Por la noche había llovido con fuerza, de manera que los caminos estrechos entre las tumbas estaban llenos de lodo. El sol matutino asomó brevemente entre las nubes y después cayó otro chaparrón sobre el grupito que visitaba el cementerio. Se abrieron paraguas, se calaron sombreros y se levantaron cuellos de abrigos.
—Odio los cementerios —dijo Kitty—. Y a estas horas de la mañana aún más.
—¿Puedo ofrecerle mi brazo? —le preguntó Ernst von Klippstein, el siempre solícito amigo de la familia.
—Gracias, Klippi. De todos modos ya tengo los zapatos destrozados. Mejor vaya a ayudar a Marie, que quería comprar flores.
Ernst von Klippstein se detuvo para esperar a Marie, que apareció por la puerta del camposanto con un centro de hiedra y lirios blancos. Las flores eran un lujo en esa época del año, pero los Melzer habían decidido apoyar a sus amigos y parientes también en la adversidad. El banco Bräuer, que tan poderoso había sido, ya no existía. Edgar Bräuer había aceptado la oferta de fusión del Bayerische Vereinsbank para evitar una quiebra humillante. Hacía una semana que había firmado los contratos. La noche siguiente se suicidó de un disparo.
—No lo juzgo —había dicho el padre Leutwien—. Pero la Iglesia tiene sus leyes y yo debo atenerme a ellas. Aunque me pese en el corazón…
El entierro fue a primera hora de la mañana en un rincón apartado del cementerio de Hermanfriedhof, allí donde encontraban sepultura los pobres y los suicidas. Eso también era una deferencia de la Iglesia, ya que en épocas anteriores aquellos que se quitaban la vida debían ser enterrados fuera de las puertas de la ciudad.
A pesar de lo pronto que era —aún no habían dado las nueve—, la tumba ya se había cubierto con paladas de tierra y solo se veía un montículo marrón alargado, sin cruz, sin nombre. Los asistentes tuvieron que pisar el barro que rodeaba la sepultura. Tronaba, la lluvia tamborileaba sobre los paraguas y caía en regueros al suelo.
—¡Descansa en paz, Edgar Bräuer!
Johann Melzer levantó la voz para que todos pudieran oírlo. Si ningún sacerdote quería acompañar a su amigo en su último destino, entonces él diría unas palabras ante su tumba.
—Dios nuestro Señor conoce nuestro corazón, sabe distinguir a los justos de los farsantes. Todos los aquí reunidos sabemos la pesada carga de infortunio que acarreaste hasta que ya no pudiste más. Nadie lo entiende mejor que nosotros, unidos a ti en el amor y la amistad. Que Dios te conceda piedad y la paz eterna.
Tilly tuvo que sujetar a su madre, que rompió a llorar al ver el túmulo sin lápida. Kitty contuvo un estornudo, Elisabeth permanecía junto a su padre para cubrirlo con el paraguas. Marie dejó el adorno floral sobre el montículo, Tilly también había llevado flores; después se acercaron otros con ramos y coronas. Asistieron la esposa del director Wiesler, que había perdido a tres hijos en la guerra, el matrimonio Manzinger, el doctor Greiner, el abogado Grünling y varios empleados del banco leales a su director. Quién sabía si el banco de Múnich conservaría sus empleos.
Pocos de ellos aceptaron la invitación de los Bräuer a desayunar en la fonda Zum Weissen Schwan; estaban empapados y preferían volver enseguida a casa para no coger una pulmonía. Los Melzer fueron los únicos que hicieron compañía a Gertrude y Tilly; Marie había tenido la genial idea de enviar a Ernst von Klippstein con el coche a la villa en busca de ropa, medias y zapatos secos.
—Klippi es realmente el ángel de la villa —comentó Kitty—. ¿Qué hacíamos antes sin él? Ayuda con la contabilidad, colabora en el hospital, me compra pinturas y pinceles nuevos, sabe de horticultura y jardinería, y siempre está dispuesto a servir a su adorada Marie.
Marie torció el gesto, era evidente que las palabras de su cuñada le parecían poco apropiadas en una ocasión tan solemne, pero Tilly sonrió aliviada y comentó que Kitty era como un rayo de sol en un día sombrío. Se sentó junto a ella e inició una conversación sobre sus cuadros.
—Me sorprendes una y otra vez, Kitty. Lo que pintas es maravilloso y espantoso a partes iguales.
—Siento mucho que te asuste, Tilly. Pero no puedo evitarlo, ¿comprendes? Esas imágenes nacen en mi mente y solo consigo librarme de ellas pintándolas.
—Es arte, querida Kitty. De eso estoy segura. Deberías exponer tus obras.
Kitty se sentía visiblemente halagada y afirmó que solo pintaba para sí misma.
—Es extraño, Tilly. Esos cuadros son como mis hijos. Ahora me pertenecen solo a mí. Pero si los expongo, será como si los perdiera.
Tilly negó con la cabeza.
—¿No te gustaría ganar dinero con ellos? —preguntó en voz baja para que Alicia no la oyera.
—¿Dinero? Bueno, eso… eso no sería mala idea.
Kitty era dueña de la casa de Frauentorstrasse, pues había sido un regalo de Alfons, y de algunos cuadros y objetos de valor, pero la mayor parte de su herencia se había quedado en el banco Bräuer y por lo tanto se había perdido para siempre.
—Quizá habría que ir poco a poco —reflexionó Tilly—. Empezar con una exposición privada ante buenos amigos…
—¿Lo dices en serio, Tilly? La verdad es que no me importaría convertirme en una pintora famosa. Si lo pienso bien, yo también creo que mis cuadros son buenos. Excelentes en realidad. A lo mejor, y solo a lo mejor, podría desprenderme de alguno que otro. Si así hago felices a otras personas…
Habían preparado un comedor apartado para los asistentes al entierro, y les sirvieron café de malta con azúcar acompañado de pan recién hecho, mermelada, sucedáneo de mantequilla y unas pocas lonchas de queso. No era un desayuno especialmente frugal, pero poco quedaba ya de la inmensa riqueza del banco. En ese momento, varios abogados estaban calculando la relación entre deudas y bienes, pero el asunto pintaba mal para los herederos. El declive del banco se había prolongado durante varios años, pero el último año de guerra y la caída del imperio le habían dado la puntilla.
—Esto no habría pasado si Alfons siguiera con vida —dijo Gertrude Bräuer con amargura—. Dios quiera que vuestro Paul regrese a casa sano y salvo. He oído que está en manos de los rusos, y que son impredecibles. Solo espero que no lo manden a picar piedra a Siberia.
La noticia de que Paul era prisionero de los rusos había llegado a la villa hacía un mes, tras una larga incertidumbre, y había provocado sentimientos encontrados.
—Yo me alegro mucho de que esté vivo —dijo Marie—. Lo demás no importa. Hemos recuperado la esperanza y debemos conservarla.
Los Melzer estaban decididos a no tener en cuenta las palabras de Gertrude. Nunca había tenido pelos en la lengua, y ahora que había sufrido semejante desgracia debían tratarla con especial indulgencia.
—Ha habido soldados que han vuelto de las prisiones rusas —comentó Alicia con suavidad—. Cada día esperamos que Paul llame a la puerta de la villa.
—¡Qué tiempos nos han tocado vivir! —exclamó Gertrude, que ni siquiera había escuchado a Alicia—. Las autoridades se han despedido y la plebe quiere hacerse con el poder. Huelgas, levantamientos, revueltas… ¿Qué se cree esta gente? ¿Que uno se hace rico sin trabajar?
—Tranquilízate, mamá —dijo Tilly, y le agarró las manos—. Las huelgas también tienen su lado bueno. Lograron que se declarara el alto el fuego.
—¿Qué tonterías dices, hija? —refunfuñó Gertrude en un tono más suave—. ¿Qué puede haber de bueno en una huelga?
Durante los últimos meses se habían producido numerosas protestas en la fábrica de maquinaria MAN. Los trabajadores no querían seguir fabricando equipamiento armamentístico para sostener aquella guerra sin sentido. Incluso Johann Melzer, para quien una huelga equivalía a un pecado mortal, había comentado que la gente por fin había entrado en razón. Aunque Marie sospechaba que en realidad se alegraba de que MAN tuviera problemas, ya que, a diferencia de las textiles, las fábricas de maquinaria y las acerías habían hecho un buen negocio con la guerra.
—Qué bien que en vuestra fábrica sigáis trabajando —mencionó Gertrude como de pasada—. ¿Todavía hacéis esa horrible tela de papel?
—Pues sí —respondió escuetamente Johann Melzer, y se inclinó para mirar por la ventana. Las gotas de lluvia habían dibujado un complicado patrón en los cristales, parecía una maraña de caminos entrelazados.
—No tengo nada en contra de vuestras telas —dijo la incansable Gertrude—. Pero con este tiempo, ese material enseguida se habría disuelto, ¿no? Nada como una buena lana y un buen algodón.
Melzer guardó un silencio obstinado y Marie tampoco respondió al comentario. Pocos sabían los graves apuros por los que estaba pasando la fábrica de paños Melzer en esos momentos. El negocio de la tela de papel pronto se acabaría y, una vez firmada la paz, los competidores ingleses y franceses inundarían el mercado con sus telas. Para poder seguirles el ritmo, habría que invertir, comprar materia prima, poner de nuevo en marcha las máquinas que llevaban paradas tanto tiempo y ganarse el mercado con precios bajos. Las reservas no bastaban, habría que buscar un prestamista, y el Bayerische Vereinsbank, que había absorbido al banco Bräuer, no ofrecía condiciones tan ventajosas como solía hacer Edgar Bräuer. Para colmo, Klaus von Hagemann exigía cantidades ingentes de dinero a cambio del divorcio, de manera que habría que acudir a los tribunales. Y, por lo que parecía, ni Kitty ni Lisa tenían recursos de ningún tipo y se quedarían en la villa; era posible que incluso Tilly y su madre necesitaran la ayuda de los Melzer. El único rayo de esperanza en aquella situación tan triste era Ernst von Klippstein. El amigo de Paul había alquilado un piso en Augsburgo, tenía coche propio y siempre estaba allí donde se lo necesitara. Parecía disponer de recursos económicos, quizá se le pudiera convencer para que invirtiera en la fábrica Melzer…
—¡Madre del amor hermoso! —exclamó Kitty señalando hacia la ventana—. ¡Parece que vamos a emigrar a ultramar!
Ernst von Klippstein había pedido ayuda a los mozos de la fonda para meter las maletas. Se habilitó una sala contigua a modo de vestidor para las damas, mientras que Johann Melzer solo se cambió de zapatos y calcetines y se mostró convencido de que las perneras húmedas de su pantalón se secarían solas.
—Enseguida se siente una mucho mejor —comentó Elisabeth cuando se sentaron todos nuevamente con la ropa seca—. El señor Winkler nos contó ayer que en el orfanato hay cuatro enfermos de gripe. No es de extrañar con este otoño tan frío y húmedo.
Conversaron un rato acerca de la triste situación de los huérfanos, elogiaron la labor del señor Winkler, y finalmente Gertrude preguntó si era verdad que Elisabeth quería formarse como profesora.
—Ya lo creo. Quiero ganar mi propio dinero y no depender del bolsillo de nadie más.
Esa frase tan audaz fue recibida con reacciones muy diversas. Alicia se limitó a suspirar, Johann Melzer dio un vehemente mordisco a su tostada con mermelada, y Gertrude Bräuer puso los ojos en blanco. En cambio, Kitty y Marie pensaban que Elisabeth tenía toda la razón. Los tiempos en que una mujer de buena familia se quedaba en casa y bordaba pañuelitos se habían acabado para siempre.
—¡Igual que las faldas largas y las costumbres rancias! —exclamó Kitty en tono beligerante, y levantó la taza de café—. Soy una artista y pienso vender mis cuadros. ¿Por qué no? ¡Otros ya lo hacen!
—Ay, Dios mío… —Gertrude suspiró—. ¿De verdad crees que alguien pagará por ellos? ¿Qué opina usted, teniente? ¿Le parecería bien que su esposa ganara dinero como una obrera?
Ernst von Klippstein se vio en un aprieto, ya que no quería enemistarse con ninguna de las damas.
—Bueno, como en estos momentos no entra en mis planes contraer matrimonio, no tengo mucho que decir al respecto, señora…
—Oh, ¡es usted un cobarde! Desde luego, mi Tilly no acabará en las filas de las obreras y las secretarias.
Hasta entonces Tilly había escuchado en silencio, pero ahora se atrevió a alzar la voz.
—Pues me he planteado contribuir un poco a nuestra economía, mamá. Correos ofrece a las jóvenes de buena familia la posibilidad de trabajar como telefonistas.
Gertrude aspiró con fuerza. Era inconcebible. Una telefonista era presa fácil para los funcionarios de correos.
—¡No mientras yo viva! Por todos los cielos, si tu padre te oyera. Pero así son las cosas. Siempre ocupado con el banco, y yo lidiando con los problemas familiares. Y ahora nos ha dejado definitivamente solas…
Se echó a llorar. La tristeza que con tanto esfuerzo había reprimido la desbordaba a traición.
—Así son los hombres —sollozó—. Parten a la guerra o se sientan en su despacho. Y cuando los necesitas…
—Tranquila, mamá —dijo Tilly con dulzura—. No te preocupes. Saldremos adelante juntas. Lo conseguiremos.
Gertrude se secó la cara con el pañuelo y le dio unas palmaditas en el brazo a su hija.
—Pero no trabajarás en correos, Tilly. Te lo prohíbo.
—Como tú quieras, mamá. Solo era una idea.
Trajeron otra jarrita de café de malta y una cesta con dulces, bollitos rellenos de crema de nuez y mermelada. Al parecer, Ernst von Klippstein había pedido esas delicias y también las había pagado.
—Es muy amable por su parte —dijo Marie.
—Es un placer para mí darles una alegría.
Kitty intercambió una mirada traviesa con su hermana: vaya un leal paladín. Disfrutaron de los dulces mientras hablaban sobre el acuerdo de paz, cuyas condiciones se estaban negociando duramente, aunque todo indicaba que arrojaría un mal resultado para Alemania.
—Vae victis, ¡ay de los vencidos! —dijo Johann Melzer—. Quien pierde paga.
Ernst von Klippstein lo contradijo. Alemania aún tenía potencia militar, habría podido seguir luchando para obtener más poder de negociación.
—¿Cuántos muertos más tiene que haber? —intervino Marie, indignada—. Todo lo contrario, la paz tendría que haberse firmado hace mucho. Hace años. Lo mejor habría sido que esta maldita guerra no hubiera comenzado jamás.
Von Klippstein solo le dio la razón en parte. Claro que Alemania habría salido mejor parada si hubieran aceptado la oferta de paz que los aliados habían presentado el año anterior. Sin embargo…
—Ahora ya es tarde —gruñó Johann Melzer, y tragó el dulce con un sorbo de café de malta—. Tendremos que pagar reparaciones. Durante años. Todos pondrán la mano, primero los franceses, pero también los rusos, los malditos ingleses, los polacos y los italianos. Por no hablar de los estadounidenses.
—Pero es injusto atribuir la culpa de esta guerra solo a nuestro país, ¡no puede ser! —se acaloró Von Klippstein—. Harían bien en mirar a Austria. Y a los serbios, que fueron quienes la desencadenaron. Ese insidioso asesinato en Sarajevo…
—No deberíamos alterarnos —dijo Marie, que se temía una discusión inacabable—. Creo que va siendo hora de marcharnos.
Von Klippstein se ofreció de inmediato a llevar a la señora Bräuer a casa, y esta aceptó agradecida. También había sitio en el coche para el matrimonio Melzer.
—Si tienen un poquito de paciencia, señoras, regresaré para llevarlas a la villa sin que tengan que mojarse.
—Es muy tentador —respondió Kitty con un parpadeo seductor—. Pero a nosotras cuatro nos gustaría ir a pie.
—¿Ah, sí? —se le escapó a Lisa.
Al sentir que el tacón del zapato de su hermana se le clavaba en los dedos del pie, rápidamente aseguró que necesitaba tomar el aire. Se despidieron, se echaron encima el abrigo húmedo y se pusieron el sombrero.
—¡No os resfriéis, muchachas! —les gritó Alicia por la ventanilla.
—¡Mamá! Ya somos mayorcitas.
—Tienes razón. Se me olvida constantemente.
Kitty soltó una risita. Cuando el automóvil se puso en marcha en dirección al centro de la ciudad, se agarró del brazo de Marie y les dijo que por fin llegaba la parte agradable del día. Mejor dicho: la parte emocionante.
—¿A qué te refieres? —preguntó Marie, que conocía las ocurrencias de Kitty y sintió cierta inquietud.
Lisa tampoco ocultó su curiosidad, y Tilly fue la única que guardó silencio.
—Ya veréis —dijo Kitty con aires de misterio—. Os garantizo un espectáculo emocionante. ¡Lo de María Estuardo no fue nada comparado con esto!
Las cuatro caminaban muy juntas, de manera que los viandantes con los que se cruzaban debían bajar a la calzada para dejarlas pasar.
—Pero a María Estuardo la decapitaron —comentó Elisabeth.
—Yo me propongo algo parecido.
—Se ha vuelto loca —le dijo Elisabeth a Marie.
Recorrieron varias callejuelas y salieron a la Annastrasse. Marie, Lisa y Tilly hicieron todo tipo de suposiciones. Kitty actuaba en secreto en una obra de teatro. ¿No? Había alquilado un estudio donde dibujaba a modelos desnudos. ¿No? Una nueva película. ¿No? ¿Un amante? ¡Claro que no!
—Sois todas tontas… tontas… tontas… —canturreó Kitty.
Entonces se detuvo tan bruscamente delante de un local que Tilly, que caminaba agarrada a ella, casi tropezó.
—¡Aquí! —anunció.
—¿Aquí? ¿Y qué es esto?
Marie fue la primera en darse cuenta. Después Tilly. Elisabeth fue a la que más le costó.
—Es… es una peluquería.
Kitty entró en el pequeño local con paso resuelto. El dueño, un hombre bajito de ojos marrones redondos y cejas negras, se deshizo en atenciones, la acompañó a una silla y se frotó las manos como si tuviera que prepararse para una gran empresa.
Las demás la siguieron vacilantes y con el corazón a mil por hora; se quedaron de pie junto a la puerta e intercambiaron miradas de preocupación.
—Sabes que a mamá le dará un síncope —dijo Lisa con cierta angustia—. Y papá…
—Sobrevivirán. Empiece, por favor. Un bob, muy corto. Con flequillo. O… ¿cómo suele decir papá? Con copete.
—Como desee. Es una pena con un pelo tan bonito…
Soltó el peinado de Kitty y su brillante cabello oscuro le cayó en suaves ondas sobre los hombros y la espalda.
—¿A qué está esperando?
Cuando la tijera cortó los primeros mechones, Elisabeth se dolió con un suspiro. Sonaba como si cortara filamentos de vidrio.
—¿No quieres tú también, Marie? —preguntó Kitty, que asistía emocionada al proceso en el espejo—. Te sentaría de fábula.
No, Marie no tenía ninguna intención de sacrificar su largo pelo. ¿Qué diría Paul cuando regresara? Ahora que se había firmado el armisticio, no tardarían mucho en volver a verse. No podía faltar mucho, no podía faltar mucho… Qué dolorosa podía ser la esperanza.
—¿Y tú, Tilly? Un corte rubio a lo paje sería una maravilla.
Tilly opinaba que su madre ya tenía suficientes preocupaciones para añadir una más. Quizá más adelante, no lo descartaba. Además era muy práctico.
Kitty se sopló el pelo cortado de la cara y admiró su nuevo flequillo. Extraordinario. Estaba deseando que el peluquero diera el corte por finalizado.
—Le queda de maravilla, señora. Es como si el estilo se hubiera diseñado para su rostro.
Tenía razón. El pelo de Kitty caía tal como exigía la moda, se amoldaba a su cabeza con una preciosa curva y terminaba en dos puntas bajo las orejas. El flequillo realzaba de forma muy seductora sus ojos azules.
—¿Y bien? ¿Qué os parece? —preguntó triunfal. Sacudió la cabeza y se pasó los dedos por el cabello corto.
—¡Impresionante! —Tilly suspiró.
—No está nada mal —opinó Marie.
Elisabeth no dijo nada. Se acercó a su hermana. Le tocó el pelo, se lo ahuecó un poco y sacudió unos pelillos de la capa oscura que el peluquero le había puesto a Kitty.
—¡Lo mismo para mí! —dijo entonces.