El estruendo ensordecedor de la batalla en Althorium ahogaba los sentidos, como si el mismo infierno se hubiera desatado en la tierra. El fragor de choque de espadas, el rugir de monstruos y el grito de los heridos formaban un mosaico de caos y muerte. En medio de esta vorágine, Gareth, cubierto de sudor y sangre, se erguía con determinación. Su espada, una hoja noble ahora empañada de rojo, cortaba sin piedad a los interminables monstruos que lo rodeaban.
El suelo estaba sembrado de cadáveres mutilados y charcos de sangre, un sombrío recordatorio de la carnicería que había tenido lugar. Los cuerpos sin vida yacían en posiciones grotescas, sus miradas vacías perdidas en la eternidad.
Gareth apenas tenía tiempo para registrar los rostros de los camaradas caídos. En aquel momento, solo importaba la supervivencia, la continuación de la lucha. Los monstruos emergían de las sombras, sus fauces chorreando ácido y sus garras desgarrando todo a su paso. Algunos de ellos eran aberraciones con múltiples cabezas, sus ojos inyectados en sangre centelleando de locura. Otros se asemejaban a insectos gigantes, con pinzas trituradoras de huesos, sus cuerpos recubiertos de un caparazón grotesco.
En la distancia, Gareth vislumbraba destellos de los arqueros elfos apostados en las almenas. Sus flechas de fuego surcaban el cielo nocturno como estrellas fugaces, aniquilando a sus blancos con precisión mortal. Los magos humanos, desde las murallas, conjuraban violentas ráfagas mágicas que se lanzaban con un estruendo atronador contra los invasores.
Pero en tierra, la situación era desesperada, una lucha encarnizada por sobrevivir cada minuto más, una batalla por mantener la esperanza en un mundo desgarrado por la guerra.
Después de largas horas de combate feroz, los monstruos comenzaron a retroceder, incapaces de quebrantar la inquebrantable resistencia de los guerreros. El breve silencio que siguió a la retirada de los invasores envolvió el campo de batalla, un lugar repleto de cadáveres mutilados, una imagen aterradora y desoladora que pesaba en el corazón de los sobrevivientes.
Los guerreros que habían resistido miraban con agotamiento en sus ojos, sus cuerpos maltrechos y sus almas cansadas. Jadeaban por el esfuerzo titánico que habían soportado, y algunos apenas podían mantenerse en pie.
Cubierto de sangre y vísceras, Gareth observó la escena con una sonrisa amarga.
—¿Quién podría haber imaginado que hace apenas seis meses tuve ese sueño? —murmuró.
De pronto, un engendro deforme se abalanzó sobre él desde la oscuridad, fauces venenosas ávidas de destrozarlo. Gareth alzó la espada, listo para el embate final. El filo reflejó la luz carmesí del amanecer al descender hacia la bestia con un grito de furia.