—¿Por qué has tardado tanto? —increpó Else a Hanna—. ¡Hace un cuarto de hora que te espero bajo la lluvia! Si ya no podemos conseguir carne ni embutido, le diré a la señora quién tiene la culpa.
Else estaba de mal humor y no tuvo miramientos a la hora de desahogarse con Hanna. Así era Else, supuestamente tan callada y discreta. Nunca se atrevía a rechistarle a la imponente Auguste, ni siquiera a la enérgica cocinera. Con los señores mostraba una devoción absoluta. Hanna, en cambio, que recibía críticas y castigos constantes, era para la doncella Else su cabeza de turco.
Hanna arrastraba una gran cesta con asas y en su interior había metido un saco de cretona gruesa con la esperanza de pescar unas cuantas patatas.
—Aún tenía que lavar los platos y recoger un cubo de carbón —le dijo a Else, que la esperaba con el sombrero y el abrigo puestos bajo el portal de la entrada. En realidad no podía estar ahí, pues el personal utilizaba las dos entradas laterales. Para estar esperándola bajo la lluvia, no tenía ni una gota en el abrigo.
—Vaya tiempo —se lamentó Else al salir de su rinconcito para ponerse en camino con Hanna—. No para. Lo raro es que no me haya resfriado. Camina como es debido, Hanna. Me estás salpicando la falda. ¿Puedes hacer algo como Dios manda? Ni siquiera sabes andar. Vigila que la cesta no…
Soltó un grito, abrió los brazos en un gesto extraño y se tambaleó hacia delante. El viento había arrancado una rama seca del viejo castaño, había caído en el camino y la hizo tropezar, con tan mala suerte que pisó un charco y se mojó el zapato izquierdo, que ya tenía un agujero.
—Ten cuidado, Else —dijo Hanna, muy seria, disimulando su satisfacción—. Hay una rama en el camino.
¡Cómo se puso Else! Era evidente que Hanna no tenía culpa alguna de aquel percance, pero por lo visto siempre había un motivo para reñirla. Que si hablaba demasiado alto, que si era torpe, que si al fregar la noche anterior había roto una de esas copas de champán tan caras y refinadas.
Mientras atravesaban el jardín hasta la calle, Hanna tuvo que oír unos cuantos reproches. Sin embargo, apenas prestaba atención, pues pensaba en lo desagradable que tenía que ser andar con el zapato empapado. Además, el dobladillo de la falda de Else también había recibido su parte.
Cuando salieron a la calle vio a lo lejos, por encima de fábricas, cobertizos y campos de manzanos, el techo puntiagudo de la puerta Jakober. Con la lluvia, las casas y las torres de la ciudad se habían teñido de gris oscuro y el cielo resultaba amenazador. Hanna se colocó bien el pañuelo que se había puesto sobre la cabeza y los hombros para protegerse de la lluvia. Tampoco ayudaba mucho que la llovizna atravesara fácilmente el tejido. En eso, por desgracia, Else llevaba razón.
—Mira que disgustar a nuestra joven señora. Justo ayer fue madre…
Qué bobadas decía Else. Seguro que a la joven señora Melzer le daba igual que hubiera once o doce copas de champán. Siempre estaba de parte de Hanna, igual que el joven señor. Cuando tuvo aquel accidente horrible en la fábrica, él la llevó al hospital. Era buena persona, a diferencia de su padre, que siempre estaba enfurruñado y echaba broncas a los empleados. El director Melzer solo era cauteloso con la cocinera, la señora Brunnenmayer. Esa mujer era especial, conocía todos los secretos de los fogones. También podía echar buenas reprimendas, pero era abierta y sincera, y nunca parloteaba a espaldas de nadie. Eso lo hacía Else, y también Auguste, que era una mentirosa. Con ella había que ir con cuidado, sobre todo ahora que su marido, Gustav, estaba en el campo de batalla. Antes de que lo llamaran a filas, Auguste era muy distinta. Alegre, a veces incluso bondadosa. Ahora se había convertido en un monstruo.
Entraron en la ciudad por la puerta Jakober y vieron con envidia cómo un matrimonio joven subía a una limusina y se iba. Qué suerte no tener que empaparse. Ya no había muchos vehículos privados porque el carburante se necesitaba para el ejército, pero los ricos, como el banquero Bräuer, podían conseguir gasolina. Sin embargo, toda su fortuna no logró impedir que el joven señor Bräuer tuviera que ir al campo de batalla como los demás.
En la Maximilianstrasse había un puesto donde se distribuían patatas. Se había formado una larga cola, sobre todo de mujeres, pero también había niños, ancianos y lisiados de la guerra. Los valiosos tubérculos aguardaban en sacos en un camión, y dos hombres uniformados habían colocado una balanza sobre una caja de madera y pesaban las patatas.
—Hay muy pocas —calculó Else—. Tienes que decir que somos diez personas, incluida una madre que dio a luz ayer mismo. Aquí tienes el dinero. ¡Y vigila que no te tomen el pelo!
Else le arrancó el cesto de la compra, le puso el saco en las manos y le dio un empujón en dirección a la fila. Hanna se colocó muy formal detrás y tuvo la deprimente sensación de estar aguantando bajo la lluvia en vano. Había más de treinta personas, y encima se coló una viejecita que temblaba tanto que nadie tuvo el valor de echarla. Hanna miró a Else con envidia: se dirigía a la panadería para comprar pan recién hecho y tal vez incluso panecillos, con ese delicioso olor. Luego iría a buscar leche y mantequilla, aunque seguramente solo recibiría ese asqueroso sucedáneo de manteca del que tanto se quejaba siempre la señora Brunnenmayer.
—Mira esa gentuza perezosa —dijo una mujer con un abrigo azul de lana que estaba un poco más adelantada en la fila que Hanna—. En vez de trabajar, se pasan el tiempo ahí sentados de cháchara.
Hanna miró intrigada en la dirección que indicaba el dedo de la mujer. Había unos trabajadores ocupados en mejorar el pavimento de la calle, figuras empapadas por la lluvia, ataviadas con ropa andrajosa; a algunos les chorreaba el cabello porque ni siquiera llevaban gorro. Eran prisioneros de guerra vigilados por dos uniformados de la reserva.
—Están haciendo una pausa —dijo un joven. Estaba muy pálido y más tieso que una vela. Sin embargo, al moverse se balanceaba de un modo peculiar porque en la pierna derecha llevaba una prótesis—. Son unos pobres desgraciados. Tampoco han hecho otra cosa que ir al campo de batalla por su patria.
—Rusos mugrientos —insistió la mujer del abrigo de lana—. Piojosos y descarados. Ya ves cómo miran a las chicas. ¡Ten cuidado con ellos, pequeña!
Se refería a Hanna, que observaba con los ojos abiertos como platos y llenos de compasión a aquellos hombres exhaustos. Los prisioneros de guerra no le parecían peligrosos, más bien hambrientos y sin duda enfermos de nostalgia. Esa guerra era una locura. Al principio estaban todos entusiasmados: «Les vamos a dar una buena a los franceses», se decía. Y: «En Navidad ya estaremos de vuelta en casa». La joven señora Melzer y sus cuñadas fueron a la estación de tren, y Else, Auguste y ella, Hanna, prepararon cestas con bocadillos y pasteles para agasajar a los soldados que se dirigían al oeste en largos trenes. Agitaban banderitas, todos estaban como ebrios. Por el emperador. Por nuestra patria alemana. No había clase en los colegios; eso a Hanna le gustó. Dos de sus hermanos se habían alistado voluntariamente y se sintieron muy orgullosos cuando les pasaron revista con el uniforme puesto. Fallecieron en el primer año de guerra, el mayor por una fiebre y el más joven cayó en algún lugar de Francia, junto a un río que se llamaba Somme. Nunca vio París. Le había prometido a Hanna que le enviaría una postal cuando entraran victoriosos en la capital francesa.
Ahora, en el tercer año de guerra, Hanna había comprendido hacía tiempo que los habían engañado. Cómo iban a estar de vuelta por Navidad. La guerra se había estancado, estaba agazapada como un espíritu malvado en la tierra y devoraba todo lo que podía: pan y carne, hombres y niños, dinero, caballos, gasolina, jabón, leche y mantequilla. Nunca parecía darse por satisfecha. Acumulaban ropa vieja, metal, goma, huesos de fruta y papel. También se codiciaba el cabello de mujer. Solo faltaba que les arrebatara el alma, si es que no lo había hecho ya…
—No te quedes embobada, niña —dijo el joven de la pierna de madera—. Eres la siguiente.
Hanna dio un respingo y comprobó que la espera no había sido en vano. El hombre pesó dos libras de patatas y la señaló con un gesto amenazador de la cabeza.
—Son veinticuatro peniques.
—Pero necesito más patatas —dijo Hanna—. Somos diez personas, entre ellas una mujer que ayer tuvo gemelos.
Se oyeron gritos de enojo y risas por detrás. Otro tenía seis niños hambrientos en casa y los padres mayores.
—¿Gemelos? —exclamó un gracioso—. ¡Yo soy quintillizo!
—Y yo centillizo…
—¡Calma! —gritó enfadado el hombre de la balanza. Estaba cansado y le dolían los brazos—. Dos libras. O eso o nada. Punto.
Las patatas, que rodaban en el saco de Hanna, eran muy pequeñas. Calculó que tocarían a dos por cabeza.
Alguien la apartó de un empujón. El siguiente recibió sus dos libras de patatas y ella echó una mirada rápida al camión y vio que quedaban pocos sacos. Else volvería a echarle una reprimenda, pese a que no era culpa suya que no le hubieran dado más. Se quedó quieta, indecisa, pensando si debía volver a la cola, tal vez el hombre no la reconociera y le diera dos libras más. Entonces se percató de que alguien la observaba. Era una mirada fija de unos ojos oscuros y extraños, y procedía de uno de los prisioneros de guerra, que había tenido que volver al trabajo. Un muchacho delgado, bastante pálido, al que le crecía una pelusilla oscura en el mentón y las mejillas. Estaba ahí plantado con las piernas abiertas, la observaba y le sonrió durante un instante, luego alguien le dio un empujón en el hombro y él agarró el pico, lo levantó y se puso a romper el pavimento. Trabajó un rato sin interrupción, golpeaba con furia los adoquines, y a Hanna la sorprendió que alguien que sin duda apenas comía nada decente pudiera tener tanta fuerza.
«Un ruso», pensó. Pero un ruso muy guapo. Aunque piojoso sí que era.
—¡Mírala! —gritó una voz femenina que conocía bien—. ¿Estás mirando a los hombres? Menuda pieza he criado. ¿Es que ya eres demasiado refinada para saludar a tu madre?
Hanna se dio la vuelta y vio aterrorizada que su madre tenía el rostro colorado y el sombrero mal puesto. ¿Acaso ya estaba borracha a primera hora de la mañana?
—Buenos días, mamá. ¿Tú también has venido a comprar patatas?
Notó el aliento impregnado de alcohol y confirmó sus sospechas. Grete Weber había sido despedida de la fábrica el año anterior, como tantas otras. Desde entonces todo se le hacía cuesta arriba.
—¿Patatas? —gimió su madre, y soltó una risotada—. ¿De dónde iba a sacar dinero para comprar patatas? Ya sabes que no gano nada, niña. Tu patrón, el joven director Melzer, me echó. Después de estar fielmente diez años en la hiladora haciendo mi trabajo con diligencia, me echó a la calle sin más.
Hanna calló, sabía por experiencia que no tenía sentido contradecirla, aunque su madre contara un montón de mentiras. ¿Qué decía de estar fielmente diez años trabajando con diligencia? Si por lo menos no gritara tanto, no se enteraría todo el mundo de que estaba como una cuba. ¿De dónde sacaba el dinero para el aguardiente? Su padre estaba en el campo de batalla, y los dos hermanos mayores se alojaban en casa de una tía en Böblingen.
—Eres mi único apoyo, mi Hanna —confesó llorosa la tejedora, que agarró del brazo a su hija—. Todos se han ido. Están arruinados. Muertos. Me han dejado sola. Paso hambre y frío…
—Lo siento, mamá. Cuando reciba mi sueldo, te daré algo. Pero será a final de mes.
—¿De qué hablas? Acabamos de pasar fin de mes. ¿Me estás mintiendo, Hanna? ¿A tu propia madre? ¿La que un día te salvó de la tumba?
Su madre la agarraba tan fuerte que Hanna tuvo que apretar los dientes para no soltar un grito. Intentó zafarse de ella, pero Grete tenía una fuerza sorprendente a pesar de la borrachera.
—¡Dame el dinero! —vociferó, y empezó a zarandearla—. ¡Dámelo! ¿Vas a dejar que tu madre se muera de hambre, desagradecida? Mira qué zapatos tan finos lleva. Y un pañuelo de lana buena. Pero su madre que lleve harapos…
—Solo lo quieres para comprar aguardiente —le espetó Hanna, que intentaba liberarse a la desesperada.
—¿Eso me dices? —gritó la tejedora, fuera de sí—. ¿Eso le dices a tu propia madre? ¡Pues aquí tienes!
La bofetada pilló a Hanna por sorpresa, y fue fuerte. Su madre había criado a cuatro chicos y una niña, sabía pegar. Hanna se apartó, gritó del susto y se le cayó el saco de patatas. Se agachó presurosa para recogerlo, pero antes de que se diera cuenta su madre se había hecho con el botín.
—De momento me llevo esto, y mañana iré a la villa a recoger el dinero.
—¡No! —gritó Hanna, que intentó arrebatarle el saco—. Las patatas no son mías, son de los señores. Devuélvemelas.
Fue inútil. Grete Weber ya estaba al otro lado de la calle, y en ese momento pasó un carruaje cargado con barriles de cerveza. El viejo caballo iba al trote y Hanna estuvo a punto de chocar con él.
—¿Estás ciega y sorda, niña? —la reprendió el cochero, furioso—. Siempre son las mujeres las que no prestan atención.
Como era de suponer, su madre había desaparecido entre las casas cuando el carruaje por fin dejó libre el paso. Aun así, aunque la hubiera alcanzado, Grete Weber no le habría devuelto el saco por voluntad propia y habrían tenido una pelea.
«Cambiará las patatas por aguardiente. Irá al primer bar que encuentre y regateará», pensó Hanna, angustiada.
Era horrible tener una madre así. Por lo menos Else no había presenciado la escena; de lo contrario, luego contaría en la cocina que Hanna procedía de los «bajos fondos» y que debía andarse con cuidado si no quería volver allí de nuevo. Lo cierto es que hubo una época en la que su madre sí era muy trabajadora. De eso hacía mucho tiempo, pero Hanna lo recordaba bien. Entonces era su padre el que siempre estaba borracho y les pegaba. Su madre a menudo se ponía delante de los niños para protegerlos de los golpes con su propio cuerpo. Por aquel entonces ya se ganaba la vida con la costura, y sus hermanos iban a la escuela. Sin embargo, más adelante Grete Weber empezó a agarrar la botella de vez en cuando, y en la fábrica nunca podía cumplir con sus obligaciones. Al final el joven señor Melzer la tenía ocupada con tareas menores solo por compasión.
Hanna pensó en cómo salir airosa de la situación. Miró hacia el camión y comprobó que solo había sacos vacíos. Los dos hombres estaban guardando la balanza en la caja, luego la colocaron en el camión y se subieron a la cabina. El motor traqueteó. El camión se puso en marcha despacio, y los que habían esperado para conseguir unas cuantas patatas tuvieron que apartarse para no ser atropellados. «No hay mal que por bien no venga», pensó Hanna. Podía contarle a Else que no le habían dado nada y que había aguardado en vano todo ese tiempo en la cola. El único inconveniente era que el dinero también había desaparecido. Veinticuatro peniques. Con eso se podía comprar un pan de centeno. O dos huevos. O un litro de leche…
Se dio la vuelta, pensó si no sería mejor ir a la lechería a buscar a Else. Al menos podría refugiarse unos minutos; la lluvia había arreciado, el pañuelo estaba empapado y le caían gotas por el cuello. Justo cuando había decidido ir hacia allí, se topó de nuevo, por algún motivo, con aquellos ojos oscuros y extraños. El prisionero de guerra ruso estaba agachado, con la azada en ambas manos y la cabeza girada hacia ella. La observaba sin entender pero con compasión; la siguió con la mirada mientras ella se dirigía a la lechería hasta que alguien rugió una orden iracunda y continuó con su trabajo.
«Encima eso», pensó Hanna. «Probablemente cree que una ladrona me ha robado las patatas. Me alegro de que no sepa que la ladrona es mi madre. ¿Y qué me importa lo que piense ese ruso de mí? Debería darme igual. ¡Qué tipo más descarado, no para de mirarme! Sería mejor que lo devolvieran a Rusia y que mirase allí a las chicas».
Iba a abrir la puerta de la lechería cuando vio que Else se acercaba desde la carnicería. Else, que tenía más de cuarenta años y estaba bastante ajada, se detuvo en la acera frente a la tienda y sonrió con inocencia, como hacía cuando hablaba con una persona de mayor rango. En efecto, en ese momento salió de la tienda una mujer vestida de oscuro y con un horrible sombrero. ¿De qué le sonaba ese sombrero? Claro, pertenecía a la señorita Schmalzler, la que ocupaba el puesto de ama de llaves en la villa. Medio año antes la señora se la había «prestado» a su hija Kitty, y Schmalzler tuvo que organizar la casa y formar al personal. Auguste le contó que en la preciosa villa urbana de los Bräuer todo estaba «patas arriba». El personal se tomaba unas libertades increíbles, y la señora pintaba cuadros y moldeaba bloques de mármol con martillo y cincel en vez de ocuparse de la casa.
Eleonore Schmalzler era sin duda la persona adecuada para esa tarea. Hanna no tenía mucho cariño al ama de llaves, pero admitía que poseía una visión aguda y procuraba ser justa. Y ella tampoco tenía a Hanna en mucha estima. Nunca la había considerado una empleada de fiar, según le dijo unos meses antes, y tal vez tuviera razón.
Hanna se detuvo y observó cómo la señorita Schmalzler abría el paraguas negro, bajo el cual se puso a charlar con Else, a la que probablemente preguntaba por las novedades en la villa. Seguro que Else le contaba que esa inútil, la ayudante de cocina, había roto una de las refinadas copas de champán. Hanna suspiró y se secó las gotas de lluvia de la cara. Hacía frío, y la humedad penetraba a través de la ropa. ¿Cuánto iban a quedarse esas dos ahí susurrando? ¿Es que Else ya no pensaba en sus pies mojados?
Por lo menos parecía estar de buen humor. Cuando se despidió de Eleonore Schmalzler con un gesto de la cabeza y se dirigió hacia Hanna con la cesta llena, aún se veía una sonrisa de satisfacción en su rostro. Le había sentado bien difundir todo tipo de chismorreos.
—Ahí estás —dijo a Hanna, como si llevara mucho tiempo buscándola—. ¿Dónde están las patatas?
Hanna empleó toda su imaginación en contarle que estuvo esperando en la cola y, justo cuando le llegó el turno, el hombre dijo que había tenido mala suerte porque lamentablemente las patatas se habían acabado.
Else siguió de buen humor, negó con la cabeza a regañadientes y le preguntó por qué no había intentado avanzar un poco. De ese modo habría conseguido algo.
—Se fijaban mucho. Un chico quiso colarse, y una mujer le dio una bofetada.
—¡Vaya! —dijo Else, y añadió que el hambre convertía a algunas personas en animales salvajes. Le dio la pesada cesta—. Pon el saco encima, no hace falta que todo el mundo vea que hoy nos han dado panecillos.
Ahí estaba el desastre. El saco había desaparecido, se lo había llevado su madre. Solo faltaba que Else le preguntara por el dinero.
—El saco lo he… regalado.
Else se quedó quieta, perpleja. Era inaudito. ¡Esa chica regalaba cosas que pertenecían a los señores!
—¿Lo has regalado? ¿Te has vuelto loca?
El asunto se puso peliagudo, Hanna tenía que pensar en algo muy inteligente para salir airosa.
—Se lo he regalado a un pobre lisiado —dijo Hanna con un parpadeo triste—. Estaba de cuclillas junto a los grandes almacenes, tiritando de frío. Ya no tenía piernas, Else. Solo dos muñones. Le di el saco vacío para que pudiera ponérselo sobre los hombros.
Sonaba casi tan conmovedor como el gesto de san Martín compartiendo su capa con el mendigo. Else se mostró escéptica. Cuando se trataba de inventar una historia, la imaginación de Hanna era inagotable. Miró hacia el centro comercial, pero ahí no se veía a ningún mendigo, solo a una mujer joven con un niño que ofrecía postales de colores.
—¿Y dónde se ha metido el mendigo?
—Pues se habrá ido…
—¿Con los muñones? ¡No me hagas reír! Mentirosa. ¡Vamos a casa y ya te cantaré las cuarenta! Te has ganado una buena…
No había sido buena idea, pensó Hanna para sus adentros. Aunque hubiera existido un lisiado que anduviera sobre los muñones, la historia era muy rebuscada. Caminó desanimada detrás de Else, que se dirigía con paso enérgico hacia la puerta Jakober, sumida en un silencio amenazador.
La castigarían de nuevo, seguramente le quitarían algo del sueldo por el saco, y de lo poco que había ahorrado tendría que restar los veinticuatro peniques que Else le reclamaría cuando llegaran a la villa. Pero estaba dispuesta a cargar con todos los disgustos y castigos con tal de que nadie se enterara de lo que había ocurrido en realidad. Se avergonzaba mucho de su madre.
—No creas que vas a recibir ni un panecillo —retomó Else la reprimenda—. Son para los señores; si sobra algo, hay otros que tienen derecho.
Hanna calló. ¿Qué podía decir? Ya había olido los deliciosos panecillos dorados pese a las bolsas de papel húmedo. ¡Qué aroma! Harina blanca, un poco de leche, sal y levadura. Esponjosos y exquisitos. Muy distintos del pan de centeno, oscuro y duro como una piedra, que, según la cocinera, se estiraba con virutas de madera.
—Cada uno tiene lo que se merece —dijo Else. Era evidente que le gustaba tener otro motivo para dejar a Hanna como un trapo.
«Cuánta maldad», pensó Hanna con amargura. «¡Qué injusto! ¡No he hecho nada malo!».
De pronto su mano izquierda cobró vida propia. Se metió en la bolsa y sacó un panecillo redondo. Lo que ocurrió después fue un acto criminal, un delito contra el emperador y la patria, pero Hanna no pudo evitarlo. Escondió el panecillo debajo de un pañuelo hasta que pasaron junto a las obras. Ahí, la mano salió de pronto de debajo del pañuelo y esa delicia redonda cambió de propietario.
Ocurrió en un instante, y solo dos personas lo supieron. La ayudante de cocina Hanna Weber y un joven ruso que hizo desaparecer a toda prisa el regalo debajo de la chaqueta.