La pequeña Dodo se tapó los oídos y cerró los ojos. En el vestíbulo de la villa se oían martillazos y golpes, se despejaban rincones, se arrastraban muebles, se proferían gritos y maldiciones.
—¡Rooosaaa! —lloriqueó Henni, y extendió los brazos para que la cogiera.
Rosa Knickbein accedió a sus deseos. La niñita era extremadamente sensible a los ruidos, había sido un error entrar por el vestíbulo. Pero la lluvia había vuelto a inundar el camino del jardín y habrían tenido que secar y untar con betún tres pares de zapatos de niño.
—¡Leo! ¡Ven aquí! Deja ese martillo. ¿Me has oído?
Leo lanzó una mirada malhumorada a su niñera. Cómo no, siempre le estropeaba la diversión. Levantó el martillo lo más alto que pudo, para lo que necesitó todas sus fuerzas, y se sorprendió de que los hombres manejaran esa cosa tan pesada como si fuera una pluma.
—¡Leo! ¡No!
Rosa tardó demasiado porque para acercarse a quitarle el martillo tuvo que dejar a Henni en el suelo. Leo aprovechó para golpear una de las piezas de hierro que estaban apoyadas en la pared. Con enérgicas consecuencias. El martillo se le resbaló de las manos, el cabecero de hierro pintado de blanco cayó hacia delante, arrastró dos piezas más, y todo se desperdigó por el suelo con gran estruendo. Dos cajas apiladas con ropa de cama y mantas de lana se tambalearon pero permanecieron en su sitio.
—¡Leo! ¡Por el amor de Dios! ¡Leo! ¿Dónde estás?
Rosa estaba al borde del infarto. ¿Le había caído encima la estructura de la cama? ¿Lo había aplastado? ¿Estaba muerto? ¿Deformado para siempre?
—¡Buaaaahhhhh!
Dos peones se acercaron corriendo, contemplaron el estropicio y comentaron que el crío había tenido suerte. Con un par de movimientos volvieron a colocar los cabeceros contra la pared y le recomendaron a Rosa que tuviera más cuidado con los niños.
—¡Estamos trabajando! —añadieron a gritos mientras ella se dirigía a la escalera con los tres niños llorando—. ¡Esto no es un parque infantil!
En la amplia escalinata se encontró con Marie Melzer, que iba de camino a la fábrica. Del otro lado apareció Elisabeth von Hagemann, y la señorita Schmalzler también se acercó, alarmada por el fuerte golpe y el llanto de los niños.
—¿Qué ha hecho esta vez? —preguntó Marie cogiendo a su hijo en brazos.
Leo pegó la cara llena de lágrimas a su blusa blanca recién lavada y balbuceó sílabas que nadie entendió.
—Bu… be… me… si… ¡aaah!
Lisa levantó a Henni, que sollozaba, su cariñito, su terroncito de azúcar…
—¡Cómo se le ocurre, Rosa! —la reprendió—. ¡Los niños podrían estar muertos!
—Pero si no ha pasado nada —se quejó Rosa—. Leo solo llora porque se ha asustado.
—No —dijo Marie—. Tiene una astilla en el dedo. ¿Lo ve?
—Ay, Dios mío…
La señorita Schmalzler comentó entonces que todos los niños tienen un ángel de la guarda que los protege de lo malo. Rosa añadió en voz baja que el ángel de la guarda de Leo estaba ocupado día y noche. A Marie le costó que el pequeño, que seguía con el berrinche, volviera con la niñera. Solo logró convencerlo diciéndole que la abuela lo esperaba arriba con galletas.
—¡Ha salido a nuestro padre! —exclamó Lisa cuando la niñera se marchó con los tres.
Marie se miró la mancha húmeda de la blusa y comentó que también podía ser que hubiera salido a su propia madre.
—No tengo muchos recuerdos de ella —añadió con una sonrisa—. Pero me han contado que tenía una voluntad de hierro.
—Oh, entre los Von Maydorn también había unos cuantos que no dejaban que les dieran gato por liebre —apuntó la señorita Schmalzler—. A menudo me acuerdo de la época en que viví en la finca de Pomerania y el difunto barón Von Maydorn llevaba la batuta.
Lisa ya tenía la cabeza en el trabajo. Por suerte, las paredes divisorias de madera ya se habían retirado y partido en trozos, en invierno se utilizarían como combustible para las estufas. ¡Ojalá llegaran pronto los camiones para recoger las camas y los colchones! Se repartirían por distintos hospitales y lo que sobrara se entregaría a familias sin recursos. La ropa de cama y las mantas se las llevaría la Cruz Roja, así como otros muchos objetos: cubos, orinales, cuencos, pisteros y muletas de madera. Por el momento, todo eso se apilaba en la entrada.
—Ha sido un trabajo encomiable —dijo Eleonore Schmalzler, que también miraba hacia el vestíbulo—. Pero lo único que deseo ahora mismo es ver esta sala en su estado original una vez más.
Lisa le dio la razón. Ya faltaban pocos días. Sin embargo, hasta entonces quedaba mucho trabajo por hacer. Para empezar, las tareas de limpieza. El precioso suelo de mármol se encontraba en un estado deplorable.
—¿A qué se refiere con «una vez más», señorita Schmalzler? —preguntó Marie.
El ama de llaves aún caminaba erguida, pero de un tiempo a esa parte había adelgazado de manera alarmante, y en las manos le asomaban gruesas venas azuladas. Eleonore Schmalzler acababa de cumplir setenta años.
Miró a Marie y a Elisabeth con sus inteligentes ojos grises. Esa mirada todavía conseguía penetrar en lo más profundo de las personas, aunque Lisa pensó que el iris se le había empañado también en los últimos meses.
—Tiene usted buen oído, señora Melzer —dijo, y sonrió pensativa—. ¿Recuerda nuestra primera conversación? Han pasado casi cinco años desde que una muchachita tímida y delgada se presentó para el puesto de ayudante de cocina. Ay, enseguida supe que tenía algo muy especial. Y no me equivocaba.
—Entonces sentía un enorme respeto por la imponente ama de llaves —comentó Marie con una sonrisa.
—¿Y ahora? —preguntó Eleonore Schmalzler.
—Ahora la sigo considerando el puntal de la villa. No sé qué haríamos sin usted.
—Bueno —dijo la señorita Schmalzler—. Las dos sabemos que ha llegado el momento de despedirse.
Marie guardó silencio y Elisabeth la imitó. Claro que lo sabían. Habían hablado muchas veces con Alicia sobre la señorita Schmalzler y habían acordado ofrecerle un lugar en la villa para su jubilación. Además de la casita en la que vivía Auguste con su familia, había otros dos edificios pequeños. Se acondicionaría uno de ellos con dos habitaciones, estufas, una cocina, una buhardilla y un pequeño jardín. En caso de necesidad, la cocina de la villa podría ocuparse también de ella, o podría seguir sentándose a la mesa con los demás…
—Nosotros no nos planteamos una despedida, señorita Schmalzler —dijo Elisabeth.
Le gustó que hubieran pensado en ella. A medida que Marie le explicaba lo que habían planeado, los ojos se le iluminaron de felicidad. Estaba profundamente agradecida a la familia, se sentía tan unida a ellos como si fueran sus propios parientes.
—Pero he decidido marcharme de Augsburgo, señora Melzer…
—¿Quiere dejarnos? —preguntó Elisabeth con cara de susto—. No puede hacernos eso, señorita Schmalzler. ¡Siempre ha estado aquí, desde que tengo uso de razón!
—Han pasado muchos años, señora Von Hagemann. Y la edad no perdona.
—Pero ¡qué dice! Tiene un aspecto magnífico. Solo está un poco fatigada por el trabajo en el hospital. Pero eso se acabó.
—Sí, eso se acabó —repitió el ama de llaves con suavidad—. En otoño me iré a casa de mi sobrino, en Pomerania. De allí es de donde provengo, de la finca de los Von Maydorn. He ahorrado algo de dinero y quiero ayudar a la familia de mi sobrino. Tengo ganas de volver a ver aquel paisaje, ¿sabe? Seguro que lo recuerda. Antes solían pasar los veranos allí con su madre y sus hermanos.
Lisa miró a Marie con ojos suplicantes. Quería marcharse a Pomerania. Pero ¿acaso su hogar no estaba allí, donde había vivido y trabajado durante más de cuarenta años? Además, el hermano de mamá, el tío Rudolf, había fallecido hacía unas semanas, y la tía Elvira estaba pensando en vender la finca.
—Claro que me acuerdo —dijo—. Es precioso. Pero debería pensarlo bien, señorita Schmalzler. Dentro de poco la finca ya no pertenecerá a los Von Maydorn, y la familia de su sobrino…
Sintió la mano de Marie en el brazo y se calló. ¿Qué estaba diciendo? La señorita Schmalzler había tomado una decisión, y la conocía lo bastante como para saber que era una decisión meditada.
—Si me lo permiten, debo volver al trabajo —dijo el ama de llaves con amabilidad, como si nada hubiera pasado.
—Pues claro, señorita Schmalzler.
Marie suspiró. La familia tendría que sentarse a deliberar, pues varios empleados dejarían pronto la villa. Humbert planeaba viajar a Berlín y quería llevarse a Hanna con él. Auguste y su marido pretendían comprar una parte del parque y sembrar una huerta. Y ahora también el ama de llaves.
—No creo que resulte muy difícil encontrar nuevos empleados —comentó Lisa.
—No, no se trata de eso —dijo Marie en voz baja—. La cuestión es si podremos permitírnoslos. La situación de la fábrica en estos momentos es cualquier cosa menos buena. Debemos transmitirle con delicadeza a mamá que en el futuro vamos a tener que arreglárnoslas con menos personal.
Elisabeth asintió. Pobre mamá, tendría que renunciar al estatus al que estaba acostumbrada. En cualquier caso, ella deseaba ser profesora cuanto antes y eso supondría un gasto menos para la familia.
—Hasta el mediodía —dijo Marie, y bajó las escaleras con prisa.
Lisa la siguió con la mirada, la vio deslizarse entre cajas y estructuras de cama hacia la salida, detenerse allí un momento para intercambiar unas palabras con Tilly, y después abrir una de las preciosas puertas talladas.
En la entrada había una dama. Seguramente había tocado la campana, pero nadie la había oído debido al ruido de la sala. Lisa reconoció de inmediato el sombrero negro pasado de moda con la pluma de garza y el traje de terciopelo verde. El paraguas verde con el ribete negro tampoco le era desconocido.
Riccarda von Hagemann parecía tener prisa. Apenas dedicó un instante a saludar a Marie Melzer, y el sombrero con la pluma de garza enfiló el vestíbulo en zigzag en dirección a Elisabeth.
Lisa tuvo un mal presentimiento. Hacía más de un año que no había visto a sus suegros, concretamente desde el día de aquella desafortunada discusión con Klaus en su antiguo hogar de Bismarckstrasse. Desde entonces no había vuelto a pisar aquella casa ni había pagado el alquiler. ¿Pretendería Riccarda von Hagemann presentarle ahora una factura desorbitada? Sintió que el miedo crecía en su interior. ¿Tendría que responder por las deudas de sus suegros?
Riccarda von Hagemann se detuvo a varios pasos de ella, apoyó el paraguas cerrado en el suelo y miró a Elisabeth sin disimular su desprecio.
—Ha llegado el momento —dijo—. Ya que decidiste romper tus votos matrimoniales, deberías concretar los detalles con mi hijo.
Elisabeth la miró fijamente. Aquella mujer tenía cierto aire de pájaro de mal agüero, ¡llevaba los reproches escritos en el rostro! «Romper tus votos matrimoniales». Qué moral tan exagerada.
—Me encantaría —respondió—. ¿Han podido contactar con él?
—Regresó a Augsburgo ayer a primera hora y se ha instalado con nosotros.
—Bien —dijo Elisabeth con frialdad—. Entonces avisaré a mi abogado. El señor Grünling concertará una cita con él.
—En mi opinión, es mejor que hables tú misma con Klaus.
Al parecer lo consideraba importante, ya que lo dijo asintiendo con la cabeza, y la pluma de garza se balanceó adelante y atrás. «Seguramente espera que su precioso hijito me disuada de mi propósito con su encanto y sus artes persuasivas», se dijo Lisa.
—No creo que sea necesario. No veré a Klaus hasta que estemos ante el juez. Ese será también nuestro último encuentro.
Riccarda entrecerró los ojos y apretó los labios. ¿Era rabia? ¿Acababa de frustrar Elisabeth su última esperanza?
—¡Quiero que te presentes ante él, Elisabeth!
Algo en aquella frase la hizo ponerse en guardia. Qué testaruda era aquella mujer. ¿La habría enviado Klaus? Elisabeth no lo creía posible. A su marido se le podían reprochar muchas cosas, pero no era el tipo de hombre que enviaría a su madre a solucionar un problema.
—Lo siento muchísimo, querida Riccarda —dijo Elisabeth con falsa cortesía—. Pero no cumpliré tus deseos. Y ahora te agradecería que dejaras de importunarme.
Riccarda resopló con fuerza. ¿Estaba temblando? La pluma de su sombrero vibraba en el aire.
—Te… te lo ruego, Elisabeth —balbuceó—. Te lo pido por favor. También por ti. Es posible que algún día te arrepientas de tu inclemencia.
Sonaba patética, Lisa estaba convencida de que era todo teatro. Sin embargo, dudó. Su suegra nunca le había pedido nada. Y en realidad… ¿Qué tenía de malo volver a ver a Klaus? No cambiaría nada, y quizá le diera la oportunidad de llegar a un acuerdo amistoso.
—Aguarda aquí. Voy a por el abrigo. Y un paraguas.
El paraguas resultó ser innecesario porque Humbert se había dado cuenta de lo que se proponía y le preguntó si quería que las llevara. Lisa accedió. Sabía de sobra que él buscaba cualquier excusa para no trabajar en el vestíbulo, y le concedió ese tiempo libre.
—No vamos a Bismarckstrasse. Gire a la izquierda. Allí delante, otra vez a la izquierda…
«Ajá. Así que han dejado aquella casa tan cara y se han trasladado», pensó Elisabeth. «Claro, sin el dinero de la nuera no les alcanzaba para el alquiler y las deudas acumuladas».
Riccarda hizo parar a Humbert cerca de Milchberg, y Elisabeth le pidió que la esperara en el coche. No tenía intención de estar mucho tiempo dentro.
La nueva residencia de los Von Hagemann se encontraba en el segundo piso de una casa estrecha y apretujada entre otros edificios. Sin duda no era una vivienda acorde con la posición de una familia noble, pero seguramente se correspondía con sus posibilidades económicas. Un gato gris atigrado se les apareció de un salto en el portal, les bufó y se deslizó por su lado hacia el callejón. En la escalera olía a sopa de col y madera enmohecida. La puerta del retrete en el entresuelo estaba entreabierta y los goznes crujieron cuando pasaron por delante. Al llegar a la puerta de la vivienda en el segundo piso, Elisabeth tuvo que respirar hondo por lo rápido que habían subido, pero también porque los olores de la casa le repugnaban. Riccarda von Hagemann sacó un manojo de llaves del bolsillo de su chaqueta y abrió la puerta.
—Entra y espera en el pasillo hasta que te llame —le ordenó su suegra.
Elisabeth lamentó haber sido tan indulgente. ¿Por qué se había dejado convencer? Ahora estaba en un pasillo mohoso obedeciendo las instrucciones de su suegra. ¿Realmente necesitaba aquello? Ay, qué tonta era, siempre caía en la misma trampa…
Riccarda von Hagemann había desaparecido en el cuarto contiguo, en el que ahora se oían voces. Elisabeth se estremeció. No cabía duda de que era Klaus. Qué tranquilo estaba, hablaba muy despacio y en tono impasible. Le extrañó. A fin de cuentas, estaba a punto de hablar con su esposa, decidida a divorciarse. Lisa esperaba algo más de tensión. Pero, por lo visto, con el tiempo se había vuelto indiferente. Seguramente ya tenía otros planes, tal vez cierta señorita de Bélgica esperara un compromiso inminente…
Se abrió la puerta y Riccarda von Hagemann le hizo un gesto para que entrara. Elisabeth observó el saloncito, reconoció sus cortinas y una preciosa cómoda que también había sido suya. Entonces vio a su marido. Estaba junto a la ventana y le daba la espalda.
—Klaus —dijo su madre—. Mira, he encontrado el abrecartas…
Elisabeth no entendió el porqué de aquellas palabras hasta más tarde. Durante los siguientes segundos se quedó paralizada por el espanto y no fue capaz de pensar en nada. Klaus se había vuelto hacia ella. Su rostro era una máscara lila atravesada por líneas oscuras. La boca no tenía labios, la nariz era una protuberancia y los ojos estaban hundidos en dos profundos huecos oscuros. Tenía parte del cráneo quemado, el pelo le había desaparecido y el cuero cabelludo era una herida rosácea.
Klaus necesitó un momento para comprender que su madre había utilizado una treta para que se mostrara ante su invitada. ¿La había reconocido? ¿Veía siquiera? ¿O se había quedado ciego?
—¿A qué viene esto, madre? ¿Por qué lo has hecho? —se quejó—. Te he dicho que no quiero ver a nadie…
Elisabeth tuvo que apoyarse en el marco de la puerta, temblaba como una hoja. ¿Era una pesadilla lo que estaba viviendo? ¿Una cruel alucinación?
Él se había dado la vuelta de nuevo y Elisabeth vio que se tapaba el rostro con las manos.
—Puedes estar satisfecha, Elisabeth —dijo Klaus con amarga ironía—. ¿No es sublime el castigo que me ha impuesto la providencia? El seductor desfigurado. El hombre de la máscara de hierro. Qué romántico, ¿verdad? Al parecer, hay damas que incluso se enamoran de rostros grotescos como el mío…
Le temblaron los hombros. ¿Se reía? ¿O era un sollozo histérico?
—Para ya —dijo Elisabeth—. No seas tan cínico. Lo… lo siento muchísimo.
—Ahórrate la compasión, no la necesito. Nos veremos ante el juez, tesoro. Y después nunca más. Nunca jamás. Tal como tú querías.
Elisabeth no supo qué responder. En su interior bullía una espantosa mezcolanza de horror, compasión, asco, culpabilidad y mil sentimientos más. Se tambaleó varios pasos hacia atrás, después se quedó en el pasillo perpleja, intentando recuperar el aliento.
—Quería que lo supieras. ¡Y ahora largo! —le dijo Riccarda von Hagemann, y cerró la puerta del salón.