Chapter 35 - 33

—Eche un poco más de carbón, Humbert —dijo Alicia—. Y después ya puede retirarse. Es tarde.

—Por supuesto, señora.

Fuera había tormenta, se oía el crujido de los árboles y el tableteo de las contraventanas. Humbert dejó en el suelo el cubo del carbón. Al alimentar la estufa del comedor con varias paladas, le temblaron las manos.

—¿Va todo bien, Humbert? —se preocupó Marie.

—Gracias por preguntar. Es la tormenta y esos ruidos… Pero se me pasará, señora.

—Túmbate en la cama y tápate los oídos con algodón —le aconsejó Kitty—. No oirás nada y dormirás como un tronco.

Humbert cerró la puerta de la estufa y dejó la pala en el cubo sin hacer ruido. Sonrió y les dio a todos una impresión algo desvalida, aunque ya se estaba recuperando y hacía semanas que no sufría ningún ataque.

—Gracias por el consejo, señora Bräuer. Lo intentaré. Les deseo buenas noches. Que duerman bien.

Se inclinó y salió. Se movía con la misma elegancia de siempre, eso era esperanzador.

—¿Has avisado a Else?

—Sí, mamá —respondió Marie—. Hanna y la señora Brunnenmayer también saben que esta noche ya no las vamos a necesitar. Y Auguste hace mucho que está en la casa del jardinero.

Solo quedaba la señorita Schmalzler, que estaba terminando su turno en el hospital y seguramente después se pasaría por allí a desearles buenas noches. Con todo, hacía más de cuarenta años que estaba vinculada a la familia y podían confiar en su discreción.

Elisabeth había hecho su anuncio durante la cena, y Alicia se había llevado tal impresión que le había pedido que no hablaran de ese asunto tan delicado hasta que el servicio se hubiera acostado. Todos aceptaron, aunque Johann Melzer refunfuñó que no tenía ganas de pasar la noche en vela a causa de semejante tontería.

—Lo siento mucho —dijo Elisabeth—. Realmente desearía haberos ahorrado a todos…

—Sírveme otra taza de ese repugnante té de menta, Alicia —la interrumpió Johann Melzer—. Y por si a alguien le interesa mi opinión: es la mejor decisión que has tomado en mucho tiempo, Lisa. Es una pena que llegaras a casarte con él. ¡Ese buscadotes y su codiciosa familia nos han costado una gran cantidad de dinero!

Hubo un prolongado silencio en la mesa, ni siquiera Kitty supo qué decir ante esas palabras tan explícitas. Se oyó cómo caía el té en la taza, después Alicia volvió a dejar la tetera sobre el calentador y le tendió la taza a Johann. Este se sirvió dos terrones de azúcar y las miró malhumorado.

—¿Y bien? ¿Os habéis quedado todas sin habla? ¿Kitty? ¿Alicia? ¿Marie? ¿No vais a protestar?

Kitty fue la primera en volver en sí.

—Tienes toda la razón, papá —dijo con una sonrisa dirigida a Alicia—. Aunque lo hayas expresado de un modo algo drástico, como siempre. Klaus von Hagemann se ha portado mal con Lisa. Y sus padres… ¡Por todos los cielos! Cómo me gustaría librarme de esa gentuza.

—¡Kitty! ¡Por favor! —intervino Alicia—. Si papá utiliza esas expresiones es asunto suyo. Pero tú no deberías olvidar que eres una dama.

—Perdón, mamá. Quería decir de esos parientes nobles que han llenado su estómago a nuestras expensas en cada celebración familiar y que se dedican a divulgar opiniones prehistóricas.

Omitió que su hermana le había pedido prestado dinero una y otra vez para dárselo a sus suegros, y Elisabeth se lo agradeció. De hecho, Kitty le había prometido no mencionarlo jamás.

—Bueno, ya no estamos en el siglo XIX —intervino Marie—. Si un matrimonio ha llegado a su fin, la mujer no debería vacilar en pedir el divorcio. Sin embargo…

Se detuvo y miró a Elisabeth, dubitativa.

—¿Qué quieres decir con ese «sin embargo»? —repuso Lisa—. ¿Acaso crees que he tomado la decisión a la ligera? Sé muy bien a lo que me enfrento. Pero creo que en esta familia me tocaba a mí mover ficha, ¿no crees, Kitty?

Sus palabras sonaron muy provocadoras y recordaron a la época en que las hermanas se llevaban como el perro y el gato, cuando Kitty se escapó a París con su amante francés, Gérard.

—Te refieres a que también tienes derecho a un escándalo —dijo Kitty, divertida—. Por mí no hay ningún problema. De todos modos, ya estaba harta de ser la oveja negra de la familia.

Elisabeth era extremadamente susceptible, todos los que estaban sentados a la mesa lo sabían. A primera hora de la tarde había regresado a pie a la villa, con el pelo revuelto por la tormenta, el sombrero destrozado y el abrigo y el vestido empapados. Se había encerrado en su habitación y Auguste informó de que la señora Von Hagemann estaba en la cama hecha un mar de lágrimas. Lo sabía porque le había llevado una infusión de camomila. Más tarde, el mayor Von Hagemann llamó varias veces por teléfono, pero su esposa se negó a hablar con él. Klaus no se había presentado en la villa.

—No me malinterpretes —retomó el hilo Marie—. Solo quiero evitar que tomes una decisión precipitada de la que luego te arrepientas. Os habéis peleado, ¿verdad? ¿No sería más inteligente dejar pasar unos días antes de dar este paso, Lisa? Si tu decisión es la correcta, no importará si la pones en práctica mañana mismo o dentro de unas semanas.

Alicia asintió en señal de consenso. Marie había dado en el clavo.

—Es por la guerra, Lisa —comentó con suavidad—. Apenas habéis tenido ocasión de volver a acostumbraros el uno al otro. Se trata de vuestra primera pelea, vaya por Dios. Si yo hubiera pedido el divorcio después de cada discusión, no estaríamos todos aquí sentados.

Elisabeth puso los ojos en blanco. Ahora mamá diría que una esposa debe aprender a postergar sus necesidades. Que un buen matrimonio requería generosidad y contención. Al fin y al cabo, los hombres podían hacer uso de su mente, pero una mujer debía ejercitar la complacencia de forma inteligente para imponer sus deseos.

—No tengo nada que pensar —dijo Elisabeth—. Y por si no lo sabías, Marie, esta tarde no es la primera vez que me he planteado el divorcio. ¡Ya está bien!

Entonces lo hizo. Sacó la carta que llegó de Bélgica, la puso encima de la mesa y se la acercó a su madre, pero esta primero tendría que buscar sus gafas. Su padre cogió la carta en su lugar porque tenía las gafas en el bolsillo de la chaqueta y no tuvo que hacer ningún esfuerzo.

—Vaya, vaya… Así que quiere exigir una satisfacción. ¡Pues adelante! ¡Cuanto antes, mejor!

—Ese no es el único motivo —dijo Elisabeth mientras su madre leía la carta—. Pero es la gota que ha colmado el vaso.

Alicia volvió a dejar la carta encima de la mesa y sacudió la cabeza. Kitty la leyó por encima y se la pasó a Marie. Elisabeth se mordió el labio; no era agradable ser objeto de compasión. Pero, por desgracia, era necesario.

—¿Y si no es cierto? —comentó Alicia—. Puede que se trate de una acusación falsa.

—¡Mamá! —se indignó Kitty—. No lo dirás en serio, ¿verdad?

Alicia suspiró y miró a Marie en busca de apoyo. Esta se encogió de hombros. Había planteado su propuesta, no podía hacer más.

—En mis tiempos no era habitual que una mujer solicitara el divorcio —dijo Alicia, apesadumbrada—. Y mucho menos entre la nobleza.

—Sobreviviremos, Alicia —comentó Johann, y apoyó la mano sobre el brazo de su esposa para consolarla—. Desde el punto de vista financiero todo son ventajas.

—¡Y desde el personal! —exclamó Kitty—. Yo estoy de parte de Lisa. Al diablo con tu señorito, hermana. No se merece a una mujer como tú. ¡Y tampoco una cuñada como yo!

La solidaridad de su hermana emocionó a Elisabeth. Y eso que había puesto sus esperanzas más bien en Marie. Abrazó a Kitty y derramó lágrimas de agradecimiento en su hombro.

—Si realmente estás decidida, Lisa, creo que todos deberíamos apoyarte —comentó Marie—. Tú también, mamá.

—¡Eso es! —exclamó Kitty—. Lisa es una Melzer, es una de las nuestras, y no la dejaremos en la estacada. ¿No es cierto, papá? Venga, mamá. Hazlo por ella. Un divorcio no es para tanto. Incluso puede ser un golpe de suerte.

Alicia se tapó los oídos y aseguró que las palabras de Kitty la volverían loca algún día. Entonces se levantó y abrazó a Lisa.

—Pues claro que estaré a tu lado, hija mía. Lisa querida. Qué difícil lo has tenido siempre en la vida… Johann, deberíamos hablar con el señor Grünling, que ya está recuperado y al mando de su bufete.

—¡Por todos los cielos! —se lamentó Kitty—. ¡Ese payaso engreído no! ¿Es que no hay otro?

Unos golpecitos en la puerta la interrumpieron.

—¡Adelante, señorita Schmalzler!

La puerta se entreabrió y una cara pálida de nariz puntiaguda asomó por la rendija. No era el ama de llaves, como habían supuesto, sino… Maria Jordan.

—¡Señorita Jordan! —exclamó Elisabeth—. ¿Qué hace usted aquí? ¿Por qué no está en Bismarckstrasse?

Maria Jordan no respondió a aquella pregunta del todo justificada.

—Por favor, señora… Debemos llamar a un médico.

Dirigió sus palabras a Elisabeth, y su tono era tan dramático que tenía que tratarse de un asunto de vida o muerte.

—¿Un médico? ¿Está usted enferma?

—Yo no, señora. Es Hanna. Por favor… Tiene que llamar al doctor Greiner o al doctor Stromberger.

Marie se levantó de un salto y quiso salir del comedor, pero Maria Jordan sujetó la puerta desde fuera.

—No… Espere a que me haya ido. Se lo ruego.

—¿Qué sucede, señorita Jordan? —intervino Johann Melzer—. ¿No estará usted en camisón? ¿Se puede saber qué se le ha perdido aquí por la noche?

Se oyeron pasos apresurados, y cuando Marie abrió la puerta de par en par vio una figura envuelta en un camisón blanco ondulante correr hacia la escalera de servicio.

—Esto es… increíble —exclamó Alicia—. Parece que está durmiendo aquí. Y eso que solo trabaja como costurera por horas. Lisa, ¿cómo es posible?

—No tengo ni idea, mamá.

Marie ya había salido al pasillo y subía hacia el cuarto de Hanna. Kitty la seguía alterada.

—Qué empinado. Y qué frío. Y sucio… No vayas tan rápido, Marie.

Llegaba luz desde el pasillo de arriba. Cuando llegaron, bajo la luz débil y amarillenta del farol Marie reconoció a la cocinera Fanny Brunnenmayer, cuyo amplio camisón recordaba una funda para teteras. Atisbó el rostro arrugado de Else bajo una anticuada cofia, pero esta enseguida se retiró a su cuarto al ver llegar a Marie y a Kitty.

—¿Qué ha pasado? ¿Qué le sucede a Hanna?

—Necesita un médico, señora —dijo la cocinera—. Espero que no sea demasiado tarde. ¡Ay, esa Jordan! Ya le dije que se dejara de esos malditos…

Marie pasó junto a ella y aporreó la puerta de Hanna con los puños. Conocía perfectamente ese cuarto, al fin y al cabo ella misma lo ocupó en su día.

—Un momento… un momento…

Marie no esperó, abrió la puerta de golpe y entró. La lámpara eléctrica del techo estaba encendida y la bombilla desnuda iluminaba la cama de Hanna. Estaba lívida, tumbada boca arriba con los ojos cerrados y tapada con la manta hasta la barbilla.

—Oh, Dios —musitó Kitty, que había entrado detrás de Marie—. Parece que ya está…

Un surco oscuro rodeaba los ojos de Hanna, su nariz parecía más puntiaguda de lo habitual, y tenía los labios pálidos. Maria Jordan estaba junto a la cama y se tapaba con una almohada. Al parecer quiso vestirse rápidamente pero Marie la había interrumpido.

—¿Qué le has dado?

Marie se acercó amenazante a Maria Jordan, que reculó atemorizada hasta que se sentó en su cama y aseguró entre lamentos que no había hecho nada.

—¿Nada? —gritó Marie con rabia—. ¿Ningún remedio milagroso? ¿Ni tanaceto, ni aceite de Séneca ni ningún otro veneno?

—Yo… yo… La intención era buena…

—¡Marie! —dijo Kitty con voz temblorosa—. Mira.

Había destapado a Hanna. La muchacha se había enrollado el camisón a la altura del vientre y se lo había metido entre las piernas. Parecía que lo había hecho para cortar la hemorragia, pero no le había servido de nada. El camisón estaba teñido de rojo hasta el pecho, la sábana también estaba empapada.

Marie no echó más que un rápido vistazo a la horrible escena, acto seguido apartó de un empujón a la cocinera, que no había aguantado la curiosidad y había entrado en el cuarto, y corrió escaleras abajo. Su voz agitada llegaba hasta el pasillo.

—El número del doctor Greiner, rápido. Llama a la señorita Schmalzler, Lisa. Que traiga un antihemorrágico. ¿Hola? Una llamada a la ciudad… Tres, ocho, nueve, cuatro… ¿No contesta? Inténtelo otra vez.

—¿Tan mal está, Marie? —preguntó Alicia—. ¿Deberíamos avisar al padre Leutwien?

Kitty seguía a los pies de la cama de Hanna y miraba fijamente el color rojo de la sangre. Hanna se movió, buscó la manta con la mano y gimió en voz baja.

—Me encuentro muy mal…

—Todo irá bien —dijo Kitty—. Ya estamos aquí. Te ayudaremos.

Volvió a taparla con la manta, y como Hanna tiritaba de frío, Kitty le pidió a Maria Jordan que la cubriera también con su colcha. La señorita Jordan obedeció, aunque de mala gana.

—Mi bonito edredón… Espero que no se ensucie.

—Es usted un amor, señorita Jordan —dijo Kitty—. Cuanto antes se marche de esta casa, mejor.

Con estas palabras salió del cuarto y bajó a toda prisa donde Marie.

Eleonore Schmalzler vino desde el hospital y les explicó que tenían un remedio antihemorrágico, pero que solo un médico podía administrarlo. Se trataba de un preparado muy eficaz a base de tormentila.

—Debemos andarnos con mucho cuidado, señora —le dijo a Alicia—. Si la chica se ha practicado un aborto, no puede saberse fuera de aquí. Ya me entiende…

—Gracias, señorita Schmalzler —respondió Alicia.

Marie y Elisabeth también comprendieron a qué se refería. Kitty fue la única que hizo un gesto interrogante.

—Es por esa ridícula historia del prisionero de guerra ruso —dijo Marie en voz baja—. Esperemos que ese tipo no la dejara embarazada.

—¡Dios mío! —siseó Kitty—. Qué asunto tan emocionante. ¿Un ruso? Y Hanna se lo…

—Contén esa bocaza por una vez, Kitty, solo por una vez —le suplicó Alicia—. ¡Ahí está! Han llamado a la puerta. El doctor Greiner. Ay, mis nervios. No aguantarán otra noche de estas.

Se dejó caer en una silla y, como ni Auguste, ni Humbert ni Else estaban por allí, Marie bajó a abrir.

A pesar de su avanzada edad y de lo tarde que era, el doctor Greiner había llegado a la villa a pie, ni siquiera la llovizna lo había detenido. Cuando Marie le abrió la puerta, lo primero que vio fue un gran paraguas negro sacudido por el viento.

—Buenas noches —se oyó decir desde debajo del paraguas—. O mejor dicho, buenos días. Ya imaginaba que algo así podría pasar. Así que vayamos al grano. ¿Dónde está?

Marie lo ayudó a quitarse la capa de lluvia y le cogió el sombrero. No, no lo había llamado por su suegro, que gracias a Dios se encontraba perfectamente. Se trataba de Hanna.

El doctor había sacado un pañuelo para secarse las gafas. Se detuvo en plena limpieza.

—¿Hanna? ¿Y esa quién es?

—La ayudante de cocina. La ha visto muchas veces, doctor. Pelo oscuro, ojos castaños. Cuando Humbert todavía estaba en el frente, a veces servía la mesa.

—¡Vaya!

Se lo veía contrariado. Por muy unido que estuviera a la familia, sacarlo de la cama en plena noche por la ayudante de cocina no le parecía muy apropiado.

—¿Y qué le pasa? ¿Fiebre? ¿Un accidente?

—Casi se ha desangrado.

Se puso las gafas, se las colocó bien sobre la nariz e hizo una mueca de desagrado.

—Ha enviado un angelito al cielo, ¿no?

Hasta entonces Marie había sentido aprecio por el anciano, su dedicación al hospital era ejemplar y muchas veces hacía más de lo que podía. Pero en ese momento le habría gustado echársele al cuello.

—Ayúdenos, por favor, doctor Greiner —dijo con tanta amabilidad como le fue posible.

—Solo por ser usted, joven.

Tuvieron que atravesar la sala de los enfermos para llegar al primer piso, donde el médico saludó con la mayor cortesía al resto de las damas de la casa. Johann Melzer ya se había acostado; según él, aquel asunto era «cosa de mujeres».

El doctor pasó poco tiempo arriba con Hanna. Cuando reapareció en el comedor, se encogió de hombros y comentó que había que esperar.

—Le he puesto una inyección, pero solo el cielo sabe si ayudará. Pueden enfriarle el vientre con hielo. Les diré que muchos soldados han perdido más sangre que ella, ¡y sin tanto teatro!

—Le estamos profundamente agradecidas, doctor Greiner —dijo Alicia—. Es importante que trate este asunto con discreción.

El médico aseguró que se sobreentendía, que por eso existía el secreto profesional.

—Y ahora me gustaría pedirles encarecidamente que me ofrecieran un lugar para pasar la noche; mi turno en el hospital comienza dentro de cuatro horas y veinte minutos, y no me merece la pena caminar de vuelta a casa.

—Faltaba más. ¿Se contentaría con el sofá del despacho de mi marido?

—En este momento me quedaría dormido incluso apoyado en el reloj de pared, señora.

Marie llamó a Else para que trajera almohadas y sábanas limpias, y en el pasillo esta se cruzó con una figura oscura. Era Maria Jordan, con abrigo, sombrero y una bolsa de viaje en la mano.

—Después de lo que ha sucedido hoy, he decidido buscar otro empleo —le dijo a Elisabeth—. Regresaré dentro de unos días a por mis papeles.

Se despidió de los presentes con un gesto majestuoso de la cabeza, se dio la vuelta y bajó las escaleras. Nadie la detuvo.

15 de diciembre de 1917

Mi amor:

Todos hemos leído tu breve mensaje desde Flandes con alivio. Cada noche rezo por que el destino tenga piedad de nosotros y te devuelva a mí. Ay, sabes que preferiría mil veces estar a tu lado que permanecer aquí sin poder hacer nada más que esperar. ¿Por qué no tengo alas para volar hasta donde estés? ¿Por qué mis pensamientos no me llevan a ti? Ya basta, me armaré de paciencia, como hacen miles de mujeres.

Hoy he leído en el periódico que las conversaciones de paz con Rusia continúan. De manera que el terrible cambio de régimen en el Imperio ruso también tiene su lado bueno: los nuevos gobernantes no desean librar esta guerra hasta sus últimas consecuencias. Puede que las demás naciones también entren en razón y pongan fin a este derramamiento de sangre sin sentido que acabará con toda una generación.

Aquí, en casa, nos preparamos para celebrar la cuarta Navidad en guerra. He tenido que pelearme con tu padre para lograr por fin un aumento de sueldo para nuestros trabajadores. Los negocios siguen dando resultados satisfactorios, aunque por desgracia las máquinas tienen una capacidad limitada y no podemos dar respuesta a todos los encargos. De todos modos, para nuestros trabajadores (de los cuales un setenta por ciento son mujeres) la comida caliente que se les sirve una vez al día desde hace algunas semanas es mucho más importante que el aumento de sueldo. Eso también se lo arranqué a tu padre gracias a mis artes persuasivas. Es cierto que no es más que una sopa caliente, normalmente de patata y nabo, con muy poca carne y apenas grasa. Pero muchas de las mujeres se privan de ella, se la guardan en un recipiente y se la llevan a casa para dársela a sus hijos.

Por suerte en la villa todos estamos bien. Kitty ha recobrado el ánimo y se dedica en cuerpo y alma a la pintura. Sus cuadros han adquirido una nueva intensidad, quizá el sufrimiento que ha padecido haya hecho madurar a tu hermana hasta convertirla en una verdadera artista. Elisabeth también ha cambiado, y me temo que la decisión que ha tomado te horrorizará. Está firmemente decidida a divorciarse de Klaus. Los motivos son muy diversos, todos estamos conformes con lo que se propone (incluso mamá), y creo que tú también lo entenderás cuando conozcas los detalles de la situación. Como el mayor Von Hagemann se encuentra ahora luchando en Ypres, el divorcio no tendrá lugar hasta que regrese. Lisa sigue trabajando en el hospital, que está al borde de su capacidad, y para el que se necesitarían más estancias de las que disponemos. Por otra parte, Lisa se ha propuesto formarse como profesora para dar clases en un colegio. Una vez que acabe la guerra, naturalmente. Como podrás imaginar, mamá se opone a este plan, de manera que aún no se ha dicho la última palabra al respecto. Quién sabe lo que nos deparará aún esta guerra; sin duda no es muy inteligente forjar planes prematuros que más adelante podrían desvanecerse en el aire.

Además, debo contarte que nuestra Hanna ha estado muy enferma, pero por suerte ya está recuperándose. Maria Jordan, que trabajaba como doncella para Lisa y realizaba labores de costura en la villa, se ha retirado del servicio. Se dice que ha conseguido, a través de Lisa, un empleo como cuidadora en un orfanato, lo que sin duda no cumplirá sus expectativas pero al menos le garantizará unos ingresos. Nuestro Humbert ha recuperado el humor. A menudo entretiene al servicio imitando de forma notable a distintas personas; posee un talento innato. Sin embargo, a veces, cuando hay tormenta, sufre una recaída. También es muy sensible a los ruidos: ayer la cocinera dejó caer una tapa de cazuela por descuido y le dio un susto de muerte al pobre chico.

El jardín, que con tanto esmero cuidan Gustav y su abuelo, está cubierto por una fina capa de nieve. Ahora mismo, mientras te escribo estas líneas, los copos blancos revolotean en torno a la villa, forman un colchón sobre los alféizares y convierten los viejos árboles del parque en extraños gigantes de cuento. En primavera Gustav construirá un invernadero para cultivar verduras y hierbas frescas. Entonces será también cuando Auguste dé a luz a su tercer hijo.

¡Cuántas alegrías nos dan a todos nuestros tres pequeños! Por desgracia la señora Sommerweiler ha tenido que dejarnos, de manera que ahora solo los cuida Rosa, aunque mamá, con la ayuda de Else, ejerce de abuela solícita, si bien a veces se preocupa demasiado. Los tres diablillos ya se han adueñado de la villa entera, suben y bajan escaleras, investigan las cortinas y los tapetes que cuelgan de las mesas, e incluso han conquistado la cocina de la mano de Liesel. A nuestra Dodo, después de mucho tiempo siendo pelona, le han crecido unos rizos rubios con los que se parece enormemente a su hermano. Henriette también es rubita, ¡parece que se ha impuesto la herencia paterna! Te adjunto dos dibujos que he hecho mientras mamá y Rosa jugaban con los pequeños. No son más que bocetos a lápiz de la escena. Para trabajar en ellos me haría falta más tiempo del que tengo, pero papá ha tomado varias fotografías, las revelará y te las enviará.

Para terminar, otra noticia que sin duda te alegrará. La semana pasada recibimos una carta de tu amigo Ernst von Klippstein. Ha pasado un tiempo en Berlín, en casa de unos parientes, y tiene pensado hacer una visita a la villa. Por lo visto le gustaría ser de utilidad durante el tiempo que pase aquí, pero solo si nos parece bien a nosotros. Le he escrito que estaremos encantados de recibirlo. Lo demás ya se verá.

Queridísimo Paul, me pregunto si quizá te aburro con tanta información superflua. Anhelo tu presencia, pero eso también te lo he escrito innumerables veces. ¿Serán iguales las cartas de todas las esposas en estos tiempos? Miles y miles de mujeres maldicen esta guerra que les arrebata lo más preciado que tienen en este mundo. Y sin embargo soportamos la situación, la aceptamos en silencio como el destino de todas nosotras y confiamos en que los poderosos de Europa, ya sean Ludendorff o Hindenburg, el emperador, el ministro de Exteriores británico Balfour o el presidente francés Clemenceau, entren en razón.

¿Acaso soy una rebelde? Me encantaría caminar por las calles pidiendo paz y justicia a gritos. Pero no te preocupes, no lo haré. Confiaré y esperaré. Quiero contribuir con todas mis fuerzas a que la fábrica de paños Melzer siga en pie hasta que regreses.

Un abrazo, querido mío, de tu fiel

MARIE