de mi cabeza estaba pensando en lo bien que me irían los exámenes si Rachel se iba a Francia (¿Beca automática? ¿Telegrama de felicitación firmado por el primer ministro?) y qué floridas cartas podría mandarle a París.

Lo malo es que ya había vivido solo durante demasiado tiempo. Porque seguiría necesitando mis horas secretas en el baño, y no tenía desde luego la menor intención de permitir que Rachel me viera retorciéndome por su sucio piso de linóleo. ¿Cómo explicarle mis baños de doscientos minutos, mis cagadas maratonianas? Pero… ¡si algunas de mis tardes más pacíficas habían transcurrido con el culo hundido en la taza, derramando lágrimas que a veces goteaban en mis rodillas! (Solo allí me sentía poseído por una visión verdaderamente radical de la vida; solo allí llegaba a sentir, en el fondo de mi corazón, que, en cierto modo, todos somos culpables). Si Rachel se instalaba en mi casa, ya no podría irme a dormir apoyado en una almohada de kleenex, ni escupir en la taza de café que para ese propósito solía dejar en la mesilla de noche, ni pasarme la noche tosiendo, o aplaudir con mi irritada garganta la silenciosa llegada del amanecer. Ah, esas largas tiradas de lectura que a veces se prolongan catorce horas, ese delirio vegetal, la droga del agotamiento, el reposo de la soledad. Y los exámenes a dos semanas vista.

Después de cascármela brevemente encima de ella, con una pierna a cada lado y un montón de papel higiénico en medio, y tras haberme tomado una inofensiva cocacola con sus padres, dejé a Rachel a última hora de la tarde. Ella me había dicho que, si queríamos que el truco del aya funcionase, lo mejor sería que no me dejase ver por allí más de la cuenta. Yo, por mi parte, tenía que preguntarles a Jenny y Norman si les parecía bien nuestro plan.

Y lo hubiera hecho, pero cuando llegué a casa estaban en plena pelea.

Fui a tomarme un té a la cocina. Mi hermana, hecha un torbellino en su camisón a cuadros rojos, entró hecha una furia.

—¿Qué tal? —le dije.

Reprimiendo las lágrimas, espléndida en su indignación y rectitud, se dirigió al armario del comedor y sacó la carpeta donde guardaban todos sus documentos y certificados. Jenny encontró lo que buscaba. Al darse media vuelta, entró Norman, que parecía un escéptico hombre de negocios que va a ver un nuevo electrodoméstico que está convencido de que no funciona, y que además no quiere para nada.

—¿Qué tal? —le dije.

Jenny corrió hacia él, pareció diminuta a su lado, y agitó la hoja de papel delante de las narices de Norman.

—¡Mira! ¡Mira! Es cierto. ¿Lo ves? ¿Lo ves…, pedazo de…? ¡Es verdad!

Como si fuera una película proyectada en una pantalla, vi a Norman inclinarse hacia adelante, coger la hoja de papel, estrujarla dentro de su puño, y dejarla caer al suelo. Jenny se quedó mirando la pelota de papel durante unos pocos segundos, presa, aparentemente, de un incrédulo dolor. Luego, con un movimiento súbito, su palma quedó ensordecedoramente frenada en la mejilla de Norman. Oh no, pensé; esta vez sí que le va a romper la crisma de una vez por todas. Jenny se quedó helada, con la mano abierta, apoyada en el empalidecido rostro de Norman. Él esperaba a que ella la retirase.

—Jennifer, vete a la cama.

Después de unas cuantas pisadas rápidas, se oyó un grito cada vez más lejano:

—Eres un a-s-e-s-i-n-o-o-o.

Norman soltó un suspiro y recogió la pelota de papel, se metió las manos en el bolsillo, y se apoyó en la pared.

Me pregunté si sabía que yo estaba allí.

—Juguemos una partidita —dijo.

Yo estaba, naturalmente, demasiado asustado para negarme.

Era imposible adivinar lo que había ocurrido. De todos modos, como el joven lo ignora todo acerca de esas peleas de los mayores, suele, además, ser insensible ante ellas…, y, por otro lado, estaba resuelto, a pesar de mi ambivalencia, a preguntar esa misma noche lo de Rachel, para tenerlo todo organizado antes de que se presentara algún tipo de ansiedad.

Después de una hora de póker, le dije:

—Espera. Voy un momento a cagar. Será un segundo. No hagas trampas.

Una vez arriba, llamé al dormitorio.

—¿Jenny?

—Estoy aquí.

En la salita, iluminada como de costumbre por la tristona luz de las farolas de la calle, Jenny había vuelto una de las butacas hasta colocarla de cara a la ventana. Entré y me puse en cuclillas a su lado. Con la mayor suavidad, le dije a mi hermana que era posible que Rachel viniese a vivir a casa unos días. Ella miraba recto al frente, hacia la calle.

—Muy bien —dijo.

—Creo que no daremos mucho trabajo. Ella puede ayudarte.

—No hace falta.

—Y además os lleváis muy bien.

—Mmm.

—Y he pensado que hasta sería posible que te gustase tenerla por aquí, para charlar. Otra chica… Ya sabes que yo siempre digo que a las chicas les va bien tener cerca a otras chicas para hablar de peluquerías y niños y cosas así. Porque me parece que estás un poco fastidiada.

—¿Se lo has dicho ya a él?

—¿A Norman? No.

—Pues no lo hagas, por favor. Espera un poco. Díselo antes de que venga ella, pero todavía no.

—De acuerdo. Pero ¿por qué?

—Oh, no lo sé, pero, por favor, no se lo digas aún.

Apoyé la mano en su muñeca. Apoyé la mano en su muñeca de la misma manera que un coleccionista toca un pedazo de mármol para comprobar que esté el suficiente número de grados por debajo de la temperatura ambiente.

—De acuerdo —dije.

—Bien. Puede quedarse todo el tiempo que quiera.

—¿Nueve tres siete veintiocho catorce? Oh, vaya…

Colgué y volví a marcar.

—¿Oiga? Mire, esto es…

Colgué y volví a marcar.

Comunicaban.

Colgué.

La Carta a Mi Padre, antiguamente llamada Discurso a Mi Padre, consta ahora de unos treinta folios. Estaba en mi mesa de abajo, metida en un sobre de papel manila, con el sello puesto y las señas escritas. Las correcciones y revisiones de última hora me impedían cerrarla y echarla al correo.

Solo vi dos veces a Rachel a lo largo de los seis días que faltaban para que viniera a instalarse en casa. En realidad no me importó: todavía me faltaban por leer algunos textos con vistas al examen, y había muchas labores de escribiente que realizar a fin de poner al día El Libro de Rachel, aparte de todas las nuevas emociones que tenían que ser catalogadas y archivadas. Ya me entienden, el asunto del Primer Amor.

Tengo pocas cosas nuevas que decir en torno a este tema. Sin embargo, si se me permite citar un párrafo del Libro de Rachel: «Es como si la vida normal (Jen + Norm, academia) se desarrollase en una dimensión paralela en la que puedo participar o no, a capricho. Necesidad de que R. sea testigo de todo lo que hago, que lo experimente, que mire por encima de mi hombro; un deseo de estar permanentemente en presencia de ella (que no es lo mismo que estar con ella); pero la tengo siempre aquí».

Y llegué a darme cuenta de esto debido, en parte, a que yo actuaba como si ella estuviera, en efecto, a mi lado. Si ella había estado en realidad observándome durante esas dos semanas, no tendría nada que ocultar. Únicamente me sentía solo cuando entraba en el baño y cerraba la puerta. Me encontraba todavía en esa fase en la que tienes la sensación de que llevas un barril de patetismo en el diafragma, en la que te da la sensación de que hasta la caída de un sombrero podría hacerte llorar; en la que cualquier maricón podría mostrarte el miedo en un puñado de polvo. Pero todo esto está bien documentado en otros textos.

Montones de whisky y horas de póker la noche del martes, víspera de la llegada de Rachel para su estancia en casa. Y todavía no le había dicho nada a Norman.

A las ocho más o menos, y acompañado curiosamente por Tom, su hermano pequeño, Geoffrey se dejó caer por casa. Fueron saludados con ebria fraternidad por Norman, que inmediatamente anunció la inauguración de un seminario sobre póker descubierto.

Me encantó ver a Geoffrey, convencido de que hacía mucho tiempo que se había hartado de mi inquietante presencia y mis taimados métodos. Pero no me gustó tanto ver a Tom, que desempeñaba en la vida de Geoffrey el mismo papel que Sebastian en la mía: dieciséis años, rico en pústulas, pestazo a perro cachondo, pelo seborreico, y demás características de su edad. Me fijé en él. Estaba bostezando, sin entender ni jota, mientras Norman explicaba las reglas.

—¿Qué passa, tío? —preguntó Tom.

Este aprendiz de hippie se pasaba el rato jugando con el ridículo lío de pañuelos orientales, collares y guardapelos que llevaba enroscados en torno a su granudo cuello a fin de indicar que era un progre en todo lo que se refería a la sexualidad, las drogas, Cuba, para subrayar que era un hippie a pesar de la abundancia de pruebas que lo desmentían —⁠el pelo todavía corto, los tejanos sin desteñir apenas, su camisa convencional aunque tolerablemente manchada de sudor.

Pero Tom no prestaba ninguna atención a la conferencia de Norman.

—No lo pillo —le dijo Tom a su hermano en tono quejumbroso.

Norman estaba lo suficientemente bebido como para resultar manejable, pero también era lo suficientemente mayor como para sentir hostilidad ante los jóvenes, y pensaba más bien que éramos gente intrínsecamente chocarrera, debido a lo cual se sentía raro e inseguro en nuestra presencia. Yo actué con diplomacia, lanzando intencionadas miradas de apoyo a todas partes: estos-beatniks-de-mierda, cuando la dirigía a Norman; estos-jodidos-ejecutivos, cuando la dirigía a Tom; y una expresión más natural cuando la dirigía a Geoffrey. Me levanté y me apoyé en el hombro de Norman para ayudarle a explicar las reglas, no sin dejar de lanzarles guiños a los otros. Hice correr la botella de whisky. Al cabo de pocos minutos, Geoffrey empezó a hacer un esfuerzo, Tom seguía pronunciando las palabras a la norteamericana, y Norman entremezclaba chistes obscenos con sus instrucciones sobre el juego. Luego me escabullí.

—Naturalmente, mañana es tu cumpleaños. Muy apropiado. ¿Qué se siente cuando se está a punto de cumplir los veinte?

—Lo mismo que cuando cumples dieciocho o diecinueve.

—Pero, desde mañana ya no serás una teenager.

—¿Y qué? No importa demasiado.

—¿Crees que no? Estoy seguro de que en mi caso supondrá una enorme diferencia.

—¿Por qué?

—El comienzo del fin. El comienzo de la responsabilidad. De tener que tomarte a ti mismo en serio.

—Ah, pero eso a mí no me importa.

—Joder. Todavía no te he comprado el regalo. ¿Te molesta?

—Naturalmente que no.

—¿Hay algún problema con tu madre?

—Creo que no.

—Bien, entonces, nos veremos mañana. ¿A eso de las seis?

—De acuerdo. Te quiero.

—Y yo te quiero a ti.

Cuando regresé junto al grupo, Norman se encontraba solo. Le pregunté dónde estaban los otros. Tom estaba vomitando en el baño de arriba. Por contraposición, Geoffrey estaba vomitando en el baño de abajo.

—¿Qué le ha pasado? —pregunté.

—El whisky —dijo Norman haciéndose el juicioso⁠—. Ese cabroncillo ha tomado más de la cuenta.

—Tiene que haber algo más. Seguro que también ha tomado algún somnífero.

Norman se encogió de hombros.

—Estos amigos tuyos aguantan muy poco. ¿No vas a ir a ver si están bien?

—No. Que se jodan. Allá ellos. Ya se recuperarán, ¿no?

—Seguro. Tú das.

Jugamos prácticamente en silencio. Dejé que Norman ganara tres manos seguidas, y luego le dije:

—Es probable que mañana venga Rachel a instalarse aquí. Sus padres se van a pasar un par de semanas a… Cornwall.

—¿Sí? ¿Y cómo es que ella no les acompaña?

—Porque no quiere. Porque yo no quiero que se vaya.

—Estás chalado —Norman sirvió más whisky⁠—. ¿Quién era esa furcia a la que traías antes?

—¿Gloria?

—Sí. ¿Sabes que esa sí que tiene un par de tetas de verdad?

—Ya, pero esa no era más que un ligue. Lo de Rachel es diferente. Primer amor y esas cosas…

Norman enarcó sus inexistentes cejas.

—No te jode —dijo.

A continuación se oyeron unos pasos ligeros. La cabeza de Jenny se asomó a la puerta.

—¿Alguno de vosotros ha utilizado el teléfono de mi habitación?

—Yo —dije.

—Pues lo has dejado descolgado.

—Vaya. Lo siento —pero ella ya se había ido.

—¿Lo ves? —dijo Norman—. Siempre jodiendo jodiendo jodiendo.

—Ya lo sé. Pero tarde o temprano hay que liarse. Tarde o temprano hay que plantarse con alguien.

—¿Por qué?

—Porque de lo contrario —me encontré diciendo⁠— te vuelves loco, o empiezas a temer que te volverás loco, que es incluso peor. No se puede estar la vida entera durmiendo solo… Lo siento, estoy borracho.

—¿Ah sí? —dijo Norman, mirándome con curiosidad.

—Bueno. Ya le he preguntado a Jenny si no le importaba.

—¿Y qué te ha dicho?

—Nada. Bien —tiré mis cartas—. Mierda de juego —⁠puse una nueva moneda de diez peniques sobre la mesa⁠—. Mira, lo que pasa es que últimamente encuentro a Jennifer muy deprimida. De hecho, no creas, siempre había sido una chica tristona. Más que ahora. Le gusta estar triste. Nada, solo me preguntaba si había alguna cosa en especial que la preocupase en este momento. Aunque, conociéndola…

—¿Sí? Conociéndola…, ¿qué? Porque si quieres saberlo, te lo diré.

—Nada, hombre. Si no quieres decírmelo, no tienes por qué hacerlo.

—A mí me da lo mismo. Solo que no me gusta que empieces a…

Oímos una caída procedente de la escalera. Tom entró cojeando.

—Tienes buen aspecto —le dije.

—¿Dónde está Geof? —preguntó Tom.

—Abajo, vomitando.

—Lo siento, tío. No me aclaro. Estoy muriéndome.

—Espera. Aguarda un momento. Iré a por él —⁠me levanté.

—No, no. Me voy a caer.

Seguí a Tom, que retrocedía desdichadamente hacia el pasillo.

—No te preocupes. Ahora mismo voy a buscarle.

Él hizo un ademán con las manos, como un actor que trata de acallar los aplausos del público.

—Ya estoy bien —declaró Tom.

Cuando estábamos en el vestíbulo, Norman se cruzó con nosotros y pegó un grito:

—¡Jenny!

Me arrodillé en el piso del baño. Geoffrey agitó los dedos en el aire para indicarme que me había reconocido.

—Joder. Ya sé que estoy dando la lata —⁠dijo.

—Nada de eso —le dije, ayudándole a ir a mi habitación⁠—. Precisamente tenía ganas de verte.

—¿Dónde está Tom?

—Ha vomitado. ¿Qué le has dado?

—Medio Mandie, un Seconal…, no me acuerdo, y dos Mogadones, me parece. ¿Se encuentra muy mal?

—Se recuperará —me senté en la cama⁠—. ¿Qué tal está Sheila?

—Ese es el problema. Me dio la patada. Anteanoche —⁠sacudió la cabeza en un gesto de incredulidad⁠—. Me dio la patada. ¿No es increíble?

—¿Quieres una manzana?

Al parecer, lo que ocurrió fue lo siguiente. Cuando Sheila regresó del trabajo (hacía de secretaria, semana sí, semana no), encontró a Geoffrey tendido en el piso del dormitorio con un altavoz del tocadiscos en cada oreja, un porro apagado en la mano, un vaso volcado junto a la otra, y sendos regueros de saliva teñida brotando de las comisuras de su boca. Estaba así desde el desayuno. Estaba así desde el desayuno desde septiembre. Cuando al fin se levantó, Geoffrey encontró un sobre debajo de su barbilla. Contenía un resumen de esta situación, y un billete de cinco libras.

—Seguro que no me la tiraba lo bastante a menudo.

—¿Por qué lo crees?

—Estaba siempre hecho mierda —⁠machacó el pitillo contra el cenicero, pero no consiguió apagarlo.

—¿No trempabas?

—No trempaba. Y no paraba de vomitar en la cama.

—¿Muy a menudo?

—Mucho —sacudió la cabeza—. ¿Qué tal te va a ti con esa chica, la judía?

Sentía deseos de contárselo todo, pero me pareció que podía acabar de destrozarle.

—Al final resultó que no es judía.

—¿Te la has tirado?

—Sí. No está mal, sabes, un poco aburrido. Ya me entiendes. Nada especial.

Siento decir que las dos semanas y media siguientes están un poco confusas. Los días dejan pronto de distinguirse los unos de los otros. En mi diario hay varias páginas completamente en blanco, y El libro de Rachel se convierte, al llegar a este período, en un lamentable cajón de sastre de datos escuetos y prosa surrealista. Sin embargo, esto me induce a adoptar un punto de vista estructural de las cosas…, que, en mi opinión, siempre es el mejor punto de vista. Ahí están las fechas, y también la mayor parte de mis pensamientos y sentimientos más significativos. Y no nos queda más que media hora.

Tomo un trago de vino. Vuelvo la página.

Las cosas empiezan muy bien.

Empujamos el equipaje hasta el interior de la cocina. Rachel y yo fuimos recibidos por Norman y Jenny. Ellos se habían colocado ceremoniosamente a ambos lados de la ventana; cada uno de ellos sostenía una botella de champagne, y había una tercera botella en la mesita del café, rodeada de media docena de botellas de Guiness para que Norman diluyera su espumoso con cerveza. Me azoró comprobar que toda esta ceremonia me emocionaba. Pero todavía tuve una sensación más intensa —⁠contemplando las sonrisas de Rachel, su bolso de mujer adulta y sus coquetonas maletas⁠—, la de que Rachel era un ser independiente y distinto de mí. Rachel tenía, ¿me explico?, su propia identidad —⁠saludada aquí por Jenny y Norm⁠—, sus propias pertenencias y su propia autonomía. No se limitaba a ser la suma total de mis obsesiones; simplemente, había decidido venirse a vivir conmigo.

Con la espuma del champagne en las narices, entonamos el Cumpleaños feliz.

Champagne: más droga que bebida. Mirándolo retrospectivamente resulta curioso, al menos para un adolescente: como cuando arrinconas a la gorda de la clase detrás de los vestuarios con otro compañero, yo tiro abajo de las bragas, tú le metes mano al pecho incipiente, ella se siente adulada y degradada a la vez (aunque, ¿quién es ella para adoptar una actitud crítica?); o como cuando entrevés desnuda, a la salida del baño, a la hermana mayor (o a la madre) de tu amigo; o como esas fiestas de tíos con trenka y pantalones de pana, bocas apestosas a cerveza y cuerpos blandos que se unen como dos coches en un accidente visto en cámara lenta; o, comparación más obvia incluso, como en esos interminables ménages a cuatro de la adolescencia, cuando yo le tengo metida la mano por debajo de la falda, pero, por otro lado, también tú le has metido la mano por debajo de falda, pero, por otro lado, la tuya trepa más rápidamente muslo arriba, ¿quién coño es el primero? Así fue al menos cómo lo vi yo, el único adolescente de la reunión, más sensible para las incoherencias.

En todas las ocasiones anteriores nos habíamos emparejado homosexualmente. Ahora tenemos a Mr. y Mrs. Entwistle formando un amasijo tendido en diagonal sobre el sofá, y Charles Highway, con Rachel Noyes tumbada sobre sus piernas: cosquilleándonos, gritando, riendo, borrachos como cubas. Luego cesan los gritos y risas. Me fijo en que la mano de Norman ha empezado a pasearse por encima de las ondulaciones blancas de los pechos de Jenny, que se encoge bajo el peso del enorme cuerpo de Norman, bajo la codicia de sus besos. Un sonoro sonido metálico suena después. Norman ha empezado a abrirle el vestido. Jenny, ojerosa, está siendo desplazada hacia el suelo.

Rachel y yo nos vamos.

Durante toda la media hora que transcurrió después de que Rachel y yo nos acostáramos justo debajo de donde ellos se encontraban, seguimos oyendo las bovinas arremetidas de Norman y los quiquiriquís de Jenny. Solo transcurrido ese tiempo dejaron de crujir las vigas.

—Joder —dije, con el mayor respeto.

—Era la primera vez en casi un mes.

—¿Ah sí?

Parte de nuestra pálida sobriedad había desaparecido.

—Eso me ha dicho ella.

—Oh, claro. Siempre me olvido de que sois dos chicas. Es lógico que ella te lo cuente todo. ¿Te dijo también el por qué?

—Jajá. No. De hecho, cuando iba a decírmelo entró él.

—¿Tienes idea de quién es el que no quería?

—En realidad no. Creo que era él.

—Parece más probable. ¡Qué relaciones tan fascinantes! Oye, si no te importa, se me ha quedado el brazo muerto.

—¿Así?

—Ahora está mejor.

Volví a hacer el amor, dispuesto a no dejarme superar por nadie. Al fin y al cabo, Rachel ya era una veinteañera. Por fin me había acostado con una Mujer Mayor.

Una cosa buena de la primera semana.

Aprendí a disfrutar de los placeres de la limpieza (Rachel se bañaba como mínimo dos veces al día, de modo que yo tuve que hacerlo al menos una vez), y no solamente desde el punto de vista del deber sino también del deseo de tener ropa limpia y una habitación ordenada. Entonces comprendí que hasta aquel momento siempre había disfrutado el hecho de vivir en medio de una auténtica confusión. Aunque no llegué a estar seguro —⁠mis Horas Bajas parecen, sin embargo, corroborar esta inferencia⁠— de si eso no era más que un intento de simbolizar mis desórdenes internos. Fuera como fuese, pasé muchas horas en la cama, y comprobé que descansaba muy bien con aquel bulto pardo entre mis brazos. El magnífico estado del torso de Rachel parecía transmitirse al mío, y, teniendo en cuenta que mi pecho se tomó unas vacaciones (exigiendo de momento una sola visita nocturna al baño), intuí lo que podía significar poseer un cuerpo al que pudieras mirar cara a cara.

Dos cosas no tan buenas, que (a fuer de ser sincero) apenas me preocuparon en aquellos momentos.

Ni la más mínima franqueza. Yo había creído que después de haber dormido con Rachel, después de mis extenuantes esfuerzos por conducirla al Orgasmo, podría finalmente reunir fuerzas y decirle:

Bien. Me pareces bien, pero eres cruel y vanidosa y sonríes con demasiada afectación y tu personalidad no es más que una acumulación de fingimientos juveniles, muy encantadores pero carentes de peso, de substancia. Por ejemplo, no quisiste mentirle a DeForest cuando lo de la visita a los Blake, y sin embargo le mentiste a tu madre diciendo que estarías con el aya. No tengo nada que oponer. Pero ¿no te parece que eso basta para inducirte a reestructurar tus esquemas morales? Y no hace falta que me contestes a esta pregunta. La vida, querida Rachel, es un asunto mucho más empírico o táctico de lo que tú supones.

¿Yo? Yo soy un tipo tortuoso, calculador, obsesionado por sí mismo. De hecho, casi un demente. Estoy en las antípodas: jamás me pongo a merced de mi yo espontáneo. Tú confías en los estremecimientos y encogimientos del ego; yo trato de refrenarlos. Tenemos mucho que aprender el uno del otro, sin duda; somos gente de buen carácter, poco propensos a la melancolía o el desdén. Nos llevaremos bien.

Quizá había que esperar un poco más para todo esto. Quizá me atrevería cuando también yo tuviese veinte años.

Entretanto, todo eran frenéticas declaraciones y alabanzas mutuas. No nos contradecíamos ni nos satirizábamos el uno al otro. (Un día imité afectuosamente el puchero que solía hacer ella con los labios; ella desvió la mirada, asombrada y dolida, de modo que transformé la expresión hasta convertirla en una imitación de los labios de caucho de Norman, con la excusa de que me parecía haberle oído bajar por la escalera). Ninguno de los dos defecó, escupió, tuvo pesadillas o culo. (Me pregunté cómo iba a arreglárselas ella para explicar su primera regla, que ya tardaba en presentarse más de la cuenta). Éramos bellos y brillantes, y tendríamos hijos mucho más bellos y brillantes incluso. Nuestros cuerpos solo funcionaban en el orgasmo.

Lo cual me conduce a la segunda cuestión.

En la cama no estábamos muy inhibidos, aunque Rachel se limitaba prácticamente a tenderse sobre la sábana y ser preciosa. La verdad es que el placer la había pillado tan de improviso, que hubiese parecido poco gentil esperar de ella otras cosas. Sus piernas se situaban donde yo las ponía, sus brazos rodeaban mi cuello. Jugueteaba de vez en cuando con mi polla, es cierto, pero no era más que un juego. No iba más allá. La sexualidad era para ella como Disneylandia: un recinto de maravillas organizadas y travesuras legales. Muy emocionante, desde luego: pero con emociones de un solo tipo. Aunque se me podría preguntar si en realidad deseaba yo mostrarle mi otro lado, mi otro escenario. Dionisíaca sexualidad del baño: presentar armas, lanzar las mantas al suelo, hacer el sesenta y nueve, hacer todo lo que se le ocurra a cada uno, lamer chupar por delante por detrás en cuclillas chapotear, hasta que se acabe, y luego vuelta a empezar. No. Y, probablemente, ella no me lo hubiera permitido.

Tres acontecimientos importantes.

Primero.

El lunes por la mañana, cinco días después. Rachel pretendía ir a visitar a su aya antes de clase, a fin de conseguir su complicidad para la telaraña de mentiras tejida por mí. (Naturalmente, ella fue quien le daba el adecuado tono sensiblero a todo el asunto). Rachel se levantó a eso de las ocho, a fin de tener tiempo para bañarse y maquillarse, pero antes de darme el beso de despedida me trajo el té a la cama y descorrió las cortinas. De modo que pude pasarme media hora disfrutando núbilmente el calor y la vacuidad de la cama. Cuando salté de ella, aproximadamente a las ocho y media, encontré unas bragas perdidas debajo de un sillón. Después de encender la chimenea las cogí para besarlas y olerlas.

Tras haber pasado un buen rato besándolas y oliéndolas, las volví del revés. En su interior vi: (a) tres comas de pelo pubiano del grosor de un lápiz, y (b) una tira de mierda color marrón, tan gorda como mi dedo.

—¡Por todos los dioses que me parece justo! ¡Las chicas también cagan! —⁠dije en voz alta.

Pero alimenté durante el resto del día un perverso deseo de enfrentarla a su regreso con este hecho. «Ah, eres tú. Pasa, pasa. —⁠Yo estoy sentado en el sillón, los brazos cruzados. La prueba número uno está expuesta sobre el escritorio, como si se tratase de un ratón disecado⁠—. Acércate, si no te importa, y dime qué es lo que ves. Bien: aproximadamente a las ocho y media de esta mañana… ¿Tienes algo que decir? Venga, venga, negarlo no te servirá de nada; ahí tienes, ante tus ojos, la prueba irrefutable. Tú…, también cagas».

Con qué ridículo sentido de aflicción y pérdida arrojé las bragas al cesto de la ropa sucia, y con qué taciturna resistencia la miré a los ojos cuando regresó por la tarde. Decidí hacer un rato el papel del adolescente mohíno.

Fue una situación muy ilustradora. Hasta ese momento nuestras relaciones habían sido tan directas e idealizadas, tan profundamente carentes de franqueza, que cuando se presentó el primer caso de auténtico y sincero malhumor, descubrí (al igual que Rachel) que carecíamos de medios para librarnos de él.

Aquella noche Rachel estaba tan asustada que ni siquiera se atrevía a respirar. Creo que jamás olvidaré la expresión de su rostro cuando le dije «Ah sí» y volví a mi libro mientras ella seguía pronunciando su discurso sobre qué-tal-se-encontraba-su-aya y qué-maravilloso-era-que-yo-siguiera-amándola-todavía. Una expresión atemorizada y pasmada, como si alguien hubiera gritado a lo lejos o susurrado alguna obscenidad a su oído. Lancé una mirada al escritorio, haciendo una mueca de dolor, temblando de poder furtivo. Si alguien hubiese observado mi expresión durante aquel rato, seguro que habría pensado que yo estaba temiendo que Rachel se me acercara de pronto por detrás y me partiera la cabeza de un golpe…, o me hiciera cosquillas. Una cara muy extraña la mía, y, supongo, bastante desagradable.

Y, a medianoche, cuando, temblorosa, Rachel se metió a mi lado en la cama, le dije:

—Estoy agotado —y le volví la espalda.

Esta hubiera sido la primera noche que no nos acostábamos (al menos dos veces). Tuve una erección tremenda, desde luego, y noté que tenía muchas ganas. Pero era necesario que pusiera a prueba mi fuerza de voluntad. Cinco minutos sin moverme. Luego, gradual y dolorosamente, ella empezó a llorar.

Me volví: de golpe, la besé, le pedí perdón, le acaricié los pechos, le limpié las lágrimas a lametazos, la abracé, le dije en susurros que, efectivamente, mi madre había telefoneado por la tarde, y que se había puesto a llorar; que no sabía por qué me había trastornado de aquel modo esa conversación…, pero la verdad era que el Cabrón de mi padre había vuelto a presentarse en casa con otra de sus furcias, y la había humillado. Le pregunté a Rachel si podría perdonarme algún día.

Ella seguía sollozando, más de alivio que de otra cosa, cuando al cabo de diecisiete minutos la conduje a su octavo orgasmo y participé con ella en el noveno. Aquella noche me sentía capaz de lo que fuera: era todo polla.

Mientras empezábamos a dormirnos, me habló de su padre. Jean-Paul —⁠da risa, la verdad⁠— había recibido una atractiva herida durante la Guerra Civil española, cuando combatía (no hacía ninguna falta que Rachel lo dijera) por el Bando Progre.

Segundo.

No es el crítico literario, sino el psicólogo, quien puede decir si el Segundo Incidente fue consecuencia del Primer Incidente.

Al despertarme noté que tenía la nalga sumergida en un charco de peluda humedad.

—¿Se puede saber qué pasa? —⁠pregunté trémulamente.

Vaya por Dios, pensé, naturalmente, me he meado en la cama. (No voy a negar que este fue uno de mis problemas al comienzo de la adolescencia. Pero mi padre se agenció toda una serie de malévolos artilugios. A partir de cierto día me acostaba sobre una manta absorbente y un montón de bobinas metálicas enrolladas en mi manubrio…, para despertarme, a las tres, en una estación de tranvías llena de campanas y timbres, luces intermitentes y alarmas rojas).

Envuelta en vapor, Rachel permanecía, muy avergonzada, junto al fuego encendido.

—No te lo vas a creer —dijo, en tono indiferente⁠—, pero he mojado la cama.

Me levanté y me arrodillé a su lado. Estábamos desnudos.

—No te preocupes —le dije—. No tiene ninguna importancia. Yo mismo me meaba casi todas las noches en la cama hasta que cumplí los dieciocho. Prácticamente hasta hace un par de semanas. Anda, ven. No te preocupes.

Mis exámenes empezaron al día siguiente. Durante esa semana Rachel me cuidó como si fuera un ser invisible. Me colocaba la comida frente a la nariz, me preparaba la ropa y me llenaba de tinta las plumas cada mañana, y por la noche se convertía en una mera sombra aceitosa en la que podía untar cuantas veces quisiera; bueno, no exactamente; cuantas veces creyera yo que había que hacerlo para que ella creyese que yo lo hacía cuantas veces quería. Estaba tomándome los Mandrax que me había recetado el dentista, y solía tragarme subrepticiamente una pastilla a las diez y media, leía media hora, me bañaba rápidamente, la magreaba medio dormido, me colocaba el condón como buenamente podía, llevaba a Rachel a sus dos orgasmos básicos, le daba su ración mínima de palabras cariñosas, y me dormía.

Cuando no tenía ningún tema más urgente, meditaba en torno al Segundo Incidente de camino hacia el examen; todo el rato sentía ganas de mear. La situación también produjo sus efectos en ella. La encontré más nerviosa, inquieta e insegura, como era lógico que estuviese una persona que había perdido toda su dignidad al soltar aquellos calientes y fétidos chorros nocturnos. ¿Qué debía de sentir ella ahora cuando nos poníamos a dormir? También yo sentía vergüenza: la misma vergüenza que el amante de la chica que se tira un pedo en una habitación llena de gente, que el hijo de una borracha, que el marido de la esposa que vomita encima del vestido juvenil con el que trataba de ocultar sus años, de esconder sus cansados y pecosos pechos. Pero traté de imaginar su ansiedad tras su derrota emocional y sexual. Traté de imaginar qué insidioso y halagador sueño debió llevarla hasta donde había llegado…: hundida en el mar hasta la cintura, agachada tras un matorral, instalada en una convincente taza de retrete, hasta que poco a poco desaparecen la tensión y el pánico. No. Era demasiado triste. No lo soportaba.

Tercero.

El miércoles tenía el examen de mates y latín en la academia. No vigilaba nadie. Mrs. Tauber en persona me trajo un café y un texto elemental de matemáticas por la mañana, y un té y un diccionario de latín por la tarde. Me pareció que mis exámenes eran bastante buenos.

Cuando, al día siguiente, empezaron los exámenes para Oxford, también empezó el período de Rachel, anunciado desde algunas horas antes por la aparición de un festivo grano… en la punta de su nariz.

Tal como están las cosas, los chicos pueden permitirse el estar horribles de vez en cuando; basta con que finjan que viven a fondo, que casi no duermen, qué diablos, somos así de duros y descuidados. En cambio, las chicas guapas —⁠aunque no tienen ninguna culpa⁠— tienen que ser perfectas. Cuando Rachel y yo vivimos juntos, tuve algún que otro grano, naturalmente. Pero los chicos son los chicos, y las chicas son las chicas.

El Tercer Incidente me ha dejado dudas más permanentes que el Primero o el Segundo. Porque era como una invitación, aunque solo fuese provisional, a la franqueza, y yo la rechacé. (Nada hubiera sido más fácil que una discusión adulta y progre de los otros Incidentes; ni nada, tampoco, más destrempante). Aquí, en cambio, se me brindaba una oportunidad para explicarle a Rachel que la existencia del cuerpo es la única excusa, la única razón posible, para la existencia de la ironía; que hay partes del cuerpo que necesitan del bruñido acero inoxidable y la blanca porcelana del baño tanto como del acolchado y consolador calor del dormitorio: que nadie sabe con qué clase de cuerpo terminará encontrándose, ni qué brotará de él. Basta, por ejemplo, con echarme una ojeada a mí.

Como en los otros casos, si la personalidad de Rachel hubiera sido más alegre y entusiasta, su invitación hubiera resultado más firme. Pero era terrible ver su patética confusión y aflicción bajo la superficie aparentemente despreocupada, y todavía inmaculada, que me ofrecía. Pienso, de todos modos, que cuando abrí los ojos y me enfrenté al volcán que empezaba a hincharse a pocos centímetros de mis labios, hubiese tenido que decirle: «Buenos días, preciosa». Y al verlo media hora más tarde, empastado de maquillaje, hubiese tenido que exclamar: «¡Caramba! ¡Te ha salido un grano en la nariz!». Y por la noche, cuando Rachel anunció: «La maldición ha caído sobre mí» (citando erróneamente «The Lady of Shalott»), mi respuesta tendría que haber sido: «Sorpresa, sorpresa. Lo llevas escrito en cursiva en la punta de la nariz».