Chapter 33 - 31

—¡El parque entero, sí, señor!

Gustav cogió la taza azul que la señora Brunnenmayer le había llenado con café de malta y bebió un gran sorbo. Después se secó el bigote rubio. Se lo había traído de la guerra y no quería afeitárselo, a pesar de que Auguste se quejaba de que ese cepillo raspaba.

—Por todos los cielos —exclamó la señora Brunnenmayer—. Sería un escándalo, Gustav. ¡Esos viejos y preciosos árboles!

—¡Qué más da! —replicó Gustav, y cogió a la pequeña Liesel para sentarla en su regazo.

La niñita de tres años estiró el brazo hacia el plato con galletas de nueces que los señores habían cedido al servicio, y Gustav le puso media galleta en la mano.

—Chúpala —le dijo—. Están duras como el cemento.

Se ganó una mirada enojada de la cocinera, pero no pudo contradecirlo porque era cierto que le habían quedado demasiado duras. Debía de ser cosa de la harina, a saber con qué la habían mezclado. Probablemente con yeso o algo así.

—El parque antes era una zona de prados y de cultivos. Son suelos fértiles. Y hay agua más que suficiente. Es tierra fluvial.

La señora Brunnenmayer ya no le hacía caso. Cogió la sopera grande que Hanna acababa de fregar y la sometió a una atenta inspección.

—No está limpia. Abre los ojos, muchachita. Mira ahí, ¡lávala otra vez!

Hanna agarró la sopera en silencio, la sostuvo a la luz y repasó los restos de sopa pegados con el estropajo.

—¡Últimamente estás que no estás! —siguió refunfuñando la cocinera—. Dos tazas rotas, no has ido a buscar leña, y el cubo de la ceniza está lleno. ¿Dónde tienes la cabeza?

—¡Donde su amante! —exclamó Maria Jordan, que justo en ese momento entraba en la cocina.

Hanna la miró furiosa, pero no dijo nada y siguió frotando la sopera. Después apareció Auguste con el pequeño Maxl, y del otro lado llegó la señorita Schmalzler para tomarse un café rápido con los demás empleados del servicio. Humbert también se unió a ellos, había dormido tres noches sin tener pesadillas y volvía a bromear como antes.

—¿Dónde se ha metido Else?

El ama de llaves había comprobado de un vistazo rápido que no estaban todos.

—Lo más seguro es que esté en su cuarto llorando a moco tendido —conjeturó Auguste, desalmada—. Porque finalmente han dado por perdido al guapo doctor Moebius.

—¿Al doctor Moebius? —repitió la cocinera sacudiendo la cabeza—. Y yo que pensaba que a los médicos nunca les pasaba nada porque no están en el frente.

—Pero están justo detrás —explicó Gustav con conocimiento de causa—. Levantan el hospital de campaña siempre detrás de la primera línea de combate para poder atender a los heridos. Y cuando una granada lo alcanza…, ¡un desastre!

—Esperemos que esté bien —la señorita Schmalzler suspiró—. Es un médico excelente y aún mejor persona.

Sirvieron el café de malta y repartieron las galletas equitativamente entre los presentes. Como bien decía el ama de llaves, eran una gran familia. En la cocina de la villa se sentían protegidos de las injusticias de la época; la leña crepitaba en el fuego, y ellos parloteaban y se reían como siempre habían hecho. Qué suerte habían tenido de que Gustav y Humbert hubieran vuelto.

—¿Roturar el precioso parque para cultivar trigo y patatas? ¿Te has vuelto loco, Gustav? —dijo Auguste con una risotada—. Para eso necesitaríamos todo un regimiento de jardineros.

Gustav insistía en su idea. Opinaba que los viejos árboles eran para tiempos de paz, pero ahora vivían una guerra y había que ser previsores. No solo podían cultivar cereales y patatas, también verdura y fruta, quizá incluso maíz, que al parecer era el sustento de los estadounidenses, incluso hacían pan con él.

En opinión de Humbert, el pan de maíz era comida para las gallinas, y empezó a cloquear como si acabara de poner un huevo.

Maria Jordan comentó en voz alta que eso era perverso.

—No me gustan esas expresiones en la mesa, señorita Jordan —dijo la señorita Schmalzler—. Hay niños en la cocina, y también deberíamos tener cuidado con Hanna porque…

En ese instante alguien hizo sonar la campanilla de la puerta del servicio y Humbert dejó de cloquear y fue a abrir.

—Buenas tardes —dijo una voz ronca de hombre—. Busco a Hanna Weber, que trabaja como ayudante de cocina en la residencia del industrial Johann Melzer.

Se oyó toser al hombre, al parecer sufría un fuerte resfriado. En cualquier caso, había hablado en un desagradable tono oficial.

—¿En qué lío te has metido? —susurró Auguste en dirección a Hanna.

—¡Silencio! —ordenó el ama de llaves.

Todos aguzaron el oído para enterarse de lo que se decía en la entrada.

—¿Puedo preguntar quién la busca?

Las palabras de Humbert sonaron extremadamente educadas, solo quien lo conociera percibiría su ironía.

—¿Acaso no ve que soy un funcionario público? ¿Se encuentra aquí la persona a la que busco?

—¿Hanna Weber, ha dicho usted?

—En efecto. Hanna Weber.

El policía sufrió un nuevo ataque de tos, y Auguste le lanzó una mirada indignada a su marido.

—Este tipo nos va a traer aquí la tisis. Voy a llevarme a los niños donde el abuelo.

—Mejor quédate —dijo Gustav en voz baja.

Todos se volvieron hacia Hanna, que se había puesto lívida y miraba fijamente su taza de café.

—¿Y ahora qué problema tiene? ¿No querrá usted obstaculizar las diligencias? Eso puede salirle caro.

—Claro que no —exclamó Humbert, asustado—. Solo quería asegurarme. Ya sabe usted, señor agente, que en estos tiempos uno nunca es lo bastante precavido.

Se oyeron las pisadas de unas botas sólidas sobre el suelo de piedra, después el golpe sordo de la espalda de Humbert contra la pared. El policía era de estatura mediana y no llevaba casco, la chaqueta verde del uniforme le hacía pliegues porque le quedaba grande y los pantalones de montar se le abombaban sobre las botas. Avanzó dos pasos hacia el interior de la cocina, se detuvo y observó a las personas sentadas a la mesa.

—¿Quién de los presentes es Hanna Weber?

—Yo… yo soy Hanna… Hanna Weber.

La muchacha habló con un hilo de voz. Se levantó del banco sin saber si debía inclinarse ante el agente de policía o no.

—¿Puede identificarse?

Ella estaba tan nerviosa que no entendió a qué se refería.

—¿Identificarme?

—Papeles. Un pasaporte.

—Sí, sí —asintió con la cabeza—. Arriba, en el cuarto. ¿Quiere que vaya a buscarlo?

—¡Por favor!

Esas dos palabras sonaron a orden, y Hanna salió a toda prisa.

Los demás se quedaron en la cocina y dedicaron miradas frías al policía. Fuera lo que fuese lo que había hecho Hanna, aquel hombre no les gustaba ni un pelo. Humbert se frotó la espalda, el agente lo había empujado al entrar. La cocinera, que desde que Humbert había vuelto lo cuidaba como una madre, resopló. El ama de llaves fue la única que tuvo la cortesía de ofrecerle una silla al recién llegado.

—Gracias, muy amable, pero prefiero quedarme de pie. Así controlo la situación desde arriba.

Quiso reírse de su propia broma pero le entró la tos.

—Pero si está usted resfriado, señor agente —dijo Auguste en tono compasivo—. Este aire frío del otoño… Tome una taza de café de malta.

Miró de soslayo la taza que Auguste le sirvió solícita, y entonces dijo que no acostumbraba a beber cuando estaba de servicio.

—También podríamos ofrecerle aguardiente de frutas —comentó Gustav, que entendió el comentario antes que los demás.

—Lo mejor para el resfriado.

—Pura medicina.

—Un regalo de Dios.

Finalmente el policía aceptó el amable ofrecimiento y Humbert hizo aparecer como por arte de magia una botella de licor de ciruelas casero.

—A su salud, señor agente. Ojalá le siente bien.

El aguardiente había salido de la bodega de la villa y no estaba nada mal. El hombre se echó el chupito al gaznate con arrojo y declaró la guerra a los bacilos.

—Nadie se sostiene sobre una sola pierna, señor agente —comentó Humbert rellenándole el vaso.

Else, que apareció en ese momento con los ojos enrojecidos para tomar el café, se paró atónita en el umbral.

—Siéntate y cierra el pico —susurró Auguste, y tiró de ella hacia el banco.

—Este mejunje no está nada mal. Seguramente es anterior a la guerra, ¿no?

—Pues no, señor agente —dijo el ama de llaves con simpatía—. En esta ciudad seguimos elaborando nuestra cerveza y nuestros licores. ¡Ni siquiera el enemigo puede impedírnoslo!

En el rostro del policía estuvo a punto de dibujarse una sonrisa, pero en ese momento regresó Hanna, pálida y temblando de miedo. Ese aparente sentimiento de culpabilidad tan exagerado hizo que el agente adoptara de nuevo una actitud severa. Se bebió un tercer chupito de un trago y cogió el pasaporte que le tendía Hanna.

—Todo en orden —gruñó—. Hace un tiempo le enviamos una citación para que acudiera a la comisaría, señorita Weber. ¿Por qué no se presentó?

Hanna se retorció las manos y miró a su alrededor en busca de ayuda.

—Yo… yo no sé nada de ninguna citación, señor agente.

Era una pésima mentirosa. El policía la examinó enfadado y arrugó la nariz.

—¿Quién recibe aquí el correo? —preguntó mirando a las personas sentadas a la mesa.

Al fondo, en el banco, se oyó un sonido breve, como una palabra interrumpida. La señora Brunnenmayer le había dado un rápido pisotón a Else, que era quien recogía el correo por las mañanas.

—¡Ay, Dios mío, señor agente! —exclamó Humbert con gesto preocupado—. Todos los días recibimos una cesta llena de correo personal y cartas de negocios del señor director. Es fácil que se traspapele algo de vez en cuando.

El policía ya no estaba de humor y quiso saber cómo se llamaba.

—Humbert Sedlmayer. Regimiento número 11 de caballería de Wurtemberg, herido en Verdún, prisionero de guerra, ingresado en el hospital de campaña, intercambio de inválidos.

—De acuerdo, de acuerdo.

No había nada que pudiera decirse ante aquella retahíla de heroicidades por la patria, así que el policía se limitó a gruñir y solicitó hablar con Hanna a solas, o de lo contrario tendría que llevársela a la comisaría.

—Ahí, en la despensa —propuso la señorita Schmalzler—. Por desgracia no tenemos mucho sitio, porque hemos abierto un hospital en la villa.

—Por mí no hay inconveniente.

Hanna se adelantó como si se dirigiera al patíbulo, el policía se recolocó el cinturón y se alisó la chaqueta antes de seguirla. Cerró la puerta tras él con tal ímpetu que se desprendió un poco de yeso del armazón.

—Esto no se puede consentir —dijo Eleonore Schmalzler, que se había puesto roja de la agitación—. Voy arriba a avisar a la señora Melzer. ¡Por muy agente del orden que sea, aquí no puede entrar nadie sin permiso de los señores!

En cuanto salió de la cocina, Auguste, Else y también Humbert se precipitaron hacia la puerta de la despensa. Auguste se hizo con el sitio de la cerradura y los otros dos tuvieron que conformarse con pegar la oreja.

—¿Ves algo?

—Esas gruesas salchichas de Pomerania… y el jamón… El flacucho del agente tiene que estar muerto de envidia.

—Que si ves a Hanna, tonta del bote —susurró Else.

—Perfectamente. Esta ahí como pasmada y con los ojos en blanco. Mira que es boba.

—¡Cerrad el pico las dos! —las regañó Humbert.

Gustav se esforzaba por mantener callados a los niños y renunció al café que le quedaba para dárselo a ellos. La señora Brunnenmayer echó leña al fuego y comenzó a pelar las patatas cocidas por hacer algo. Maria Jordan se cruzó de brazos como si todo aquello no fuera con ella.

—Hablan de ropa vieja —informó Humbert—. De un agujero en el prado.

—Hanna se ha puesto detrás —se lamentó Auguste—. Ahora ya solo veo la espalda verde del agente. Tiene el uniforme lleno de manchas, será asqueroso…

—Calla la boca, Auguste —se quejó Else—. No oigo nada si parloteas.

—¿Un agujero? —preguntó Gustav mientras Liesel le tironeaba del bigote.

—Un… un prisionero de guerra que se ha escapado —dijo Humbert—. Un ruso. Han encontrado su ropa. Por donde las viejas cocheras.

—No me digas —susurró la señorita Jordan, y contuvo el aliento como si quisiera retener algo que había estado a punto de decir.

La puerta que conducía al hospital se abrió y la señorita Schmalzler apareció con Alicia Melzer. Auguste se apartó de un salto de la cerradura y chocó con Else. Humbert consiguió retirarse con elegancia.

—¿Aquí? —preguntó Alicia.

Saludó a los presentes con la cabeza. En otra época sin duda se habría disculpado por entrar en la cocina, ya que aquellas estancias eran los dominios del servicio. Sin embargo, desde que funcionaba el hospital había relajado las costumbres.

—En la despensa, señora —respondió el ama de llaves.

Alicia se dirigió a la puerta sin vacilar y llamó con los nudillos de forma más bien enérgica.

—Adelante.

Abrió la puerta y Gustav vio al agente entre dos salchichas colgadas de la barra. El hombre tapaba a Hanna, de la que solo se veía el pie izquierdo en su zueco de madera.

—¡No salgo de mi asombro! —exclamó Alicia Melzer con énfasis—. ¿Es costumbre entre la policía colarse por la puerta del servicio en la propiedad de una familia intachable?

El agente se guardó el lápiz en el bolsillo interior de la chaqueta y cerró el cuaderno. Respondió que estaba en misión oficial, que se trataba de un crimen contra el ejército del emperador y la seguridad nacional.

—No me importa de qué se trate —replicó Alicia en tono señorial—. Lo adecuado habría sido anunciar su llegada y luego informar sobre sus intenciones. La policía también debe cumplir la ley y actuar con decoro.

El agente no replicó. Los Melzer todavía poseían muy buenos contactos en Augsburgo y no tenía ninguna intención de meterse en problemas.

—Ya hemos terminado —declaró, y se volvió hacia Hanna—. Puede continuar con su trabajo, señorita Weber.

En un primer momento, Hanna no se atrevió a pasar por su lado. Cuando el hombre se apartó, ella se deslizó rápidamente fuera de la despensa y se acurrucó en el banco junto al fuego.

Al ver que todas las miradas se dirigían a ella, se encogió como si deseara hacerse invisible.

—¿Puedo saber de qué se trata? —preguntó Alicia.

El policía vaciló, pero decidió darle una respuesta. Sin duda sería mejor para él no alterar aún más a la dama.

—Una simple consulta, señora. Rumores, nada más. La acusación de una trabajadora de la fábrica.

La señora se estaba impacientando. Leo tenía un poco de fiebre y Henni acababa de vomitar el desayuno. Estaba preocupada y quería que el doctor Stromberger examinara a los niños. Y ahora ese hombre la retenía con sus tonterías.

—¿Qué acusación, señor agente?

—Bueno… —Le entró la tos—. Se ha dicho que la señorita Hanna Weber mantenía una relación íntima con un prisionero de guerra. Un tal… Grigorij Shukov. El tipo huyó en la noche del 13 al 14 de septiembre.

La señora Melzer se puso tiesa. El auxilio en la huida de un prisionero de guerra se castigaba con la pena de muerte. A las mujeres que se relacionaban con ellos las metían en prisión y les cortaban el pelo. Una vergüenza espantosa que no podía ni debía tener cabida en la villa.

—¡Eso no son más que calumnias! Nuestras empleadas no corretean por ahí en la oscuridad. De hecho, la villa se cierra por las noches.

—No me cabe la menor duda, señora. Pero una criada podría hacerse con la llave.

—El día 13… fue el jueves de hace dos semanas —dijo la señora Brunnenmayer—. Esa noche estuvimos todos despiertos.

Se detuvo por no herir los sentimientos de Humbert, porque el motivo de que no hubieran dormido esa noche fue que él había sufrido otro ataque.

—¡Ajá! —dijo el policía—. ¿Así que son ustedes testigos de que la señorita Weber estaba en la villa?

Silencio. Por mucho que quisieran ayudar a Hanna, un falso testimonio era algo que había que pensarse muy bien. Auguste explicó que vivía fuera de la villa con su familia y que no podía decir nada al respecto. Else se encogió de hombros, la señora Brunnenmayer titubeó y Eleonore Schmalzler tampoco estaba segura.

La señorita Jordan lo tenía más complicado. Si encerraban a Hanna, entonces la chica les contaría que llevaba meses durmiendo en su cuarto. Pero si intercedía por ella, se delataría. Maldita encrucijada.

—Yo —dijo Humbert rompiendo el silencio—. Yo soy testigo de ello. Yo la vi. Aquí, en la cocina. Me preguntó qué tal estaba.

—¡Vaya! —comentó el policía con una sonrisilla incrédula—. ¿Y qué hacía usted en la cocina en plena noche, señor Sedlmayer? ¿Acaso vino a pelar patatas?

Humbert le dirigió una mirada llena de odio. ¡Ese traidor se había librado del servicio militar y ahora se dedicaba a complicar la vida a las personas decentes de su propio país!

—Sufro ataques de pánico, señor agente. A consecuencia de la guerra. Todos los presentes pueden atestiguarlo.

—Por desgracia es verdad —confirmó el ama de llaves—. En el hospital hay varios casos similares.

—Esta maldita guerra —dijo la señora Brunnenmayer.

—Seguro que ya lo sabe, señor agente. Usted también habrá servido al emperador y a la patria —añadió Gustav en tono inofensivo.

—Por supuesto —murmuró el policía—. Pues ya hemos aclarado que la señorita Hanna se encontraba aquí durante la noche en cuestión.

Todos asintieron unánimes. Lo recordaban a la perfección. Hanna había pasado esa noche en la villa. La muchacha también asintió desde el banco de la cocina.

—Eso mismo le decía yo —comentó Alicia Melzer, aún enojada—. Nuestros empleados son leales a la patria, es importante para nosotros. Quien sea que haya difamado a Hanna ha mentido con alevosía.

El hombre chocó los talones para darse un aire militar.

—Señora, espero que no se lo tome a mal. Debo cumplir con mi deber, aunque en ocasiones no resulte fácil.

—Por supuesto —respondió Alicia con frialdad—. ¡Todos cumplimos con nuestro deber! Cada uno a su manera.