Chapter 48 - 46

—Queridos…

Alicia hizo una pausa y carraspeó, la emoción la embargaba. Era la primera vez que daba el discurso navideño. Antes siempre se encargaba Johann.

—Queridos todos… —prosiguió.

Recorrió con la mirada a los comensales vestidos de fiesta que la rodeaban. ¿No debía sentirse afortunada de tener allí a su gran familia? Sin duda, estaba muy agradecida a Dios por ello. Aunque faltaran muchos rostros queridos a la mesa.

—Siento una gran alegría por teneros aquí reunidos en este día de Navidad. Queremos celebrar con devoción y agradecimiento las primeras fiestas después de los horribles años de guerra, por lo que…

Un grito de enfado la interrumpió. Al fondo, donde Rosa se había sentado con los niños, un tenedor cayó al suelo y se oyeron los susurros irritados de la niñera.

—¡Henni, deja eso! Devuélvele la cucharilla a Leo. Henni, te lo pido por favor. Si no me haces caso, la abuela se pondrá triste…

—¡Nooo! ¡La quiero yooo!

Los adultos comenzaron a murmurar y a sacudir la cabeza, la tía Helene comentó que habría sido mejor dejar a los niños arriba. Kitty se levantó y cogió en brazos a la gritona de su hijita.

—¡Ya basta! —la reprendió—. ¡Si no, te llevo a la cama!

Henni se sorbió un par de veces más la nariz, pero como mamá la había sentado en su regazo, se conformó. Al otro lado de la mesa, Leo sostenía con gesto de triunfo la cucharilla de postre que había logrado recuperar.

Alicia presenció la escena con el ceño fruncido. ¿Cómo era posible que los niños fueran tan respondones? Cuánta falta les hacía un padre.

—Me alegra especialmente que mi cuñado Gabriel haya venido con su querida esposa Helene y retome así la antigua tradición de las visitas navideñas.

Kitty utilizó la servilleta almidonada para limpiarle la nariz a Henni. Nunca había soportado a la tía Helene ni al tío Gabriel, y en el fondo se alegraba de que la inseguridad de la línea ferroviaria hubiera impedido sus visitas durante los años anteriores. Pero ahora le daban lástima. Sus dos hijos mayores habían caído en la guerra y el tercero había muerto de una pulmonía, solo les quedaba una hija de salud enfermiza. Kitty opinaba que ambos parecían derrotados, casi encogidos. Sería interesante dibujarlos. Tantos pliegues y arrugas. El párpado caído del tío. No, no se parecía en nada a papá, a pesar de ser su hermano pequeño. Y la tía siempre se tapaba la boca cuando hablaba porque le faltaba un incisivo.

Mientras mamá saludaba al padre Leutwien y al doctor Greiner, antiguos y estimados invitados, Kitty miró a Marie. Ay, sabía perfectamente lo infeliz que era en esos momentos. El día anterior, en la misa de Navidad, la esposa del doctor Wiesler, esa cotilla sin escrúpulos, les había susurrado con lágrimas en los ojos que el pobre Paul estaba en manos de Dios. A saber qué quería decir con eso.

Junto a Marie se hallaba Ernst von Klippstein, su fiel sombra. Se había hecho un traje de tarde a medida para la ocasión, y le sentaba de maravilla. En general era un hombre apuesto, ahora volvía a lucir un pequeño bigote, y sus ojos azules habían adquirido un aire triunfal. Era demasiado prusiano para el gusto de Kitty, pero sobre gustos… Últimamente se lo veía a menudo en compañía de Tilly, aunque ella no parecía muy interesada en él. Era posible que aún llorara al pobre doctor Moebius. ¡A cuántos hombres como él se había llevado por delante la guerra, inteligentes y con grandes esperanzas de futuro!

—Mamá, ¿cuándo viene el pudin? —Henni interrumpió sus pensamientos.

—Cuando nos hayamos comido la sopa, el pescado, el asado y la verdura —le susurró al oído.

La pequeña torció el gesto y dijo que no quería verdura. Pescado y carne, sí. Pero verdura, ¡no!

—Si no hay verdura, no hay pudin.

Su hijita se lo pensó un momento, después se acurrucó contra ella y le sonrió, angelical. Mamá no solía titubear, era muy capaz de levantarse y encerrar a Henni en el cuarto de los niños. Rosa jamás haría algo así.

—Serás zalamera —susurró Kitty, y la besó en la mejilla.

Habían inundado a los niños de regalos. Klippi había sido el más exagerado; seguramente pretendía comprar así el afecto de Marie, el muy testarudo. A Leo le había regalado un juego de construcción de piezas metálicas, y a Dodo, una cocinita de juguete con un fogón que funcionaba de verdad, además de cazuelas, cucharones, un servicio de café y un libro de cocina para mamás de muñecas. Sin embargo, el regalo de Henni era el que se había llevado la palma: un caballito balancín enorme, de pelo marrón y tan grande como un ternero. Naturalmente los gemelos también querían montarlo, y Henni, el diablillo, disfrutaba cuando le pedían permiso.

—Ha nacido el Salvador —dijo Alicia, solemne—. Celebremos juntos este nuevo comienzo. Que nos conceda paz en la tierra a nosotros y a toda la humanidad, que cure todas las heridas y anuncie tiempos mejores.

Le aplaudieron, y Von Klippstein se adelantó para aclamarla y afirmar que había expresado lo que sentían todos los presentes. A Kitty le pareció un tanto exagerado, pero mamá se había esforzado de verdad. Los discursos de papá eran más breves, más concisos, y al final solía hacer un chiste. Cerró los ojos un instante para dominar la tristeza que le sobrevenía. Cuánto echaba de menos a papá. Su carácter parco y gruñón. Sus manos torpes cuando le acariciaba las mejillas. Las Navidades pasadas estaba ahí sentado junto a mamá. Quién habría imaginado que sería la última vez…

Humbert, junto a la puerta, había aplaudido al mismo tiempo que los invitados. A la señal de Alicia, comenzó a servir la sopa. Caldo de ternera con huevo. Todos habían colaborado para preparar aquel opíparo banquete navideño. De momento las cosas en la fábrica iban bastante mal. Ese impresentable, el estadounidense, había desmontado algunas de las mejores máquinas y se las había llevado, y ni la policía ni el juzgado mostraban interés por el caso. El perjuicio causado a la fábrica era grande. Por lo que había entendido Kitty, de momento no podían sustituir las máquinas que se habían llevado.

Qué rabia que Gérard fuera tan testarudo. ¿Qué se le había perdido en Lyon? En Augsburgo habría sido de gran utilidad. Estaba claro que en la fábrica faltaba un hombre que supiera de telas e hilos y que impresionara a los trabajadores.

—Mira, Henni —dijo en tono persuasivo—. Humbert te ha llenado el plato. Vuelve con Rosa y enséñanos cómo te comes la sopa sin mancharte.

Henni prefería quedarse en el regazo de su madre, así que hizo pucheros, pero al final se marchó.

Kitty observó lo que hacía su hija con mirada severa, después empezó a comer también. La sopa no era su plato favorito, por eso Humbert le había servido poco. Suspiró en voz baja. Era una verdadera lástima que aquel chico encantador y algo peculiar fuera a dejarlos pronto.

—¡Qué bonitos los adornos de la mesa! —exclamó Gertrude Bräuer en voz alta—. Abeto y espina santa, además de rosas de Navidad blancas. Qué buen gusto. Ayer pusimos una preciosa corona de hiedra y lirios blancos en la tumba de Edgar, ¿verdad, Tilly?

Tilly siempre se sonrojaba cuando su madre hablaba tan alto y sin pensar. Gertrude Bräuer apenas salía de casa, solo los domingos iba al cementerio en compañía de Tilly y decoraba la tumba. Si Gertrude había aceptado la invitación de los Melzer para las fiestas de Navidad había sido gracias a las dotes persuasivas de Tilly.

—Sí, mamá —dijo educadamente—. Pero no hablemos de tumbas y cementerios hoy, por favor.

Gertrude arqueó las cejas y comentó que su hija se había vuelto bastante «impertinente» en los últimos meses.

—No sé si sabe que está estudiando el bachillerato —le dijo en tono de confidencia a Ernst von Klippstein—. Tiene que aprender latín y griego, ¡figúrese! Una joven que no es nada fea peleándose con semejantes materias. Y no es ninguna marisabidilla. ¿No cree también usted que es guapa?

Kitty casi se atragantó con la última cucharada de sopa. ¡Por todos los santos! Pobre Tilly. Ahora seguro que se arrepentía de haber arrastrado a su madre hasta allí.

—¡Mamá, por favor!

Estaba roja de vergüenza por el evidente intento de su madre de publicitarla. Sin embargo, Gertrude no se dejó amilanar y relató a plena voz que su hija ya había rechazado varias proposiciones de matrimonio.

—A la niña se le ha metido entre ceja y ceja convertirse en médico. ¿Qué le parece? ¿Se pondría usted en manos de una doctora, teniente?

Kitty llevaba observando a Von Klippstein un rato. Al principio a él también le resultaba incómodo el parloteo de Gertrude, pero ahora parecía divertirle.

—No tendría inconveniente, señora —dijo, y le dedicó una mirada pícara a Tilly—. Siempre me sentí muy a gusto en las manos de su hija.

Gertrude se quedó sin habla, para variar, y la tía Helene y el tío Gabriel, abochornados porque no conocían el trasfondo del comentario, clavaron la mirada en su plato vacío. Tilly no sabía si debía sentir enfado o vergüenza, pero en cualquier caso decidió aclarar el asunto.

—¿Se refiere a cuando estaba herido en el hospital, señor Von Klippstein?

—Por supuesto, señorita Bräuer.

—Entonces le agradezco de corazón los elogios.

El joven bajó la mirada, y Kitty comprobó sorprendida que ahora era él quien se había sonrojado.

Al otro lado de la mesa, Marie hablaba con el doctor Greiner de la consulta que había alquilado el doctor Stromberger. Su ubicación en el centro de la ciudad era inmejorable, y su predecesor le había dejado todo su equipo y sus instrumentos, además de sus tres empleados.

—Tiene la sala llena de pacientes de la mañana a la noche —comentó el doctor Greiner con envidia—. Pero cobra unos honorarios exagerados. Con él solo puede curarse la gente adinerada.

Hanna, que llevaba un vestido negro y un delantal blanco de encaje, recogió los platos soperos; en el montacargas ya esperaban las carpas en mantequilla con guarnición de verdura y patatas.

«Qué guapa está Hanna con ese vestido», pensó Kitty. «Parece más mayor. Y siempre un poco triste. ¿No tuvo una historia tonta con un prisionero de guerra ruso? No, eso habría sido una desgracia para ella. Podría posar para mí. Sí, qué buena idea…».

—A mí me da igual —interrumpió Gertrude Bräuer sus pensamientos—. Es más, tendrían que haberlo entregado. Para que lo encerraran en la torre. ¡A pan y agua!

Recibió intensas críticas. Sobre todo de Klippi, a quien sus palabras habían indignado especialmente.

—A un monarca no se le puede exigir lo mismo que a los demás, señora Bräuer. Aunque estuviera equivocado, Guillermo II es y seguirá siendo el emperador alemán, y me tranquiliza en extremo que los holandeses no piensen entregarlo a los aliados.

Se acaloraron hablando del tema; Alicia afirmaba que la república que se había instaurado no duraría. Klippi estaba de acuerdo con ella. Los llamados «demócratas» se agrupaban por todas partes, fundaban ligas y partidos, era imposible llevar la cuenta. Comunistas, espartaquistas, socialistas… Proliferaban como setas.

—Como si nuestro país no tuviera ya suficiente —dijo Von Klippstein—. Hemos tenido que entregar toda la flota mercante. Hemos perdido todas las colonias. ¿Cómo vamos a recuperarnos si ni siquiera tenemos un gobierno sensato? Una personalidad fuerte, un hombre que nos guíe hacia el futuro.

Elisabeth no había dicho gran cosa hasta entonces, pero decidió intervenir.

—Nuestro país no necesita flota ni colonias —dijo, y miró a Klippi combativa—. Nuestro país necesita un reparto justo de los bienes.

«Ay, Dios», pensó Kitty. «Ya vuelve a hablar como una socialista. Eso lo ha aprendido del señor Winkler, está chiflada por él. Qué alivio que al menos haya abandonado la descabellada idea de ganarse la vida como profesora».

Entretanto, el tono de la conversación había subido, ya que las palabras de Lisa habían encendido los espíritus. Mamá y Klippi la contradecían con especial intensidad, Gertrude también creía que Elisabeth decía cosas abstrusas, y el tío Gabriel se atrevió a opinar que había que restituir al emperador, de lo contrario todo iría «cuesta abajo y sin frenos». Marie y el padre Leutwien fueron los únicos que se pusieron del lado de Lisa diciendo que había que dar una oportunidad a la república; al fin y al cabo, en Estados Unidos funcionaba.

—Tengamos la fiesta en paz, queridos míos —zanjó Alicia, a quien la discusión ya le resultaba demasiado vehemente—. Por favor, ¡es Navidad!

—¡Como si es Año Nuevo! —exclamó Gertrude—. En Estados Unidos, con los indios, la demo…

No pudo seguir hablando porque de pronto sufrió un ataque de tos. Se llevó la mano al cuello y empezó a jadear como si no le entrara aire.

—Tenía que pasar —dijo el doctor Greiner con conocimiento de causa—. Una espina. Abra la boca, señora Bräuer. No se asuste. Dele agua, señorita Bräuer.

—¡Por el amor de Dios! —exclamó Alicia.

—Mira lo que pasa por discutir —dijo la tía Helene.

Tilly le hizo beber un vaso de agua. Gertrude gimió y aseguró que tenía la carpa entera atravesada en la garganta, que se moriría allí mismo.

—Tonterías, mamá. Cómete una patata. Y otra. Traga con fuerza. Sí, ya sé que duele. Otra patata…

Kitty se había levantado de un salto, como los demás. «Qué horror. Tenía que pasar precisamente en Navidad», pensó.

—Qué bien lo hace —dijo Klippi a su lado—. Es admirable cómo conserva la calma.

—Desde luego —convino Marie—. Tilly es una joven asombrosa. Creo que Gertrude ya se encuentra mejor.

—Humbert —llamó Alicia—. Traiga más patatas.

—Por supuesto, señora.

Abajo, en la cocina, la actividad era frenética. El menú de Navidad siempre había sido el evento culinario del año. Incluso ahora que había que improvisar porque no se podían comprar todos los ingredientes, la cocinera estaba en su elemento. En su cabeza había un complicado plan con el que coordinaba la preparación, la cocción, el reposo y el emplatado de todo el banquete en una secuencia precisa, y se ponía hecha una fiera si Hanna, Else o Auguste no hacían exactamente lo que les decía.

—¿Patatas? —rezongó, inclinada sobre la cazuela del asado—. ¿Para qué quieren patatas? Las necesito para el plato principal.

—No hay más remedio —dijo Humbert mientras llenaba una fuente con los tubérculos humeantes que Auguste estaba pelando en ese momento—. La señora Bräuer se ha atragantado con una espina.

—Por mí como si se ahoga, pero que no me descabale el menú —gruñó la señora Brunnenmayer.

—Qué se le va a hacer —comentó Auguste encogiéndose de hombros—. Había que llevar las patatas arriba de todos modos. Así ya estarán en la mesa cuando se sirva la carne.

La cocinera no se molestó en responder. Desplazó la cazuela al borde del fogón, donde el calor era menos intenso. Ojalá no se entretuvieran tanto los de ahí arriba. O al final el asado acabaría seco y correoso. Y las zanahorias con col y cebollitas también estaban listas.

—¿Qué harás con la pieza de lana azul que te han regalado por Navidad? —preguntó Auguste.

Else, que estaba junto al fregadero, dijo que quería hacerse una chaqueta.

—¿Y cuándo llevas tú chaqueta? ¿Sabes qué, Else? Te la cambio por las botas de invierno que me han regalado a mí. Con esa tela podría hacerle unos pantalones y un abrigo a Maxl.

Else quería probarse las botas primero. Porque si le rozaban, haría un mal negocio.

Los regalos de los empleados también habían sido menos espléndidos ese año. Telas de las reservas de la señora, algunos vestidos y zapatos descartados, dibujos hechos por la señora Kitty Bräuer y un par de collares o broches de poco valor del joyero de las señoras. Antes solían darles dinero, pero ese año nadie lo había recibido, ni siquiera Eleonore Schmalzler.

—¿Habéis visto lo que les han regalado a los niños? —preguntó Auguste mientras dejaba la última patata pelada en la fuente—. Vaya espectáculo. Menos mal que los míos no se han enterado. Al menos por ahora. Más adelante, cuando jueguen juntos, seguro que les enseñarán sus tesoros.

—Lo ha traído todo el teniente —dijo Else—. Tiene tanto dinero que no sabe en qué gastarlo.

Hanna opinaba que el teniente Von Klippstein era un «pobre hombre» porque estaba enamorado en vano.

—Cosas del corazón —comentó Auguste como de pasada—. Si el señor finalmente no regresa, ¿aceptará la señora al teniente? Siempre es mejor que nada. Y de todas formas ya ha puesto dinero en la fábrica.

—Haz sitio, ¡tengo que cortar el asado! —exclamó la cocinera, y puso la enorme tabla de madera sobre la mesa—. Qué cosas decís. Pues claro que el joven señor va a volver. Y Marie Melzer nunca le sería infiel. ¡Y si no dejas de decir tonterías te las verás conmigo, Auguste!

Esta se secó las manos con un trapo y respondió que de todos modos no seguiría mucho tiempo en el servicio. Gustav había contratado a varios trabajadores con los que labraría los prados y plantaría los arriates. Al año siguiente ya estarían vendiendo flores y verduras.

—Uy, seguro que os llueven los millones —comentó Else con sarcasmo.

Humbert apareció en la cocina e informó de que la señora Gertrude Bräuer había sobrevivido, pero que se había tumbado en el sofá del despacho y no quería comer más.

—No me extraña —dijo Else—. Si se ha comido toda la fuente de patatas…

—Hanna, ya puedes recoger. Y justo después serviremos el plato principal —dijo Humbert.

—Alabado sea el Señor —exclamó la cocinera, aliviada—. ¡Trae las tres fuentes de plata! ¡Venga, venga! Auguste, tú rociarás las lonchas de carne con la salsa. La que hay en la cazuela junto a la olla. Muy despacio, no de golpe…

Afiló una vez más el cuchillo largo y cortó el asado en finas lonchas con mano firme. La verdura también se serviría con distintas salsas, además de con conserva de arándanos rojos con licor de ciruela y setas confitadas.

La señorita Schmalzler entró en la cocina para comprobar que todo estuviera en orden. Arriba faltaba agua, y el mosto de los niños también se había acabado. Ella subiría a preparar el servicio de moca en el salón rojo, ya que los señores se retirarían allí más tarde. Le pidió a Else que, en cuanto estuviera libre, barriera rápidamente la alfombra otra vez, pues el pequeño árbol de Navidad que la señora Von Hagemann había colocado allí ya había dejado caer algunas agujas.

Con eso, salió de la cocina. Auguste y Else esperaban al montacargas para recoger la vajilla usada y llevarla a la cocina y a continuación cargarlo con las bandejas y las fuentes ya preparadas.

—¡Esto marcha! —dijo Fanny Brunnenmayer, satisfecha al oír que Humbert servía arriba el plato principal—. Solo que las patatas ya estarán frías. Una lástima.

Se secó la cara con la esquina del delantal y se concedió un breve descanso antes de ponerse con el postre. El pudin ya estaba cocido y repartido en los moldes de porcelana, solo quedaba ponerlos al baño maría y volcarlos. Después las salsas dulces y las frutas confitadas con un poco de coñac. Para los niños, sin coñac pero con perlitas de azúcar de colores.

Else y Auguste también se sentaron un momento a la mesa, el fregado de platos podía esperar; de todos modos, Hanna tenía que retirar primero las espinas de las bandejas y los platos, si no acabarían en el agua de fregar y se pincharían los dedos.

—Jesús, María y José, ayer vi a la señorita Jordan en misa —les contó Else—. Estaba sentada delante con sus pupilos, en la iglesia de San Maximiliano. Los huérfanos tenían un aspecto de lo más piadoso. Y Maria llevaba un abrigo con cuello de piel, ¿qué me decís?

—¿El de zorro? —preguntó Auguste, e hizo un gesto de rechazo con la mano—. Ese se lo regalaron los señores hace años porque perdía pelo.

—Puede que tengas razón —reconoció Else—. Pero el señor Winkler, que estaba sentado junto a ella, ni siquiera llevaba abrigo. Una chaqueta nada más…

Auguste soltó una risita y comentó que el señor Winkler ya llevaba una temporada viviendo en el orfanato. A ver si la señorita Jordan se había buscado un amante a su edad…

—¡Pero qué cosas tienes! —intervino la cocinera—. El señor Winkler se marcha a Pomerania justo después de Navidad. Ha conseguido un puesto de trabajo.

Auguste no se lo creía. ¿Cómo se había enterado? ¿Se lo había contado Maria Jordan?

—Me lo ha dicho la señorita Schmalzler. Porque viajará con él. Y se alegra mucho, porque es una persona agradable y así no tendrá que ir sola en el tren. No hay que olvidar que llevará una maleta bien pesada…

—Pues mira qué bien —reflexionó Auguste—. Al final resulta que el señor Winkler sí ha encontrado trabajo como profesor. Puede que incluso cerca de la finca.

Fanny Brunnenmayer no era una persona chismosa. Pero aquel había sido un día muy largo y todavía tenía que preparar el moca, colocar los petits fours que había horneado en los expositores de plata…

—Bah —resopló, y se secó la cara una vez más—. El empleo es en la propia finca. En la biblioteca.

De la sorpresa, a Auguste casi se le cayó la cuchara con la que estaba retirando los restos de salsa de la cazuela. Entonces se echó a reír y no paró hasta que le dio el hipo y Else tuvo que golpearle la espalda.

—Pero… pero… pero qué lista es… Actúa como si nunca hubiera roto un plato —jadeó Auguste—. La mujer fiel…, la esposa compasiva… —Volvió a echarse a reír—. ¿No decían que Elisabeth von Hagemann se haría cargo de la finca de Pomerania? El tío Rudolf ha muerto y el hijo que les queda no la quiere…

Entonces a Hanna también se le iluminó la bombilla. Así que la señora Von Hagemann quería mudarse a Pomerania, y se llevaría consigo a su esposo, a sus suegros y también al señor Winkler.

—Necesita al esposo para administrar la finca, colocará a los suegros en alguna casita apartada, y visitará al señor Winkler todos los días entre sus libros.

¡Pues sí que se lo ha montado bien!

Auguste estaba admirada. ¡Quién habría creído capaz de algo así a Elisabeth von Hagemann!

—Es una manera de devolverle la jugada —comentó Else con una sonrisilla.

—Y bien que se lo merece —dijo la cocinera—. Pero ahora es un pobre diablo. La señora los había invitado a la comida de Navidad, a él y a sus padres. Pero como él no quería venir, los padres también se han quedado en casa.

—¿Y por qué no quería venir? —preguntó Else.

—Pero mira que eres tonta —contestó Auguste—. Porque tiene un aspecto horrendo. La verdad es que yo no probaría bocado con alguien así sentado a la mesa.

Humbert se arrastró hasta la cocina, él también se concedió un descanso antes de volver para preguntar qué querían los señores.

—Aplausos para la cocinera —informó—. El asado está jugoso y la salsa es una maravilla.

Fanny Brunnenmayer lo aceptó como una obviedad. Ella era quien mejor sabía si podía darse por satisfecha con su trabajo o si un plato le había salido mal. En esa ocasión, el único problema habían sido las patatas, le habría gustado condimentarlas con mantequilla derretida y perejil seco.

—Pon el cuenco metálico grande en la mesa, Humbert —ordenó—. Else, llénalo con agua caliente del caldero. Y vosotras dos traed los moldes de pudin y las tres cazuelas con las frutas confitadas de la despensa. Venga, venga. ¿Qué te pasa, Auguste? ¿Se te ha quedado el culo pegado al banco?

Dio una palmada y volvió al trabajo, su gran pasión. El postre era el momento cumbre del menú. Rogó que todas las raciones de pudin se despegaran de los moldes.

—Pronto solo podrás mangonear a Else, Brunnenmayer —comentó Auguste con sorna—. Humbert se marcha a Berlín y se lleva a Hanna consigo.

Hanna dejó dos moldes de pudin encima de la mesa. Uno tenía forma de corazón y el otro de trébol.

—Yo me quedo —le dijo Hanna a la cocinera—. No me voy a Berlín. No puedo hacerle eso a la señora Melzer.

—Al final cada uno forja su destino —gruñó Fanny Brunnenmayer, y metió los moldes en el agua caliente.