Chapter 34 - 32

Elisabeth había sacado el tema del doctor Moebius varias veces en el hospital, pero Tilly guardaba silencio, no se desahogaba con nadie. Se presentaba puntual para su turno, trabajaba con empeño como siempre, el doctor Stromberger había comentado más de una vez que la señorita Bräuer tenía un don extraordinario para la cirugía. Cuando Tilly lo asistía durante las operaciones, le alcanzaba los instrumentos necesarios sin necesidad de que se los pidiera. La jovencita le parecía muy atenta. En una ocasión había bromeado con salir al parque a fumar un cigarrillo mientras ella comenzaba la intervención.

Elisabeth sabía que Tilly y el doctor Moebius habían intercambiado correspondencia. Gertrude Bräuer se lo había contado durante una de sus visitas, al tiempo que se lamentaba de que un médico no era en absoluto lo que necesitaba la familia, ya que alguien tendría que hacerse cargo del banco. Su hija no podía lanzarse al cuello del primero que pasara, por muy nobles que fueran sus sentimientos. Antes Elisabeth habría tachado aquel comentario de «terriblemente anticuado». Ahora lo veía de otro modo. También ella había estado enamorada, pero aquel gran amor se había transformado en tristeza y decepción.

—Entonces, ¿ha desaparecido en Rusia? —le dijo a Tilly—. Bueno, por lo visto los rusos están sumidos en el caos. Han echado al zar y quién sabe cuánto aguantará el gobierno provisional contra esos monstruosos bolcheviques. Pronto bajarán las armas y enviarán a los prisioneros de guerra de vuelta a Alemania.

—Puede ser —respondió Tilly por educación, pero era evidente que no la creía. Algunos pacientes del hospital habían sido heridos en Riga, y lo que contaban sobre Rusia no era muy alentador. Aldeas incendiadas, ganado muerto y campesinos asesinados a golpes. Francotiradores que disparaban a los alemanes en emboscadas. Agua envenenada y, para rematar, el invierno ruso.

—¿Señora Von Hagemann? —la llamó la hermana Hedwig—. Creo que preguntan por usted.

Elisabeth se dio la vuelta, supuso que el doctor Stromberger necesitaba su ayuda, pero este estaba haciendo la ronda por la sala y en ese momento charlaba animadamente con un paciente.

—Allí. En la entrada.

Salió por el pasillo central y sintió que esa inquietud estúpida y al mismo tiempo maravillosa volvía a apoderarse de ella. Solo podía tratarse de Sebastian Winkler. Había prometido buscarle varios libros en la biblioteca, poemas de Hölderlin y un volumen de Eichendorff, así como los relatos del escritor ruso Turguénev, que a él le gustaban especialmente. Tenía los libros preparados desde hacía tiempo y había previsto llevárselos esa misma tarde, pero por lo visto había venido a por ellos en persona.

Sin embargo, el hombre que la esperaba en la entrada de la villa no era Sebastian Winkler. Estaba delgado y llevaba un uniforme que le quedaba como un guante.

—¡Aquí estás! —exclamó Klaus von Hagemann—. Esperaba que mi querida esposa me recibiera con lágrimas de alegría, pero ya veo que antepones tus obligaciones a la dicha del reencuentro.

Estaba tan sorprendida que al principio creyó que era un sueño. Más bien una pesadilla.

—Klaus… —balbuceó—. ¿Cómo es posible? ¿Por qué no he recibido…?

Se interrumpió al comprender que había enviado el mensaje sobre su permiso a su casa y sus malvados suegros no le habían dicho nada.

Él ladeó la cabeza y la escudriñó con la mirada. Entonces sonrió y se acercó a ella.

—No pareces muy contenta de volver a verme, cariño. ¿Cómo debo interpretarlo? ¿Acaso otro hombre ha conquistado a mi dulce esposa? Dime quién es para que lo rete a un duelo.

Su propia broma le pareció desternillante, y aún estaba riéndose cuando la abrazó. Le dio un beso apasionado que la confundió. Volvió a sentir emociones que había reprimido durante mucho tiempo. Aquellos ojos azules la miraban dominadores y llenos de deseo. Por desgracia, ahora sabía que no solo la miraban a ella.

—Qué tonterías dices —respondió—. No sabía que vendrías y no salgo de mi sorpresa.

La besó de nuevo, esta vez con menos ardor, más bien como alguien que hace uso de una posesión. Entonces le dijo que no entendía por qué estaba viviendo en la villa y no en el hogar conyugal, que era donde le correspondía por ser su esposa. Al parecer, sus padres estaban indignados y él comprendía muy bien su malestar.

—Ya hablaremos de eso tranquilamente, Klaus.

—Bien. Vayamos arriba, quiero saludar a tu madre y ofrecer unas palabras de consuelo a la pobre Kitty.

Ya le había escrito a Kitty tres veces, pero su hermana había dejado las cartas descuidadamente en la mesa del desayuno, la última ni siquiera la abrió.

—Tengo turno hasta las cuatro.

Lo dijo en tono neutro y sin lamentarse lo más mínimo. Un mensaje imparcial: estaba trabajando.

—¿Y bien? —dijo él con el ceño fruncido—. Tu marido ha regresado del frente de permiso, eso ya es motivo suficiente para buscarte una sustituta.

De pronto se dio cuenta de lo autoritario que era. ¿Por qué antes eso no la molestaba? Muy sencillo: porque estaba enamorada y todo lo que hacía le parecía maravilloso. Incluso ahora sentía restos de ese amor, todavía se le aceleraba el corazón en su presencia. Pero ya no le nublaba la mente, era capaz de hacer uso de su cerebro.

—Así será para los próximos días —dijo con amabilidad—. Pero hoy ya es demasiado tarde. ¿Nos vemos a las cuatro arriba, en la villa?

Los bonitos ojos azules de Klaus se entrecerraron, el enfado y la decepción se leían en su cara. Elisabeth tuvo remordimientos porque podría haber buscado una solución para ese día, aunque no habría sido fácil, pero no le apetecía someterse a sus dictados.

—Como tú digas —respondió él con frialdad, y se encogió de hombros—. Sin duda la patria te lo agradecerá. Si luego no me encuentras en la villa, será que he ido a visitar a varios conocidos.

Lo había herido en su orgullo y esa era su forma de vengarse. Elisabeth dibujó una sonrisa torpe, se despidió de él con la cabeza y volvió al trabajo. Mientras se acercaba a los pacientes encamados con la palangana de latón para refrescarlos un poco, la hermana Hedwig iba de un lado a otro recogiendo y vaciando las bacinillas.

—¿Ese no era su marido, el mayor Von Hagemann?

Estaba claro que había estado fisgando por la rendija de la puerta. Hedwig era una de esas mujeres a las que Elisabeth no soportaba: de puertas afuera eran piadosas y siempre cumplían con su deber, pero en realidad eran auténticas arpías.

—Sí, está de permiso.

—Ay, Dios mío, señora Von Hagemann, pues no hace falta que esté aquí trabajando. Ahora mismo le pregunto a Tilly si puede hacerse cargo de sus tareas.

—Muchas gracias —la interrumpió Elisabeth—. Me ocuparé yo misma de eso.

Ya estaba. Al día siguiente todos cuchichearían sobre ella. Llevó la palangana con agua hasta las puertas de la terraza, que solían estar cerradas debido al frío aire del otoño. El mes de noviembre estaba siendo húmedo y desagradable, el sol iluminaba en muy pocas ocasiones el último follaje colorido. En la terraza aún quedaban varias butacas de mimbre, las habían tapado con una lona para que la lluvia no las estropeara. Elisabeth echó el agua a la hierba con gesto resuelto, secó la palangana con el trapo y levantó la vista hacia la galería distraídamente.

Allí estaba Klaus von Hagemann, con la chaqueta del uniforme levantada por el lado derecho porque se había metido la mano en el bolsillo. Le pareció que su postura transmitía un rechazo desacostumbrado, incluso provocador, y aguzó la vista para distinguir a su interlocutor entre las hojas del ficus y el tilo de salón. Auguste. Gesticulaba, era evidente que le estaba explicando algo de la mayor importancia. Y no lo hacía en calidad de doncella, ya que en ese caso jamás se habría mostrado tan desafiante. Era un asunto personal, y Elisabeth tenía la sospecha de qué se trataba. Si Klaus era realmente el padre de la pequeña Liesel, la inconsciente de Auguste le estaría exigiendo una pensión alimenticia. Klaus se negaría, ya que su sueldo apenas bastaba para sus propias necesidades, por no hablar de sus deudas y del costoso estilo de vida de sus padres.

«Estoy loca», se reprendió, y regresó a la sala de los enfermos. «Me estoy inventando conversaciones que seguramente jamás han tenido lugar. Auguste puede estar contándole cualquier cosa».

Al final aceptó la oferta de que Tilly se hiciera cargo de su turno, colgó el delantal blanco del gancho, se quitó la cofia y subió las escaleras hacia la vivienda. Antes de salir al pasillo, se alisó el vestido. Había perdido varios kilos, por desgracia no en las zonas donde le habría gustado, pero al menos era algo.

Humbert se acercó con una bandeja e insinuó una reverencia. A Elisabeth le pareció que tenía una expresión extrañamente dudosa, casi culpable.

—Los señores están en el comedor —le dijo al pasar.

Tendría que habérselo imaginado, pero fue tonta y se llevó un buen susto al entrar en la sala. Cómo no, sus suegros habían acudido para celebrar en familia las heroicidades de su hijo. A expensas de los Melzer, como siempre. Había café, tortitas de manzana preparadas a toda prisa y galletas de avena rellenas de mermelada, y también un plato de embutido ahumado, jamón y pepinillos en vinagre, así como un tarro de manteca de ganso, todo de Pomerania, y el pan casero que la señora Brunnenmayer condimentaba con sal y comino. Christian von Hagemann ya se había llenado el plato hasta arriba y solo amagó con levantarse cuando Elisabeth entró; su esposa le dedicó a su nuera una sonrisa hipócrita.

—¡Lisa! ¡Por fin! —exclamó Kitty, indignada—. Klaus ya está convencido de que tienes un amante. Pero yo le he asegurado que, aparte de él, solo tienes otra gran pasión: tu hospital.

Elisabeth se obligó a sonreír y se sentó junto a su madre. Klaus, flanqueado por Kitty y su propia madre, no hizo gesto de levantarse para colocarle la silla o sentarse junto a ella.

—Me sorprende que tú, querida Kitty, apenas te hayas involucrado en esa institución benéfica —dijo Klaus—. Muchos de estos pobres chicos se curarían solo con verte.

¿Seguía furioso con ella? Al menos allí, en la mesa, solo tenía ojos para Kitty. Decía de ella que era una mujercita muy valiente. Y con un gran talento. Había visto dos de sus obras en el pasillo y le habían causado una profunda impresión.

—Lo digo en serio, querida Kitty. Al ver esas hermosas cabezas de pescado he sentido un escalofrío por la espalda. Me ha recordado a la tienda del centro donde solíamos comprar las carpas para Nochevieja, ¿te acuerdas, mamá? Las tenían en un tanque, bien alimentadas.

Kitty lo observó fijamente, como si jamás lo hubiera visto, y después apartó la mirada para servirse en el plato las dos últimas tortitas. Christian von Hagemann la miró con pesar, parecía hambriento y masticaba a dos carrillos.

—Es una pena que Marie no esté aquí —se lamentó Riccarda von Hagemann—. He oído que pasa mucho tiempo en la fábrica.

—Sin duda —respondió Alicia, que percibía la tensión que había en la mesa y ya sentía los primeros signos de una migraña—. Mi marido está encantado de recibir su ayuda. Marie sabe muchísimo sobre producción y ventas.

Riccarda von Hagemann miró a su hijo como diciéndole «¡Escucha eso!».

—Bueno, yo en eso soy más anticuado —comentó Klaus dirigiendo una débil sonrisa a Elisabeth—. Mi esposa limitará su influencia al hogar, no me impresionan las mujeres que trabajan o estudian. Solo espero que Paul tenga una opinión distinta al respecto.

—Paul está muy orgulloso de Marie —se entrometió Kitty. Pinchó un trozo de tortita con el tenedor y lo zarandeó con gesto triunfal mientras explicaba que un tercio de los estudiantes de las universidades alemanas eran mujeres. Se lo había contado el doctor Stromberger, que tenía un hermano en la Universidad Goethe de Fráncfort.

Como era de esperar, la tortita se le cayó del tenedor a la taza de café de Klaus, que se desbordó. Menos mal que Klaus se apartó serenamente, o el líquido marrón le habría salpicado la chaqueta del uniforme.

—¿Sigues siendo tan atolondrada como siempre, querida? —le dijo a Kitty con una sonrisa—. Ya sabrás que ese carácter ha roto el corazón de muchos hombres, incluido el mío.

—Sí, varios bobos creyeron estar enamorados de mí —replicó Kitty—. Pero no supe lo que era el amor de verdad hasta que me casé con Alfons. Es algo tremendamente valioso, porque con esa felicidad me bastará para toda la vida.

Klaus observó en silencio cómo su madre pescaba el trozo de tortita de la taza de café y se lo ponía en el plato a su esposo. Era la primera vez que Elisabeth se sentía impresionada por su hermana pequeña. ¡Qué bien se había expresado! Y qué maravilloso debía de ser experimentar un amor así. Aunque solo fuera durante un breve período de tiempo.

—Cariño, ¿qué te parece si abandonamos esta agradable reunión y nos atrincheramos un poco en nuestro hogar? —se dirigió Klaus a Elisabeth—. No os lo tomaréis a mal, ¿verdad?

Kitty se encogió de hombros y dijo que de todos modos tenía cosas que hacer, mientras que Alicia le aseguró que lo comprendía a la perfección.

—No es necesario que seáis descorteses por nuestra culpa —dijo Klaus a sus padres, que hicieron el amago de despedirse ellos también—. Quedaos un ratito para no dejar a Alicia sola. Sería una pena desperdiciar el rico café y el embutido.

Sonrió, se llevó otro trocito de salchicha a la boca y afirmó que no había probado un embutido tan delicioso en años. Ahumado con madera de haya, como es debido.

—Ah, la vida en el campo. —Suspiró y se levantó de la silla—. Extensos prados y bosques. Ganado pastando. Y en otoño, época de caza. ¡Qué envidia!

—Claro —dijo Kitty con ironía—. Y el precioso montón de estiércol bajo la ventana del dormitorio. Y las moscas. Y el hedor a establo.

Humbert recibió el encargo de llevar a Elisabeth y al mayor junto con su equipaje a Bismarckstrasse.

—Por supuesto, señora —respondió, e hizo una reverencia mucho más profunda de lo que habría sido necesario—. Solo me permito recordarle que el combustible escasea y debemos contar con una reserva permanente para emergencias.

—Lo sé, lo sé —lo tranquilizó Alicia—. Haga lo que le he pedido, por favor.

—Será un placer, señora.

Un minuto antes Elisabeth aún estaba molesta con Klaus, pero ahora que él albergaba evidentes intenciones conyugales, el cuerpo se le encendió. Sí, lo deseaba. Anhelaba sentir su masculinidad. Ay, ojalá hubiera podido tomar un baño esa mañana. Lavarse el pelo. Ponerse ropa interior bonita y unas gotitas de perfume en el cuello y las muñecas. Pero ya era tarde para eso, y además en la casa no habría madera para calentar la estufa del baño.

—Qué bien volver a verte sano y salvo, Humbert —comentó Klaus al subir al coche—. No todo es bonito en la guerra, ¿verdad? También hay experiencias a las que nos enfrentamos completamente solos. ¿No es cierto?

Humbert le sostuvo la puerta a Elisabeth, y a ella le pareció ver en él una sonrisa extrañamente rígida. ¿Habría sufrido una recaída?

—Así es, mayor —dijo Humbert—. La guerra tiene sus propias reglas, en ella suceden cosas que nadie creería posibles. Pero hay que olvidarlas, señor.

—Así es, Humbert —respondió Klaus von Hagemann—. Eres un buen hombre. Llegarás lejos.

—Gracias, mayor.

Elisabeth no logró descifrar el significado oculto de esas palabras, ya que Klaus la rodeó con el brazo en el asiento trasero y la besó en la mejilla con deseo. Humbert los condujo por el centro de Augsburgo, que estaba lleno de peatones y ciclistas, aunque también se veía algún que otro carruaje. Aparte del suyo, solo circulaba otro coche, el del señor Von Wolfram, alcalde de la ciudad. Klaus von Hagemann le hizo un gesto amable con la cabeza pero el hombre no le devolvió el saludo, tal vez no lo había reconocido. El motor se paró poco antes de llegar a la casa y tuvieron que recorrer el último trecho a pie. Humbert, que cargó con el equipaje, recibió una generosa propina de Klaus.

—Eso no era necesario, Klaus. Trabaja para nosotros.

Se mordió la lengua y deseó no haber hecho ese comentario. Apenas Humbert hubo salido por la puerta, Klaus le dijo entre dientes que no era quién para decirle lo que tenía que hacer.

—¡Eres la persona más tacaña que he conocido!

Quería tener la fiesta en paz, aunque solo fuera porque esperaba un reencuentro amoroso, pero ese reproche era injusto y sintió rabia. ¿Acaso él no se había gastado su dote, que no había sido precisamente pequeña, durante el primer año de matrimonio? ¿Y en qué? Hasta la fecha no había conseguido averiguarlo, ya que él y sus padres seguían endeudados.

—No soy tacaña, Klaus —afirmó—. Pero en mi familia acostumbramos a vivir con los medios disponibles.

—¿Ah, sí? —respondió él en tono burlón.

La doncella apareció para recoger su sombrero y su abrigo y colgarlos en el armario. En cuanto Gertie desapareció en la cocina, Klaus siguió aireando su descontento.

—Mis padres ni siquiera tienen cocinera, y mucho menos lacayo o doncella. ¡Es una vergüenza! Mi madre se ha quejado amargamente sobre ti en repetidas ocasiones.

Ella guardó silencio para no enfurecerlo más, pero le costó mucho.

—Klaus, por favor. Hablémoslo después con tranquilidad.

—De acuerdo. Pero me duele que muestres tan poca estima por mis padres.

Se quitó la chaqueta del uniforme y le pidió a Gertie que la cepillara y la colgara con cuidado de una percha. Después recorrió a Elisabeth con una mirada breve y escrutadora. A ella se le aceleró el corazón. Pasara lo que pasase entre ellos, era su esposo, y lo deseaba. De pronto sentía un ardor casi desesperado por hacer con él todas aquellas cosas humillantes y embarazosas sobre las que una mujer no hablaba ni siquiera con su mejor amiga.

—Has adelgazado —constató él—. Espero que no de los pechos, sería una pena. Aunque las caderas estaría bien que las hubieras reducido un poco.

Ella soltó una risita y se sintió terriblemente estúpida. Pero ¿qué más daba eso? Él la deseaba. Y no se andaba con rodeos. Se adelantó hacia el dormitorio, cerró las cortinas y se desabotonó la camisa.

—Desnúdate, cariño —le ordenó—. Del todo. No tengo ganas de trastear con los corchetes del corsé.

Se sacó la camisa por la cabeza y comenzó a desabrocharse el pantalón. Qué prisa tenía. Elisabeth temblaba por la expectación. Empezó a soltarse con torpeza los cierres del vestido, que estaban a la espalda. Por lo general contaba con la ayuda de la señorita Jordan, que tenía dedos hábiles, en cambio ella…

—Las sábanas podrían estar cambiadas.

Elisabeth se detuvo y miró la cama de matrimonio en penumbra, a la que hasta entonces no había prestado atención. Se le erizó el vello. Las mantas se habían estirado por encima, sobre la almohada estaba el camisón doblado de su suegra. Al lado había un camisón de hombre pasado de moda que tendría que haberse lavado hacía mucho tiempo. Delante de la cama también había un par de zapatillas de fieltro grises, justo al lado del orinal esmaltado en blanco.

¡Sus suegros se habían instalado en su dormitorio! Elisabeth sintió tal asco que se apartó.

—Lo hacemos donde tú quieras —se apresuró a decir—. Pero aquí no. En las sábanas en las que han dormido tus padres no.

Él también torció el gesto, pero después dijo que no tenía por qué ponerse así.

—Al fin y al cabo es culpa tuya. ¿Por qué te marchaste de esta casa? Es comprensible que mis padres prefirieran esta habitación al cuarto de invitados.

—Me da igual lo que hagan tus padres, pero yo no voy a tumbarme en esta cama. Ni por todo el oro del mundo.

Se daba cuenta de que su voz era cada vez más estridente, pero ya había perdido el control. ¿Cómo podía pedirle eso? ¿Tan insensible era? ¿O acaso la guerra lo había curtido de tal modo que le daba igual acostarse con su mujer en una cama recién hecha o sobre un montón de estiércol?

—Deja de chillar, maldita sea. Que Gertie cambie las sábanas en un momento —dijo furioso, y volvió a abrocharse el pantalón. Entonces gritó hacia el salón—: ¡Gertie! ¿Qué cochinada es esta? Sábanas limpias a la voz de ya.

Elisabeth tenía los dedos entumecidos, no conseguía volver a cerrarse la espalda del vestido. En la otra habitación, Gertie se lamentaba de que no había sábanas limpias. El segundo juego estaba con la colada, pero la lavandera no la había traído.

—¿Por qué no? —quiso saber Klaus.

—Creo que… —musitó Gertie, y entonces se calló.

—¿Qué es lo que crees? Habla de una vez, no muerdo.

—Creo que no recibió su dinero. Así que se negó. Porque ya era la tercera vez.

—¿Y no hay más ropa de cama limpia? ¿Cómo es posible?

—No… no lo sé, señor.

Elisabeth comprendió que sus suegros se habían aprovechado de la casa. Cielos, cómo había podido ser tan ingenua. Habían vendido la vajilla y la ropa de cama. ¿Dónde estaba la bonita cómoda que había antes en el dormitorio? ¿Y el escritorio de marquetería del salón?

Abrió la puerta de un tirón y miró hacia donde solía estar el mueble. Un suave borde grisáceo sobre el papel pintado señalaba aún la silueta. De un vistazo a la vitrina comprobó que el servicio de porcelana de Meissen —el regalo de bodas de su hermana Kitty— también había desaparecido.

—¿Ni siquiera les has dado a mis padres dinero para la lavandera? —la acusó Klaus, furioso—. Han estado viviendo como mendigos. ¿Es ese el respeto que muestras hacia mi familia?

Elisabeth tenía ahora la cabeza despejada y el pulso sorprendentemente tranquilo. Se acabaron el cariño y el deseo. Ella no era una cualquiera. Era una Melzer, y no permitiría que la trataran como a una simple subordinada.

—Tus padres se han servido generosamente de mis posesiones. La plata, el servicio de porcelana, mi escritorio de marquetería… ¡Por nombrar solo algunas de las cosas que han vendido sin yo saberlo!

Se quedó atónito un instante, no se lo esperaba. Sin embargo, si eso lo había molestado, no lo demostró.

—Esas cosas no eran tuyas, sino nuestras —afirmó—. Es una desgracia que mis padres se hayan visto obligados a desprenderse de ellas.

¡Todos los meses envío una gran cantidad de dinero y ahora me pregunto qué haces con él!

Menuda desfachatez. El dinero que enviaba apenas bastaba para el alquiler, todo lo demás, incluidas las cosas que debían enviarle a él, había tenido que pagarlo con el dinero de sus padres.

—Mejor dime tú qué haces con tu dinero, Klaus —bufó—. ¿No será que te lo gastas en pensiones alimenticias? ¿Se lo has dado a Auguste?

Qué desagradable podía ser el hermoso rostro de su marido cuando el espanto y la ira lo desfiguraban.

—Pero ¿qué estás diciendo? —susurró amenazador—. ¿De qué me acusas?

Estaba casi segura, su expresión aterrorizada resultaba muy elocuente.

—¡Eres el padre de la hija de Auguste! Toda la villa lo sabe ya. ¡Y esa fulana tuvo el descaro de hacerme madrina y darle mi nombre a tu hija ilegítima!

Si esperaba que se mostrara como un pecador arrepentido ante ella, se había equivocado.

—¡Elisabeth, por favor! Esas cosas pasan constantemente. ¿No creerás que hubo sentimientos entre nosotros? Una doncella, por el amor de Dios. Además, eso sucedió antes de que nos casáramos.

¡Así que era cierto! A pesar de tener la amarga certeza, vaciló, porque el tono de él había cambiado. Ahora sonaba más suave, buscaba su comprensión, apelaba a su generosidad. Y en algo tenía razón: había sucedido antes de que se casaran, antes incluso de que se prometieran.

—No soy un santo, cariño —prosiguió—. Soy un hombre y de vez en cuando me propaso. Pero eso no significa que te quiera menos.

Esa actitud le resultaba familiar. El tío Rudolf era igual, y su madre también había sido educada así. Los hombres cometían infidelidades, y una buena esposa tenía que aceptarlo. Sin embargo…

—¿Y si lo hiciera yo?

Klaus abrió mucho los ojos y la miró como si fuera un fantasma.

—¡Entonces serías una furcia! —profirió.

Así era. Él podía serle infiel porque era un hombre. Pero si ella hiciera lo mismo, sería una furcia.

Se le acercó amenazador, levantó los brazos y la agarró de los hombros.

—¿No me habrás… engañado? —chilló fuera de sí—. ¿Has estado divirtiéndote con otro mientras yo sacrificaba mi vida por el emperador y la patria?

Resultaba ridículo. Ella trató de zafarse, pero la agarraba tan fuerte que le hacía daño. Sintió ganas de provocarlo hasta el final.

—¿Y si lo hubiera hecho?

Él lanzó un resoplido furibundo y la empujó con todas sus fuerzas. Elisabeth se tambaleó hacia atrás y chocó contra la pared.

—En ese caso solo te quedaría la vergüenza de tus actos. ¡Y el divorcio!

Se había golpeado la cabeza pero no sentía dolor, solo la intensa humillación de que él se hubiera atrevido a levantarle la mano. Se sorprendió a sí misma hablando con voz tranquila y en tono gélido.

—Tranquilízate, Klaus. No he hecho nada por el estilo. ¡Pero estoy de acuerdo en lo del divorcio!