Chapter 36 - 34

¡Así que era ella! Rosa Menotti, la gran artista que tantas pasiones había levantado la noche anterior en el Stadttheater. Aunque allí, en la habitación de hotel, en bata y sin maquillar, no resultaba ni la mitad de emocionante.

—Haré una excepción, joven. ¡Y solo porque me gusta su nariz!

Su risa era profunda y alegre, como su voz cuando cantaba. Las canciones y los números que Humbert había presenciado la noche anterior en el teatro habían sido sumamente atrevidos. Provocadores. Impúdicos. Algunos espectadores (una minoría) profirieron silbidos y abucheos de indignación, y más tarde se marcharon. El resto del público aulló entusiasmado y pidió un bis tras otro. Humbert había hecho de tripas corazón y había abordado a Rosa en la salida de los artistas para preguntarle si podía visitarla.

—Le estoy tremendamente agradecido, señora, de que me dedique algo de su tiempo. Si le soy sincero, jamás me habría atrevido a imaginar que…

Los movimientos de la mujer eran torpes, ni punto de comparación con el paso sinuoso que había mostrado sobre el escenario. Se deslizó sobre la madera en sus cómodas pantuflas de fieltro hacia el piano y levantó la tapa del teclado con manos expertas.

—Deje de parlotear y muéstreme lo que sabe hacer. Mi tren sale dentro de una hora.

Se sentó en la banqueta del piano y tocó un par de acordes. ¿Tenía partituras? ¿No? Entonces, ¿qué?

Humbert se acaloró. ¿Se había vuelto loco? Estaba a punto de hacer un ridículo espantoso.

—Pensaba representar algo.

—Pues adelante —respondió ella, y se volvió hacia él sobre la banqueta.

Tenía ojos pequeños y un poco oblicuos, nariz delicada y puntiaguda, labios muy carnosos. Su mirada irradiaba ironía. Arrogancia. Como diciendo: «Veamos qué sabes hacer, pequeñajo». Eso le molestó, pero ¿qué podía perder?

Representó un número que se le había ocurrido la noche anterior. Una escena cómica con un mayor, un teniente y un soldado que deseaban a la misma muchacha. Se divirtió, se metió por completo en los papeles: la altanería del mayor, de familia noble, el teniente ambicioso y bobalicón, el soldado taimado. La chica también le quedó muy lograda, se le daba especialmente bien imitar a mujeres.

Ella lo observaba con gesto impasible. Cuando terminó, Humbert comprobó que sonreía.

—¿Quién se lo ha escrito?

Él tardo un poco en comprender. Entonces se dio cuenta de que la famosa Rosa Menotti no escribía sus propios números.

—Yo. Anoche. Después de su función…

La mujer arqueó las cejas un instante y lo escudriñó con la mirada, seguramente para averiguar si le mentía.

—¿Sabe cantar?

—Soy más bien actor.

Ella quiso decir algo pero esperó porque de pronto se oía ruido en la calle. Otra vez esos locos que recorrían la ciudad con letreros, gritando, chillando y cantando consignas. Llevaban meses así. Habían echado al rey Luis de Múnich, el emperador había abdicado… No era de extrañar que nadie pusiera orden. ¿De verdad querían la república?

Rosa Menotti se levantó para correr las cortinas y encendió la lámpara eléctrica.

—Alguna canción sabrá.

Pues claro que sabía. ¿Pero cuál? Bueno… Canciones de cocina, esas las conocía muy bien. La señora Brunnenmayer las cantaba mientras trabajaba. Eran sentimentales. Pavorosas. Y tristes.

—«Sabinita era una mujer dulce y virtuosa…» —entonó enérgico.

Ella logró arreglar un acompañamiento, recorrió las teclas y le pidió que cantara la segunda estrofa. Mientras él se esforzaba al máximo, ella lo observaba con atención.

—Aquí hay material con el que trabajar —dictaminó.

Entonces lo exprimió a preguntas. Cómo se llamaba. En qué había trabajado hasta entonces. Por qué quería subir a un escenario. Si contaba con hacerse rico y famoso. Si alguna vez había actuado en público. Si no prefería conservar su puesto fijo en el servicio.

Humbert balbuceó, incurrió en contradicciones, dio respuestas infantiles… Y cuando ella le preguntó con malicia si estaría dispuesto a actuar vestido de mujer, no aguantó más.

—Espero que se haya divertido, señora. Me despido…

Ella permaneció inmóvil, como si no lo hubiera oído, y esperó a que alcanzara la puerta.

—Si quieres abrazar esta profesión debes estar obsesionado con ella, jovencito —dijo en tono duro—. Solo puede haber tres cosas en la vida para ti. El teatro, el teatro y el teatro. Dormirás en un cuartito diminuto y comerás entre el maquillaje y las pestañas postizas. Pasarás las noches en vela, se burlarán de ti, tendrás que soportar las maldades de los colegas envidiosos, lamer el culo al director y personificar sus sueños…

Humbert tenía la mano en el picaporte. ¿Por qué le contaba todo aquello? No era ningún fanático. No tenía intención de vivir con pobreza, hambre y desencanto.

—Hay montones de locos que no se dejan amedrentar por todo eso. Gente que lo intenta una y otra vez y jamás llegará a nada. Porque les falta una cosa: talento.

Humbert ya había escuchado suficiente. Bajó la manija y la puerta se abrió de golpe. Varios ramos de flores y tres paquetes con regalos se interponían en su camino y pasó por encima de ellos.

—¡Y a usted, joven, eso le sobra!

Se detuvo en medio del pasillo y se preguntó si se estaba burlando de él. Pero aquellas palabras eran demasiado seductoras. Tenía talento. Incluso le sobraba. Eso había dicho. ¿O la había entendido mal?

Al darse la vuelta la vio junto a la puerta con una mano en el bolsillo de la bata. Tenía la comisura izquierda contraída en una sonrisa maliciosa.

—Pero solo si vas en serio —dijo.

Sacó la mano del bolsillo y le tendió una tarjeta de visita. Una dirección de Berlín.

—Kleine Klitsche —dijo—. Diles que vas de mi parte.

Humbert volteó la tarjeta entre las manos. ¡Berlín! ¿Qué se había pensado esa mujer? Al levantar la mirada, Rosa había desaparecido. En su lugar había una joven empleada agachada en el suelo recogiendo flores y paquetes. Lo miró, le sonrió y metió los bultos en la habitación. Luego la puerta se cerró.

Recorrió el pasillo, bajó las escaleras y atravesó el vestíbulo, donde un empleado de librea oscura le preguntó si podía ayudarle en algo. Humbert le respondió sin pensar y dio dos vueltas en la puerta giratoria antes de encontrar la salida a la calle. Flotaba con una sensación de triunfo y felicidad máxima, después cayó en la desesperación, perdió el ánimo y acto seguido recobró la esperanza. Tenía talento. El público lo aclamaría. Lo conseguiría. En Berlín.

«No conozco a nadie allí. ¿Cómo voy a hacerlo? Estaría completamente solo. Si al menos la señora Brunnenmayer viniera conmigo… Pero es imposible sacarla de la villa de las telas. Y mucho menos para llevarla a Berlín. Además, tendría que presentar mi dimisión. Dejar un buen empleo…».

Se vio rodeado sin darse cuenta por un grupo de personas que lo arrastraba. Se oían chistes impertinentes, risas, olía a alcohol barato.

—¡Abajo los explotadores!

—¡Los consejos al poder!

—¡Desarmad a la policía!

—¡Anulad los empréstitos de guerra!

Cuando alguien le gritó al oído que apretara el paso, comprendió que se había metido en una de aquellas manifestaciones. Miró a su alrededor asustado. Una densa multitud lo estrujaba, hombres y mujeres de todas las edades recorrían Maximilianstrasse hacia Perlachberg, se cogían del brazo, armaban barullo, gritaban y cantaban canciones que él no conocía. La mayoría eran trabajadores, también había soldados que habían regresado a casa, mujeres que se comportaban como hombres y alzaban el puño. Aquí y allá vio hombres mejor vestidos, estudiantes de mirada feroz y rostro encendido que entonaban lemas distintos cada vez y arrastraban a los demás.

—¡Viva la revolución internacional!

Humbert se zafó de un joven obrero que lo había cogido del brazo y trató en vano de escapar de la pegajosa multitud. Tropezó con el bordillo de la acera y estuvo a punto de caer, se agarró a la chaqueta de un hombre y recibió varios empujones.

—¡Policía! —gritó alguien—. ¡Alto!

—¡Adelante! —se oyó en otra dirección—. Nadie nos detendrá. Marcharemos hasta el ayuntamiento.

—¡No disparen!

Humbert sintió que volvía a sucederle: el zumbido en los oídos. El silbido de los aviones. El ruido sordo de las granadas que explotaban. Le temblaba todo el cuerpo, buscó un lugar donde guarecerse, sabía que si se acurrucaba en el suelo en medio de la multitud estaría perdido.

—¡Cerdos! ¡Están disparando a gente indefensa! ¡A mujeres!

Oyó disparos aislados, gritos de pánico, la masa se detuvo, se compactó.

—¡Atrás! ¡Retroceded!

—Adelante, compañeros. ¡Avanzad!

El grito estridente de una joven se le clavó en el oído y le dio alas. Remó con ambos brazos, nadó entre la multitud, luchó contra la corriente, tropezó, cayó, se levantó, chocó contra otros cuerpos, vio pasar rostros furiosos y desfigurados por el miedo, ojos, bocas, manos…

Se acuclilló en el suelo con la espalda apoyada contra un muro. Las granadas siseaban por encima de él, la tierra saltaba por los aires, brazos arrancados, chaquetas de uniforme, cascos, cabezas humanas con cara de rata… El océano rugía en sus oídos.

—¡Humbert! Es usted Humbert, ¿verdad? El criado de la villa de las telas.

Apenas entreoyó aquellas palabras. Alguien se inclinó hacia él. Le apoyó una mano en el hombro, una mano cálida cuyo peso lo alivió.

—Tranquilo —dijo la voz del hombre, y la mano se movió lentamente de un lado a otro—. Ya no está allí. Nadie le hará nada.

En ese momento cayó en la cuenta de que cerraba los ojos con fuerza. Parpadeó varias veces y vio el pavimento gris de la acera justo delante de sus narices, después la base de arenisca de la casa ante la que se había agachado, y a continuación dos perneras de pantalón oscuras con algunas manchas grises de polvo.

—Bueno —prosiguió el hombre—. Ahora vayamos poco a poco. Es usted Humbert, ¿no?

Él miró hacia arriba, el rostro del hombre era ancho y de aspecto rústico. Lo conocía, lo había visto varias veces, pero no lograba recordar en qué circunstancias. Sería a causa del temblor, del que no conseguía librarse.

—Humbert Sedlmayer —dijo mecánicamente—. Regimiento número 11 de caballería de Wurtemberg.

—Ya hemos salido de allí, compañero.

El hombre lo agarró por debajo de las axilas y lo levantó. Humbert se apoyó en la pared intentando recuperar el aliento y temblando todavía, y miró a la cara a su salvador.

—Sebastian Winkler, nos hemos visto un par de veces en la villa de las telas. ¿Lo recuerda? La señora Von Hagemann tiene la amabilidad de prestarme libros de vez en cuando.

Humbert parpadeó para disipar el velo blanco que le nublaba la vista. Cierto, poco a poco lo recordaba. El señor Winkler incluso había tomado el té con la señora Von Hagemann en la biblioteca, y habían tenido largas conversaciones. Humbert también había oído que Alicia Melzer le hacía reproches a su hija al respecto, y se habrían peleado de no haber intervenido la joven señora Melzer.

—Señor Winkler… Le estoy muy agradecido. Es una dolencia de la guerra, ¿sabe? Me sucede a menudo.

Winkler asintió y le sacudió una mancha de polvo de la manga. Qué cuidadoso era. Claro, era el director de un orfanato.

—Sé a qué se refiere. Yo también estuve allí.

A Humbert se le despejó definitivamente la mirada y sonrió a su salvador. ¿No había perdido un pie y caminaba con una prótesis? En cualquier caso, era un tipo decente y muy simpático.

—¡Vaya tropa salvaje! —comentó Humbert—. Comunistas, seguramente.

—Sí. Muchos son militantes de la Liga Espartaquista. Entre ellos hay gente extraordinaria. Aunque no creo que logren imponerse.

Humbert comprendió que aquel tipo tan amable, el director de orfanato Winkler, simpatizaba con los comunistas. No era de extrañar que la señora Melzer se hubiera indignado al ver a su hija tomando el té con él. Los comunistas estaban muy mal vistos en la villa, incluso a los militantes del USPD se los tachaba de «lunáticos de izquierdas», y a los de la Liga Espartaquista se los comparaba con el diablo.

—¿Ah, sí? —murmuró Humbert, apocado.

Winkler le sugirió que intentara caminar. Si lo necesitaba, él podía sujetarlo por el brazo, al fin y al cabo iban a compartir un trecho del camino.

—Apuntan demasiado alto, ese es el problema. Aún es pronto. Estoy convencido de que una república consejista es la mejor forma de gobierno que hay. Pero poco a poco, no hay prisa. ¿Ha oído hablar a Ernst Niekisch? ¿No? Un hombre extraordinario. Fue profesor, como yo.

Humbert lo dejó hablar mientras caminaba junto a él. Era agradable oír su voz, por muy ajeno que le resultara el contenido de sus palabras. Asambleas. Decisiones por mayoría. Voluntad popular. Legislación. El discurso comprometido de Winkler ahuyentaba los aviones y las granadas, ya no había explosiones y el océano había dejado de rugir. Al llegar a Jakoberstrasse, cuando ya veían la puerta a lo lejos, Humbert estaba agotado pero sentía que había recuperado la normalidad.

—Estoy muy orgulloso… Es una gran responsabilidad a la que me someto de buen grado.

Por lo que Humbert había entendido, Sebastian Winkler era miembro del Consejo de obreros, campesinos y soldados que a partir de entonces contribuiría de forma decisiva a regir el destino de la República de Baviera. Casi sintió estima por aquel hombre que parecía tan sencillo y humilde.

—El mundo cambiará, Humbert —dijo Winkler al despedirse de él, y se le iluminaron los ojos—. El tiempo de los emperadores y reyes ha llegado a su fin. El pueblo tomará el poder. Todas las personas serán iguales, no habrá amos ni sirvientes, el capital y los medios de producción se repartirán de manera justa, la gente no morirá de hambre pero tampoco nadará en la abundancia.

Sonaba muy atrevido, y, si era sincero, a Humbert la idea no le gustaba en absoluto. El viejo rey Luis le daba pena, y también le habría gustado recuperar al emperador Guillermo. Pero se cuidó mucho de dar su opinión.

—¿Ni amos ni sirvientes? —preguntó dubitativo.

Sebastian Winkler le sonrió y comentó que no era más que una visión de futuro. Una antorcha para mostrar el camino. Una esperanza.

—Sin duda su profesión es un oficio en vías de extinción —añadió con una sonrisa satisfecha, y le estrechó la mano a modo de despedida.