Chereads / El libro de Rachel / Chapter 9 - Diez y cinco: La arboleda

Chapter 9 - Diez y cinco: La arboleda

Faltan menos de dos horas y quedan aún dos meses. Pero a medida que envejezco las cosas se van haciendo más sencillas.

Ahora abro la ventana que da al bosque. Es diciembre, y hace frío, de modo que la cierro enseguida.

En el tren que nos llevaba a Oxford, Rachel planteó la cuestión de su padre; al parecer, aquella misma mañana había recibido una «repugnante» carta de él. Desarrolló el tema de mi-padre-es-un-auténtico-bastardo, y completó con nuevos detalles la historia de su vida. Su último roce con «Jean-Paul d'Erlanger» (Rachel utilizaba el apellido de soltera de su madre; no sé por qué) había ocurrido a comienzos del último verano, cuando DeForest la llevó a pasar en París un par de semanas. Aparte de algunos incidentes desagradables, todos se lo pasaron «de maravilla». Yo me animé un poco cuando Rachel explicó que esos incidentes desagradables consistieron en que M. d'Erlanger dejó entrever primero, y articuló después con todas las letras, el odio y desprecio inmensos que sentía por DeForest, una de cuyas orejas quedó gravemente deformada por los golpes del apasionado francés. Rachel me invitó a interpretar ese incidente como última demostración de la grosería de su padre. Luego me enteré de que DeForest se mostró muy comprensivo y que nunca jamás había vuelto a hablar del asunto.

Cuando le pregunté sobre qué le hablaba su padre en la carta, Rachel volvió la cara hacia la ventana para contemplar las afueras de Reading durante medio minuto, y después me dijo que era incapaz de repetir palabras tan horribles. Decidí dejarlo así, permitiéndole magnánimamente que controlara ella la situación. Para matar el tiempo, y brindarle cierto consuelo indirecto, conté algunas mentiras no muy concretas sobre supuestas atrocidades paternas que yo había tenido que padecer, con mi padre en el papel de gamberro báquico, mochuelo meditabundo, violador de au pairs, y así sucesivamente.

Fuimos los primeros en llegar.

Madre parecía que acabase de contraer la hidrofobia. Estaba sometida a semejante frenesí ciego que, antes de los holas y las presentaciones, Rachel y yo preguntamos inmediatamente si había alguna cosa que pudiéramos hacer por ayudarla…, mientras aún estuviéramos a tiempo, mientras brillara todavía un rayo de esperanza. Al parecer, lo que Rachel podía hacer era ayudar a la (bastante atractiva) au pair a pelar patatas. Lo que yo podía hacer, lo que tenía que hacer, me gustara o no, era ir en coche a Oxford para recoger allí a Valentine.

—¡Pero si no sé conducir!

—¿No te dieron un montón de clases?

—Sí.

(Las clases de conducir eran el regalo reglamentario que nos hacían a los Highway cuando cumplíamos los diecisiete años. Somos una familia muy viajera).

—¿No te examinaste?

—Sí. Pero me suspendieron.

—¿Y no volviste a examinarte después?

—Sí. Pero volvieron a suspenderme.

—Bien, ahora ya es demasiado tarde. ¿Dónde he metido las llaves?

Fui en el Mini de mi madre, y casi me la llevo a ella por delante nada más arrancar.

Después de cruzar un puente de peaje —⁠el peaje era muy elevado: tres peniques y medio⁠—, alcancé la velocidad de crucero de sesenta kilómetros por hora gracias a que la carretera era muy ancha. Con esta clase de velocidad lo más recomendable era coger el zapato de tacón aguja que, para este fin, solía encontrarse en el bolsillo lateral derecho, y encajarlo en la palanca del cambio de marchas, a fin de evitar que vibrase como un taladro neumático. Una vez llevada a cabo esa operación, comprobé que una figura descarnada se encontraba a doscientos metros de mí, inmóvil, en la mitad derecha de la carretera. A fin de arrancarla de sus ensoñaciones, toqué la bocina. Al instante, se lanzó a una espástica carrera de vida-o-muerte que la llevó a cruzarse en mi camino, abandonando en la calzada el sombrero, la bolsa de la compra y una zapatilla de color pardo. Parecía avanzar a saltos de rana en dirección a la acera. Yo reduje, desaceleré y conseguí frenar cuando llegué a su lado.

—Bueno —le dije, mientras le devolvía sus posesiones⁠—, no ha pasado nada. Hubiese sido mejor que retrocediese. En fin, ¿se encuentra bien?

Ella se quedó mirando al frente, pero sin ver, y pensando: En mi puta vida vuelvo a salir de casa.

Aparqué el coche delante del colegio de Valentine, uno de los mejores de Oxford, y que no obstante recordaba más bien a un grupo de hoteles de Palé superampliados, de un tono de rojo más sucio que el del original, y con ventanas. Valentine, bueno, su estúpido nombre al menos, había sido inscrito en un colegio de pago de segunda fila para cuando empezara la enseñanza media, pero mi padre había decidido no enviarle a la escuela preparatoria imprescindible para pasar luego a un colegio de pago. Mientras caminaba por la avenida que separaba el colegio de los campos de deportes en donde se suponía que Valentine estaría jugando a fútbol, traté de averiguar qué malas intenciones abrigaba mi padre al tomar esa decisión. Sentí grandes deseos de interrumpir el partido de mi hermano. Desaceleré el paso.

¿Había logrado superar mis obsesiones respecto a Valentine? Más o menos. Aquello formaba parte del pasado. Eran los días en los que le veía dar órdenes a sus montones de amigos, marcar con un lápiz sus juguetes favoritos del catálogo de Harrods que mis padres le ofrecían el primero de diciembre, ser vestido por su madre con ropa de mayor (él y yo empezamos a usar pantalón largo el mismo día; él tenía cuatro años; yo, trece); sí, también fui testigo de aquel otro día en el que Val bajó sin manos con su bicicleta con manillar de carreras, cantando Hey Jude, por una calle atestada de colegialas. Y puedo recordar asimismo aquel loco y maravilloso verano en el que saboteé su bicicleta, sazoné su naranja con orina humeante, escupí en su plato…, y llegué hasta el extremo de disponerme a poner en práctica una mala pasada para la cual hacían falta varios ingredientes, entre ellos un poco de leche cuajada, y que de hecho no realicé finalmente pues me pareció que mi opinión había quedado muy clara y no hacía falta insistir. (En general, yo también deploraba esa clase de cosas. Pero aquí se trataba de —⁠¿cómo decirlo?⁠—… Bueno, todo quedaba en familia).

En el extremo derecho del campo, a unos veinte metros de distancia, cuatro muchachos, uno de los cuales era mi hermano, estaban dispuestos en semicírculo en torno a un quinto chico. El quinto era el clásico Niño Gordo, y se encogía acobardado contra la pared de los vestuarios. Yo me acerqué cautelosamente por detrás de los postes, y observé la escena.

El Gordo llevaba un jersey de ganchillo, calcetines desparejados, pantalones cortos (cuando todos los demás, especialmente mi hermano, los llevaban largos). El pelo, cortado por su madre a tijeretazos, cubría una cara acostumbrada —⁠hasta el aburrimiento⁠— al miedo: cada día le quemaban su escaso pelo en el colegio; cada noche su padre le prensaba la cabeza en casa.

Tras mirar a su alrededor en espera de un ademán de estímulo o aprobación, uno de los chicos dio un paso adelante y le atizó un fuerte cachete al gordo. Los otros tres le imitaron. Seguí observándoles un rato más, por si acaso Valentine tenía alguna iniciativa especialmente detestable, y después di señal de mi presencia con un grito.

Me adelanté hacia el grupo.

—Lárgate —le dije al Gordo, con la esperanza de que mi intervención fuese interpretada no tanto como una operación de rescate merecedora de un ataque en masa, sino como la simple interrupción de una pelea amistosa. El Gordo recogió la cartera y la gorra, y se fue caminando lentamente hasta llegar a la verja, donde empezó a correr.

—Largaos —les dije a los otros tres. Después de dudar un momento, retrocedieron. Luego, como si acabara de ocurrírseme, grité⁠—: Mi hermano es demasiado elegante para mezclarse con tipos como vosotros.

Quizá el lunes siguiente Valentine se llevaría una paliza por esto.

—Hola, Valentine —le dije—. ¿Has tenido un buen día? ¿Has disfrutado el partido de fútbol? —⁠Él siguió donde estaba, masticando chicle con sabor a limón y con la mano apoyada en su bien formada cadera⁠—: ¿Por qué os metíais con él? ¿Qué ha hecho?

—Yo no le he pegado mucho —⁠dijo mi hermano⁠—. Los otros le han pegado más.

—¿Qué ha hecho? ¿Por qué le pegaban? —⁠El odio estaba embriagándome.

—Todo el mundo le pega.

Le miré fijamente. No se me ocurría qué más decir, de modo que le agarré del hombro y le aticé un porrazo en la cabeza. Pero sin demasiada convicción.

Rachel y yo estábamos tendidos, muy quietos, en mi cama. Casi era la hora de cenar. (A los menores de veinte años no se les pide que mantengan relaciones sociales; aparte de asistir a las comidas, pueden hacer lo que les dé la gana). Mi habitación, uno de los tres cuartos alargados y de techo bajo que hay en el último piso, se encontraba en buen estado, teniendo en cuenta que no había tenido oportunidad de arreglarla. Desteñidos recuerdos efímeros cubrían sus paredes: posters de Jimi Hendrix, Auden e Isherwood, Rasputín, reproducciones de obras de Lautrec y Cézanne. La librería contaba la historia de mi adolescencia: Carry On, Jeeves, Black Mischief, The Heart of the Matter [El revés de la trama], Afternoon Men, Women in Love [Mujeres enamoradas], Gormenghast, Cat's Cradle, L'Etranger. Un tablero de ajedrez, un dibujo de mi hermana pequeña y postales en la repisa de la chimenea. Todo quedaba clarísimo, y apenas si tenía remedio. Sin embargo, antes de nuestra llegada se había llevado a cabo la única modificación esencial. Aquella mañana, antes de ir a la academia, antes de darles a los cojos el óbolo que tranquilizaba mi conciencia: una urgente llamada telefónica. Hablé con Sebastian, y le soborné, con la promesa de diez pitillos, para que subiera a mi habitación y cambiara la luz. En la mesilla de noche tenía una lamparita con la bombilla pintada de color de rosa, a fin de que todas las chicas del pueblo a las que consiguiera arrastrar con engaños hasta allí supieran lo sexy que yo era. Siguiendo mis instrucciones, Seb había colocado una bombilla normal. La otra hubiera resultado un poco extravagante a los ojos de una chica de la ciudad como Rachel.

La mayoría de los invitados ya estaban en casa cuando llegué de regreso con Valentine. Me reuní con Rachel y la au pair en la cocina, y brindé mi fornida ayuda para cambiar de sitio la mesa del comedor y llevar sillas. Acompañé a Rachel a su habitación del primer piso, y luego a la mía del segundo. Hubo suaves caricias en el cuello, prontamente moduladas por mí a fin de incluir una conversación soñolienta. Seguimos hablando mientras anochecía. Hablamos de nuestros padres, y nos mostramos prácticamente de acuerdo en que el destino de las mujeres era más duro que el de los hombres:

—Las mujeres tienen que cargar con los niños, la regla, y no sé cuántas cosas más. Ellas son las que tienen que hacer frente a las verdaderas responsabilidades —⁠suspiré⁠—. Si una chica se acuesta con quien quiere, la tachan de furcia. Si un chico se acuesta con quien quiere, es todo un hombrecito. Parece que tanto la sociedad como la Naturaleza estén en contra…

—¿Lo piensas de verdad? Yo no lo creo —⁠le murmuró Rachel a mi sobaco⁠—. Quizá te parezca que esta opinión es un poco…, infantil, pero los bebés son la única cosa que pueden tener las mujeres y que, en cambio, escapa a las posibilidades de los hombres. Y deberían estar orgullosas de ello. Y, además, deja las cosas equilibradas.

Pensé por un momento atacar esa opinión por su carácter doctrinario, ideológico, sexista, etc., pero lo que dije fue:

—No me parece tan infantil. ¿Qué quieres decir con eso de que deja las cosas equilibradas?

—Bueno, seamos realistas, las mujeres suelen tener un aspecto bastante horrible en cuanto cumplen los treinta y cinco años. Se les pone la cara escamosa. Pierden su buen tipo, el pelo se les queda reseco y lo llevan siempre enmarañado. En cambio, los hombres suelen mejorar. Como mínimo, no se les queda la cara… —⁠bostezó y se me acercó un poco más⁠—, escamosa, como a las mujeres. De modo que está muy bien que puedan tener hijos. Como tu madre.

Rachel llevaba un vestido rojo de falda corta; sin medias. Apoyé la palma de la mano en la parte posterior de su muslo, allí donde se convertía en nalga, sobre el borde de sus panties de seda.

—Quizá —dije, retirando la ingle para hacer sitio a la erección⁠—. Quieres decir que así tienen algo en qué entretenerse. Pero la situación de mi madre es una auténtica mierda. ¿Qué va a hacer cuando Valentine sea mayor?

—Mmmm. Entiendo.

—De todos modos, estoy muy contento de que hayas venido.

Rachel gruñó.

—Mmm —dijo.

Me disculpé y bajé a escupir y mear. No sé por qué razón, al cerrar la puerta tuve la sensación de ser un jeta.

Me crucé con mi padre en el pasillo del baño. Llevaba un polo negro muy de moda (muy de moda, quiero decir, entre las comadrejas de su edad), cuyas mangas se estaba bajando. No solamente parecía estar en forma, sino que, encima, estaba guapo.

—Ah, Charles —dijo, con el tono que usaba para decir gilipolleces⁠—. Tu madre acaba de decirme que esta tarde le has pegado a Valentine un golpe en la cabeza. ¿Es cierto? Pues no lo hagas. Es muy peligroso. Jamás le pegues golpes en la cabeza. ¿Entendido? Bien. Se acabó la bronca. Hasta la cena.

Sonrió, y empezó a irse.

—No pretendía pegarle en ningún sitio, pero le encontré con sus amigos dándole una paliza a un compañero.

Para no tener que mirarme a los ojos, fingió que se arreglaba las mangas.

—No lo dudo, pero tu madre y yo…

—Bien. La próxima vez que le pille así me limitaré a romperle el brazo. Y, ¿qué quiere decir eso de «tu madre y yo»? ¿Cuándo fue la última vez…?

—Oh, por Dios. —Dejó transcurrir unos segundos. Parecía sorprendido, divertido, como la noche en casa de Norman⁠—. ¿Pretendes en serio hacerme creer, Charles, que no te portaste nunca mal cuando tenías su edad? —⁠Se sacó del bolsillo un reloj de correa metálica⁠—. Es posible que, cuando crezcas un poco más, comprendas que…, que el mal que cometemos para corregir otro mal anterior, que ese segundo mal siempre es más injusto que el primero. —⁠Terminó de ponerse el reloj⁠—. Quizá lo comprendas cuando seas mayor.

—Magnífica perorata —dije—. Pero, viniendo de ti, carece por completo de sentido. Quizá tú seas ya viejo, pero mi madre no tiene…

—¿Y a ti qué te importa?

Hizo una pausa, y después prosiguió, con más suavidad:

—Sé que no tiene ningún sentido discutir esto. —⁠Se metió las manos en los bolsillos y agitó un llavero⁠—. Solemos arrepentirnos demasiado tarde de las cosas que decimos. Mira, Charles…

—Nada, nada. Lo siento. —Le dejé atrás, borrando con la mano cualquier posible respuesta o pregunta subsiguiente⁠—. No te preocupes. No diré nada.

Una vez en el baño meé, escupí y traté de calmar mis nervios cantando «no seas soberbio, no seas soberbio», y me esforcé por contener las lágrimas.

Cuando regresé, la habitación estaba a oscuras; Rachel dormía. Me acerqué a la ventana y miré el bosque. Poco a poco, mi pecho dejó de estremecerse con bruscas sacudidas. De todos modos, no tenía nada que decirle a Rachel. Me tendí a su lado, boca abajo para tranquilizar mis pulmones, y esperé a que alguien nos llamara para cenar. No tardaron mucho en hacerlo.

No le quité el ojo de encima al viejo libertino en toda la cena, pero sin sacar apenas provecho. Estaba demasiado ocupado siendo Gordon-el-hombre-de-mundo, Gordon-el-anfitrión-de-las-grandes-fiestas, para entretenerse en sus otros papeles de esposo traidor y astuto don juan. Sin embargo, se sentó entre su furcia y su hermana (gemela), mientras al otro extremo mi madre tenía que habérselas con sir Herbert y el periodista, que se llamaba Willie French. Rachel y yo nos sentamos el uno frente al otro, a mitad de la mesa. Ella se mostró notablemente dueña de sí misma; pese a lo cual me encontré con que tenía que interceptar y remodelar casi todas sus intervenciones.

Pero se estaba desarrollando una brillante discusión entre sir Herbert y Willie; hablaban de la juventud. Por mucho que me empeñase, no conseguía averiguar cuál de los dos me caía peor. Elaboradas frases despectivas. Sir Herbert parecía, más que otra cosa, un barrendero que acaba de ganar una fortuna en las apuestas hípicas. Su rostro hocicudo de poros abiertos (y coronado por unas espigas de siniestro cabello dorado) contrastaba desagradablemente con su traje de Savile Row y su cuello duro. En el interior de la más próxima de sus orejas, en forma de interrogante, espumeaba un resto de crema de afeitar. Además, era enano. Mirando, por otro lado, a Willie, cualquiera hubiese apostado un montón de dinero a que acababa de desmontar de una moto en la que se había pasado la vida entera corriendo a enormes velocidades. Su pelo color jengibre volaba hacia atrás para formar un casco que le cubría desde las cejas hasta la nuca; sus labios parecían negarse a ser vistos y alcanzaban su pleno desarrollo dentro de su boca; tenía los ojos rojos con motitas. A pesar de todo eso, parecía llevar las de perder en la discusión, y se lo tenía merecido por haberse empeñado —⁠a fin de demostrar lo simpático que era⁠— en hablar con un tartamudeo de ametralladora. Sir Herbert apenas si le dejaba llegar a decir «Pues yo…» o «Me parec…» alguna que otra vez.

Herbie propuso ahora la compleja paradoja según la cual la ostentosa «falta de convencionalismo» de la juventud no era, de hecho, más que otra forma diferente de convencionalismo. Al fin y al cabo, ¿acaso el inconformismo de ayer no se convertía en el conformismo del hoy? ¿No eran esos jovenzuelos tan ortodoxos, a su modo, como la ortodoxia que pretendían subvertir?

¡Qué refrescantemente diferente, qué refrescantemente diferente!

Los líquidos ojos de sir Herbert rondaron la mesa con semejante expresión de luminosa astucia que hasta mi padre se calló y frunció interesado el ceño. Herb me consultó entonces a mí, elogiando mi excéntricamente comedida forma de vestir, mis extravagantes buenos modales, mi provocativo sentido de la pulcritud. Mi respuesta fue demasiado grosera para no ser citada aquí en toda su extensión. (Tiene una estructura muy bien articulada, gracias a que plagié, de hecho, uno de los párrafos esenciales de mi Discurso a Mi Padre). A modo de disculpa, aplasté el tobillo de Rachel entre los míos, y luego dije:

—Difícilmente podría estar más de acuerdo con su opinión, sir Herbert, aunque confieso que nunca había contemplado el asunto desde este punto de vista. Se me ocurre que podríamos llevar esta analogía más lejos incluso, hasta abarcar, por ejemplo, ciertas cuestiones morales. La llamada nueva filosofía, o «tolerancia» si lo prefiere, aparece, si la estudiamos a fondo, como un nuevo puritanismo por medio del cual se te acusa de ser reprimido o palurdo si por casualidad no apruebas la infidelidad, la promiscuidad, etcétera. No se nos permite que nos ofenda ninguna cosa, de modo que, gracias a este sistema, acabamos volviendo a negar nuestros instintos —⁠cierto sentido moderado de posesión, pongamos por caso, o cualquier clase de escrupulosidad moral⁠— de la misma manera que los puritanos nos obligaban a negar los instintos opuestos. Ambos códigos resultan, pues, limitadores, y se oponen, por consiguiente, a los verdaderos sentimientos de las personas: así que —⁠concluí⁠—, hágame el jodido favor de concederme una beca —⁠o una expresión equivalente.

Willie manifestó aquí su intención de contradecirme, repitiendo varias veces «Per…, per…, per…». Al cabo de un par de minutos sir Herbert sugirió:

—¿Pero?

Ante lo cual Willie asintió con un gesto.

—Pero ¿no quequecrees queque la totototolerancia es prepreferible a la rerepresión, y a la autoautoauto-represión?

Sir Herbert, al que la bebida y la comida convertirían pronto en un ser igualmente incomprensible, regresó al tema discutido.

Lancé una mirada cortante a mi padre, y me encogí de hombros para Rachel. Ella me contemplaba con lo que parecía una serie de emociones encontradas.

El día siguiente, sábado, fue de los que marcan época. Ahora lo sé.

Invocando las prerrogativas de los jóvenes, Rachel y yo optamos por largarnos después de la cena, y nos fuimos a la cama, por separado. Noté que me venía el ataque de esputos, de modo que alegué cansancio.

Fue una de esas noches terribles: mi cama era una vagoneta de las montañas rusas: mi cerebro, una confusa centralita de poemas-discursos-artículos-planes, páginas y más páginas de confusa mecanografía que se conviertieron en las lentes de contacto del ojo de mi mente, y no dejaron de vomitar un caleidoscopio de comas y puntos.

—¿Se puede saber qué te pasa? —⁠preguntó alguien.

—Mierda. ¿Sebastian? Estoy muriéndome.

—¿Qué? —Sebastian encendió la luz del rellano y se apoyó contra la puerta⁠—. Son las tres de la madrugada —⁠dijo⁠—. Estabas gritando.

—¿Ah sí? ¿En serio? ¿Qué decía?

—No se entendía nada. ¿Tienes mis pitillos?

—En la mesa. No le digas a Madre que los tenía yo.

Sebastian volvió a desaparecer.

Leí hasta las siete, por la ventana vi el amanecer, como si fuese un programa de televisión, me bañé, me afeité y bajé. Cagadas de gato en el piso iluminado a listas de la cocina, rancios olores tabernarios procedentes del comedor, hormigueantes ataques de los objetos contra mis cascados sentidos.

Luego, envuelto en el albornoz, me llevé el café y el zumo de naranja a la habitación de Rachel. La encontré durmiendo enroscada en un ovillo fetal: camisón blanco de algodón, las rodillas pegadas a los pechos, un pequeño pulgar pardo vulgarmente introducido en la boca. Encantador, la verdad. Descorrí las cortinas y la desperté masajeando su cuerpo.

—¿Qué hora es? —preguntó.

—Prácticamente las ocho y media.

Cuando terminó el café, Rachel se desperezó y me sonrió. Yo le dije algo así como «Ya estamos vivos otra vez», y me acerqué a ella.

—¿Son pájaros eso que se oye? —⁠dijo ella en cierto momento.

—No, son las tuberías de la calefacción. Y, ahora que tratamos de este asunto, ¿te has acostado con DeForest?

—¿Mmmm?

Se había acostado con él.

—¿Solo con él, o también con otros?

—Solo con él.

—No te preocupes —dije.

A media mañana los adultos se metieron como pudieron en el Daimler de sir Herbert, lo más parecido a un tanque en materia de coches, para ir a tomar el almuerzo con no sé qué tipejos al otro lado de Oxford. Pensaban dedicar la tarde a admirar los colleges. Cuando se fueron, le pregunté a Rachel si quería ir también a Oxford, si le apetecía un paseo en batea. Rachel me dijo que ya estaba a gusto en casa.

Una casa que no tenía un verdadero jardín: después de una corta extensión de césped en la parte de atrás, empezaban inmediatamente los campos, mientras que por los lados la hierba se mezclaba sin fronteras definidas con los matorrales hirsutos de los solares vecinos. Pero había una arboleda a pocos metros de la fachada, y nos fuimos a dar un paseo por allí. Jamás lo olvidaré. El bosquecillo no podía ser menos espectacular; gordos robles cada doscientos metros más o menos, una hilera de castaños junto a la carretera que conducía al pueblo. Por lo demás, no había más que hierba alta y seca, ensortijados arbustos, y cientos de arbolillos malsanos de apenas tres metros de alto. Pero a cada paso mi infancia conspiraba contra mí, y cada ramita y cada mata de hierba parecían traerme datos y recuerdos. Drogado y pasmado por el agotamiento, sentía la cabeza rebosante de rememoraciones y ensueños (y citas de Wordsworth) mientras caminábamos tropezando continuamente, como un par de invitados.

Había un rincón en el que un nogal deslizaba su tronco por entre un par de azaleas entrelazadas, y que estaba a cubierto del viento pero no del sol. Nos sentamos. Tomé la mano de Rachel y me tendí de espaldas, pensando que no había nada mejor que pasar las noches en vela, dejando que los rayos hicieran hervir imágenes sobre mis párpados cerrados, acariciando de vez en cuando la idea de decirle a Rachel que la amaba. El escenario era propicio. A las chicas no les importaba, con tal de que no las obligases a darte una respuesta. Disfruta un momento más del momento.

Abrí los ojos y dejé que flotaran libremente, negándome a enfocarlos en las rizadas hojas y en los tallos de hierba.

—Ven, mira. En este matorral hay una especie de hueco al que yo venía a fumar cuando era pequeño.

Me levanté, anduve unos pasos, y me arrodillé para separar el follaje y las ramas. Rachel miró por encima de mi hombro. Bajo la tienda de hojas vimos: botellas de cerveza, una lata, periódicos pisoteados, kleenex amarillentos, condones arrugados que parecían crías muertas de medusa.

Rachel soltó un gruñido.

—Un rincón muy frecuentado —⁠dije. Cuando me enderecé, le solté la mano. Emprendí el regreso a casa, seguido por ella.

Media tarde. En el sofá de la sala nos magreamos, tal como corresponde a los adolescentes. Nada del otro mundo, ciertamente. Aunque, a veces, empiezo a serpentear en sus brazos, o la interrumpo a mitad de una frase para lanzarle una mirada demoníaca (y probablemente absurda). Yo mismo empezaba a encontrar todo aquello un poco irreal…, pero ¿qué otra cosa podía hacer un muchacho?

Bien. Permítanme que describa ahora el aspecto que tenía DeForest cuando entró.

Se oyó el ruido de un coche. ¿Regresan los viejos? Nos separamos, no mucho. Sonó la aldaba de la puerta principal, y alguien fue a abrirla. Un golpecito en la puerta de la sala precedió la entrada de DeForest. Nos dirigió una sonrisa de furtivo reconocimiento y se acercó al sofá, sin dejar de mirar ni por un momento la repisa de la chimenea, como si, en un rasgo de tolerancia, quisiera darnos tiempo para que nos vistiésemos. Recuerdo que estuve a punto de soltar una carcajada de terror cuando me fijé en que llevaba pantalones de golf.

Nadie dijo nada.

Mirando todavía fijamente la repisa de la chimenea, DeForest se agachó para sentarse al borde de una butaca, con sus piececitos juntos y las manos en el regazo. Miré un instante a Rachel, como para decirle, ¿te parece que me esconda debajo del sofá hasta que se vaya? Luego, DeForest apoyó la cabeza en las manos durante unos cinco segundos, volvió a levantarla, y miró a Rachel: con malicia pero también con vergüenza, como un colegial al que han pillado robando alguna cosa.

—¿Qué ocurre? —preguntó Rachel con voz asustada.

—¿Estás bien? —añadí yo—. ¿Necesitas algo?

Los niños valientes son capaces de soportarlo todo, menos la conmiseración; y la cabecita cuadrada de DeForest cayó hacia atrás con una sacudida, y su pecho se puso a temblar, como si se asfixiara. Empezó a llorar.

Rachel se le acercó y se arrodilló delante de él, apoyándole los pechos en los muslos y rodeándole las rodillas con el brazo mientras acariciaba su cara y su pelo con la mano que le quedaba libre.

—DeForest, DeForest, shsh, shshshsh, DeForest, shshs —⁠susurró Rachel.

Incrédulamente, me sugerí a mí mismo en voz alta:

—Me voy a la cocina.

Diez minutos más tarde Rachel se reunió conmigo. Le pregunté cómo estaba DeForest y Rachel me informó que ya se le había pasado. Dijo que le parecía que lo mejor sería que regresase con él a Londres. Le contesté que prefería que no lo hiciera. Me dijo que no tenía otro remedio que hacerlo.

Del mismo modo que el brazo de un jukebox avanza a lo largo de la fila de discos antes de elegir uno de ellos, también yo rondé cautelosamente por encima de los armarios y archivadores de mi cabeza. Pero al final lo único que dije, mirando al vacío, fue:

—Oh no. Ya sé lo que pasará. Dentro de un minuto habrás salido de aquí, y no volveré a verte nunca más.

¿Quién sería capaz de explicar cómo pasé el resto del fin de semana? Se me rompe el corazón de solo pensarlo.

Charles escuchó el coche alejándose y subió la escalera como un peso pesado senil. «Siete en punto», le dijo su reloj. En el dormitorio del amor de la casa revisó los cajones y examinó los frascos de pastillas. De vuelta a la sala, engulló un puñado de drogas hipnóticas con la ayuda de un cuartillo de vodka sin hielo. Se quejó ante el espejo de que aquello no había hecho sino agravar su estado.

Charles subió a la habitación de Rachel. Tenía exactamente el mismo aspecto que cuando él se la había mostrado hacía veinticinco horas. Rebuscó metódicamente, pero sin éxito, con la vana esperanza de encontrar la nota que hubiera tenido que decir: «No sabes cuánto te amo. R.». Luego, le dio una patada a una de las patas de hierro de la cama, no con todas sus fuerzas, pero con la suficiente potencia como para obligarle a soltar un grito de dolor y sorpresa.

Una vez en su habitación, se quitó el zapato. La uña del pulgar de su pie derecho se desprendió limpiamente. Charles estuvo pensando durante unos segundos en esa circunstancia, antes de, demostrando que era un hombre de recursos, volver a colocarla en su sitio y sujetarla con una tira de celo.

Encontró su cuaderno de Rachel (que no hay que confundir con su carpeta de Rachel) y escribió en él algunas palabras. Se hundió en la cama, pero al cabo de un minuto su cabeza reapareció; impreso en ella aparecía un vertiginoso gesto ceñudo. Sentado a veces y tendido otras, se desprendió de la mayor parte de la ropa que llevaba puesta. Soltaba juramentos frecuentes, que alternaba con boqueadas de asfixiado dolor.

Dejémosle, pues, mientras la escena se va borrando: tieso y comatoso en el sillón; desnudo, con la sola excepción del reloj, un único calcetín y un pequeño almohadón rojo posado sobre sus muslos.

Lo primero que hice a la mañana siguiente fue correr por toda la casa diciendo mentiras sobre la partida de Rachel. Debido a un capricho de mi padre, no estaba permitido entrar en la cocina los periódicos del domingo hasta primera hora de la tarde: probablemente le parecía que era más divertido y civilizado repantigarse para leerlos en un sillón de la sala. Pero la sala era el lugar donde se guardaban todas las bebidas, y Willie French, por interés profesional, y sir Herbert, por su avanzada edad, seguramente seguirían allí hasta las dos.

De hecho, eso no era un problema grave. Después de haberla robado en la despensa, me pasé la segunda mitad de la mañana con media botella de jerez sudafricano (que me pareció exquisito). Anoté diagramas planificando la Conversación Telefónica. Eran unos diagramas bastante engreídos. En ese momento me pareció que mi comportamiento de la noche anterior había sido bastante exagerado. Ni siquiera Rachel hubiera podido sentirse auténticamente afectada por la grotesca comedia de DeForest. Había actuado impulsada por su fatigada lealtad.

Seguro que también para ti, nena —⁠escribí⁠—, debió de ser una situación bastante dura.

Pero nunca se sabe. Y la noche anterior llegué a estar convencido de que no volvería a verla nunca más.

Bajé a la sala, me colé por delante del dispéptico sir Herbert (que peleaba con el Sunday Telegraph como si fuera una raya gigante) sin que se fijara en mí, y me hice con una botella de oporto. En el «cuarto de jugar» del último piso había un viejo televisor. Era allí donde habían metido a Sebastian por falta de mejor sitio, pero Sebastian se había ido a Oxford a ver una película X («cualquier película X», había dicho) y a rondar por ahí en busca de tías, en compañía de sus grandes amigos. Valentine estaba jugando a fútbol en el jardín: haciendo de árbitro y de capitán de los dos equipos, a juzgar por sus quejumbrosos gemidos. Yo me encerré, me tragué a la fuerza el jarabe alcohólico, y trabajé desganadamente en el Discurso del Reencuentro.

En provincias, la televisión es un cajón de sastre en el que cabe de todo. Campeonato Universitario: los concursantes parecían estar alarmantemente bien informados pero, por otro lado, resultaban tranquilizadoramente horribles. Otro concurso en el que una selección representativa de chiflados y maricones famosos cataban vinos y, cada vez con una incoherencia más acentuada, hablaban de sus cualidades. Una telecomedia en la que tres chicas guapas y una fea trataban de pagar la cuenta de la electricidad y de no acostarse con sus novios.

Después pusieron un programa deportivo, pero no de los que suelen echar los sábados por la tarde, en los que aparecen unos tipos muy viejos con cara de listos que te ponen constantemente al día desde sus mesas de despacho, sino un documental enlatado sobre un campeonato de tenis que se estaba disputando en algún lugar del hemisferio sur. Estaba a punto de cerrar la tele cuando un norteamericano de cabeza de guisante anunció con grave acento que a continuación podríamos ver la semifinal femenina.

Debo señalar que siento una gran reverencia por las tenistas. Cuando salieron a la pista, tan sonrientes en sus uniformes atildadísimos, parecían personas vulgares, remotas: sin embargo, después de una hora de sudor y malicia… Dos años atrás pude ver a una tía de aspecto particularmente simiesco: corta de torso, con unos brazos que parecían piernas, y la cara más contorsionada y malévola que se pueda imaginar. Durante la quincena del torneo de Wimbledon me había tenido obsesionado. No pasó una sola tarde sin que acariciara la idea de arrinconarla después de una final de ochenta juegos y cuatro horas de duración (y en la que ella había salido derrotada), para arrancarle las bragas, aproximarme majestuosamente a ella en el humeante vestuario o, mejor incluso, en un charco cubierto por un manto de nicotina, y cascármela encima de ella hasta quedar completamente seco, sin hacer caso de sus gritos.

Ninguna de las deportistas que salían ahora alcanzaba ese nivel. Por culpa de mi excitación me perdí la parte inicial, esa en la que dicen los nombres de las jugadoras y ellas dan un pasito al frente, y tuve que soportar veinte minutos de elegantes variaciones —⁠«la australiana de veintiocho años», «la joven ama de casa de Wiltshire»⁠— antes de averiguar los nombres de las dos contendientes, debido a que los melosos comentaristas estaban empeñados en ocultar que no tenían nada que decir. Sin embargo, de las dos, mi favorita era con mucho la enorme australiana. La jugadora británica cometió el error de esforzarse por dar una apariencia reconociblemente femenina, a fin de demostrarle a la otra que no hace falta tener aspecto de orangután para jugar bien a tenis. La esposa del dentista inglés corría a saltitos hacia la red y hacía toda clase de piruetas después de sacar. Pero la profesora de gimnasia, originaria de Darwin, con sus músculos tensándose y destensándose bajo el brillante sudor que provocaban los cerca de cuarenta grados de temperatura, corría con todo su peso de una esquina a otra de su cancha con la más franca virilidad, lanzando passing-shots que salían disparados como balas, o saltando un metro de altura para responder de forma aplastante a las esmirriadas voleas de su rival, cuartofinalista del torneo del año anterior. Aquella madre de dos hijos gemía como una heroína trágica cada vez que perdía un punto; la excampeona juvenil, en cambio, solo demostraba sentir alguna emoción (con estridentes bramidos que provocaban nerviosos silencios de diez segundos entre los comentaristas) cuando cometía alguna doble falta en el saque, para inmediatamente concentrarse otra vez en el juego. Por fin conseguí enterarme de sus nombres: Mrs. Joyce Parky y Miss Lurleen Bone. Miss Bone destrozó a Joyce en el segundo set. Temblando junto a la red mientras se jugaba el match-point, Joyce recibió un pelotazo en plena cara cuando Miss Bone le lanzó su potente drive, y se fue de la pista hecha un mar de lágrimas sin esperar a darle la mano a su vencedora.

—¡A tu salud, Lurl! —dije, alzando mi copa.

Después emitieron veinte minutos de un partido de críquet disputado entre un improvisado once de alcoholizadas viejas glorias y una pandilla de negros itinerantes. Al final todavía seguía yo sin comprender por qué razón, según los comentaristas, Malcolm Sprockington, o como se llamara, conseguía siempre «colocar» o «introducir» la pelota en el lugar adecuado, mientras que cuando se trataba de Cyprian Uwanki, o como se llamara el africano, apenas si la «colaba» por casualidad. Pero después del anterior combate entre la inocencia y la experiencia, me pareció un espectáculo muy pobre.

Recogí mis notas, tomé un poquito más de oporto, y bajé al dormitorio de mis padres.

Contestó la madre de Rachel. Quería saber quién llamaba, pero no contestó cuando, con ebria melifluidad, le di mi nombre. Ahora, durante esos quince segundos de silencio, me invadió por fin el miedo del que me había estado escabullendo todo el día. Contemplé el subnormal rostro en el espejo. Oí llorar a unos niños a través de la ventana. Bajé la vista a la carpeta que tenía abierta sobre las piernas, y contemplé mi diminuta e inmaculada caligrafía.

Rachel dijo hola y empezó a contarme lo del accidente que ella y DeForest habían estado a punto de tener cuando regresaban a Londres. Me pregunté qué coño pasaba, traté de interrumpirla, pero me había quedado sin voz. Ya basta de esto. Rachel se calló. Pero no me oía. Me pidió que hablara en voz más alta. Inhalé y exhalé. Rachel me preguntó si todavía estaba al aparato.

—Ya basta de todo esto. ¿De qué estás hablando? Dime…

—No te oigo.

—Espera.

Dejé el teléfono encima de la cama y saqué irreflexivamente del bolsillo un pedazo de papel. Decía: «Ya sé que tenías que irte. Pero no te preocupes por mí. Solo lo siento por DeForest. ¿Qué tal está?». Inspiré lo suficiente como para pronunciar veinte palabras, y volví a coger el teléfono.

—Oye. Dime, por favor, qué piensas hacer. No me cuentes nada de ningún jodido accidente de coche. Dime…

Me dio el tiempo justo para tapar el micro de un manotazo y evitar así que me oyera llorar. Cuando volví a escuchar, Rachel estaba diciendo:

—Lo siento, Charles. Lo siento, lo siento.