—Se acaba una era —dijo la esposa del director Wiesler con voz temblorosa—. Mi más sentido pésame, querida…
Abrazó a Alicia Melzer y después se llevó el pañuelo a los ojos para secárselos rápidamente. El director estrechó la mano de Alicia en silencio y asintió varias veces, como si ya le hubiera expresado su compasión y solo tuviera que ratificarla. Alicia sonrió agotada, le dio las gracias y atendió al siguiente invitado que se disponía a darle el pésame. Siempre las mismas palabras: «Muchísimas gracias. Qué bien que hayan venido. Se lo agradezco de todo corazón. Sí, es un duro golpe para todos nosotros. Sí, ha sido completamente inesperado. Muchas gracias. Las flores entrégueselas a Humbert, por favor. Sí, esta tarde, justo después…».
Habían instalado la capilla ardiente de Johann Melzer en el vestíbulo de la villa. El ataúd abierto descansaba sobre un catafalco negro bajo una tenue luz azulada, rodeado por ocho velas sobre candeleros de plata. Las gruesas cortinas tapaban las puertas de cristal que conducían a la terraza, y Alicia también había ordenado que se cubrieran todos los espejos con paños oscuros. Johann Melzer reposaba rodeado de encaje blanco, con gesto severo y las manos juntas, envuelto en un mar de flores.
—Se lo debemos a nuestros amigos —había dicho Alicia—. Los Melzer son una institución en Augsburgo, Johann siempre le dio mucha importancia a eso. Todos deberían venir a despedirse de él.
Marie estaba asombrada de la serenidad con la que Alicia había aceptado la muerte de su marido, a cuyo lado había vivido tantos años felices, pero también difíciles. Seguramente se reprochaba el distanciamiento que había entre ellos, y que quizá habrían podido solucionar con un poco más de comprensión por parte de ambos. Marie sabía que Alicia había amado a su esposo. Ahora, en la tristeza más profunda, estaba siendo fuerte. Había consolado a sus hijas, que estaban desoladas, había hablado con los empleados y se había encargado junto con Marie de organizar el funeral.
El propio señor Falk se había asustado con el incidente. Tras cierta confusión, ordenó que pusieran al hombre inconsciente en la caja de uno de sus camiones. En ese momento solo Marie sabía que Johann Melzer ya había pasado a mejor vida, pero no se opuso a las órdenes de Falk. Más tarde, cuando los médicos del hospital confirmaron su muerte, llamó a Alicia. A Kitty tuvieron que ir a buscarla a la ciudad, había ido de compras, y a Lisa la encontraron en el orfanato con Sebastian Winkler.
Alicia insistió en velar a su marido durante la noche anterior al entierro, como era costumbre. Nadie la contradijo. El padre Leutwien administró la extremaunción y permaneció largo rato junto al ataúd, absorto en la oración. Después, Kitty, Elisabeth y Marie se turnaron para sentarse junto a Alicia en aquellas sillas incómodas, contemplaron fijamente el rostro cerúleo del difunto y sintieron la oscuridad del enorme vestíbulo sobre sus espaldas. La señorita Schmalzler y Fanny Brunnenmayer también cumplieron con la tradición durante unas horas, y después se encargaron de servir café, té y agua regularmente. Pocos habitantes de la villa durmieron aquella noche, incluso los tres niños estaban intranquilos y lloraban.
Los primeros dolientes se presentaron a partir de las once del día siguiente: notables de la ciudad, amigos y conocidos, también obreros y empleados de la fábrica. Una vez transmitían sus condolencias a los familiares y entregaban sus flores, subían al primer piso para saludar a los demás y tomar un pequeño tentempié.
Humbert trabajaba sin descanso, disponía las flores junto al ataúd, llevaba y traía bandejas con café y aperitivos a las distintas estancias, buscaba gafas y bolsitos olvidados y mientras trataba de responder a numerosas preguntas.
—Serán cotillas —se quejó en la cocina, donde la señora Brunnenmayer preparaba huevos con mostaza y tostadas de jamón con la ayuda de Auguste.
Hanna y Else se encargaban de fregar, se necesitaban muchísimas tazas, copas y platitos.
—¡Ay, el alcohol! ¡Al difunto señor Melzer le gustaba mucho el coñac! —susurró Humbert con voz de señora mojigata. Después adoptó el tono grave de los caballeros del ayuntamiento—: La fábrica está definitivamente en quiebra, ¿no es cierto? —Y sin ninguna transición, imitó a la señora Von Sontheim—: No entiendo por qué la señora Von Hagemann no se ha divorciado todavía.
Else se secó los ojos con el trapo de cocina. ¡Qué mala podía ser la gente! ¡La fábrica en quiebra! Eso sí que les gustaría.
—De haber sabido para qué limpiamos y arreglamos con tanto esmero el vestíbulo… Ahí está, rígido y mudo en su ataúd. Y el lunes todavía me llamaba la atención por arrastrar los pies…
La señorita Schmalzler entró en la cocina vestida de negro de pies a cabeza y con un lazo de luto en el pelo. Se había puesto polvos y un poco de carmín para disimular la palidez de su rostro después de la noche en vela. Sonrió a las mujeres de la cocina para animarlas. Como en sus mejores tiempos.
—Todo está saliendo muy bien. La señora Melzer está muy satisfecha de que hayan acudido tantas personas. Tenemos que dar lo mejor de nosotros mismos para mantener la reputación de la villa de las telas. También en estos momentos de tristeza. Precisamente ahora, queridos…
—¡Ay! —gritó Auguste, y se llevó el índice ensangrentado a la boca—. Jesús, Fanny, sus cuchillos están afilados como navajas…
—Eso te pasa por hacer tonterías.
La señorita Schmalzler buscó a Humbert con la mirada.
—El alcalde Von Wolfram y su esposa acaban de llegar. En el salón faltan copas y una jarra de agua fresca.
—Enseguida, señorita Schmalzler.
Humbert se deslizó junto al ama de llaves y fue capaz de subir las copas por la escalera de servicio sin que tintinearan lo más mínimo. Era mucho más rápido que el montacargas, que de todos modos estaba lleno de vajilla usada.
Hacia la una, la afluencia de dolientes menguó un poco, ya que muchas familias comían a esa hora. El bochorno entumecía el cuerpo y la mente. El calor había secado la tierra, había zonas en las que incluso se había levantado, algunos de los riachuelos más pequeños ya no llevaban agua, y solo los viejos árboles del parque, cuyas raíces penetraban a mucha profundidad, resistían la sequía sin una hoja amarilla.
—El cielo está encapotado —le dijo Ernst von Klippstein a Marie—. Espero que no haya tormenta.
—Bah —comentó Kitty con amargura—. A papá le habría divertido que lo enterraran con rayos y truenos. Cómo se habría reído al ver a toda esa gente empapada…
—Es muy posible —intervino Marie, y rodeó a Kitty con el brazo—. Esta vez nos llevaremos los paraguas por si acaso, ¿de acuerdo?
Kitty asintió y se apretó contra Marie. Había pasado la mayor parte de la noche en el cuarto con su cuñada, hablando y llorando sin parar, y también soltando alguna risita tonta. ¡Ay, papá! Qué rápido se había marchado. Ni siquiera pudo despedirse de él.
—Tendrían que encerrar a ese estadounidense. ¿Cómo se llamaba? James Fork o algo así. Da igual. Un maldito impresentable. Un asesino miserable.
—Chisss, Kitty —le susurró Marie al oído—. Ahora no, aquí no.
—¿Por qué? —sollozó Kitty—. A papá le habría gustado. De haber podido, habría derribado a ese tipo de un puñetazo. Así, y solo así, es como hay que tratar a esa gente, en el Salvaje Oeste no conocen más que la pura violencia.
Marie sabía que no tenía ningún sentido llamar al orden a Kitty, así que le acarició el pelo y le dio un beso en la mejilla. Ernst von Klippstein estaba a su lado con gesto compungido; el comentario de Kitty había hecho mella en él. Se reprochaba no haber actuado con más decisión cuando Jeremy Falk entró en la fábrica. Confió en la policía, a la que había alertado la secretaria. Trataba de evitar una escalada de tensión. Y había fracasado estrepitosamente.
—Mira, Kitty —dijo Marie—. Ahí vienen Tilly y su madre. ¿Quieres saludarlas?
—Ay, sí. —Kitty suspiró—. Será mucho más agradable que soportar a esos cuervos del ayuntamiento, que lo único que hacen es graznar «mi más sentido pésame» una y otra vez.
Von Klippstein se quedó junto a Marie.
—Quería decirle algo, Marie —comenzó a hablar con voz apagada—. Mi decisión de entrar en la empresa como socio sigue en pie. Mantengo mi palabra. Y ahora permaneceré a su lado como director de la fábrica. Sobre todo ahora, Marie.
—Se lo agradezco mucho.
Ocultó su malestar tras una sonrisa amable. Era fácil adivinar lo que sucedería a partir de entonces. Ella no podría dirigir la fábrica sin la autoridad de Johann Melzer, que la apoyaba aunque no siempre fuera de buen grado. Necesitaba a Von Klippstein para que los trabajadores la aceptaran, además de su dinero para que la empresa sobreviviera. Pero ¿se sometería él a sus propuestas? ¿Defendería las decisiones que ella tomara? ¿La ayudaría a poner en práctica ideas nuevas y audaces? Quizá sí. Pero antes o después exigiría que se le recompensara por ello.
Paul. ¡Ojalá regresara pronto! Se sentía desfallecida, indefensa, sin ánimo ni esperanza. Pero debía ser fuerte. ¿Quién quedaba para luchar por la supervivencia de la fábrica? Solo ella. Toda la responsabilidad recaía sobre sus hombros.
Hacia las dos, el calor se hizo sofocante, el cielo estaba cubierto por una pálida neblina, a lo lejos se oían los primeros truenos. En el vestíbulo se habían presentado seis hombres fuertes vestidos de negro enviados por la funeraria. Llevarían a hombros al que había sido el señor de la villa, a través del parque y hasta la carretera. Allí los esperaba un carruaje que trasladaría el ataúd al cementerio de Hermanfriedhof, donde Johann Melzer había adquirido un panteón familiar varios años antes.
Fue conmovedor ver cómo levantaban el ataúd cerrado y lo conducían hacia la salida con paso lento y solemne. Marie había rodeado a Alicia con el brazo, por precaución; Kitty y Elisabeth iban de la mano, y Tilly sujetaba a su madre, muy afectada por esta pérdida.
—Qué ceremonioso. Ha venido incluso el alcalde. Cuánta pompa… A tu pobre padre tuvimos que enterrarlo en la intimidad —musitó Gertrude Bräuer.
—Mamá, por favor…
—¿Es o no es verdad?
—¡Chisss!
Cuando el ataúd pasó por su lado, Gertrude dijo en voz alta:
—Era un hueso duro de roer, pero era un buen amigo… El mejor que hemos tenido jamás.
Entonces Gertrude se echó a llorar y a Tilly le costó mucho calmarla.
Afuera, los truenos eran cada vez más audibles, hacia el oeste un manto negro parecía cubrir la ciudad, se veían relámpagos aislados. De vez en cuando, un viento cálido levantaba polvo y hojas marchitas, formaba remolinos fantasmales en los senderos del parque y después los dejaba caer de nuevo. Una larga comitiva de personas vestidas de negro avanzaba lenta y solemne detrás del ataúd, la mayoría sumidas en una profunda tristeza, solo algunas miraban preocupadas hacia el cielo una y otra vez. Humbert, que seguía al cortejo en último lugar, había cerrado la puerta de la villa. No había quedado nadie dentro, todos los empleados seguían a su señor en su último paseo, incluso Rosa y los tres niños los acompañaron hasta las puertas del parque.
Elisabeth y Kitty caminaban junto a Alicia justo detrás de los portadores del ataúd, y a Lisa le pareció que su madre había empequeñecido un poco. Y eso que se mantenía erguida, con la espalda recta y la cabeza alta, tal como había aprendido de niña en la finca de los Von Maydorn. Lisa envidiaba su porte sereno. Ella se había encerrado en su habitación, vencida por la tristeza. A diferencia de Kitty, que se echó al cuello de Marie, no era propio de ella confiarse a otras personas. Lisa había llorado sola en su almohada. Nadie de la villa habría podido consolarla. El único capaz, el único al que habría permitido ofrecerle palabras de ánimo y consuelo, no podía acercarse a su familia.
Ese día solo había visto a Sebastian cuando se acercó a ella vestido con un traje prestado y le expresó sus condolencias con la formalidad que requería la situación. Durante un instante temió que perdieran la compostura. Lisa vio un estremecimiento en sus brazos, quería abrazarla pero no se atrevía. Ella también estuvo a punto de lanzarse a su pecho, pero las convenciones fueron más fuertes y se habían limitado a estrecharse la mano.
Ahora caminaba muy atrás en la comitiva, junto con los trabajadores de la fábrica. ¿Habría sentido él lo mismo? Y si así era, ¿qué pensaba, qué sentía ahora?
Apartó esos pensamientos y trató de concentrarse en la solemne ceremonia. Dios mío, en ese ataúd estaba papá. Lo había perdido… para siempre. Nunca más se sentaría en su despacho. Ni desayunaría con ellas mientras hacía bromas gruñonas. Nunca más la rodearía con el brazo…
Un fuerte trueno hizo que todos se sobresaltaran. Cuando los relámpagos brillaron como un zigzag resplandeciente en el cielo se vieron rostros preocupados. Un golpe de viento zarandeó los viejos árboles e hizo crujir las hojas, dos sombreros salieron volando, rodaron por el camino polvoriento y alguien los atrapó.
—Ya estamos llegando —dijo alguien—. ¡Gracias a Dios! Bajo estos árboles es fácil que nos caiga un rayo.
En la mente de Lisa reinaba la confusión. ¿Cuándo había sido? ¿La semana pasada? ¿O antes? ¿Por qué recordaba justo en ese momento la conversación que había tenido con su padre?
—No tiene nada, Lisa. Y yo no puedo darte una segunda dote.
—¿A quién le importa? Trabajaremos.
—Si es que encuentra empleo…
—¡Entonces trabajaré yo por los dos!
—Eso será cuando hayas terminado la formación. ¿Cuándo la empiezas?
—¡Pronto!
—En ese caso, ¡os deseo paciencia!
—¡Muchas gracias!
—¿Por qué eres tan obstinada, Lisa? Eres una chica lista. ¿Qué es lo que no te gusta de mi propuesta?
—¡Todo, papa!
El féretro había llegado a la puerta y la comitiva se disolvió poco a poco. Los más miedosos corrieron a casa, otros asistieron a los esfuerzos de los hombres para subir el ataúd al carruaje. Fue complicado porque los caballos estaban inquietos con la tormenta y el coche se balanceaba con fuerza.
Rosa y Else regresaron rápidamente a la villa con los niños; los demás empleados esperaron hasta que el carruaje se puso en marcha y después volvieron también.
La familia y los amigos más íntimos se dirigieron al cementerio. Lisa se sentó junto a su madre en el asiento trasero del coche, conducido por Humbert, y otros automóviles los siguieron en el lento trayecto. Justo detrás iba Klippi, que llevaba a Tilly y a Gertrude Bräuer, así como a la señorita Schmalzler y al doctor Greiner. Lisa no distinguía quién iba en los otros coches, pero era de suponer que nadie había invitado a Sebastian Winkler. Y no iba a recorrer andando el largo camino hasta el cementerio; al fin y al cabo había perdido un pie y llevaba una prótesis. Lo más probable era que hubiera decidido regresar al orfanato.
«Papá tenía razón. No tiene nada y nadie lo respeta. En este mundo no basta con ser una persona decente», pensó afligida.
La prolongada ceremonia estaba siendo una tortura. Era increíble la fortaleza con la que su madre soportaba todo aquello. En el cementerio se había congregado un gran número de personas para despedirse de Johann Melzer. Los caballos estaban asustados y tironeaban del carro, a los portadores casi se les resbaló el ataúd. Mientras tanto, los truenos retumbaban en el cielo como en un barril vacío, caían rayos, y las nubes negras se amontonaban sobre las cabezas.
Se aceleró el ceremonial con la intención de terminar antes de que comenzara a llover. Los hombres acarrearon el ataúd a una velocidad casi indigna, por poco atropellaron a una anciana que iba con su regadera a la fuente, y lo dejaron sobre los tablones que cubrían la tumba. Lisa sintió que la mano helada de Kitty rozaba la suya y agarró los dedos de su hermana. El viento tironeaba de las ropas del sacerdote. Cuando levantaba los brazos, Lisa tenía la impresión de que quería echar a volar como un pájaro. Entonces vio que Marie abrazaba a Alicia, y oyó los fuertes sollozos de Kitty. Habían retirado los tablones y el ataúd descendía sujeto con dos cuerdas.
Comenzó a llover mientras estaban ante la tumba abierta y Alicia lanzaba un puñado de tierra. Al principio solo fueron algunas gotas gruesas, pero al poco el agua cayó en tromba, y fue una suerte que Klippi hubiera cogido un paraguas por si acaso. Sobre ellos parecieron estallar rocas de granito, y los relámpagos iluminaron las lápidas durante varios segundos con tanta intensidad que podía leerse cada letra grabada en ellas. Después todo volvió a sumirse en una oscuridad gris bañada por la lluvia.
—Manténgase cerca de mí —oyó decir a Klippi—. Mi coche está justo en la entrada del cementerio.
A Lisa le daba igual mojarse. A su alrededor, los dolientes corrían apresurados hacia la salida, los paraguas flotaban ante ella, sombreros y abrigos protegían los peinados. Entonces reconoció vagamente a tres figuras que avanzaban en dirección opuesta. Les estaba resultando difícil, tenían que esquivar a los que huían y salir al césped para que no los atropellaran.
—¡Lisa! —gritó Kitty—. ¿Por qué te quedas ahí parada?
Eso era asunto suyo. Siguió a los tres visitantes bajo la lluvia torrencial sin saber muy bien por qué lo hacía.
Riccarda von Hagemann y su marido se situaron ante la tumba abierta de Johann Melzer, se dieron la mano y se asomaron a la fosa. Lisa vio que Christian von Hagemann le decía algo a su esposa y ella asintió. Klaus estaba detrás de sus padres, llevaba el sombrero calado y un paraguas.
No esperaban encontrarse con Elisabeth y levantaron la cabeza, perplejos, cuando se dirigió a ellos. Klaus se apartó, no quería que viera su rostro desfigurado.
—Seguro que hoy has oído estas palabras numerosas veces —le dijo Riccarda—. Pero no hay muchas más opciones para expresar lo que se siente en momentos como este. Te acompañamos en el sentimiento, Elisabeth.
Les dio las gracias, estrechó las manos que le tendían. Finalmente Klaus también se volvió hacia ella. Sujetaba el ala del sombrero con la mano, como si quisiera calárselo aún más.
—Han sucedido muchas cosas, Lisa —dijo—. Desearía poder empezar de cero. Pero es demasiado tarde.
No estaba segura de si lo decía en serio. En ese momento descargó un trueno sobre ellos, como si el cielo quisiera avisarle.
—Tengo una propuesta, Klaus. Escúchame con calma y después tendrás tiempo de pensarlo y decidir.