Después de Navidad comenzó a deshelar. La nieve de los prados de la villa se derritió formando islitas. Cuando estas desaparecieron, solo resistieron a las altas temperaturas los tres muñecos de nieve que habían hecho los niños. Entonces empezó a llover y, de la noche a la mañana, de los formidables muñecos solo quedaron unas piedrecitas que habían hecho las veces de boca y ojos.
—Las desgracias nunca vienen solas —dijo Alicia en el desayuno—. El Lech estaba alto por el deshielo y ahora lleva días lloviendo.
Marie comentó que el Proviantbach ya se había desbordado en algunos puntos, pero que la fábrica no corría peligro.
—Basta con no pasear por los prados —dijo con una sonrisa—. Para no hundirse en el barro.
Elisabeth cogió la cafetera y sirvió a todos. Otra vez café de malta: tras las espléndidas fiestas de Navidad, en la villa se imponía ahorrar de nuevo.
—Hoy más vale no pasear por ningún sitio —dijo señalando la ventana—. No se ve ni torta.
El parque y los senderos estaban envueltos en una densa niebla que al parecer también impedía al cartero cumplir con su labor, ya que el correo todavía no había llegado.
—Por lo menos ya no llueve —dijo Marie—. Así el equipaje no se mojará. Pero es muy posible que el tren se retrase.
Lisa untó sucedáneo de mantequilla en el bollito y sintió envidia de Kitty, que seguía acurrucada en la cama. La pequeña Henni también era una dormilona, pero los gemelos ya estaban despiertos y volvían loca a Rosa en el baño.
—No os lo toméis a mal, hijas —dijo Alicia, y se llevó el dorso de la mano a la frente—, pero quiero acostarme; me temo que tengo algo de fiebre. Seguramente sea un resfriado, y no sería de extrañar con este tiempo tan frío y húmedo.
Lisa y Marie le recomendaron que se metiera enseguida en la cama.
—Enviaré a Else con una infusión de camomila —le dijo Elisabeth—. ¿O prefieres leche con miel?
—No, no —respondió Alicia—. La infusión es lo mejor, tengo que sudar el resfriado.
—Llamaré al doctor Greiner —se ofreció Marie.
Pero Alicia opinaba que tampoco había que exagerar; además, una visita del médico no entraba en su presupuesto.
Marie le hizo un gesto a Lisa para que no siguiera discutiendo. Informaría al médico de todos modos. Alicia llevaba días tosiendo, no podían permitir que enfermara de neumonía.
—¿Quieres que suba contigo, mamá? —preguntó Lisa cuando Alicia se levantó.
—No, no, mi niña. Creo que deberíais salir con tiempo. Eleonore no está acostumbrada a viajar, tiene miedo de perder el tren.
Marie la siguió con la mirada mientras salía del comedor con paso lento. No logró cerrar la puerta tras ella hasta el segundo intento.
—Está afectada. —Elisabeth suspiró—. La señorita Schmalzler llevaba más de cuarenta años en la villa. No entiendo por qué quiere irse a Pomerania a toda costa. Espero que no se arrepienta.
Marie contuvo un comentario irónico. La decisión de Elisabeth de hacerse cargo en primavera de la finca de Pomerania también era, cuando menos, cuestionable. Sin duda había argumentos a favor. La tía Elvira se alegraba mucho de poder dejar la responsabilidad de la propiedad en «manos elegidas». Sobre todo porque nunca se había ocupado demasiado de la finca. Para Klaus von Hagemann era un golpe de suerte, ya que, tras resultar gravemente herido, su futuro era bastante sombrío. Para los Von Hagemann, poder vivir en una finca como aquella era un regalo caído del cielo. Al fin y al cabo ellos habían perdido sus propiedades años atrás. Por otro lado, Marie dudaba de que, a la larga, la vida en el campo fuera suficiente para Lisa. Y ese asunto del bibliotecario… No, eso a Marie no le gustaba en absoluto. Pero Lisa era adulta y sabía lo que hacía.
Else abrió la puerta y al entrar golpeó el tablero con la bandeja de madera.
—Disculpe, señora… El señor Winkler ha llegado y está en el vestíbulo. Ha dicho que la niebla en la ciudad no es tan densa como aquí.
Recogió los cubiertos sin usar de Alicia y después preguntó si querían más café.
—Gracias, Else. Nosotras ya hemos terminado. Kitty y los niños vendrán enseguida.
—Muy bien, señora Melzer.
Cuando levantó la bandeja, la porcelana tintineó. Volvió a golpear el tablero de la puerta, exactamente en la misma muesca.
—Será mejor que sea Hanna la que sirva —comentó Lisa con un suspiro.
Marie no estaba de acuerdo, pero no quería discutir. Hanna debía aprender costura, eso la ayudaría a progresar. Era demasiado buena para ser la ayudante de cocina y la chica para todo de la villa.
Lisa se levantó, miró hacia la ventana y se estremeció.
—Uf, vaya tiempo. Seguro que el tren se retrasa. Nos quedaremos congelados en el andén.
—Qué detalle que el señor Winkler haya atravesado la niebla a pie para venir a la villa —comentó Marie—. Podríais haberlo recogido en el orfanato.
—Estos últimos días se ha alojado en otro sitio —respondió Lisa con ira contenida—. La señorita Jordan opinaba que su presencia en el orfanato podía perjudicar su reputación.
—Pues hay que ver cuánto ha tardado en darse cuenta —comentó Marie.
Le hizo un gesto con la cabeza a Lisa y subió al segundo piso para ir a ver a los gemelos. Ambos se le echaron encima; iban vestidos solo con las camisitas, pero ya estaban limpios y peinados con esmero.
—Nos ha lavado las orejas, mamá. Muy fuerte. ¡Con jabón!
—¡Y yo siempre tengo que ponerme medias de lana!
—Y nuestros muñecos de nieve han desaparecido…
Marie prometió jugar con ellos por la tarde, cuando volviera de la fábrica, y leerles el libro nuevo.
—¡Pero solo si habéis ordenado los juguetes!
No parecían muy contentos. Los estupendos regalos de Navidad tenían su lado malo, y es que Rosa insistía en que cada tornillito, cada cazuelita y cada cucharilla estuvieran en su sitio todas las tardes.
—¿Qué pensará papá si vuelve a casa y ve este desorden?
—Pfff.
Dodo hizo morritos y Leo puso los ojos en blanco.
—¡Pero si papá no existe!
—Chisss. —Dodo le dio un empujón—. ¡No puedes decir eso, Leo!
Abajo, en el patio, un motor arrancó y Marie dejó la reprimenda para más tarde. Era difícil que mantuvieran la fe en el regreso de su padre cuando no lo recordaban.
Los viajeros estaban en el vestíbulo. Al final los tres se subirían al mismo tren hacia Berlín. La señorita Schmalzler y Sebastian Winkler tenían intención de pasar una noche en un hotel de la ciudad para continuar en dirección noreste al día siguiente, mientras que Humbert ya habría llegado a su destino.
—¡Ven aquí! —exclamó la cocinera dirigiéndose a Humbert—. Toma. Os he preparado el almuerzo. Cuidado con las botellas, llevan café con leche. Y en la bolsa hay huevos duros…
Marie se detuvo en la escalera y sintió que el ambiente de despedida también se apoderaba de ella. Fanny Brunnenmayer había cuidado de Humbert como una madre; sin duda le dolía mucho que se marchara. Pero no era de las que expresaban sus sentimientos, y por lo que Marie sabía, incluso había animado al chico a dar ese paso.
—La señora Von Hagemann ha dicho que salgáis, el motor ya está en marcha. Y quiere colocar el equipaje.
Else tenía las mejillas sonrosadas; ese día se sentía muy importante porque, con la marcha de Eleonore Schmalzler, ella se convertía en la empleada más antigua de la villa. Marie quería hablar cuanto antes con Alicia de cómo se repartirían las tareas del personal en el futuro. Pero ahora Alicia estaba enferma, y seguramente Marie tendría que decidirlo sola.
—Ha llegado la hora —dijo Eleonore Schmalzler, y se acercó a Marie para estrecharle la mano—. Le deseo toda la suerte del mundo, señora Melzer. Sé que la prosperidad de la villa depende en gran medida de usted. Tengo presentes a todos los seres queridos, y rezaré por usted.
Marie estrechó la mano fría y arrugada de la mujer y dijo algo que más tarde ya no recordaría. Qué extraño se le hacía ver al ama de llaves vestida con el abrigo de viaje gris y el anticuado sombrero. La noche anterior la señorita Schmalzler se había despedido de Alicia. La última conversación entre ambas mujeres había sido discreta y afectuosa; Marie no sabía de qué habían hablado. Junto a la puerta de la cocina, Humbert y la señora Brunnenmayer se abrazaban. Auguste estaba a su lado y se tapaba la cara con un pañuelo. Hanna también lloraba.
—No entiendo que no quieras venir conmigo —le dijo Humbert sin soltarle la mano—. Pero quién sabe. Te escribiré y puede que al final te animes. Me alegraría mucho, así ya no estaría solo…
Sebastian Winkler se hallaba entre todas aquellas personas que se despedían y parecía apenado; como nadie le hacía caso, cogió el equipaje de Eleonore Schmalzler para llevarlo al coche. «Ni siquiera tiene un abrigo de invierno», pensó Marie con lástima. «Y todo su equipaje no es más que un hatillo anudado». Pero era una persona encantadora. Ojalá las cosas salieran bien y acabara satisfecho, quizá incluso feliz.
—¿Qué pasa? —oyeron la voz irritada de Lisa—. ¡Si queréis llegar al tren, más vale que salgáis de una vez!
Humbert se acercó corriendo a Marie para despedirse de ella, después cogió su maleta y la bolsa de comida y salió a toda prisa.
Marie se acercó despacio a la salida y los observó repartir el equipaje por el coche, tomar asiento y cerrar las puertas. Vio la mano de la señorita Schmalzler, que se despedía mientras el coche se ponía en marcha. Después la imagen se volvió borrosa, la niebla desdibujó los contornos del vehículo oscuro, lo tiñó de gris, y lo hizo palidecer cada vez más hasta que por fin se lo tragó.
—¡Ya está, ya se han ido! —dijo Auguste, que también estaba en la puerta con Else y Hanna.
—Y no volverán jamás —comentó Else con voz de ultratumba.
Desde la cocina oyeron refunfuñar a la señora Brunnenmayer. ¿Dónde se había metido Hanna? Tenía que picar las cebollas. Y pelar las patatas.
Marie no pudo evitar sonreír. La cocinera se había refugiado en el trabajo, la mejor manera de ahuyentar la tristeza.
—Hanna, dile a la señora Brunnenmayer que el señor Von Klippstein comerá hoy con nosotros. Y cuidad de mi suegra, que no se encuentra bien. Espero que el doctor Greiner venga a lo largo de la mañana, lo llamaré desde la fábrica.
—Muy bien, señora Melzer.
Descendió los peldaños hasta el patio, Auguste cerró la puerta tras ella. Ese día el paseo hasta la fábrica no sería agradable, se había puesto botas por si acaso, pero con la cantidad de charcos que había no tenía garantías de llegar con los pies secos. Lo peor era la niebla, que se había posado sobre el parque y la carretera como una nube gris y no quería levantarse. Avanzó despacio por la amplia avenida en dirección a la salida del parque y ahuyentó la idea de que los árboles desnudos de ramas nudosas pudieran ser espíritus que la observaban a través de la neblina. De vez en cuando un viento débil desplazaba el velo gris y dibujaba siluetas de niebla en el camino; Marie vio durante un instante un trozo de hierba, un banco y un cedro azulado. Intentó fijar su atención en el camino y evitar los profundos charcos y los regueros de agua; no quería estar en la oficina con los pies empapados.
Por desgracia, allí no había mucho que hacer, la producción estaba parada. Habían adquirido varias carretadas de algodón en rama, pero las selfactinas que les quedaban fallaban constantemente. La propuesta de Ernst von Klippstein de invertir en máquinas nuevas sin duda era sensata. Pero ¿cuáles? Seguían teniendo en su poder los planos de su padre, con los que podría construirse una moderna hiladora de anillo. Pero era difícil leer los dibujos; hasta el momento nadie lo había conseguido excepto ella y Paul.
Se detuvo y se dio la vuelta. La villa casi había desaparecido entre la niebla, solo se distinguía un pedazo del tejado gris y, muy débilmente, el porche de columnas. En el segundo piso había tres ventanas iluminadas, a buen seguro Kitty se disponía ya a trabajar. Pronto inauguraría una exposición en Múnich; trabajaba con ahínco en sus ideas. ¡Ah, qué suerte tenía Kitty de poder dedicarse a su don con entera libertad!
La tristeza volvió a apoderarse de ella. Debía de ser el tiempo. Esa horrible niebla. Las despedidas en el vestíbulo. En primavera Lisa también se marcharía de la villa, y nadie sabía dónde acabaría Kitty. Entonces ella, Marie, se quedaría allí sola con Alicia y los gemelos.
«Ya basta», se dijo con rabia.
Pasara lo que pasase, mantendría a flote la fábrica para sus hijos. Esa era su misión en la vida, y estaba decidida a cumplirla.
Dio la espalda a la villa y siguió avanzando con decisión hacia la salida. A derecha e izquierda los espíritus de los árboles se balanceaban, extendían las ramas hacia la niebla y parecían lamentarse también del mal tiempo. Marie aceleró el paso, llegaba tarde; Von Klippstein seguramente llamaría a la villa para preguntar si debía pasar a recogerla con el coche.
Por fin, allí estaba el portón de entrada. Las amplias puertas de hierro forjado seguían abiertas. Por lo visto, Gustav estaba demasiado ocupado con sus propios planes para volver a cerrarlas después de que un coche las atravesara.
Se detuvo porque vio la silueta de un hombre. Estaba en medio del camino, oscuro, envuelto en la niebla, solo se reconocía el contorno de la figura. ¿El cartero? No, no llevaba ninguna bolsa. ¿Quizá un trabajador que quería pedirle algo? Sí, era posible. Hasta donde le alcanzaba la vista, diría que llevaba un gorro pero no abrigo, solo una chaqueta.
—¡Buenos días! —dijo en voz alta para disimular su miedo—. ¿Puedo ayudarlo?
El hombre se acercó a ella con paso lento, sin prestar atención a los charcos. Marie se inquietó, el extraño se movía tan rígido como un sonámbulo. Pero al mismo tiempo su silueta le resultaba familiar. Aunque en realidad…
—Marie…
Se quedó petrificada. No estaba soñando. El corazón se le salía del pecho. Que no fuera un sueño, por favor.
Su rostro emergió de la niebla. Pálido y delgado. Los ojos hundidos. Y sin embargo aquella sonrisa…
—Paul… —susurró. Más tarde él le contaría que gritó a pleno pulmón. Que la habían oído desde la villa. Si no la hubiera abrazado enseguida, habría aparecido la policía.
Su boca, sus labios cálidos, lágrimas saladas, risas, sollozos. Balbuceos sin sentido. Apodos cariñosos que solo ellos conocían. Y lágrimas incesantes. Eran sus brazos los que la abrazaban, el olor de su pelo, su piel. Paul. Su querido Paul. Su esposo…
—¿De dónde has salido? ¿Por qué no has llamado? Dime, ¿estás sano? ¿El hombro? Ay, Dios mío, qué alegría le vas a dar a mamá…
Él no hablo mucho, se limitó a abrazarla, hundió el rostro en su hombro. Después la rodeó con el brazo y caminaron lentamente hacia la villa. Los espíritus negros de los árboles les flanqueaban el camino, escoltaban solemnes la entrada triunfal de la pareja como un destacamento de viejos guerreros.
Cuando distinguieron la silueta de la villa, oyeron voces agudas de niños. Rosa estaba en el patio, envuelta en un amplio abrigo que la hacía parecer redonda como una taza de café del revés. Junto a ella, Dodo y Leo se peleaban por una pelota roja y, naturalmente, pisaban todos los charcos. Al acercarse vieron cómo se salpicaban de agua.
—Esos no serán nuestros dos…
La última vez que había visto a sus hijos gateaban a cuatro patas y balbuceaban sus primeras palabras. Ahora ya casi tenían cuatro años, corrían, saltaban, se lanzaban el balón.
Marie sonrió al ver lo perplejo que estaba, observaba jugar a sus hijos negando con la cabeza y al mismo tiempo muy contento y orgulloso. Ay, muchas cosas serían nuevas y extrañas para él, pero ella estaría a su lado. Lo acompañaría hacia su nueva y antigua vida hasta que fuese lo bastante fuerte para arreglárselas solo.
—¡Es mía!
La pelota roja había rodado hasta los pies de Paul, y este la recogió. Sonrió a los dos niños, que lo miraban curiosos.
—¡A ver quién la coge! —gritó, y lanzó la pelota al aire.
Leo saltó un poco más alto que su hermana y atrapó el balón. Dodo se enfadó.
—¿Y tú quién eres? —le preguntó al hombre que había llegado de pronto con mamá.
—¡Tu papá!
Marie contuvo la respiración. ¿Qué pasaría? ¿Miedo? ¿Incredulidad? ¿Susto? ¿Resistencia?
Dodo ladeó la cabeza y miró a su hermano con expresión interrogante. Este levantó la barbilla y agarró la pelota con fuerza.
—¿Juegas con nosotros? —preguntó dubitativo.
—Claro…
—¡Pues vamos!