—¡Pues sí que estamos frescos! —dijo Fanny Brunnenmayer.
La cocinera había extendido el Augsburger Neuesten Nachrichten sobre la mesa de la cocina y leía el editorial con las gafas de Else.
—¿Y ahora qué pasa? —se lamentó Else—. Casi preferiría que volviera la guerra. Por lo menos había paz y tranquilidad aquí en Augsburgo. En cambio, desde que tenemos una república y nuestro emperador Guillermo nos dejó, no hay más que follones por todas partes. Ya ni me atrevo a salir a la calle.
La cocinera le advirtió que no dijera tonterías. Nadie quería que volviera la guerra, pero la república también podrían ahorrársela.
—Ahora tenemos una república consejista, Else —explicó—. Lo dice el periódico.
Else solo miró de reojo los titulares, era evidente que no tenía ningunas ganas de profundizar en el artículo. Además, la señora Brunnenmayer llevaba puestas sus gafas.
—¿Y qué es eso de una república consejista?
A pesar de haberlo leído dos veces, Fanny Brunnenmayer no había comprendido bien en qué consistía exactamente. Solo que a partir de entonces los representantes del pueblo y de la clase trabajadora llevarían la voz cantante, y que las penurias de la población pronto pasarían a ser historia. De todos modos, el anterior gobierno también había prometido esto último.
—Vamos a acabar viviendo como los rusos —dijo la cocinera en tono apático—. Han elegido a un «consejo revolucionario de trabajadores». Serán quienes manden a partir de ahora.
Else la miró asustada. Tenía pavor a los obreros, siempre estaban en huelga y montaban alborotos por las calles. Y encima esa horrible palabra: «revolución». Como en Rusia. Allí los revolucionarios se habían peleado hasta la muerte, los bolcheviques y los otros, ¿cómo se llamaban? No conseguía acordarse. Pero daba lo mismo, esos rusos eran todos igual de malos.
—Siempre los obreros —se lamentó—. ¿Por qué son ellos los que mandan? Pero si no tienen ni idea. Solo saben discutir y darse mamporrazos. Se arrepentirán de haber echado al bueno del emperador Guillermo, ya verás.
Humbert entró en la cocina con una bandeja llena de vajilla y mantuvo hábilmente el equilibrio hasta llegar al fregadero. Comunicó que los señores querían más café.
—Al parecer la fábrica está parada otra vez. Lo llaman huelga general. La joven señora Melzer y el señor director están sentados a la mesa del desayuno con los demás y hablan sobre la nueva república, que ya se ha proclamado en Múnich.
—La república consejista —añadió Else, y se ganó una mirada de asombro de Humbert. No estaba acostumbrado a que Else estuviera al tanto de los acontecimientos políticos.
—Sí, creo que se llama así. La señora Von Hagemann está muy emocionada porque el señor Winkler participa en el proceso. Por lo visto ahora será un hombre importante en Augsburgo.
—¿El mismo señor Winkler que dirige el orfanato? —preguntó sorprendida la señora Brunnenmayer—. Un hombre importante… ¡es para echarse a reír!
La cocinera preparó café con grano de verdad, el teniente Von Klippstein lo había conseguido en alguna parte y se lo había regalado a la familia Melzer. Para los empleados solo quedaba la segunda infusión, pero incluso eso era mucho mejor que el café de malta mohoso.
Como atraídas por el aroma, Auguste y Hanna aparecieron en la cocina para la pausa de la mañana.
—¿Hay café? —preguntó Auguste, y miró con envidia cómo la cocinera vertía el agua caliente en la cafetera—. ¿O es otra vez para «las damas del hospital»?
—Es para los señores —gruñó la señora Brunnenmayer—. Trae aquí esa jarra, Humbert.
Al fondo de la cafetera que ya se habían bebido los señores se habían acumulado los posos. La cocinera vertió agua hirviendo.
—¿Os acordáis de cuando la señorita Jordan nos leía el futuro en los posos del café? —comentó Auguste, y le alcanzó la taza vacía a la señora Brunnenmayer—. A ti te profetizó un gran amor, ¿no es cierto, Else?
Else se ruborizó y no dijo nada. No tenía ganas de que le recordasen esas tonterías.
—Eso lo leyó en las cartas —dijo Hanna—. Y quién sabe, puede que algún día suceda.
—¿Qué tienes en el bolsillo del delantal, Hanna? —quiso saber Auguste—. Es una carta, ¿no? De tu guapo amante. Pero qué suerte tienes de que la guerra haya terminado. Habrías podido acabar en la cárcel…
Hanna se llevó la mano al bolsillo del delantal, del que efectivamente asomaba el sobre. Por nada del mundo abriría en la cocina aquella carta que acababa de llegar con el correo.
«Qué pena», pensó Auguste, le habría gustado saber qué decía.
—Es increíble que te tragaras el mejunje de la señorita Jordan, yo no lo habría hecho jamás. Y menos mal —prosiguió—. Llevaba una eternidad vendiendo sus remedios, no quiero saber a cuántas pobres les habrá hecho lo mismo.
La tarde anterior había visto a Maria Jordan en Maximilianstrasse. Llevaba de paseo a un grupo de huérfanas, todas niñas, pequeñas y mayores.
—Iban de dos en dos, agarradas de la mano. Caminaban muy obedientes, como los soldados pero más silenciosas. Y delante la señorita Jordan, esa vieja urraca…
Humbert les contó que el señor Winkler dejaba a sus empleados a cargo del orfanato a menudo porque él tenía que asistir a las reuniones del consejo.
—Tiene unas ideas bastante extravagantes el señor Winkler —dijo sacudiendo la cabeza—. Cosas como que todas las personas somos iguales, que no habrá amos ni sirvientes. Y dice que mi oficio no tiene futuro.
Auguste lo escuchaba con la mirada encendida.
—Si prometéis no contárselo a nadie… —dijo en voz baja, y se inclinó un poco hacia delante para que desde el otro lado de la mesa la oyeran bien.
—¿Qué pasa? —preguntó Hanna con curiosidad.
Auguste miró a su alrededor, le gustó que todas las miradas se centraran en ella.
—Ay, no sé —dijo, y volvió a echarse hacia atrás—. Es mejor que no diga nada. Mi Gustav me mataría si supiera que he estado a punto de contarlo.
Así llevó la expectación a su punto álgido.
—Primero te haces la importante y después nos dejas en ascuas.
Else le dio un codazo en el costado. Auguste ni se inmutó, desde su tercer embarazo estaba bien acolchada. Por supuesto había sido otro chico, era lo único que sabía hacer Gustav.
—Bueno, vale. Pero juradme que no saldrá ni una palabra de esta cocina.
Se lo garantizaron. Solo la cocinera refunfuñó que tenía cosas que hacer y que se dejara de tanto teatro.
—Gustav quiere abrir un negocio. Comprar un trozo de terreno a los Melzer y plantar una huerta. Con flores y verduras para el mercado. Puede que también gallinas y gansos.
Todos se quedaron pasmados. La cocinera dijo que tuviera cuidado de que todos esos pájaros que tenía en la cabeza no salieran volando. Else soltó una risita boba y Humbert se encogió de hombros. Hanna opinó que los Melzer jamás le venderían a Gustav parte de sus buenas tierras.
—Y aunque así fuera, ¿cómo ibais a pagarlo? —preguntó Humbert.
—Auguste ha ahorrado con mucho esmero —dijo Else en tono mordaz—. Liesel os ha traído suerte.
—¡Bah, cierra el pico!
Auguste no se enfadó por el comentario malicioso, sobre todo porque a Else no le faltaba razón. La pensión alimenticia que le había pagado el mayor durante un tiempo estaba guardada en el calcetín de los ahorros, no había gastado ni un penique. Había que pensar en el futuro, y por desgracia Gustav era demasiado ingenuo para eso. Pero ella no había nacido ayer. Sabía cómo funcionaban las cosas. Todas las fábricas textiles estaban arruinadas, algunas habían tenido que vender, y otras seguían a flote con muchas dificultades. A los Melzer también les iba mal, ¿por qué no iban a renunciar a un pedazo de terreno a cambio de un buen dinero?
—Si creéis que los Melzer os darán de comer hasta el fin de vuestros días, estáis muy equivocados —dijo en voz alta—. Puede que antes fuera así, pero vivimos nuevos tiempos. El señor Winkler tiene toda la razón. Pronto no habrá criados y todos tendremos que salir adelante por nosotros mismos.
—Pero qué sarta de estupideces —soltó la cocinera con sequedad.
—¡Ya verás!
—Fuera de aquí —la regañó la señora Brunnenmayer—. Ya casi son las diez. Else, ve al hospital y pregúntale a la señorita Schmalzler cuándo vendrá a comer con las hermanas. Todavía tengo que ir a hacer la compra a la ciudad.
Else se levantó del banco de mala gana. Auguste comentó que el día prometía ser soleado y que Humbert podía sacar fuera las alfombras del salón rojo para sacudirlas.
—Habría que limpiar la plata —replicó Humbert, que no soportaba que Auguste le endilgara el trabajo sucio—. La cubertería buena se ha oscurecido mucho. Da vergüenza ponerla en la mesa.
Else volvió y dijo que en el hospital reinaba el caos porque dos de las hermanas no se habían presentado a su turno. El tranvía, que había vuelto a funcionar hacía un tiempo, estaba en huelga.
—La señorita Schmalzler ha pedido que llevemos allí el café y los bocadillos. Dice que está sola con la señorita Tilly y que no tiene tiempo de venir a la cocina.
Hanna recibió el encargo de ocuparse de la comida del hospital mientras la señora Brunnenmayer y Else iban a hacer la compra. Se decía que en la tienda de Rosel Steinmayer se vendían desde el día anterior especias exóticas: pimienta rosa, curry, nuez moscada… No eran baratas, pero para una bolsita sí les llegaría.
Auguste y Humbert subieron al salón rojo para enrollar las alfombras, así que Hanna se quedó sola en la cocina. Atizó el fuego y puso el hervidor de agua sobre el fogón para preparar el café, cortó el pan en rebanadas y lo untó con paté de hígado. Como el agua no terminaba de romper a hervir, se sentó en el banco y sacó la carta del delantal. Levantó la cabeza y escuchó con atención: no, no había nadie en la escalera de servicio, y en el hospital necesitaban todas las manos disponibles. Dejó la carta en la mesa y estudió una vez más la dirección.
Señorita Hanna Beber
Fábrica de paños Melzer
Augsburgo
Germania
Era un milagro que el cartero la hubiera encontrado. Acarició las líneas con el dedo, estaban escritas con tinta y eran muy enrevesadas. El que las había escrito no estaba acostumbrado a las letras latinas, era ruso y utilizaba su propio alfabeto. ¿Cómo se llamaba? Cirílico.
El corazón le latía como las alas de un pájaro. ¿Debía abrir la carta o tirarla al fuego? No tenía más que levantarse, apartar la tetera, quitar la tapa con el gancho de hierro para que las llamas crecieran y se acabó. Se acabó la carta, y con ella el arrepentimiento y la esperanza.
En lugar de eso le dio la vuelta y examinó el remite. Estaba en cirílico y, por mucho que lo leyera, no tenía sentido: «zpuzopuu» y «wykob». Pero la ciudad estaba en ruso y en alemán: «Petrogrado».
Se secó los ojos y levantó la barbilla. No tenía sentido echarse a llorar ahora. Lo hecho hecho estaba. Había asesinado al niño; el hijo de Grigorij estaba muerto. ¿Cómo podría explicárselo? Ah, ojalá no hubiese recibido esa carta.
Finalmente cogió un cuchillo y abrió el sobre. Había un pedazo de papel de líneas arrancado de un cuaderno y doblado por la mitad. Dentro había un billete.
Mi querida Hanna. He venido de Zúrich a Petrogrado cuatro días antes con tren. Mis padres y familia sanos y contentos. Tú vienes a Petrogrado, yo espero. Coge rublos y compra billete de tren. Te quiero. Grigorij.
¿Se lo habría escrito alguien en alemán? Tuvo que leer varias veces aquellas pocas frases para comprender lo que decían. Así que había logrado llegar a Suiza y desde allí había regresado a Petrogrado… Le había escrito solo cuatro días después de llegar a casa, y encima le había enviado dinero. Examinó el billete, un pedazo de papel gris en el que se veía a una mujer vestida de forma espléndida. Era hermosa y joven. Llevaba una corona con un velo, y sostenía un escudo y una espada. ¿Sería la zarina? Pero se decía que habían expulsado a los zares. A la izquierda de la mujer había un número. Un uno con tres ceros detrás. Mil rublos. Dios mío, ¿cuánto sería eso en marcos?
Alguien tosió en la escalera de servicio y Hanna se apresuró a guardar el billete y la carta en el sobre. El agua hervía desde hacía un buen rato, y la tetera escupía gotitas de agua que caían sobre el fogón y se evaporaban con un siseo. Humbert entró en la cocina tosiendo y estornudando.
—Las alfombras…, el polvo… asqueroso —graznó—. ¿Queda algo de café?
Hanna se metió rápidamente la carta en el bolsillo y corrió a verter el agua caliente en la cafetera. Llenó una taza y se la alcanzó a Humbert.
—Toma. Tienes el azúcar al lado.
—Gracias.
Mientras él soplaba el café caliente, ella colocó la cafetera y el plato con los bocadillos de paté en una bandeja, y la cogió para llevársela.
—Mira —dijo Humbert agachándose—. Se te ha caído algo.
Hanna dejó la bandeja encima de la mesa, asustada, y le quitó a Humbert la carta arrugada de la mano.
—¿De Rusia? —le preguntó.
Humbert era distinto a los demás. A Hanna le caía bien. Aquella vez que el policía sospechaba de ella y casi se muere de miedo, Humbert la salvó. Nunca lo olvidaría.
—Sí —dijo en voz baja.
Humbert la miró y guardó silencio un momento.
—¿De Grigorij?
Ella asintió. Lanzó un profundo suspiro e intentó alisar el papel arrugado.
—Quiere que vaya con él. Incluso me ha mandado dinero. Mil rublos.
Humbert contempló asombrado el billete. ¿Cuánto valía eso? Hanna se encogió de hombros.
—De todos modos no puedo ir con él.
—¿Por qué no?
La muchacha tragó saliva y dudó si contárselo. Pero luego se dio cuenta de que él ya lo sabía desde hacía tiempo. Todos lo sabían.
—El niño —dijo—. Porque me lo quité. Y porque el doctor me ha dicho que ya no podré tener hijos.
Humbert le dedicó una mirada compasiva, y después negó con la cabeza.
—Puede que no sea cierto.
Hanna sonrió con tristeza. Sí, era posible que el doctor se equivocara, pero el niño estaba muerto, un alma sin bautizar. Y eso era un pecado grave. No, no podía ir a Petrogrado con Grigorij. ¿Qué diría su familia?
—Si quieres, te doy los mil rublos, Humbert. Puedes cambiarlos y usar el dinero para ir a Berlín.
Él le había contado lo de Rosa Menotti. Solo a ella. Con la promesa de que guardase el secreto.
—¡De ningún modo! —exclamó—. Ese dinero es tuyo, Hanna.
—Pero no lo necesito. ¿O prefieres que lo tire al fuego?
Él hizo un gesto de súplica con los brazos y le advirtió que no fuera tonta.
—¿Acaso no lo amas?
Hanna cogió la bandeja y la levantó con ímpetu.
—¡Eso ya no importa! —exclamó, y se fue de la cocina.