Chapter 43 - 41

Por la mañana, Alicia Melzer había dicho que el vestíbulo de la villa nunca había lucido tanto como tras aquella renovación. Habían retirado las últimas cajas, y las estancias del servicio que habían hecho las veces de salas de tratamientos y enfermería volvían a cumplir su función original. Dos días antes los pintores habían desatornillado los estantes y los ganchos de las maltratadas paredes y habían aplicado una nueva capa de pintura. Alicia había deliberado con Kitty y Marie acerca del color, y tras algunas discusiones se habían decantado por un delicado verde claro. Daba una sensación de frescor primaveral y conjuntaba con los marcos dorados de los cuadros, los armarios tallados de madera de roble y las dos cómodas sobre las que colgaban los espejos ovalados. Todas las mujeres de la familia Melzer solían realizar una última inspección ante uno de aquellos espejos antes de salir de la villa.

Esa tarde, Gustav y Humbert colgarían los cuadros y colocarían los muebles en su sitio. Pero antes había que limpiar a fondo el suelo y tratarlo con un aceite especial para que el mármol recuperara su viveza original.

—Vosotras frotad aquí delante, yo empezaré por allí —ordenó Auguste—. Y tened cuidado de no rayar más el mármol.

Hanna dejó el cubo lleno en el suelo y enseguida la reprendieron. Con delicadeza, que dejaba marcas. Y nada de limpiar con el estropajo. De rodillas y con un trapo.

—¿También tenemos que besar el precioso suelo? —gruñó Else, que había tenido la precaución de coger cojines para las rodillas.

—Chisss, Else —susurró Hanna—. Ahí viene la señorita Schmalzler.

Else, que siempre era valiente cuando no había peligro, se encogió de hombros y se dirigió con su cubo hacia las puertas de la terraza. Había perdido todo el respeto a la señorita Schmalzler, sobre todo desde que sabía que estaba a punto de jubilarse.

—Humbert —llamó el ama de llaves—, reparta este líquido en tres frascos pequeños y déselos a las mujeres. Es para la suciedad incrustada, hay que frotarlo despacio y después aclararlo con agua.

Llamaron a la puerta. Humbert cogió el producto y salió corriendo a abrir al cartero. Llevó el montón de cartas a la cocina para clasificarlas, y después le puso a Hanna la botella con el líquido milagroso delante de las narices.

—¡Toma! Busca tres frascos vacíos en el armario y llénalos con esto. Y… ah, sí, tienes una carta. ¡Vaya, de Petrogrado!

Hanna se secó las manos en el delantal y se metió la carta en la blusa. Después cogió la botella del espeso líquido blanco y se lo llevó a la despensa. Entornó la puerta y encendió la luz, una bombilla colgada del techo que apenas iluminaba los estantes repletos.

De Petrogrado… Pero esta vez la dirección estaba escrita a máquina. «Hanna Beber». ¿Por qué escribía «Beber» y no «Weber»? Tenía los dedos hinchados de fregar, así que le costó abrir el sobre. Entonces se detuvo porque el corazón le latía con tanta fuerza que se mareaba. Ay, estaría enfadado porque no había ido. Había intentado enviarle una carta, pero en la oficina de correos le dijeron que la dirección estaba incompleta. Y en el banco por los mil rublos solo le daban tres marcos y cincuenta peniques, así que prefirió conservar el billete. Como recuerdo.

Sacó la carta del sobre con tanta torpeza que rasgó una esquina. Al desdoblarla, las letras se desvanecieron ante sus ojos. Letras a máquina. De grosor irregular. La «e» apenas se veía, pero la «o» casi taladraba el papel. Arriba, a la derecha, se leía su propia dirección. Al otro lado, la fecha: «8 de mayo de 1919».

Señorita Hanna Beber

Augsburgo

Casa Melzer, «Villa de las Telas»

Junto al Proviantbach

Germania

Estimada Hanna Beber:

Mediante esta carta le comunico que a partir del día de hoy no mantendré ningún tipo de contacto con usted.

Por deseo de mis padres, me casaré con una joven rusa y serviré a la República Socialista Federativa Soviética de Rusia con todas mis fuerzas.

Atentamente le saluda

GRIGORIJ SHUKOV

Oficial del ejército soviético

Debajo de la última línea estaba escrito con tinta el nombre de Grigorij en alfabeto cirílico. Clavó la mirada en las escasas líneas y las leyó una y otra vez. «Ningún tipo de contacto… una joven rusa… a la República Soviética con todas mis fuerzas…». Una vez superado el primer dolor, se dijo que era mejor así. De todas formas no tenía intención de ir a Petrogrado. «Una joven rusa…». Eso no hacía falta que lo supiera. ¿Por qué se lo contaba?

Levantó la hoja y la sostuvo delante de la bombilla. Allí donde la máquina había tecleado una «o», la luz se colaba por el agujero. Si Grigorij tenía una máquina de escribir con alfabeto latino, ¿por qué le había escrito a mano la primera carta? ¿Y por qué de pronto se expresaba tan bien en alemán? No había ni un solo error en todo el texto. Solo ese estúpido «Beber».

Entonces se dio cuenta de que Grigorij no había escrito aquella carta. Alguien la había redactado y se la había dado para que la firmara. ¿Lo habría hecho voluntariamente o lo habrían obligado? Dio rienda suelta a su imaginación. Grigorij en prisión, las manos y los pies atados con cadenas de hierro. Grigorij inconsciente y sangrando en el suelo. «Si te casas con esa fulana alemana será tu fin. Los alemanes han incendiado nuestros pueblos, han apaleado a los campesinos, han violado a las muj…».

—¡Hanna! —se oyó la estridente voz de Auguste desde el vestíbulo—. ¿Dónde te has metido, holgazana? ¿Crees que queremos hacer todo el trabajo nosotras solas?

—Ya voy —respondió—. Estoy rellenando los frascos.

—¿Qué ha dicho? —chilló Else, que últimamente no oía bien.

—¡Se habrá metido en la despensa a rezar salmos!

Hanna volvió a guardar la carta en el sobre y lo dobló varias veces. Después se lo escondió en el bolsillo del delantal para echarlo al fuego en cuanto pudiera. Cuando por fin rellenó los frascos con el apestoso líquido blanquecino y los repartió, recibió miradas de enfado.

—Te has tomado tu tiempo, ¿eh?

Guardó silencio y se puso a trabajar. Era entretenido limpiar el mármol sucio, dedicar todas sus energías a esa actividad y que el esfuerzo no le permitiera pensar. Cuando las marcas negras se resistían, vertía un poco del líquido blanco y frotaba hasta que desaparecían. El dibujo del suelo era bonito. Se parecía a las alfombras que había arriba, en las estancias de los señores. Una secuencia infinita de rombos y estrellas, círculos, garabatos, cuadrados… Era fácil perderse en ellos.

Hacia las once, el suelo estaba limpio y reluciente gracias a la capa de aceite de linaza que después habría que frotar con trapos viejos. En la cocina, la señora Brunnenmayer había preparado café y bocadillos con intención de que todos cogieran fuerzas para las tareas que los esperaban.

—¡Qué me dices! —exclamó Auguste dando una palmada—. Pero si ha venido la señorita Jordan. La señora directora del orfanato de las Siete Mártires nos honra con su visita.

Hanna habría preferido estar a solas con Humbert, ya que era el único a quien había confiado sus preocupaciones. Pero aquel día Humbert estaba inquieto porque por la noche actuaría en el cabaret. Un número importante, le había dicho. Veinte minutos para él solo.

—Cómo voy a olvidarme de mis viejos amigos —dijo Maria Jordan, que ya tenía delante una taza de café con leche—. Serví en esta villa durante más de quince años.

Se sentaron con ella y se pasaron la cafetera. La señorita Jordan elogió el trabajo de los empleados, dijo que el suelo del vestíbulo relucía más que nunca. Entonces quiso saber si era cierto que la señorita Schmalzler se jubilaba.

—¡Vaya si lo es! —exclamó Auguste—. Si te das prisa puedes presentarte al puesto de ama de llaves, Jordan.

Else soltó una risita y la señora Brunnenmayer le dirigió a Auguste una mirada de reproche. ¡Eso no podía decirse ni en broma!

—Gracias —repuso Maria Jordan en tono mordaz—. Estoy bastante satisfecha con mi puesto actual y no tengo intención de cambiar. Es una labor tan agradecida…

—Esos pobres chiquillos indefensos —murmuró Else.

—La guerra ha dejado a muchos niños huérfanos —prosiguió la señorita Jordan sin inmutarse—. Es una auténtica bendición que la Iglesia administre este tipo de instituciones. Si supierais las historias tan tristes que han vivido esas criaturas dignas de compasión…

Al escucharla, causaba sorpresa lo bien que conocía a sus protegidos. Uno de los chiquillos había perdido a su padre en la guerra y su madre había muerto de pena; a una niña la había llevado su tía al orfanato porque su nuevo amante le había echado el ojo a la sobrinita…

—Es muy importante que esos niños reciban una educación moral sólida.

—No hay duda de que usted es la persona indicada para ello —dijo la cocinera con sequedad.

Maria Jordan enmudeció un instante y la escudriñó con la mirada. Como esta no dijo nada más, explicó que se entregaba a la tarea en cuerpo y alma.

—Pero ten cuidado no vayas a acabar como tu predecesora —comentó Auguste con una sonrisa burlona—. La señorita Pappert debe de seguir en la cárcel.

La señorita Jordan hizo caso omiso del comentario y cogió un delicioso bocadillo de paté de hígado que la señora Brunnenmayer había adornado con pepinillos en vinagre picados.

—Si tan ocupada está, señorita Jordan —comentó el ama de llaves con el ceño fruncido—, ¿cómo es que tiene tiempo de venir a almorzar con nosotros? ¿Quién está cuidando de sus protegidos?

La directora masticó pensativa y después dijo que había salido para realizar unos trámites oficiales y solo había parado en la villa un ratito. Los niños estaban a cargo de un ayudante voluntario.

—Mira tú por dónde —dijo Auguste con sarcasmo—. Un ayudante voluntario.

—Seguro que es joven y apuesto —añadió Else con malicia.

—O un viejo verde —bromeó Humbert, y se puso a brincar por la cocina con las rodillas dobladas y la espalda encorvada.

Todos se echaron a reír, parecía un mono.

—En absoluto —replicó Maria Jordan con una calma gélida—. Es Sebastian Winkler, el antiguo director. La semana pasada salió de prisión, en silencio y en secreto, sin causar revuelo. Y como el pobre hombre no sabía adónde ir, lo acogí en el orfanato.

Hanna no comprendió de inmediato las circunstancias, y a Else también le llevó un rato, pero los demás fueron más rápidos. Auguste, que tenía la lengua más ágil que nadie, fue quien lo comentó.

—Muy hábil, señora directora. Haces trabajar gratis al pobre hombre mientras tú sales a pasear y a tomar café.

—Duerme en el orfanato, y también se le da comida —se defendió ella—. Para alguien que acaba de salir de la cárcel con lo puesto es un auténtico golpe de suerte.

Añadió que lo había acogido por pura caridad cristiana, y que incluso había puesto en peligro su empleo, ya que se trataba de un delincuente político.

—Qué buena persona es usted, señorita Jordan —dijo el ama de llaves con una sonrisa tan amable que nadie habría pensado que estaba siendo irónica.

Los bocadillos desaparecieron del plato. Auguste les informó de que por fin habían comprado un terreno, un prado entre dos riachuelos que hasta entonces había pertenecido a la fábrica Aumühle. Todas las máquinas de la nave estaban paradas, al igual que en otras muchas empresas. Era casi un milagro que la fábrica de paños siguiera produciendo, pero a la joven señora Melzer siempre se le ocurría algo. Ahora estaban elaborando tela de papel para decorar las paredes.

Auguste no comentó que habían intentado comprar un trozo del terreno de los Melzer pero que la respuesta fue negativa. Seguramente Alicia Melzer habría preferido cortarse el meñique antes que desprenderse de una parte del parque.

—Lo que se ha propuesto Gustav es ambicioso —comentó Else—. Espero que lo consiga pese al pie de madera.

—Mejor un pie de madera que una cabeza de serrín —replicó Auguste con maldad—. Y en un par de años los muchachos y la niña podrán ayudar.

—Uy, sí, la pequeña Liesel. Y su madrina, la señora Von Hagemann, también podría contribuir. Se emocionó mucho cuando le pusiste su nombre —comentó Maria Jordan al tiempo que cogía la cafetera para servirse media taza más. Pero estaba vacía, solo le cayeron posos.

Auguste se había puesto colorada. Ya era un secreto a voces que el padre de Liesel no era Gustav sino otro hombre. Quizá por eso esperaba que la huerta saliera adelante lo antes posible, para no depender de los Melzer.

—La señora Von Hagemann tiene otras preocupaciones en estos momentos —se defendió.

—Ha regresado, ¿verdad? —dijo la señorita Jordan sin segundas intenciones.

—¿Quién?

—El apuesto mayor. Del que Elisabeth quiere divorciarse.

—Ah, ese…

Auguste les aseguró que no tenía ni idea. Corrían todo tipo de rumores, pero no se había confirmado nada.

Todas las miradas se dirigieron a Humbert, él era el mejor informado sobre esos asuntos. Naturalmente estaban al tanto de que unos días antes había llevado a Riccarda von Hagemann y a su nuera a la ciudad. Cuando le preguntaron más tarde, solo dijo que había esperado fuera y no se había enterado de nada.

—¿Y qué? ¿No ha contado nada? ¿Ni siquiera a sus padres? —inquirió Maria Jordan.

Humbert arqueó las cejas y adoptó la expresión de arrogancia e indiferencia de un mayordomo inglés.

—No acostumbro a espiar a los señores, señorita Jordan —dijo con voz gangosa.

—Dios mío —dijo Maria Jordan con un gesto de irritación—. ¡Qué criados tan perfectos! Discreción por encima de todo. Menos mal que tengo mis propios informantes.

Se recostó en la silla y dirigió una sonrisa de suficiencia al resto. Efectivamente, sabía algo que los demás desconocían, y se moría de ganas de contarlo. Pero se haría de rogar, por supuesto.

La señorita Schmalzler se levantó y anunció que el almuerzo había terminado y era hora de volver al trabajo. La señora Brunnenmayer también se puso de pie, cogió la cafetera e indicó con un gesto a Hanna que llevara las tazas y los platos al fregadero. Auguste y Else se quedaron sentadas, les picaba la curiosidad. Humbert tampoco se movió de su sitio; no le gustaba que Maria Jordan fuera contando cosas que no todos los que estaban en la cocina tenían por qué saber.

—A ver, ¿qué informantes son esos? No serán espías… —se burló Auguste.

—Tonterías. Me lo ha contado la hermana Hedwig. Los Von Hagemann la llamaron porque era enfermera en el hospital.

—Esa Hedwig es una chismosa de cuidado.

—¿Quieres saberlo o no?

—¡Cuéntalo de una vez!

Maria Jordan hizo una pausa para asegurarse de que todos la escuchaban. Entonces, ignorando las miradas de advertencia de Humbert, prosiguió:

—Está desfigurado —susurró—. Tiene un aspecto espantoso. Como una calavera. Recibió un impacto en la cara. Tiene el pelo quemado, ha perdido la nariz, los ojos…

—¡Ya basta! —exclamó Auguste, y se tapó los oídos—. Eso es mentira, Jordan. ¡Te lo estás inventando, bruja!

—¡Me da igual que no te lo creas!

Maria Jordan se cruzó de brazos y disfrutó de la reacción que había causado su noticia. Casi todos la miraban espantados, solo Humbert parecía furioso. Así que él ya lo sabía. Y Auguste —quién lo habría dicho— se echó a llorar. Vaya, vaya…, al parecer el apuesto Klaus le gustaba más de lo que daba a entender.

—Creo que debería ocuparse de sus tareas como directora del orfanato, señorita Jordan —le dijo Eleonore Schmalzler muy seria, y añadió con dureza—: Y preferiría no volver a verla por aquí.

Humbert observó con gran satisfacción que a Maria Jordan se le alargaba el rostro y la barbilla se le afilaba aún más. Se levantó en silencio, cogió su sombrero y se lo encasquetó.

—Le deseo una feliz jubilación, señorita Schmalzler. Por suerte ya no queda mucho, ¿verdad?

Con esas palabras se dio la vuelta y se marchó. La oyeron cerrar la puerta tras ella.

Auguste seguía hecha un mar de lágrimas y ahora buscaba con la mirada a Humbert, al que le habría gustado escabullirse pero no encontró el valor para hacerlo.

—Entonces, ¿es verdad? —preguntó con un hilo de voz, y lo miró suplicante.

Él asintió en silencio.

—¡Dios mío! —se lamentó Auguste, y rompió a llorar de nuevo—. ¡Espero que no haga ninguna tontería! No sería el primero que…

Se secó la cara con la manga y salió corriendo.

Humbert se pasó la mano por el pelo y sacudió la cabeza como si quisiera librarse de los malos pensamientos.

—Precisamente hoy tenía que venir aquí esa cotilla —refunfuñó—. Me ha puesto de mal humor. Y esta noche tengo que hacerlo bien. ¿Vendrás, Hanna? ¿Y tú también, Fanny? ¡Os he reservado dos entradas!

—Claro que iremos, Humbert. Y antes te desearemos suerte.

Hanna aprovechó el momento de desconcierto. Se acercó al fuego, abrió la tapa y tiró la carta dentro.

—A los artistas no se les desea suerte, Hanna, sino mucha mierda.