Esa mañana Marie no tenía buen aspecto. «No me extraña», pensó mientras se examinaba las ojeras. Se había pasado la mitad de la noche discutiendo con dos hombres y luego permaneció en vela hasta la madrugada. Se peinó y se cubrió la cara con polvos, pero su aspecto no mejoró mucho. ¿De dónde habían salido esas arruguitas de la frente? También tenía algunas junto a los ojos. ¿Con veinticuatro años ya era una mujer mayor?
«Es por la larga espera», pensó. La preocupación. Una herida en el hombro. Fiebre. ¿Seguiría vivo? ¿O hacía tiempo que había…? No, no quería creerlo.
Se sujetó el pelo en la nuca y volvió a mirarse en el espejo. Seguía siendo guapa. Cuando Paul regresara, no notaría ningún cambio en ella y se mostraría tan enamorado y cariñoso como siempre. Si es que regresaba.
Había hecho de tripas corazón: dejó a un lado sus reservas sobre la oferta de Von Klippstein y se la expuso a su suegro. Johann Melzer manifestó su entusiasmo de inmediato; al parecer llevaba tiempo esperando en secreto que Von Klippstein les prestara ayuda económica. Sin embargo, su deseo de convertirse en socio le gustó un poco menos. La noche anterior habían discutido largamente en el salón de caballeros de la villa. Johann Melzer propuso la fórmula de la obligación, Von Klippstein quería participar en la dirección de la fábrica, y Marie trataba de mediar entre ambos. Incluso se habló de convertir la fábrica en una sociedad anónima, como habían hecho tiempo atrás otras empresas de Augsburgo, pero al final los dos comprendieron que, dada la catastrófica situación económica, una operación de ese tipo no era en absoluto aconsejable. Los periódicos estaban llenos de noticias acerca de la «paz infame» que se había visto obligada a firmar Alemania en Versalles. ¿Para qué tanto sufrimiento y tantas muertes? ¿Para qué tantas víctimas? ¿Y todo el heroísmo de la lucha por la patria? Todo había sido en vano. Los responsables de aquella desgracia habían huido como cobardes y habían dejado a la gente en la estacada cuando más los necesitaban. Su suegro y Von Klippstein estuvieron a punto de enfadarse porque el prusiano, a pesar de todo, seguía siendo fiel a su emperador y al alto mando del ejército, mientras que el industrial Melzer afirmó rotundo que eran todos unos estúpidos y unos criminales. Habían engañado a la población con sus empréstitos de guerra, les habían dejado con lo puesto, les habían quitado hasta los anillos de boda. Les habían hecho creer que algún día se lo devolverían todo con ganancias. Cuando vencieran al enemigo y este les pagara reparaciones. ¿Y quién pagaba ahora esas reparaciones? Los alemanes. Y eso significaba que la economía alemana tardaría años en levantar cabeza.
Marie terminó enfadándose. ¿Estaban allí para lamentarse de que la economía alemana no tenía futuro? Si todo el país pensara así, nadie movería un dedo. Precisamente entonces necesitaban ideas nuevas, valor, espíritu emprendedor y, por supuesto, capital. Recibió la aprobación de ambos, eso era lo que pensaban, y ella lo había formulado de forma muy acertada. Von Klippstein levantó la copa y aseguró que era una mujer excepcional, que su amigo Paul podía considerarse afortunado. Johann Melzer explicó con una sonrisa satisfecha que su nuera tenía la cabeza dura pero que hasta el momento sus ideas habían dado resultados inmejorables en la fábrica. Marie los dejó hablar y se alegró cuando por fin llegaron a un acuerdo sensato. Conservarían el nombre Fábrica de paños Melzer, y Von Klippstein se convertiría en socio, recibiría un sueldo y participaría de los beneficios. El pacto se selló con un apretón de manos, y en los próximos días todo se pondría por escrito y se firmaría. Después comprarían las materias primas que tanto necesitaban y pondrían en marcha la producción. Naturalmente, Marie ya había diseñado patrones nuevos y actuales, encargarían los rodillos de estampado y dejarían fuera de combate a la competencia gracias a la modernidad de sus ideas.
¡Ojalá fuera tan fácil! Después de que Von Klippstein se despidiera de ella —con el acostumbrado y respetuoso beso en la mano— y Johann Melzer subiera a su dormitorio, las preocupaciones ocuparon los pensamientos de Marie. ¿Y si no conseguían vender las telas? ¿Y si los costes de producción se comían los beneficios? ¿Y si los trabajadores seguían en huelga y reclamaban sueldos cada vez más altos?
Acababa de tomar la firme decisión de no permitirse tener más pensamientos negativos cuando Kitty apareció en el pasillo. Marie sabía que su cuñada había acudido a una función de cabaret junto con Lisa y Tilly, pero ya hacía rato que Lisa había regresado.
—¿Marie? —susurró Kitty mientras se acercaba a ella—. Vaya por Dios. Sigues despierta. ¿Has estado discutiendo con Klippi y papá hasta ahora? ¡Pobrecita! Estás pálida y pareces cansada…
Llevaba los zapatos en la mano y caminaba de puntillas; estaba claro que esperaba llegar a su habitación sin que nadie la viera.
—Sí, hemos estado negociando hasta ahora. ¿Y tú? ¿De dónde vienes tan tarde?
—¿Yo? —preguntó Kitty, y se llevó el pelo detrás de la oreja—. Ya sabías que iba al cabaret con Lisa y Tilly. ¡Ay, Marie! Ojalá hubieras venido con nosotras. ¡Ha sido fantástico! ¡Y Humbert! Qué artista. Es increíble, al principio ni siquiera lo he reconocido. Ha imitado al emperador, y a nuestro nuevo alcalde…, e incluso a la actriz Asta Nielsen, ese ha sido su gran éxito.
En realidad Marie estaba demasiado cansada para interrogarla. Además, Kitty era adulta y podía cuidar de sí misma. O eso esperaba. Y en cuanto a Humbert, bueno, todo indicaba que iban a perderlo. Era triste, aquel joven tan peculiar se los había ganado a todos. Pero debía seguir su vocación.
—¿Has ido después a casa de Tilly? ¿Está mejor tu suegra?
Kitty la miró con sus enormes ojos sinceros, sin comprender nada. No, no había estado en casa de Tilly. Lisa la había acompañado justo después de la función porque su madre todavía sufría esa terrible bronquitis que ahora le afectaba al corazón.
Marie no dijo nada. Se le caían los ojos de cansancio, pero estaba claro que Kitty quería contarle algo. Algo que tenía que sacarse de dentro porque de otro modo no se quedaría tranquila en toda la noche.
—Sí, figúrate… Después del cabaret he salido por ahí.
—¿Ah, sí? ¿Tan tarde? ¿Y adónde se puede ir a estas horas?
Kitty esbozó una sonrisa angelical y le explicó que en el centro había varios cafés pequeños muy agradables donde además de café se podía tomar alguna otra cosa después de medianoche.
—Hemos bebido vino espumoso. Incluso champán.
—¿Hemos?
—Pues claro —dijo con una indignación comedida—. ¿No pensarás que he ido a un café yo sola?
Marie se sintió un poco mareada, tal vez se debiera a la falta de sueño que trataba de disimular. O a la incipiente preocupación por que Kitty se abandonara a una vida frívola y bohemia y fuera a cafés oscuros frecuentados por hombres extraños.
—No pongas esa cara, Marie —susurró con suavidad, y le acarició la mejilla—. Mi querida Marie. Mi amiga del alma. Mi única confidente.
«Dios mío», pensó Marie. «Ahora solo puede venir una terrible confesión. Ojalá estuviera ya en la cama…».
—He estado con… con Gérard —musitó Kitty.
—Con… ¿con quién?
Marie no entendía nada. ¿Se refería a Gérard Duchamps? No podía ser verdad.
—No creas que lo he hecho a propósito, Marie… Ha sido pura casualidad. Estaba en el cabaret a dos asientos de distancia, ¿no te parece extraño? Y tenía mucho mejor aspecto que el día de mi exposición. Aquel día iba desgreñado y harapiento como un salvaje, daba miedo verlo.
Le contó que Gérard Duchamps la había abordado después de la función y le había propuesto ir a un café y ponerse al día. Lo más probable es que no la hubiera perdido de vista desde la exposición en casa de la señora Wiesler. Era increíblemente insistente. ¿Qué se pensaba? Era francés, ¿de verdad creía que lo recibiría con los brazos abiertos? ¿O solo esperaba una aventura con la arrebatadora Kitty?
—Ha cambiado por completo, Marie. Estuvo a punto de morir en el hospital, y fue testigo de muchas miserias en la guerra. Me ha dicho que es algo que no se puede contar, que hay que lidiar con ello en solitario. Y figúrate, está peleado con su familia. Lo han desheredado. No tiene recursos de ningún tipo, pero no quiso aceptar mi dinero, bajo ningún concepto. Incluso pagó el vino. Y no… claro que no pasó nada entre nosotros. ¿Cómo iba a pasar? Solo había mesitas e incómodos asientos de felpa de un color rojo horrible.
Marie cada vez estaba más mareada. Por hoy ya era suficiente…
—¿Y qué pasará ahora? Con vosotros dos, quiero decir.
Kitty sonrió ensimismada y se encogió de hombros. Ah, eso lo diría el futuro.
—Me ha dicho que Alfons Bräuer era una persona maravillosa. Antes de la guerra, Gérard tuvo tratos ocasionales con el banco Bräuer, por eso lo conocía.
Marie la agarró de los brazos llevada por un impulso.
—Eres adulta, Kitty. Toma las riendas de tu vida. Haz caso a tu corazón si crees que debes hacerlo. Pero no olvides que tienes una familia y una hija pequeña. Y que todos te queremos mucho.
—Ay, Marie, mi Marie…
Kitty se abrazó entre sollozos a su cuñada, le susurró al oído que sabía que la entendería y, una vez halló consuelo, se fue por fin a su cuarto.
Cuando Marie entró en el comedor a la mañana siguiente, Alicia y Elisabeth estaban desayunando. A juzgar por la expresión de ambas, la conversación entre ellas no era demasiado agradable. Aun así se esforzaron por saludar a Marie con una amable sonrisa.
—Buenos días, mi querida Marie —dijo Alicia—. Qué pálida estás. ¿Te dieron mucho la lata los dos hombres anoche?
—Al contrario, mamá —bromeó—. Cuando acabé con ellos, se fueron agotados a la cama.
Elisabeth descabezó un huevo pasado por agua y le puso sal. Alicia sonrió al oír la broma de Marie pero dijo que no creía que hubiera sido para tanto, ya que Johann había desayunado temprano y se había marchado a la fábrica. Ni siquiera se había parado a echar un vistazo al Augsburger Neuesten Nachrichten.
—Normal —comentó Elisabeth mientras Marie se sentaba en su sitio y desdoblaba la servilleta blanca—. Lo que se lee estos días no es precisamente edificante. Todos se abalanzan como buitres sobre nuestra pobre Alemania.
—Si pretendes cambiar de tema con ese comentario, me temo que no te servirá de nada —dijo Alicia—. Insisto, Elisabeth. Hay ciertas reglas que una dama de buena familia debe respetar. Incluso hoy en día. Una de ellas es no frecuentar locales como los cabarets. Y en caso de hacerlo, entonces siempre en compañía de un caballero.
Ah, por ahí iban los tiros. Marie cogió un bollito de pan; ya podían comprarse, aunque a un precio cuatro veces superior. Todo se encarecía a una velocidad alarmante. Ernst tenía toda la razón: era un error dejar el dinero en el banco.
—Éramos tres —repuso Elisabeth.
—¡Eso no cambia las cosas, Lisa!
Marie captó la mirada de disgusto que le dirigió Elisabeth, y se disponía a intervenir para apaciguar la situación cuando Lisa estalló.
—Si de verdad quieres saberlo, mamá, sí que me acompañaba un hombre. ¿Estás contenta?
Marie abrió el bollito y untó las dos mitades con mermelada. Bebió un trago de café y esperó en silencio a la pregunta que inevitablemente vendría a continuación.
—¿Y puede saberse quién era? Sigues oficialmente casada con Klaus von Hagemann, no te olvides.
Lisa metió la cucharita de nácar en la cáscara de huevo y la dejó en posición vertical.
—Seguro que no se me olvida, mamá. Pienso en ello día y noche, puedes estar segura. Pero ayer fue el señor Winkler quien me acompañó.
Alicia respiró profundamente, era evidente que tenía mucho que decir. Pero se sirvió otro café, le puso leche y azúcar, y guardó silencio. Marie sabía de sobra lo que opinaba Alicia sobre la amistad de Lisa con el profesor Sebastian Winkler. No la consideraba adecuada para su posición social. Si una mujer se separaba de un hombre de la nobleza, lo menos que podía hacer era no rebajarse hasta el punto de dar el sí a un simple maestro de escuela. Pero, claro, ahora todo había cambiado. Las jóvenes tenían ideas «modernas», llevaban faldas por encima del tobillo y se cortaban el pelo. Así pues, qué valor podían tener las opiniones de una madre que, tal como Kitty había comentado sin miramientos unos días antes, se había quedado anclada en el siglo pasado.
—¿El señor Winkler? —preguntó Marie—. ¿El antiguo director del orfanato de las Siete Mártires? Me han hablado muy bien de él. ¿Ha encontrado ya otro trabajo?
—Me temo que no. Aquí ninguna escuela quiere contratarlo. Está muy disgustado.
—Bueno —intervino Alicia—. Si el señor Winkler, tal como se ha dicho, posee habilidades pedagógicas, el Estado tendrá buenas razones para negarle un empleo…
Elisabeth no respondió al comentario. Era inútil discutir con sus padres sobre política. La república ya les parecía un problema. Una república consejista supondría para ellos la decadencia definitiva de la patria.
—¿Dónde se ha metido Kitty? —preguntó Alicia—. No la oí llegar a casa. Esa muchacha es sigilosa como un gato.
—¿Kitty? —dijo Lisa con una sonrisita—. Creo que aún duerme como una marmota.
—Pues las ocho y media es una hora más que decente para bajar a desayunar —repuso Alicia mostrando su descontento—. Aunque se haya trasnochado el día anterior. Marie también…
Se interrumpió porque sonó el teléfono en el despacho. Dudó un instante si levantarse a contestar. Pero en ese momento Humbert entró a traer el correo y le encargó que cogiera el aparato.
—Por supuesto, señora.
—¡Estuvo usted fantástico anoche, Humbert! —exclamó Elisabeth—. Casi nos morimos de risa.
Él hizo una breve reverencia al pasar, como un servicial mayordomo, pero los ojos le brillaban. Éxito. Un éxito total. Le habían aplaudido durante varios minutos y le hicieron salir una y otra vez. Ahora sabía que los aplausos eran la felicidad absoluta, una felicidad adictiva.
—Muchas gracias, señora.
Alicia soltó otro largo suspiro. Mientras hojeaba la pila de cartas, le dirigió una elocuente mirada a Marie. Así no podían seguir, tendrían que contratar a otro lacayo, parecía decirle. Qué triste que aquel joven se jugara un empleo seguro por actuar en un cabaret…
Oyeron a Humbert hablar por teléfono en la estancia contigua, y después reapareció en el comedor.
—La señorita Lüders le pide que vaya a la fábrica lo antes posible —le dijo a Marie.
—Gracias, Humbert. ¿No ha dicho nada más?
—No, señora. Solo que se dé prisa.
¿Habrían discutido de nuevo los dos caballeros y necesitaban una mediadora? Marie se levantó y bromeó diciendo que jamás se libraría de los espíritus que había invocado.
En el pasillo se encontró con Humbert, que la estaba esperando, y comprendió que en el comedor solo le había contado parte de la verdad.
—Será mejor que la lleve en coche, señora. Están sucediendo cosas extrañas.
—Por todos los cielos, ¿qué ha pasado?
—La señorita Lüders ha mencionado un asalto. Dice que ha avisado a la policía. Y que el señor director está desesperado.
Marie arrancó su sombrero del perchero y ni siquiera se detuvo a ponerse una chaqueta. Tampoco era necesario, el sol de agosto calentaba con fuerza.
—¿Un asalto has dicho? Pero eso es ridículo.
¿Otra huelga de los trabajadores? ¿Habrían conseguido entrar en el despacho de su suegro? ¿Lo estarían amenazando? Pero si Von Klippstein estaba allí. ¿No era el tipo de hombre que solventaba situaciones como esa?
Tuvo que esperar un rato a la salida del parque hasta poder tomar la carretera. Pasaron varios camiones en dirección a la ciudad; levantaban nubes de polvo amarillento de los arcenes que envolvían a los vehículos.
Humbert comenzó a toser. Avanzaron un trecho a través de la nube de polvo y un poco más adelante vieron la fábrica.
—¿Qué está pasando ahí? —murmuró Marie.
Las puertas estaban abiertas de par en par. A la izquierda de la entrada había cuatro camiones a la espera de que los cargaran. Los que ya estaban llenos utilizaban el carril derecho para salir de los terrenos de la fábrica.
—Para detrás de los camiones, Humbert.
—¡Si me lo pide, entraré hasta el patio, señora!
—No. Me bajo aquí.
—Entonces espere. Iré con usted.
Nadie les prestó atención. Cuando se acercaron a la puerta envueltos en una nube de polvo, los camiones cargados siguieron rugiendo impasibles. En la entrada alguien les preguntó a gritos qué se les había perdido allí.
—Es la señora Melzer —dijo la voz asustada del portero—. Es quien dirige…
El camión que tenían detrás arrancó y pasó junto a ellos en dirección al patio de la fábrica. Lo que estaba sucediendo allí era tan incomprensible que al principio Marie creyó estar teniendo una pesadilla.
Un ejército de trabajadores acarreaban piezas de metal hasta las cajas de los camiones. Piezas grandes y pequeñas, las pesadas las llevaban entre varios, otras diminutas las habían recogido en cubos. Manivelas brillantes, ruedas dentadas, bielas montadas sobre mecanismos, barras relucientes, cadenas, tubitos impregnados de aceite. Marie tardó un instante en comprender que estaban desmontando pieza por pieza las selfactinas, las tejedoras y las estampadoras, y las estaban cargando en los camiones.
—Están… están robando las máquinas —balbuceó Humbert—. No puede ser… No pueden hacer eso…
Marie intentó reconocer a alguien entre la muchedumbre. ¿Aquel no era Von Klippstein, junto a la entrada del edificio de administración? Estaba de espaldas y hablaba acaloradamente con otro hombre.
—¡Ven! —le ordenó a Humbert, y se abrió paso entre los trabajadores.
Él la siguió pisándole los talones, preocupado por que le pasara algo y al mismo tiempo con miedo a meterse en una pelea o algo parecido. Podía ser muchas cosas, pero desde luego no era un héroe.
Antes de alcanzar a los dos hombres, Marie tuvo una sospecha. ¿Sería posible? Desde luego, no de forma honesta. ¿Qué había dicho Lisa? Como buitres…
—¡Es ilegal! —oyó que decía la voz iracunda de Von Klippstein—. No tiene derecho a desmontar estas máquinas. Hay convenios. Estas actuaciones están reguladas por contrato.
—We don't care, Mr. Klichen… You lost the war, so you will pay the debt… Pagan… porque han perdido esta guerra… Así es la vida, my boy.
—¡La policía se encargará de este asunto!
—We are not afraid of the German police… Hemos comprado machines… Con contrato, signed by Mr. Melzer…
—Solo puede tratarse de una falsificación. El director Melzer jamás les habría vendido las máquinas…
—¡Yo puedo confirmarlo! —exclamó Marie a plena voz—. ¡Incluso puedo declararlo bajo juramento!
El hombre con el que discutía Von Klippstein llevaba un traje de corte extraño y el sombrero ladeado, de forma que le caía en diagonal sobre la frente. Estaba gordo y la cara le brillaba de sudor.
—Who are you?
—Este es míster Jeremy Falk, de Greenville, en América —le dijo Von Klippstein a Marie, indignado por la falta de educación del estadounidense. Entonces se volvió hacia Falk—. La señora Marie Melzer, nuera del director y gerente adjunta de la empresa.
—I am very sorry, Mrs. Melzer —dijo el hombre obeso sin dirigirle a Marie ningún saludo o al menos quitarse el sombrero—. The game is already over… Pena, pero ya todo terminado…
En ese momento oyeron un grito. Un alarido desesperado.
—¡No! Desgraciados, no os llevaréis mis máquinas. Las máquinas que construyó Jakob. Mis máquinas no… No se os ocurra…
—Por el amor de Dios —susurró Marie—. ¡Es papá! ¿Dónde está?
Von Klippstein echó a correr y se adentró en el caos del patio. Un grupo de trabajadores se había arremolinado; otros hablaban, dejaban sus bultos en el suelo y señalaban.
—¡Un médico! ¡Llamad a un médico! —gritó alguien.
Marie apartó a los hombres tirándoles de las mangas y clavando los codos para llegar al centro del grupo. Allí, Von Klippstein se había arrodillado junto a una figura tumbada en el suelo con los brazos extendidos y las manos extrañamente retorcidas. Marie reconoció el traje de verano gris claro, los zapatos grises de cordones, y el reloj de muñeca de plata con correa de cuero del que tan orgulloso estaba su suegro.
Se acercó, se arrodilló junto a él y vio su semblante pálido. De su boca medio abierta caía un hilo de sangre.
—Todavía respira —oyó decir a Von Klippstein—. ¿Dónde tiene el coche? Tenemos que llevarlo al hospital…
Marie captó una mirada de los ojos casi cerrados de Johann Melzer. Un simple destello, quizá un último gesto, o puede que una simple reacción del iris ante la muerte que se le extendía por el cuerpo.
—¡Humbert! —gritó Von Klippstein—. ¡Humbert! ¿Dónde se ha metido? Traiga el coche, rápido.
Su voz se ahogó bajo el ruido de un motor, el conductor del camión que tenían al lado había arrancado.
—I'm so sorry, Mrs. Melzer —dijo alguien muy cerca de Marie—. We didn't touch him. He just fell down…
Apenas lo oyó. Posó la mano sobre el rostro de Johann Melzer, le acarició la frente en un delicado gesto de despedida y le cerró los ojos.
Marie lloraba. Pero en medio de aquel alboroto de gritos y motores nadie se dio cuenta.