Chapter 39 - 37

—¡El Señor ha resucitado! ¡Aleluya! ¡Podéis ir en paz!

El mensaje de Pascua resonó en la iglesia abarrotada, luego el órgano entonó el posludio y los feligreses se levantaron de los bancos para enfilar la salida.

El banco de los Melzer estaba cerca del altar, un privilegio que se concedía a las familias notables. Sin embargo, al salir se cumplió aquello de que los primeros serían los últimos, ya que, si el sacristán no abría la puerta lateral, los Melzer tendrían que esperar un largo rato hasta que se despejara el camino de salida. Se armaron de paciencia, saludaron a amigos y conocidos, se felicitaron mutuamente la Pascua, y Rosa Knickbein dedicó todos sus esfuerzos a mantener de buen humor a los gemelos. Dodo siempre se echaba a llorar en cuanto las primeras nubes de incienso se extendían por la iglesia. Kitty había preferido no acudir con Henni a la misa de Pascua porque la pequeña tenía fiebre.

—¿Dónde se ha metido nuestro leal paladín? —preguntó Johann Melzer con una ligera ironía.

—Klippi se ha escabullido entre la gente porque quería traer el coche a la puerta de la iglesia —informó Elisabeth—. Le preocupa que nos enfriemos.

—Es tan atento… —Alicia suspiró—. Es increíble que esa Amanda engañara al pobre chico de un modo tan indigno.

—Adele, mamá. Se llama Adele —repuso Elisabeth.

—Es cierto, Adele. Dios mío, Lisa, deberías dejarte crecer el pelo.

—¡Mamá, por favor!

Elisabeth llevaba un sombrero oscuro con forma de casquete bajo el que asomaba su pelo corto. En opinión de Marie, aquel peinado moderno no le quedaba tan bien como a Kitty. Al parecer, Sebastian también había mostrado reticencias. Por mucho que luchara a favor del progreso de la humanidad y la soberanía del pueblo, en los asuntos privados era muy conservador. Una mujer no debía parecer «mundana», sino mantener la «naturalidad». Cabello largo, falda larga y carácter suave. Y no veía con buenos ojos que las mujeres fumasen; era vulgar. También rechazaba el uso de lápiz de labios y esmalte de uñas.

—A ver si podemos salir de una vez —comentó Marie, que llevaba a la llorosa Dodo en brazos—. Mi niñita necesita que le dé el aire.

—¿Qué necesita? —preguntó Johann Melzer, que no lo oyó bien por la música del órgano.

—¡Que le dé el aire! —exclamó Marie.

Entonces miró a su alrededor asustada, porque justo en ese momento el órgano había enmudecido y sus palabras resonaron por toda la iglesia. Recibió miradas divertidas. La esposa del director Wiesler le preguntó si la pequeña estaba enferma.

—No, no… Es el incienso, cada vez que…

Marie se interrumpió porque en la puerta de la iglesia se había formado un tumulto. Nadie prestaba atención a los dos monaguillos que sostenían las limosneras, una masa de gente salía pero otra parecía volver a entrar en la nave.

—¡A cubierto! ¡Todos a cubierto! —gritó alguien.

Una mujer chilló porque la habían aplastado contra una columna, los niños lloraban, afuera ladraban los perros.

—¿Qué sucede? —balbuceó Alicia.

Tilly y su madre ya habían llegado al pasillo central, pero se detuvieron asustadas.

—¿Oís eso? —le gritó Tilly a Marie—. Estoy casi segura de que son disparos.

—No puede ser —dijo Johann Melzer mostrando su irritación.

En ese momento se oyó una detonación y cundió el pánico entre la gente.

—Las tropas del gobierno… ¡están disparando a todo y a todos!

—¡Quedaos en la iglesia, aquí estamos a salvo!

—Abrid paso. Nuestros hijos están en casa… ¡Dejadnos salir!

Los empellones a la salida cada vez eran más enérgicos. Un niño se cayó al suelo y chilló asustado, las mujeres insultaban a voz en grito. El sacristán salió de sus dependencias con un gran manojo de llaves en la mano.

—Mantengamos la calma, queridos hermanos —se oyó entonces la voz del padre Leutwien—. Quien quiera salir que camine despacio y no empuje. Quien quiera quedarse que se aparte para dejar pasar a los demás.

—Va a abrir las puertas laterales —susurró Elisabeth a su madre—. Rápido, salgamos.

No fueron las únicas en darse cuenta de lo que se proponía el sacristán. Enseguida se formaron varios grupos ante las pequeñas puertas abiertas. No obstante, los Melzer consiguieron llegar a la plaza de la iglesia casi sin percances. Allí, el abogado Grünling conversaba acaloradamente con el matrimonio Manzinger y el doctor Greiner.

—¡Vayan a casa lo antes posible! —les gritó el doctor Greiner—. Las tropas gubernamentales han entrado en Augsburgo. Han llegado por el norte y por el sur al mismo tiempo, se están librando combates en Lechhausen…

Marie palideció. En Lechhausen. Eso estaba a pocos kilómetros al norte de la zona industrial, donde también se encontraba la villa.

—Confiemos en que no acaben disparando a la casa y arrestando a sus ocupantes —se lamentó Alicia.

—¿Cómo es posible? —intervino Melzer, alterado—. Pero si han negociado. La república consejista se había disuelto. Se habían cumplido todas las condiciones del gobierno de Hoffmann…

El abogado se encogió de hombros. Era imposible saberlo. La república había aguantado cinco días, pero el antiguo gobierno, que había huido a Bamberg, decretó un bloqueo de alimentos hacia Augsburgo y finalmente se vieron obligados a negociar. Todo parecía arreglado, se habían puesto de acuerdo, la ciudad estaba abierta al antiguo gobierno. ¿A qué venían esas tropas?

—Se dirigen a Múnich y aprovechan que pasan por aquí para arrasar.

—Al parecer no se fiaban y han preferido someternos con las armas.

—¡Qué vergüenza!

—¡Acaba de terminar la guerra y ahora los alemanes empezamos a asesinarnos entre nosotros!

—Bah, no será para tanto.

—¡Dios lo oiga, señor Grünling!

Marie había rodeado la iglesia y se había acercado a la entrada con la pequeña Dodo en brazos, y ahora les hacía señas a los demás. Von Klippstein los esperaba con el coche. Debían darse prisa y llegar a casa antes de que los soldados bloquearan el centro de la ciudad. Los Melzer se apresuraron a obedecer a Marie. Tilly y Gertrude Bräuer también corrieron hacia la puerta principal de la iglesia de San Maximiliano. El pequeño Leo berreaba porque quería caminar él solo en lugar de que Rosa lo llevara en brazos.

—¿Qué te pasa, Lisa?

Tilly se volvió hacia Elisabeth, que se quedó rezagada. Lisa hizo un gesto con la mano hacia Tilly y después le dijo algo al doctor Greiner. Este se inclinó y asintió tres veces, después fue detrás de los Melzer a paso rápido. Era evidente que Lisa le había cedido su sitio en el coche. Tilly se soltó de su madre y volvió corriendo donde ella.

—¿Por qué no vienes con nosotros? No querrás quedarte en la ciudad, ¿no? ¿Es que no has oído lo que dicen? Las tropas ocuparán el centro, el ayuntamiento, la estación. Puede que haya combates…

Elisabeth parecía decidida, y en parte se debía a los mechones de pelo que asomaban del sombrero. A diferencia de Kitty, que con ese peinado resultaba incluso más seductora, a Lisa ese corte le daba un aire audaz.

—Yo me quedo, Tilly. No te preocupes y corre con los demás.

Tilly la miró fijamente durante varios segundos, entonces cayó en la cuenta. Aunque a veces viviera un poco alejada de la realidad, era una chica lista.

—¿Quieres avisar al señor Winkler?

Lisa no dijo nada pero se sonrojó ligeramente, lo que fue bastante elocuente. Por supuesto que se preocupaba por Sebastian Winkler. Intercambiaban libros, tomaban el té juntos, él la había convencido de que se hiciera profesora…

—Pero seguro que ya lo sabe, Lisa. No puedes ayudarlo.

—Debe esconderse, Tilly. Si lo encuentran, lo encerrarán. Ha sido un miembro destacado de esa desafortunada república consejista.

Tilly lo entendió.

—¿Qué te propones?

—Tendrá que ponerse ropa vieja, y luego lo acompañaré por los callejones para cruzar el Lech. Lo esconderemos en la villa hasta que todo haya pasado. Nadie lo reconocerá como un paciente más del hospital.

Sonaba aventurado. Tilly titubeó un instante, pero al ver que Lisa se marchaba en dirección a Jakoberstrasse, corrió tras ella.

—Voy contigo.

—Pero no puedes ayudarme, Tilly.

—No está bien que una joven vaya sola por la calle.

Elisabeth no estaba de acuerdo, al fin y al cabo había recorrido muchas veces sola el camino al orfanato para visitar a Sebastian. Pero no era el momento de discutir sobre convenciones sociales, así que aceleró el paso, y a pesar de que Tilly era buena andadora, tuvo que hacer grandes esfuerzos para seguirla. Había movimiento en toda la ciudad, la noticia de que se acercaban los soldados había corrido de boca en boca y todo el mundo tenía miedo. Vieron a un hombre mayor que esperaba con un cesto lleno de narcisos para vendérselos a los feligreses y no entendía por qué todo el mundo pasaba de largo. En Jakoberstrasse los comerciantes protegían con tablones sus escaparates, otros recogían la mercancía y la guardaban en el almacén por miedo a los saqueadores. De las ventanas asomaban muchos curiosos que buscaban a los soldados con la vista.

—¿Por qué iban a entrar en un orfanato? —comentó Tilly, que se había quedado sin aliento—. Basta con que sea discreto y no le pasará nada.

Ya estaban en la entrada del hospicio de las Siete Mártires y Elisabeth sacudía la campanilla.

—Saben cómo se llama y a qué se dedica, tontorrona —le respondió—. Participó en las negociaciones. Vendrán a buscarlo.

Tilly lo dudaba, pero se quedó callada para no alterar más a Lisa.

—¡Abrid de una vez! Soy yo, la señora Von Hagemann.

Elisabeth llamó con tanta insistencia que una ventana se abrió en el piso de arriba. Apareció la cabeza de un muchacho rubio enmarcada por dos orejas de soplillo.

—¡Esto es un orfanato! —chilló con voz aguda—. ¡No tenemos nada que ver con los consejos!

Elisabeth levantó la vista hacia el chiquillo y puso los brazos en jarras.

—¡Thomas Benedictus! ¿No me reconoces?

El muchacho estiró el cuello para verlas mejor, pero era muy pequeño y corría peligro de caerse por la ventana.

—¡No tenemos nada que ver con los consejos! —repitió la frase que había aprendido de memoria.

—¡Maldita sea! —gruñó Elisabeth—. ¡No somos soldados! ¡Dile al señor Winkler que puede abrir la puerta sin temor!

Entonces apareció un segundo rostro en la ventana, y Tilly reconoció la barbilla puntiaguda de Maria Jordan. Se había puesto las gafas para ver mejor a los visitantes.

—¡Ah, es usted, señora Von Hagemann! La campanilla sonaba tan fuerte que ya nos temíamos que fueran los soldados los que llamaban.

Elisabeth puso los ojos en blanco. No había motivo para tantas precauciones, todavía no habían visto un soldado en kilómetros a la redonda.

—Ya voy, ya voy —dijo Maria Jordan—. Entiéndalo, estoy aquí sola con los niños y debo tener cuidado, no me gustaría que…

—¿Está sola? —la interrumpió Elisabeth. Entonces bajó la voz para que no la oyeran los vecinos—. ¿El director Winkler no está aquí?

—¡Pero si nunca está! —refunfuñó la señorita Jordan desde la ventana—. Ya solo se preocupa de sus reuniones, y también acude a las asambleas de trabajadores a dar discursos grandilocuentes. Tengo que hacerlo todo yo…

—¿Y dónde está ahora?

Maria Jordan había cogido carrerilla y lamentó que volviera a interrumpirla. Pero sabía a la perfección por qué estaba tan alterada la señora Von Hagemann.

—¿Dónde va a estar? Seguramente en el ayuntamiento. Si es que no se lo han llevado con los demás consejeros para ahorcarlos.

—¿Por qué dice eso, señorita Jordan? —preguntó Elisabeth, pálida de repente—. ¿Por qué iban a llevarse a los representantes elegidos o… condenarlos?

—¡Qué sé yo! —respondió encogiéndose de hombros—. El vecino sepulturero ha dicho que las tropas del gobierno colgarán a todos los hombres de Augsburgo y Múnich que hayan participado en la república consejista. Ese desde luego ya habrá calculado cuánto va a sacar de todo esto, el muy avaricioso…

Tilly rodeó a Lisa con el brazo y la apartó de la entrada del orfanato. No había tiempo que perder, los disparos se oían cada vez más cerca y era de suponer que los soldados pronto tomarían el centro de la ciudad.

—Vamos, Lisa. Si está en el ayuntamiento no podemos hacer nada. Ponerte en peligro no lo ayudará.

Sin embargo, Elisabeth se zafó de ella y corrió en dirección a Perlachberg. Tilly no tuvo más remedio que seguirla para evitar que cometiera una imprudencia.

—Sé razonable, Lisa… Te lo ruego. Piensa en tus padres. Como te pase algo…

—¡No te he pedido que me sigas! —respondió Lisa, y apretó el paso.

Recorrieron sin aliento las callejuelas que subían hasta la colina y pasaron junto a personas que iban y venían nerviosas, portales con barricadas levantadas a toda prisa y perros sin dueño.

—¡Señora Von Hagemann! —gritó alguien por la ventana—. ¡Señorita Bräuer! ¿Adónde van? Por todos los cielos, ¡deténganse!

Doblaron una esquina y las dos se quedaron clavadas en el sitio. Allí estaban. Las tropas habían tomado la plaza del ayuntamiento. Las divisiones a caballo se adentraban en los callejones en pequeños grupos, los soldados de infantería habían rodeado el ayuntamiento y los edificios colindantes, por Maximilianstrasse se acercaba una división de artillería que traía consigo varios cañones pequeños.

—¡Demasiado tarde! —se lamentó Lisa, y apoyó la espalda en el muro de un edificio—. Dios mío, van a arrestarlo. Pero él buscaba justicia para todos. Luchaba por los pobres y los desamparados. Ay, Tilly, no puede ser que ahorquen a alguien por eso.

Se oyeron disparos en la plaza, en Karolinenstrasse se había formado un tumulto. Parecían combates, pero desde tan lejos era difícil saber quién se estaba enfrentando a las poderosas tropas gubernamentales. Tilly arrastró a Lisa al portal más cercano porque un grupo de soldados a caballo había enfilado el callejón. Avanzaban al trote, las herraduras golpeteaban contra los adoquines, los soldados aún llevaban el uniforme del ejército del emperador, aunque algo gastados y les faltaban piezas. Iban armados con fusiles y bayonetas, y clavaban la mirada en los portales y las ventanas. Las dos jóvenes que se apretujaban atemorizadas les parecieron inofensivas. De vez en cuando algún jinete les sonreía y las saludaba con una inclinación de cabeza, sin aminorar el paso.

—Son los mismos soldados que lucharon por el emperador y la patria —dijo Tilly con rabia—. Ahora disparan a su propio pueblo.

Elisabeth también estaba enfadada. ¿No se había derramado ya suficiente sangre? Pero seguía habiendo hombres que amaban el oficio de soldado y no querían abandonarlo. Por lo visto les daba igual luchar en Francia, en Rusia o en su propio país.

Cada vez entraban más jinetes en el callejón. Los combates al otro lado de la plaza se habían extendido y ahora Tilly vio que se trataba de jóvenes obreros que habían bloqueado una bocacalle con barricadas. Se defendían de los soldados con vehemencia, se oían disparos y voces de mando cortantes, estaban colocando los cañones en posición.

—No se les ocurrirá disparar granadas… —gimió Elisabeth—. No en el centro de nuestra preciosa Augsburgo. Hay mucha gente inocente en las calles. Mujeres y niños…

Una llave giró en la cerradura detrás de ellas y alguien entreabrió la puerta. En la penumbra del pasillo, Elisabeth reconoció una silueta delgada de hombre y un pálido rostro de barba puntiaguda.

—Señora Von Hagemann, señorita Bräuer, entren, rápido. Solo estoy yo, Sibelius Grundig. Pasen, pasen antes de que empiecen a disparar.

Tilly no tenía ni idea de quién era aquel hombre, pero Elisabeth lo conocía bien. Era el fotógrafo al que tantos encargos solía hacerle su padre. Había tomado incontables fotos familiares de los Melzer, y también realizaba folletos para la fábrica.

—¿Señor Grundig? Disculpe, me ha costado reconocerlo en la oscuridad. Muchas gracias.

Las condujo a su estudio por un pasillo estrecho, les ofreció asiento y llamó a su esposa y a su hija para que atendieran a las damas.

—Es horrible… Dicen que en Oberhausen ya han muerto diez personas —se lamentó Grundig, que también había cerrado y entablado su negocio.

—Si estalla aquí, que Dios se apiade de nosotros —gimió la señora Grundig—. Lo destrozarán todo.

Elisabeth sintió pena por los Grundig. El viejo Sibelius, judío, era un hombre hábil. Había alcanzado la prosperidad con la esperanza de que su hijo heredara el estudio, pero este había caído por la patria en el Marne. Solo les quedaba su hija, Elise, a la que por desgracia una enfermedad infantil había dejado ciega.

—Tendrán que atravesar el jardín y escalar el muro —dijo la muchacha—. Después bajar por la colina hasta la muralla. Junto a Santa Úrsula hay un puente estrecho que conduce a los prados…

Lisa la miró sorprendida. La chica levantaba un poco la cabeza y sonreía. Tenía los ojos entrecerrados y se le veían las pupilas blanquecinas.

—Cuando era pequeña recorría ese camino a menudo —dijo en voz baja—. Aún me parece ver cada casa y cada adoquín. También los prados verdes y el riachuelo.

—Mi hija tiene razón, señora —dijo Sibelius Grundig—. Las tropas pronto bloquearán el centro de la ciudad y ustedes ya no podrán regresar a la villa de las telas. Naturalmente, aquí las acogeríamos encantados, pero quizá también estemos en peligro…

Tilly miró a Lisa muy seria. Esta aún estaba considerando la posibilidad de entrar en el ayuntamiento para interceder por Sebastian Winkler. Al fin y al cabo era una Melzer. Pero cabía la posibilidad de que los oficiales de Múnich no conocieran a los notables de la ciudad.

—¿A qué estás esperando, Lisa? —insistió Tilly.

—Está bien…

Jamás olvidarían la huida apresurada de aquel luminoso domingo de Pascua. Se deslizaron como dos vagabundas por el jardincillo, donde el cebollino ya asomaba en los bancales y los arbustos de grosellas lucían hojas verdes. Aquel muro debía de datar de la Edad Media, estaba desmoronado y cubierto de musgo. Una vez superado ese obstáculo, se abrieron paso por el laberinto de callejuelas bajando por Judenberg hasta la muralla. No eran las únicas. Por todas partes se veía gente huyendo con cajas y maletas, empujaban carritos en los que llevaban a niños pequeños, carretillas con sus pertenencias. Se sobresaltaban constantemente por los disparos, las salvas que restallaban breves una tras otra y después se sosegaban. Varias veces creyeron oír que lanzaban granadas, explosiones sordas seguidas de gritos estridentes.

Cruzaron el foso por el convento de las ursulinas y se adentraron en la zona industrial por caminos de tierra. El frío era helador, tenían los zapatos empapados y los abrigos salpicados de barro. Los soldados habían tenido que aparecer precisamente el domingo de Pascua, cuando más elegantes se habían vestido para acudir a la iglesia.

Cerca de la fábrica de papel, tuvieron el tiempo justo de esconderse detrás de un muro cuando vieron acercarse una tropa de caballería. Esperaron largo rato de pie y expuestas al frío hasta que el último rezagado alcanzó la ciudad por la carretera adoquinada. Entonces pudieron acometer el último trecho de su azaroso camino.

—Un baño caliente —gimió Lisa cuando entraron en el parque de la villa—. Auguste tiene que prepararnos un baño enseguida. Es lo único en lo que puedo pensar ahora mismo.

Tilly no dijo nada. Pero, en su opinión, aquello era lo más sensato que había dicho Lisa en todo el día.