Hamburgo,
3 de mayo de 1919
Estimada señora Melzer:
Le escribo estas líneas a petición de su esposo Paul Melzer, compañero y buen amigo mío. En abril del año pasado caímos prisioneros de los rusos en Sebastopol y nos enviaron a un campo en Ekaterimburgo, en los Urales. No le relataré los detalles de nuestro cautiverio, pero sí le diré que Paul estuvo a mi lado y me salvó la vida más de una vez. Hace un mes me trajeron de vuelta a Alemania junto con otros prisioneros; no sabría decirle por qué precisamente a mí. Pero le prometí a mi amigo Paul Melzer que enviaría un mensaje a su familia lo antes posible. Paul conserva el ánimo, la herida del hombro comienza a curarse y seguro que la fiebre pronto remitirá. Los saluda a todos de corazón, en especial a su querida esposa Marie y a sus dos hijos Dodo y Leo. Cuando se haya recuperado y pueda soportar el largo trayecto en tren, él también regresará a casa.
La saluda, sin conocerla,
JULIUS LEBIN
Abacero en Pinneberg/Hamburgo
—Dios mío… —Alicia suspiró y se secó los ojos con la mano—. Qué alivio recibir noticias por fin. Aunque no sean motivo de alegría precisamente.
Marie le dio la razón. ¡Llevaban tanto tiempo viviendo en la incertidumbre respecto al destino de Paul! Ni una carta, ni una postal, tan solo un breve mensaje del alto mando informando de que el soldado Paul Melzer se encontraba cautivo en Rusia. Ahora sabían más: estaba herido y cerca de Ekaterimburgo, en los Urales. Marie había consultado de inmediato el atlas: los montes Urales estaban al este de Moscú, pero no era Siberia.
—Qué pena que Lisa y Kitty no se hayan presentado a desayunar, habrían podido leer el mensaje —se lamentó Alicia—. No me gusta nada cómo se está desmoronando nuestra vida familiar. ¡Todos van y vienen a su antojo y yo me siento como si estuviera en el restaurante de una estación!
No le faltaba razón. Kitty llevaba días ocupada con su exposición en la residencia del director Wiesler, una empresa que había acometido con tanta dedicación que ni siquiera se permitía desayunar. Y Lisa, junto con algunas damas de la sociedad benéfica, cuidaba de los funcionarios de la república consejista que estaban encarcelados a la espera de juicio.
—Enseguida vendrá Rosa con los tres pequeños, mamá —la consoló Marie—. Entonces habrá más animación y ya no tendrás motivos para añorar tiempos pasados.
Alicia sonrió y afirmó que sus nietos eran su mayor alegría. En especial Dodo, que parloteaba de la mañana a la noche y hacía montones de preguntas; a menudo se trataba de tonterías, pero a veces le sorprendían lo profundas que eran, y casi siempre bastante sensatas. Hasta el momento Leo no había mostrado mucho interés por hablar, se limitaba a nombrar aquellas cosas que quería a toda costa, pero, eso sí, lo hacía a plena voz. Henni parloteaba de forma incomprensible, solo Kitty y Rosa entendían lo que decía. A cambio tenía una sonrisa encantadora, ¿de quién la habría heredado?
—¿Papá ya ha ido a la fábrica?
Alicia plegó la carta con cuidado y se la tendió a Marie.
—Sí, se ha marchado temprano. Cuando lo veas, dale la carta. Johann es muy reservado en lo que respecta a Paul, pero sé que tiene sus esperanzas puestas en él.
Marie asintió y se guardó la misiva. Era un momento propicio para irse, pues ya se oían las agudas voces de los niños en el pasillo. Marie le hizo un gesto con la cabeza para indicarle que ya llegaban y le deseó una mañana agradable y no demasiado fatigosa.
Todavía tenían que salir de la villa por la galería, pero ya faltaba poco para que desmontaran el hospital, algo que Elisabeth y Tilly lamentaban profundamente. En cambio, a Marie le parecía la señal esperanzadora de un nuevo comienzo. Cuatro largos y horribles años de guerra eran suficientes, por fin podían confiar en que las armas callarían y no habría más víctimas. Los prisioneros regresarían a casa. ¡Ojalá sucediera pronto!
En el patio, Humbert trajinaba debajo del capó de uno de los automóviles.
—Un momento, señora —se disculpó, y retiró el soporte para poder cerrar el capó—. Enseguida estamos listos.
Ella lo tranquilizó con un ademán. No tenía por qué preocuparse, aprovecharía aquel hermoso día de mayo para ir a pie.
—Dígame, Humbert —añadió entonces. Se acercó un poco y bajó la voz—. Ha llegado a mis oídos una historia extraña. Seguramente se trata de un error, así que me disculpo de antemano por la pregunta…
Él se puso rígido, y su gesto evidenciaba tanta culpabilidad que ni siquiera hizo falta que se lo preguntara. Así que, efectivamente, era Humbert Sedlmayer al que Ernst von Klippstein había visto en una función de cabaret. El joven imitaba de forma magistral al antiguo emperador e incluso a su esposa, y causó regocijo en toda la sala. Von Klippstein le contó que la dama situada tres asientos a su derecha se había sofocado de la risa.
—¿Así que actúa usted en el cabaret?
Estaba tan abochornado que soltó el capó. El golpe metálico al cerrarse lo sacó de su estupefacción.
—Fue… fue… Solo fue una prueba, señora. En realidad no quería, pero el señor Stegmüller, que dirige el cabaret, dijo que primero quería saber si podía actuar delante del público. Y yo… yo… me dejé convencer.
A Marie no la alegró oír eso. Aunque, si era sincera, desde el principio habían visto que aquel joven tan peculiar escondía talentos insólitos.
—No estoy enfadada con usted, Humbert —dijo con una sonrisa—. Pero sabe que la villa no puede aceptar un criado que actúe en el cabaret. Tendrá que tomar una decisión.
Humbert tragó saliva y balbuceó que le estaba infinitamente agradecido a la familia Melzer, que allí se sentía como en casa y que no concebía marcharse de la villa. Le suplicó que no contara nada a sus suegros. Tampoco hacía falta que la señorita Schmalzler se alterara por semejante tontería.
—Por ahora guardaré silencio —respondió ella—. Pero si su nombre aparece en un cartel en letras grandes, ¡no puedo prometerle nada!
—Claro que no, señora. Ha sido cosa de una vez. No actuaré nunca más, se lo juro.
Marie fingió creerle y se encaminó hacia la carretera. La primavera estallaba con fuerza a su alrededor. Si bien abril había sido frío y desagradable, los primeros días cálidos de mayo habían hecho milagros. Las prímulas y los pensamientos florecían en los arriates, por todos lados brotaban hojas nuevas. Kitty había asegurado recientemente que se podía oír cómo los capullos del haya roja se abrían con un «plop». En los jardines, Gustav y su abuelo se dedicaban a plantar los arriates.
Al ver la fábrica Melzer, el ánimo primaveral de Marie se ensombreció. Durante los años de guerra, las naves, los muros y los edificios de la administración habían adquirido un aspecto aún más gris y sombrío, el revoque de las paredes se desprendía en muchas zonas, y los marcos de las ventanas se habían deformado. Y no disponían de dinero para los arreglos o para una capa de pintura. La situación no solo era desesperada por las frecuentes huelgas: apenas había ya compradores para la tela de papel, y el algodón y la lana, que habían vuelto al mercado, eran demasiado caros para producirlos de forma rentable.
—¡Hola, señor Gruber!
—¡Buenos días, señora Melzer! El señor director ya ha preguntado por usted. ¿Ha visto los lirios de los valles que han florecido en el prado?
—¡Sí, lirios de los valles y dientes de león!
—Esos no desaparecen, señora Melzer. El diente de león seguirá floreciendo en estos campos cuando nosotros ya estemos bajo tierra.
El viejo portero llevaba años sin tomarse un solo día libre, cumplía con su labor incluso cuando había huelga en la fábrica. Marie le sonrió y cruzó el patio.
Solo se trabajaba en dos de las seis naves, y en ellas la mayoría de las máquinas también se encontraban paradas. En ese momento estaban terminando varios de los últimos pedidos de tela de papel con la que se confeccionaba ropa de trabajo, sacos para patatas y tapizados para oficinas, una idea propuesta por Marie que se había vendido muy bien durante un tiempo. Sin embargo, ahora se habían levantado las barreras comerciales y las telas baratas venidas de Inglaterra e India inundaban el mercado alemán.
A pesar de la triste situación, se esforzaban por mantener ocupada a parte de la plantilla, sobre todo a los que volvían a casa tras la guerra y querían recuperar su antiguo empleo. Pero en la administración había varios escritorios vacíos, y las dos secretarias, Hoffmann y Lüders, compartían un único puesto.
—El señor director la espera, señora Melzer. Yo diría que está un poco… alterado.
Cuando Marie entró en su despacho, Johann Melzer estaba rojo de ira. Se había servido un licor de ciruela casero, seguramente para aplacar los nervios, y se lo bebió de un trago con desdén. Para colmo de males, se le habían agotado las reservas de coñac francés y whisky escocés.
—¡Por fin has llegado! —le gruñó a Marie—. Toma, lee esto. No, primero siéntate, necesitarás una silla.
Cogió una carta escrita a máquina de su escritorio y se la tendió como si fuera un trapo sucio.
—De Estados Unidos, de Greenville. ¿Dónde está eso? —preguntó Marie, que se había sentado obediente y estudiaba el encabezado.
—En algún lugar del interior de Estados Unidos. Tiene una longeva industria textil. ¿No te suena?
Al principio Marie no entendía nada. La carta estaba escrita en un alemán torpe, pero era evidente de qué se trataba.
… Por eso estamos interesados mucho por comprar la patente de sus muy magníficas máquinas. Sobre todo las de para tejidos con estampados, pero también selfactinas para hilar hilos distintos. Algunos años atrás, algunos expertos de nosotros tenían la oportunidad de comprobar que las máquinas muy bien. Estamos seguros por llegar un buen acuerdo. En Alemania, sabemos la situación de economía es difícil, pero estamos convencidos de pronto hacer buen negocio juntos.
Atentamente,
JEREMY FALK
Director
Johann Melzer se había sentado en la esquina de su escritorio y se había servido otro trago del líquido transparente. Mientras bebía, observaba la reacción de Marie.
—¿Examinaron nuestras máquinas? —preguntó sorprendida—. ¿Cuándo fue eso?
—Antes de la guerra —dijo Melzer con rabia contenida—. En otoño de 1913, si no recuerdo mal. Sí, fue más o menos cuando tú llegaste a la villa.
Mientras lo miraba, su ira cedió por un instante y sonrió. Había entrado en la casa como ayudante de cocina, una niña delgada de enormes ojos negros. Él la odiaba y la temía. Lo había llevado al borde de la muerte y lo había enfrentado con su propio lado oscuro. Johann Melzer tenía parte de culpa en el amargo final de sus padres, una culpa que no había querido afrontar durante décadas. ¿Y ahora? Ahora ella era su apoyo, la única que lo comprendía, que permanecía a su lado sin desfallecer.
—¿De modo que ese tal Jeremy Falk quiere comprar la patente de las creaciones de mi padre? —preguntó, y entrecerró los ojos porque no estaba segura de lo que iba a decir—. Pero… ¿hay alguna patente que comprar?
Johann Melzer negó con la cabeza. Su padre diseñó las máquinas y se construyeron en la fábrica. Después iba aplicando mejoras y las plasmaba en sus planos, pero esos planos habían permanecido ocultos durante años.
—Lo sé, papá. Los tuviste delante de las narices durante todo ese tiempo, ¡pero por desgracia no los viste!
Le gruñó que no era el momento de burlarse de él. En cualquier caso, su padre no llegó a registrar la patente de ninguno de sus inventos, y él tampoco lo hizo una vez recuperados los planos.
—Así que, en teoría, ¿cualquiera podría construir máquinas como estas?
Melzer sonrió con malicia. Para eso necesitarían los planos, y saber leerlos. Porque la caligrafía de Jakob Burkard era pésima, con perdón, y sus dibujos solo podían entenderlos expertos en la materia.
—Otra posibilidad sería desmontar algunas de las máquinas para descubrir sus secretos —añadió—. En realidad se trata solo de pequeñas mejoras, pero son tan geniales que tienen un gran impacto.
Marie le devolvió la carta y, encogiéndose de hombros, comentó que no entendía por qué estaba tan alterado. Si los señores americanos querían comprar patentes, mala suerte. La transacción no podría llevarse a cabo debido a la ausencia de estas. Y punto.
Él la miró fijamente un instante, decepcionado por su reacción. ¿Acaso no veía la astucia con la que actuaban esos arrogantes? Que la situación económica en Alemania era difícil… Sabían perfectamente que estaban bajo mínimos y que se verían obligados a agarrarse a un clavo ardiendo. Aquello era un infame intento de extorsión.
—¡Pero no cederemos, papá! Tengo buenas noticias.
Sacó la carta del abacero Lebin del bolsillo del abrigo y se la dio a Johann. Alicia tenía razón: se le relajó el gesto, la rabia y el enfado por la crueldad del mundo desaparecieron. Qué angustia debía de sentir por Paul.
—Esto nos da esperanza —dijo finalmente.
No añadió nada más, pero le puso el tapón a la botella de licor de ciruela y volvió a guardar a su ayudante espiritual en el archivador.
Marie se despidió y se dirigió al despacho de Paul, en el que se había instalado temporalmente. Tenía un par de ideas nuevas sobre aplicaciones de la tela de papel que no había terminado de desarrollar y que todavía no había presentado a su suegro. Además, un inventor de Rosenheim que había regresado de la guerra le había escrito porque, al parecer, sabía cómo fabricar textiles a partir de glicerina y ciertas resinas. Lo más probable es que fuera un chiflado, pero a papá no le faltaba razón: en esos tiempos difíciles había que agarrarse a un clavo ardiendo. Acababa de sacar la carta del sobre para leerla otra vez cuando Lüders llamó a la puerta.
—¿Señora Melzer? El señor Von Klippstein pregunta si podría dedicarle unos minutos.
Ernst von Klippstein se había hecho cargo de las cuentas de la fábrica durante meses, pero dos de los contables habían regresado a sus puestos, de manera que ya no necesitaban su ayuda. Desde entonces se había presentado varias veces en su despacho con propuestas para garantizar la subsistencia de la fábrica. Marie no terminaba de comprender por qué no se las exponía a su suegro.
—Que pase, señorita Lüders.
Como siempre, Von Klippstein permaneció un instante en la puerta con la mano en el picaporte, como si quisiera asegurarse la retirada. La miró con una sonrisa y analizó su rostro para confirmar que no se presentaba en mal momento.
—¿Ha recibido buenas noticias, Marie?
Siempre la dejaba estupefacta el instinto certero con que captaba su ánimo.
—Efectivamente, así es —respondió—. Entre y siéntese.
Cerró la puerta y se acercó a una de las butacas que había frente al escritorio, pero no se sentó hasta que ella lo hubo hecho. El rostro de Klippstein reflejaba una tensa expectación.
—Tenemos noticias de Paul. Está en un campo de prisioneros cerca de Ekaterimburgo, en los Urales.
¿Sintió alivio al saberlo? Al menos afirmó alegrarse mucho. Ahora solo quedaba esperar que Paul regresara pronto a casa. Guardó silencio con gesto desanimado. ¿Era la felicidad en los ojos de ella lo que lo incomodaba? Él ya sabía lo mucho que amaba a su marido. Marie estaba segura de que Ernst consideraba a Paul su mejor amigo. Y sin embargo…
—He reflexionado mucho durante las últimas semanas —comentó Klippstein de pronto—. Quiero hacerle una propuesta, Marie.
«Otra vez», pensó ella. «¿Qué se le habrá ocurrido ahora a este solícito ayudante?». Lo observó sentado en la butaca, con las piernas cruzadas, la espalda recostada y la mirada esperanzada dirigida hacia ella. Nada que ver con el herido al que habían llevado al hospital de la villa dos años antes, cuando le confesó que no tenía ninguna esperanza y que solo quería morirse de una vez. Desde entonces se le habían curado las heridas, había recuperado casi toda la movilidad, había asimilado su separación y parecía rebosar de planes de futuro.
—Dígame.
No apartó la vista de ella mientras le exponía su idea, y ella comprendió que no solo era importante para él, sino que lo decía muy en serio.
—Como ya sabe, querida Marie, le he cedido a mi exesposa la finca con todos los terrenos, los edificios e incluso la cría de caballos.
Hizo una breve pausa y Marie comentó en voz baja que había sido extremadamente generoso por su parte. ¿La finca no era una propiedad familiar?
—Así es —reconoció—. Por eso se ha establecido que mi hijo sea su único heredero. Hasta entonces, los ingresos de la finca les corresponderán íntegros a mi exesposa y a su segundo marido. Sin embargo, no me he ido de vacío: he recibido una considerable suma de dinero que ahora está depositada en el banco.
«Mira por dónde», se dijo Marie. Así que el bueno de Ernst no era tan magnánimo como podría pensarse en un primer momento. Aunque tenía todo el derecho. Cualquier otro arreglo habría sido una solemne estupidez.
Von Klippstein se irguió, se apoyó en los reposabrazos acolchados y prosiguió con entusiasmo.
—Como ya sabe, la situación económica de nuestra desgraciada patria no presenta buenas perspectivas. Por eso me temo que mis activos en el banco pronto perderán un valor considerable. He pensado en invertirlos con inteligencia…
Ella entendió adónde quería llegar. Quería prestarles dinero, quizá incluso participar como socio y reflotar la empresa con una aportación de capital. Podrían comprar algodón, buena lana, reactivar la producción. Hacer cálculos modestos, conseguir nuevos clientes con estampados y colores originales, y derrotar a la competencia extranjera. Quizá incluso pudiera hacer realidad su sueño de abrir un estudio de costura, diseñar moda y vender sus creaciones en serie.
—Y, naturalmente, mi primera opción ha sido la fábrica de paños Melzer.
Lo dijo en un tono que a ella le pareció tan amable como enternecedor. Parecía una tímida petición en lugar de una oferta que, en realidad, era todo un golpe de suerte para la fábrica.
—Eso sería… sería una inversión muy bienvenida —balbuceó impresionada—. De todos modos, debería estudiar usted en detalle la situación de la fábrica y después decidir si quiere cometer la osadía de invertir su dinero en nosotros.
Él le aseguró que conocía la situación de la fábrica a la perfección, había visto los libros y sabía que las dificultades que atravesaban se debían únicamente a la escasez de materia prima como consecuencia de la guerra. La fabricación de tela de papel —una idea genial— había mantenido la empresa más o menos a flote, pero ahora era necesario invertir de nuevo.
—¿Y cuál es su propuesta?
Él volvió a recostarse, apoyó las manos relajadamente encima de los reposabrazos y explicó con gesto cándido que su idea era convertirse en socio. Melzer & Klippstein. O simplemente Melzer & Asociados. Quizá eso habría que consultarlo con algún jurista.
—En cualquier caso, no es mi intención imponer formalidades de ningún tipo —afirmó, y la miró con gesto franco—. Lo único importante para mí sería el vínculo con la familia Melzer. Un futuro conjunto, tanto empresarial como personal. Eso es a lo que aspiro.
A Marie en principio la propuesta le pareció honesta, movida por la amistad y la simpatía. Aunque era cuando menos dudoso que su suegro la aceptara. Eso de Melzer & Klippstein no le gustaría demasiado.
—Sobre todo quería hablarlo primero con usted —dijo Ernst von Klippstein en tono persuasivo—. Es muy importante para mí que usted, querida Marie, esté de acuerdo. Espero que no me malinterprete. De ningún modo querría hacer algo que la molestara. O que le resultara mínimamente impertinente.
Sus ojos azules habían adquirido una expresión distinta. La escrutaban expectantes, esperanzados, con la obstinación propia de un hombre que había escogido a una mujer y jamás la dejaría ir. De golpe se dio cuenta de qué sentimientos alimentaban su generosa oferta, y supo también cuál debía ser su respuesta.
—Si me permite serle sincera, querido Ernst…
Él arqueó las cejas y tensó el cuerpo. Ella vio que se había arreglado especialmente para aquella visita, llevaba un traje nuevo y una flor en el ojal.
—¡Por supuesto, Marie!
—Bien —dijo, y respiró hondo—. Personalmente rechazo su propuesta. Pero es obvio que la decisión no depende de mí.
—Claro —dijo él en voz baja.
Se comportó de forma exquisita. Charlaron un rato sobre el clima primaveral y el acuerdo de paz que aún no se había firmado pero que pondría fin a la guerra de una vez por todas. Cuando estaba abriendo la puerta y pensó que nadie lo veía, ella atisbó su gesto derrotado y tuvo remordimientos. Había seguido su instinto, y al hacerlo no solo había provocado la infelicidad de un hombre amable sino que, seguramente, había perjudicado a la fábrica de paños Melzer.