Chapter 32 - 30

Kitty levantó pesadamente la cabeza y parpadeó. Auguste había cerrado mal las cortinas una vez más y una franja deslumbrante de sol atravesaba la habitación.

—Kitty, cariño —la llamó su madre al otro lado de la puerta—. Baja al salón, nos han servido café recién hecho. Y pastelitos de nueces con miel para acompañar.

En la franja de luz bailaban partículas de polvo, chispitas doradas que revoloteaban de arriba abajo como si celebraran algún acontecimiento. Kitty puso una mueca de dolor y se llevó el dorso de la mano a la frente.

—No tengo apetito, mamá.

Oyó suspirar a su madre. ¿Por qué se empeñaban todos en hacerla sentir mal por estar sufriendo? ¿Acaso pensaban que disfrutaba de ser infeliz? Ni siquiera Marie la entendía; en lugar de consolarla, le había hecho reproches. ¿Por qué no iba a tener derecho a abandonarse a la tristeza? ¿Por tener una hija? Qué tontería. La señora Sommerweiler cuidaba de Henni, que jugaba con Dodo y Leo. Siempre que mamá apareciera de vez en cuando por el cuarto de los niños, la niña estaría bien atendida.

—Pero, Kitty, no me dejes sentada ahí sola. Marie y papá están en la fábrica, y Lisa se ha marchado al hospital.

Eso se le daba muy bien a mamá. Ahora la mala era ella, Kitty, la que dejaba a su pobre madre sola en el salón rojo con su café y sus pastelitos de nueces. Se incorporó y, enfadada, tiró dos pequeños cojines de seda al suelo.

—Mamá, no me encuentro bien. Me gustaría estar sola. Entiéndeme, por favor. No tiene nada que ver contigo.

—Por supuesto… Recupérate, cariño. Duerme y descansa. El sueño es la mejor medicina. ¿Quieres que llame al doctor Schleicher?

—¡No!

Lo que faltaba. Ese petimetre que le hacía todas las preguntas habidas y por haber. Que si soñaba. Que si le gustaba pasear por el bosque. Que si le daban miedo las serpientes y los gusanos. Antes solía contarle todo lo que quisiera saber, pero ahora que el destino la había golpeado de ese modo, podía guardarse sus preguntas. Y sus pastillas para dormir. Que se las tomara él.

Sí, soñaba. Más de lo que le gustaría. Los sueños solían llegar cuando ya llevaba un rato dormida, entonces surgían de la suave oscuridad como espíritus malignos y se apoderaban de ella. A menudo veía un lago de montaña, aguas cristalinas y profundas en las que se reflejaban las cumbres nevadas y los abetos verdes de las orillas. Era una vista preciosa, las imágenes flotaban en la superficie del agua, sin temblar lo más mínimo. Pero al acercarse, el agua se oscurecía de pronto, la hierba de la orilla se convertía en barro, y las olas feas y sucias del lago le llegaban a los pies. Sin embargo, lo peor era que en el agua cenagosa pululaban innumerables criaturas, lagartos de cola larga y peces resbaladizos que la miraban con los ojos muy abiertos. Entonces intentaba huir desesperada, pero ya sabía que las patas esmirriadas de los lagartos rodearían su cuerpo y la harían caer. No sabía muy bien qué pasaba con ella entonces, pero en cualquier caso era horrible, seguramente se la comían. Después se despertaba atemorizada y bañada en sudor, y se quedaba tumbada boca arriba sin atreverse a dormir de nuevo.

En una ocasión, Humbert le había subido una taza de caldo de pollo a la habitación y ella, por algún motivo, le preguntó si él también tenía esos sueños tan espantosos. Quizá se lo vio en la cara, ya que el pobre había adelgazado mucho y le había cambiado la expresión.

—¿Sueños? Oh, sí, señora. Todas las noches. No puedo hacer nada para evitarlo. En algún lugar de mi cabeza hay una puerta, y cuando se abre, entran por ahí.

Kitty estaba fascinada. A ella le pasaba lo mismo. Le preguntó con qué soñaba.

—Sobre todo con ratas, señora. Animales muy graciosos, sentados sobre las patas traseras, sostienen pedacitos de pan con las delanteras y los mordisquean. Se asombraría de la habilidad con la que giran los trozos de comida con las patitas. Y al mismo tiempo menean su nariz rosada y los largos bigotes.

Le pareció una descripción muy interesante. ¡Aj! ¡Ratas! Qué asquerosidad. ¿Qué tenían de graciosas? Transmitían la peste.

—También suelo ver olas negras, crestas y valles de lodo marrón. Se mueven como un mar inmenso y arrastran a mucha gente hasta la orilla. Personas grises de ojos muy abiertos y mirada fija tumbadas sobre la hierba verde. También hay cascos rotos, pedazos de fusiles, cartuchos, y entre todo eso crecen amapolas rojas.

Sonaba horripilante, y le recordó un poco al lago malicioso. Quiso saber qué hacía Humbert cuando estos sueños lo asaltaban por la noche.

—No lo sé, señora. Me vuelvo a dormir. Después suelo despertarme en mi cama. Pero a veces aparezco sentado debajo de la mesa de la cocina y no tengo la menor idea de cómo he llegado allí, se lo juro.

—Qué extraño. Deje el caldo de pollo en esa mesa, Humbert. Y muchas gracias.

Sostenía la taza con la mano izquierda por miedo a que el caldo se derramara. Aún tenía la derecha entumecida. Pero, cuando se inclinaba, tenía el mismo aspecto elegante de siempre.

—Con mucho gusto, señora. Le deseo lo mejor. A usted y a sus sueños.

Qué tipo tan raro. Muy amable pero algo extravagante. Eso decía Alfons siempre. Alfons… Sintió el dolor acostumbrado que la atravesaba cada vez que pensaba en él. Nacía en la zona del estómago, ascendía rápidamente y le hinchaba algo en la garganta que la obligaba a tragar. Entonces solía echarse a llorar, se le contraía el cuerpo, y el dolor no desaparecía hasta que pasaba un rato. Ay, había tantas cosas que le hacían pensar en Alfons… Por toda la habitación había tonterías que él le había regalado durante su breve noviazgo. Pañuelitos de seda, frascos de perfume, un abrecartas con mango de marfil, un bolso verde cardenillo de piel de serpiente teñida, siete pequeños elefantes de alabastro. Le había dicho que le traerían suerte.

Se enamoró de él cuando ya estaban casados. Qué locura. Qué injusticia. Apenas habían tenido un mes de luna de miel, después se marchó a la guerra. Jamás habría creído que lo echaría tanto de menos. Durante ese único y feliz mes lo había sido todo para ella. Padre y hermano, amigo, amante. Se había convertido en su otra mitad, todo lo que hacía, creía y esperaba giraba en torno a Alfons, y él le devolvía esa confianza con creces. ¡Qué poca habilidad había demostrado en la noche de bodas! No, no era un amante experimentado, pero eso le gustaba. Ella era su profesora, y el alumno aprendía rápido…

Había sido un error pensar en las noches que pasó con Alfons, ese horrible dolor volvía a subirle por la garganta, enseguida le brotarían las lágrimas. Llorar la afeaba, se le hinchaban los párpados, le salían manchas en las mejillas, después parecía un bollo mal horneado. Pero ¿a quién le importaba qué aspecto tenía? Era infeliz, sin Alfons ya no merecía la pena vivir.

—¿Kitty? ¡Kitty!

Sollozaba tan fuerte que al principio no reconoció la voz de Marie. Ay, Marie. Tampoco ella era la dulce amiga del alma de antes, había resultado ser una desalmada. No quería que entrara en la habitación.

—La… larg… o… de a… aquí —acertó a decir entre sollozos.

Al parecer Marie no la oyó, porque ya estaba junto a la cama.

—¿No crees que es un poco exagerado estar en la cama llorando en pleno día?

A pesar del llanto, a Kitty le indignaron sus palabras. ¡Qué crueldad! ¡Cómo se podía ser tan insensible! Cuánto había cambiado Marie. Se había convertido en una bruja malvada que se burlaba de su sufrimiento.

—Por Dios, Kitty, Todos comprendemos y respetamos tu dolor. Pero no eres la única que ha perdido a su marido en esta guerra. Es un destino al que se enfrentan mujeres en toda Europa, incluso en América, en las colonias…

Kitty le lanzó un cojín a modo de respuesta, pero Marie no se inmutó. Lo atrapó y lo dejó sobre el sofá azul claro. Después se acercó a la ventana y abrió las cortinas. El sol dorado de otoño inundó la habitación, tan cálido y lleno de vida que casi resultaba insultante.

—Vu… vuelve a cerrar las cor… cortinas.

No pudo seguir hablando porque le goteaba la nariz. Rebuscó debajo de la almohada y sacó un pañuelo.

—Y des… después lar… largo de… aquí… bruja… cataplasma… —berreó en su pañuelo.

—¡Ni hablar!

Kitty siguió llorando, más de rabia que de tristeza. Tocó todos los registros de la desesperación, se llevó la mano a la frente, al corazón, se dejó caer sobre los cojines y, al ver que Marie seguía impasible junto a la cama, comenzó a chillar.

Marie aguantó donde estaba y esperó. La puerta del cuarto se abrió tras ella y Lisa contempló la escena atónita.

—¡Fueraaa! Laaargo de aquí. Aaaaaah.

Marie se volvió hacia Elisabeth y ambas intercambiaron una larga mirada. Kitty vio la sonrisa burlona de Lisa. Su cruel hermana se encogió de hombros y, antes de retirarse, le dirigió dos palabras a Marie:

—¡Puro teatro!

Kitty se sentía al borde de la extenuación. Pronto se desmayaría, así vería Marie lo que había conseguido. Clavó los dedos en la colcha y aspiró profundamente.

—¡Qué diría Alfons si te viera así!

Se hundió en los cojines, completamente agotada y desesperada.

—No puede verme. Alfons está muerto… muerto… muerto… —graznó.

Entonces Marie por fin se sentó en el borde de la cama y la abrazó. Qué agradable era que la mecieran como a una niña y escuchar las suaves palabras de consuelo de Marie. Kitty se estrechó contra su cuñada, a la que acababa de llamar bruja y cataplasma, y se abandonó por completo a su anhelo de calor y protección.

—Querida, todos sabemos lo triste que estás. Pero Alfons no habría querido que te convirtieras en una escuchimizada fea y enlutada.

Kitty tragó saliva. Le dolía la garganta de tanto chillar. Se notaba la cara hinchada. Seguro que parecía una albóndiga.

—No… no estoy escuchimizada —dijo con voz ronca.

Marie sonrió y la apretó contra sí.

—Pero, como sigas así, pronto lo estarás. Mira cómo vas. Despeinada y en bata. ¿Cuándo fue la última vez que te vestiste como es debido?

—Hace un par de días nada más. O hace una semana.

Ese día Gertrude Bräuer había ido de visita con su marido. Ambos estaban profundamente afligidos, sobre todo Edgar Bräuer. Parecía tan abatido que causaba preocupación. Querían ver a la pequeña Henni y jugar un poco con ella. Kitty apareció con un vestido de mañana azul que llevaba años colgado en su armario y que en realidad había descartado hacía tiempo. Cuando sus suegros le pidieron que los acompañara a visitar la tumba de Alfons en el cementerio de Hermanfriedhof, ella rehusó.

—Fue muy cobarde por tu parte, Kitty. Están destrozados, tu deber era estar a su lado.

Kitty se refrescó las mejillas con una toallita humedecida con agua de colonia.

—Odio los cementerios, Marie —se defendió llorosa—. Y, además, el pobre Alfons no está enterrado allí. Nadie sabe dónde está su sepultura. Está en una fosa en algún lugar de Francia. ¿De qué sirve una tumba en Augsburgo?

—Creo que necesitan un lugar donde expresar su dolor.

—Yo para eso prefiero mi cama —gruñó Kitty.

Marie la abrazó más enérgicamente, incluso la sacudió un poco.

—¡Eso se acabó!

—¿Por qué? —se lamentó Kitty.

—Porque no conduce a nada. Que te acurruques en la cama como un bebé no traerá de vuelta al pobre Alfons. ¡Despierta de una vez, Kitty! Todavía eres joven, guapa, y naciste con un gran talento.

Kitty parpadeó y se secó los ojos. Qué hinchados tenía los párpados. Le dolían cuando se los frotaba.

—¿Qué talento?

—¿Qué pregunta es esa? —exclamó Marie, alterada—. ¿Acaso has olvidado que eres artista? ¿Pintora?

Kitty se encogió de hombros, pero miró de reojo el caballete relegado a un rincón desde hacía meses. La idea de coger un pincel la paralizaba. El olor de la pintura. La paleta sucia. Trementina. El lienzo en blanco.

—Ah, te refieres a eso. No es nada especial. No son más que borrones.

Marie la agarró de los brazos y la incorporó. Clavó en ella sus ojos oscuros. Tenía tanta fuerza de voluntad que a veces daba miedo.

—No tienes derecho a despreciar ese don que Dios te ha concedido, Kitty. Recuerda lo mucho que Alfons te admiraba por ello. Quería que pintaras, ¿no te acuerdas?

Eso era cierto. Estuvo a punto de echarse a llorar otra vez, pero la mirada penetrante de Marie la detuvo. Alfons la había observado pintar muchas veces y siempre la animaba. Además, en Francia le había comprado todos aquellos magníficos cuadros.

—Sí —murmuró con la cabeza gacha—. En eso tienes razón, Marie. Lo… lo había olvidado.

—¿Y bien?

Kitty lanzó un largo y profundo suspiro.

—Puedo intentarlo.

El gesto severo de Marie se relajó, sonrió y le acarició la cabeza a Kitty. Le aconsejó que empezara por peinarse porque tenía el pelo enmarañado. Y un baño tampoco le vendría mal. Ponerse guapa. Ir a ver a Henni. Y después sentarse un rato con mamá, que estaba muy sola y necesitaba compañía.

—Sí, sí… —dijo Kitty.

Trató de esbozar una tímida sonrisa y volvió a sentirse horrenda de tan hinchada como estaba. En efecto, no servía de nada pasarse los días llorando. Marie tenía razón. Ya podía llorar como una magdalena que nada cambiaría. Al día siguiente sería lo mismo.

—Te enviaré a Auguste para que te prepare un baño y se ocupe de tu pelo.

—Vale, vale.

Marie la abrazó una vez más y le dijo al oído que era una chica muy valiente y una artista excepcional. Después salió y Kitty la oyó llamar a Auguste desde el pasillo.

Lentamente apartó la colcha, se sacudió el pelo suelto, se rascó, parpadeó hacia la luz deslumbrante. El sol de otoño atravesaba la ventana en diagonal. ¿Se habrían teñido ya las hojas del parque?

Cruzó descalza la habitación, encontró la bata por casualidad y se la echó sobre los hombros. No, el parque conservaba su verde oscuro, solo el viejo roble tenía un par de hojas color amarillo rojizo. Se apartó de la ventana y se acercó vacilante al caballete. Pasó dos veces por delante, cogió indecisa un cepillo para peinarse, pero enseguida volvió a dejarlo encima del tocador. Entonces se armó de valor y contempló el cuadro empezado. Bah, un paisaje primaveral en algún lugar de Italia; lo había copiado de una fotografía que había encontrado en un libro.

Sacó un nuevo lienzo, se distanció dos pasos y observó la superficie en blanco. Allí estaban. Surgían de la nada y la miraban fijamente. Los lagartos y los peces. Se apelotonaban, las cabezas muy juntas, como si intentaran respirar. Una amalgama marrón grisácea de cabezas con escamas y ojos acusadores.

Cuando Auguste entró en la habitación media hora después para avisarle de que había preparado un baño caliente, Kitty estaba frente al caballete y trazaba los contornos con un lápiz fino.

—Sí, sí… —dijo en tono ausente.

Estaba tan concentrada que ni siquiera se dio la vuelta.