—Los rusos viven como animales salvajes —dijo Auguste—. Duermen en la misma cama con sus osos bailarines.
Repasaba una y otra vez con la plancha la sábana blanca, que no acababa de quedar lisa. Era lógico, pues el fogón donde había puesto a calentar la plancha solo estaba tibio. Había poco carbón, y la madera también escaseaba.
—¿Se acuestan con los osos? —preguntó Hanna, incrédula—. Eso te lo acabas de inventar, Auguste.
—Pregúntaselo a Grete von Wieslers, me lo contó ella —se defendió Auguste—. Su prometido, Hansl, vino hace poco de permiso. Y ha estado en Rusia.
La señora Brunnenmayer hizo una mueca con su ancho rostro y rio burlona. Hansl, vaya cuento. No era la primera vez que Auguste lo utilizaba para inventarse historias.
Levantó la taza y bebió un sorbo de té de menta, se estremeció y gruñó que no soportaba ese líquido apestoso.
—Cuando termine la guerra, lo primero que haré será tomarme una taza grande de café —dijo—. Pero del bueno, nada de café de bellota. ¡Granos de café puros! Una cucharada colmada por taza.
Else puso cara de desesperación y frotó con energía el mango de plata de una cuchara de servir. Limpiar la plata era una tarea que no acababa nunca. Cuando terminaba con los azucareros y las jarritas de la leche, ya podía volver a empezar con la cubertería y los utensilios de servir. La parte buena era que podían sentarse juntas a charlar mientras trabajaba, mucho más agradable que sacudir alfombras o arrastrar carbón.
—No está bien albergar semejantes deseos, señora Brunnenmayer —dijo Else, de morros—. Todos debemos soportar con alegría las privaciones y así respaldar a nuestros soldados en el frente.
—¿De qué les sirve a esos pobres muchachos del frente que yo beba café de bellota? —repuso enfadada la señora Brunnenmayer.
—Tiene toda la razón —coincidió Auguste, que volvió a dejar la plancha sobre los fogones—. Además, dicen que en Francia nuestros soldados reciben café, salmón y langosta.
—En Rusia, en cambio, seguro que les dan porquería con piojos —dijo la cocinera, malhumorada—. Enciende dos haces de leña más, Auguste, o de lo contrario la plancha no te servirá de nada.
Auguste se agachó presurosa para cumplir la orden de la cocinera. Mientras la señorita Schmalzler no estuviera en la villa, la cocinera tenía la última palabra, y también decidía sobre el combustible, cada vez más escaso. Else se frotó los dedos entumecidos cuando el fuego de la cocina llameó crepitando, y Hanna se sirvió una taza de té de menta caliente. El año anterior, ellas mismas recogieron la menta en el bosque y la secaron, pues decían que ese té, además de ser muy sano, reactivaba el organismo y ayudaba a respirar.
—¿Qué más cuenta Hansl sobre los rusos? —preguntó Hanna—. ¿Alguna vez ha hablado con un ruso?
Tenía claro que los rusos no se metían en la cama con sus osos. Hansl le había soltado un cuento chino a Auguste.
—Seguro que ha tenido contacto con unos cuantos —repuso Auguste—. El contacto de una buena bala en el pecho.
Soltó una risa cruel y luego se chupó el índice para probar si la plancha estaba lo bastante caliente. Se oyó un siseo cuando el dedo rozó el hierro.
—Me refiero a si sabe algo más de ellos —insistió Hanna—. Cómo viven. Y qué comen. Y…
—Mírala —comentó Else, y se empujó las gafas hacia arriba, pues se las había tenido que poner para limpiar la plata—. Es que no vas a parar con los rusos, ¿eh? Les echaste miraditas a esos tipos harapientos de la calle. Eres una depravada, Hanna.
—¡Eso no es verdad! —se defendió ella—. Solo me dan pena, nada más. Por eso los miraba.
Su respuesta arrancó una risa burlona a Else y a Auguste, mientras la señora Brunnenmayer, como casi siempre, se mantenía al margen.
—Cuidado con a quién miras o acabarás teniendo un niño ruso —le advirtió Auguste.
—Ya tienes la regla —dijo Else—, así que puedes quedarte embarazada. Va más rápido de lo que crees.
Hanna se puso colorada y bajó la mirada hacia la taza de té de menta. Ojalá no hubiera sido tan tonta de contarle a Else lo de su menstruación, pero aquel día, en otoño, se asustó tanto que al ver una gran mancha de sangre en su ropa interior creyó que se estaba muriendo.
—Qué sabrás tú lo rápido que va, Else —dijo la señora Brunnenmayer con malicia, pues no le gustaba que las dos mujeres atacaran siempre a la pobre Hanna.
Else levantó el mentón y apretó los labios. Hanna sabía que Else se mantenía virgen y que estaba orgullosa de ello, aunque ya nadie apreciara la decencia de una virgen tanto como antes. No era como Auguste, que se había quedado embarazada para obligar a un hombre a casarse con ella. Una empleada doméstica que quería ascender y mantenerse leal a sus señores debía quedarse soltera, siempre había sido así; también Eleonore Schmalzler, el ama de llaves, estaba soltera. Solo Auguste, esa rata astuta, había conseguido pescar a un hombre, traer dos niños al mundo y además conservar su puesto. A Hanna le parecía muy injusto, pero no lo decía. Tenía mucho cuidado, pues Auguste era una persona de armas tomar.
—Ya que tanto te interesa, Hanna —siguió Auguste mientras pasaba la plancha por los paños—, Hansl dice que los rusos son unos mugrientos. Cuando uno camina por sus pueblos, el lodo le llega hasta las rodillas. A los rusos les gusta así. Sus mujeres llevan vestidos raros, parecen fundas para calentar las tazas. Hansl también dijo que no llevan mucho debajo. De hecho, una vez se tumbó con una rusa sobre la estufa.
Ahí la señora Brunnenmayer se hartó. Nadie podía tumbarse sobre una estufa, como mucho sentarse, pero se quemaría las posaderas. ¿Acaso Hansl le había contado esa historia con una botella de licor de genciana en la mano?
Auguste no se quedó callada. La cocinera no tenía por qué indignarse de esa manera, pues no conocía las costumbres rusas.
—Hansl dijo que en Rusia las estufas son grandes y tienen paredes anchas, como en las panaderías de aquí. Y que de noche, cuando se apaga el fuego pero la estufa sigue caliente, toda la familia duerme encima. También los gatos y los perros. Así es en Rusia, Hanna.
—Encima de la estufa —se burló Else—. Como los panes. Y con el perro y el gato. ¡Puaj!
Auguste dejó de planchar y levantó la cabeza. Ni Else ni la señora Brunnenmayer oyeron nada, pero Hanna, que tenía el oído fino, escuchó el llanto de un bebé.
—La señora, ya está otra vez —comentó Auguste, y puso cara de impaciencia—. Ha mandado a casa a todas las amas de cría porque quiere dar de mamar ella a los niños. Ya veremos cuánto aguanta. Cada cuatro horas tiene que darles el pecho, a veces cada menos tiempo. Día y noche. Dios mío, me alegro de haber tenido solo un hijo cada vez.
—Ya, espero que no mueran de hambre, los pobrecillos —dijo la cocinera, compasiva—. Yo creo que para dos niños hacen falta dos amas de cría, pero la joven señora es muy testaruda.
—Ya entrará en razón —comentó Auguste mientras doblaba una sábana. Se quedó un rato quieta y con la vista fija en el timbre, pues pensaba que la iban a llamar enseguida. Al ver que no ocurría nada, se encogió de hombros y colocó la siguiente pieza de la colada. Y dejó caer que era triste lo vehemente que se mostraba la joven señora con su suegra, que casi no tenía voz en aquella casa, pues todo tenía que ser según la voluntad de los jóvenes Melzer. Y la suegra se adaptaba porque era una persona dulce a la que no le gustaba discutir.
Hanna frotaba con energía un azucarero de plata, estaba enfadada con Auguste, que no hacía más que difundir mentiras. La joven señora Melzer, que antes solía sentarse con ellas en la cocina, era una buena señora. Nadie lo sabía mejor que ella, Hanna, que le debía su puesto.
—Seguro que la joven señora está muy triste porque el joven señor Melzer ahora también está en la guerra —dijo.
—Sí, ¿y qué? —soltó Auguste con ligereza—. ¿Por qué tenía que irle mejor a ella que a nosotras? A mi Gustav lo llamaron a filas al principio de la guerra, y poco después al pobre Humbert.
—¡Sí, Humbert! —exclamó Else—. Lea en voz alta lo que ha escrito, señora Brunnenmayer. No entiendo por qué se anda siempre con tantos secretos.
Sin embargo, la cocinera se negó con un gesto. El correo militar iba dirigido a ella y no le incumbía a nadie más. Y ya les había transmitido los saludos para todos.
—Tiene que dormir en un establo, ¿no? —se burló Else—. Y limpiarles a los caballos la porquería del pellejo. Pobre tipo. Pero puede estar contento, otros están en las trincheras.
—Entonces, ¿está en Francia? ¿O en Bélgica? ¿No estará en Rusia? —preguntó Auguste, intrigada.
Sin embargo, la señora Brunnenmayer no se dio por aludida. Estaba en Bélgica, ya se lo había dicho hacía tiempo. Con eso bastaba.
Se hizo el silencio, Hanna se bebió el té tibio y azucarado, la estufa siguió crepitando un poco, su estómago siempre hambriento rugió y le dio una vergüenza horrible. Seguro que ahora le echarían en cara el panecillo robado, cosa que ocurría como mínimo dos veces al día y, por lo visto, así seguiría hasta que fuera mayor y canosa. Pero tuvo suerte, pues Auguste empezó a contar que la señora Marie ya había recibido cinco largas cartas de su marido, y que había escrito dos a su madre y solo una a su hermana. Por eso la señora Kitty Bräuer estaba fuera de sus casillas.
—Madre mía, esa es una excéntrica —repuso Else—. ¿Acaso creía que su hermano no tendría nada más que hacer que enviar cartas?
—Supongo que sí —dijo Auguste mientras doblaba la última pieza—. Además, seguro que recibe infinidad de cartas de su marido. Ojalá mi Gustav me escribiera tan a menudo, pero como mucho envía una postal.
Dejó la plancha en el platillo de latón y dijo que tenía que irse, ya eran más de las siete, hacía rato que su turno había terminado. Desde que se casó con el nieto del viejo jardinero, Auguste vivía en la casita del jardinero, en medio del parque. En invierno, cuando no había mucho que hacer en el parque, el abuelo cuidaba de los dos niños mientras ella hacía su trabajo en la villa. En verano le habían dejado llevar a la pequeña Liesel y al niño a la villa, la señora se divertía mucho con los pequeños. Sin embargo, ahora que habían nacido sus propios nietos, Auguste prefería dejar a su descendencia en casa.
Se puso el abrigo y se estaba atando un pañuelo en la cabeza para protegerse de la lluvia cuando alguien llamó a la puerta del servicio.
—¡Mira tú por dónde! —gritó Auguste al abrir—. ¿Nos echabas de menos, Maria? Pasa, estás empapada.
Maria Jordan había desaparecido casi por completo bajo una capa gris para la lluvia con la capucha puntiaguda. Chorreando en el pasillo de delante de la cocina, se desabrochó la capa y se la quitó con cuidado para colgarla en uno de los ganchos de la pared.
—Jesús, qué tiempo —gimió—. El jardín está hecho una ciénaga, y en el camino no paras de pisar charcos. Habría que arreglarlo con tierra y grava, pero cuando faltan los hombres…
—Así es —dijo Auguste—. Cuando mi Gustav aún estaba aquí no había charcos en el camino. ¿Qué nuevas nos traes, Maria? ¿Llevas las cartas encima?
Maria Jordan puso cara de sorpresa y dijo que había cogido las cartas a primera hora de pura casualidad. Era su día libre, había ido a visitar a una conocida y luego quería ir a dar un paseo por la ciudad, pero con tanta lluvia ni los perros andaban por la calle.
Maria Jordan era menuda. A Hanna le pareció que tenía el rostro ajado, y eso que contaba poco más de cuarenta años. Llevaba el cabello castaño recogido en un peinado alto. Auguste dijo en una ocasión que debajo de ese montón de rizos, que siempre tenían el mismo aspecto, había un falso moño, pero no estaba probado. Antes Maria Jordan trabajaba de doncella en la villa, pero tras la boda de Elisabeth Melzer con Klaus von Hagemann pidió trasladarse a casa del joven matrimonio. Elisabeth aceptó su petición.
Se apretaron un poco para hacer sitio a la recién llegada cerca de los fogones, donde aún había brasas. Auguste volvió a sentarse con intención de quedarse un ratito más. Maria Jordan siempre era una fuente de emocionantes chismorreos; además, llevaba las cartas encima.
—¿Es tu día libre? ¿Y vienes aquí, Maria? —preguntó Else con una sonrisa—. En la ciudad actúa una bailarina de revista y en el cine dan películas románticas. ¿No tienes ganas de hacer una incursión en la vida nocturna de Augsburgo?
Maria Jordan lanzó una mirada hostil a Else y no respondió. Pensativa, se puso azúcar en el té de menta tibio que Hanna le había servido y preguntó como si tal cosa si ya habían cenado.
—¿Tienes hambre?
Auguste miró a la señora Brunnenmayer, que era quien decidía sobre lo que se comía o no, pero esta no era muy amiga de Maria.
—¿Acaso la señorita doncella es tan tacaña como para no ir a una fonda en su día libre? —dijo con malicia.
Maria se limitó a decir que ahora en las fondas solo servían nabos con cebada, salvo a los pudientes de la ciudad, que podían saborear una pierna de ternera a unos precios nada asequibles para una pobre empleada.
—Vamos, saque algo, cocinera —intervino Auguste—. Además, Maria nos echará las cartas, ¿verdad?
—Si no hay más remedio…
A Maria Jordan le gustaba que le pidieran que echara las cartas. Así nadie podría decir luego que ella le había impuesto sus predicciones. También contaba a menudo que había tenido sueños que después, por lo menos a su juicio, siempre se confirmaban.
—A mí no me hace falta que nadie me eche las cartas —gruñó la señora Brunnenmayer—. De todos modos, no son más que mentiras y embustes.
—¡Pues a mí me gustaría saber el futuro! —exclamó Hanna con los ojos muy abiertos, ilusionada.
Else también tenía interés, igual que Auguste. Así que la cocinera se levantó a regañadientes, resoplando, y se dirigió a la despensa. Allí Hanna la oyó toquetear el manojo de llaves, estaba sacando algo del armario enrejado. Cuando regresó, llevaba un platito de madera con un trozo de morcilla, un pedacito de queso alpino y dos rebanadas de pan de centeno, además de un pepino en vinagre.
—¡Ahí tienes!
Le puso el plato delante de las narices y volvió a sentarse. Hanna fue a buscar a la estantería la mostaza que le pidió Maria al ver la morcilla, y Auguste acudió enseguida con un cuchillo.
—Muchas gracias, cocinera.
Maria Jordan no se abalanzó sobre la comida como una muerta de hambre; comió despacio y con placer, hizo pequeñas pausas, y se bebió el té de menta. No dijo ni una palabra sobre que la morcilla estaba dura como una piedra y el queso tenía una punta mohosa.
—Si supierais lo valiente que es la señora Elisabeth —dijo—. Y todo lo que tiene que aguantar de su familia. Jesús, María y José.
Miró al grupo y comprobó con satisfacción que todas estaban pendientes de sus labios. Para Elisabeth era muy doloroso tener que presenciar tanta pena. Las preguntas mordaces de la suegra. Ver a su hermana menor, a su cuñada Marie Melzer, todas con su deber de esposa cumplido…
—¿Por qué no se queda embarazada? —preguntó Auguste—. Madre mía, seguro que conoces algún remedio, Maria. Tú que tienes recetas para todo…
La señorita Jordan le lanzó una mirada de advertencia. Hanna había oído que años atrás había ofrecido a Auguste un remedio contra su embarazo y que ella lo rechazó.
—Por supuesto que le he dado mis consejos. Y le hago un té una o dos veces al día, pero no sirve de nada. Aunque también puede ser que no sea cosa de ella, sino del mayor Von Hagemann…
Auguste soltó una risita histérica que atrajo todas las miradas. Fingió haberse atragantado, tosió un poco y luego le dio un buen sorbo al té de menta.
—En Austria, junto al Danubio —tomó la palabra la señora Brunnenmayer—, hay una cueva en la roca caliza. Cuando una mujer no logra tener hijos, debe ir allí a medianoche y sumergirse desnuda en un estanque de agua helada. Luego, dicen, se quedará embarazada.
Hanna escuchaba esas historias con los ojos desorbitados. ¿Sumergirse desnuda en el agua? Pero la cueva a medianoche estaría completamente a oscuras, así que de todos modos nadie la vería…
Auguste resopló y Else soltó una risa burlona. ¡Las historias de la señora Brunnenmayer no tenían desperdicio!
—¡Embarazada! —exclamó Auguste, y se limpió las lágrimas de la risa—. ¿Quién sabe de quién?
—Seguro que del espíritu de la cueva.
—¿Y qué pinta tiene? ¿Es un gnomo patizambo con barba larga y joroba?
—Seguro que tiene joroba —dijo Auguste muerta de risa—. Pero no en la espalda.
—A lo mejor es joven y guapo. Un buen hombretón con un gran…
—Ya basta —zanjó la cocinera.
—… con un gran abrigo de piel —terminó Auguste con fingida seriedad—. Porque seguro que ahí abajo, en la cueva, hace frío.
Maria Jordan se metió el último pedacito de queso en la boca, masticó con cuidado y pasó el bocado con un trago de té de menta.
—¿Queréis que os eche las cartas o no?
—¡Sí, claro! —exclamó Else.
Auguste estuvo dispuesta enseguida, quería saber cuándo volvería su Gustav. Y si seguía con vida. Hanna no dijo nada, pero probablemente cualquiera podía ver que ella también deseaba conocer su futuro.
—Veinte peniques —exigió la señorita Jordan con insolencia.
—¿Qué? —se indignó Auguste—. Ahora que te has saciado con nosotras, ¿encima quieres dinero?
A Else le pareció un descaro. La señora Brunnenmayer calló, conocía a Maria Jordan y a buen seguro la había visto venir. Era avariciosa, la cocinera siempre lo decía. Se rumoreaba que tenía una pequeña fortuna bajo el colchón.
—Yo le pagaré —dijo de pronto Hanna—. Si de verdad puede decirme el futuro, le pagaré.
—Pero ¿tanto tienes tú? —preguntó la señorita Jordan, desconfiada.
—Voy a buscarlo. Ahora vuelvo.
Hanna corrió a la escalera de servicio y subió a toda prisa hasta la tercera planta, donde se encontraban los cuartos de las empleadas. Después de descontar el dinero para los panecillos y algunos gastos en botones, calcetines de lana y una bobina de hilo blanco, le quedaban treinta y ocho peniques. Veinte peniques era mucho. Pero, de todas formas, si su madre, como había amenazado, se presentaba en la villa, tendría que darle todo su dinero.
Con las mejillas encendidas y el cabello al viento, Hanna regresó a la cocina y le mostró las monedas.
—Diez, doce, trece, quince… veinte —contó Maria Jordan, sin preocuparse por las miradas de enojo de las demás—. Bien, Hanna. Dame el dinero.
Hanna iba a depositar las monedas en la mano tendida de la señorita Jordan cuando un fuerte puñetazo hizo temblar la mesa de la cocina; la tapa de la tetera tintineó.
—Espera —dijo la cocinera—. Primero la mercancía, luego el dinero. Deja tus peniques aquí en la mesa, Hanna. Y ahora empiece, señorita Jordan.
—¿Para qué se mete, señora Brunnenmayer? —refunfuñó Maria Jordan.
No obtuvo respuesta, pero tampoco se atrevió a quedarse el dinero. Soltó un profundo suspiro para dejar claro que se sentía tratada injustamente, pero, como buena cristiana, perdonó a la torturadora. Ante las miradas curiosas de todas las mujeres, sacó su bolso, hurgó dentro y al final sacó un paquetito de cartas sujetas con una cinta de goma.
—Cartas francesas —comentó la cocinera con desprecio.
Maria Jordan ni la miró. Pidió que le acercaran la lámpara y apagaran la luz eléctrica del techo. Luego sacó un pañuelo de seda verdoso y lo colocó sobre la pantalla de la lámpara de petróleo. Enseguida se hizo una luz misteriosa en la cocina.
—Silencio absoluto —exigió—. Nada de cháchara. Necesito concentrarme.
Auguste apartó la taza medio vacía y limpió con la mano unas cuantas migas para despejar la mesa donde iba a echar las cartas. Maria Jordan soltó la cinta de goma, hizo chirriar la baraja entre los dedos y luego la empujó hacia Hanna.
—Baraja.
Hanna no era una jugadora experimentada, las cartas se le caían una y otra vez mientras las mezclaba, así que tenía que recogerlas y empezar de nuevo. Las mezcló con fervor, pues esperaba atraer así a los espíritus del futuro.
—Es suficiente. Dame la baraja.
Maria Jordan empezó a colocar las cartas sobre la mesa, boca abajo, una al lado de la otra, seis cartas en cada fila. Cuando hubo terminado, levantó la cabeza y observó con atención a Hanna.
—¿Tienes alguna pregunta concreta?
Lo que Hanna quería saber sobre su futuro no iba soltarlo ahí, en la cocina, rodeada de tantas miradas de escrutinio.
—Bueno —dijo mientras sus mejillas encendidas desvelaban sus deseos más ocultos—. Todo lo que pueda ver.
Maria Jordan reflexionó y luego empezó a contar las cartas. Destapaba la séptima y, cuando llegó a la última fila, empezó de nuevo por arriba.
—La sota de picas…, por un camino corto. El rey de corazones…, Jesús, y además el nueve. Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis…, la dama de rombos. Y además el nueve de picas…
Todas estaban hechizadas mirando el dedo índice de la señorita Jordan, bajo la luz verdosa, que saltaba de carta a carta y con cada roce provocaba un ruidito. Cuando destapaba una, primero colocaba la mano derecha encima y esperaba un momento hasta que la imagen atraía todas las miradas.
—¿Es muy grave? —preguntó Hanna, asustada.
—Grave —dijo la señorita Jordan en tono sombrío—. Llegará un hombre, joven, de pelo negro y sin escrúpulos. Te dará muchos problemas, Hanna. Llorarás. Te traerá la desgracia.
El dedo verdoso señaló la sota de picas, un muchacho con el cabello castaño oscuro largo, un bigote llamativo y unos amables ojos marrones. ¿Ese le iba a dar problemas?
—El nueve. —La señorita Jordan suspiró—. Ay, el maldito nueve. Estarás muy sola, pobre chiquilla. Nadie te ayudará. Te abandonará, y llorarás por él.
—¡Deje de contarle semejantes tonterías a la niña! —gruñó la cocinera.
—¡Chis! —exclamó Auguste, disgustada.
—Si me molesta, tendré que cancelar la sesión —dijo la señorita Jordan enfadada, y miró de reojo a la señora Brunnenmayer—. Pero se me deberán los honorarios completos.
—Continúe —suplicó Hanna—. ¡Por favor! ¿El chico de pelo negro no volverá nunca?
Maria Jordan empezó a contar de nuevo, destapó una carta aquí y allá y sintió su significado secreto.
—Hay una mujer… una mujer poderosa que hará valer su influencia. Lo cautivará. Se establecerá un vínculo fatal. El chico desaparece…, luego está el as de tréboles…, la desgracia. Tal vez incluso la muerte.
Hanna se estremeció. Miraba absorta a Maria Jordan, que no paraba de tocar la dama de rombos con la uña del dedo, luego lo paseó entre el as de tréboles y el nueve de picas, para acabar finalmente en el rey de corazones.
—Sin embargo, al final el amor triunfará —dijo, y se reclinó agotada en la silla—. Tras la lluvia sale el sol. De la pena surgirá la alegría, y se unirá la prosperidad.
—¡Amén! —rugió la cocinera.
—Eso también me lo dijiste a mí —afirmó Auguste, que observaba a la señorita Jordan con suspicacia.
—Sí, ¿y? ¿Acaso no estás contenta con tu Gustav?
—Claro.
Entonces intervino Else para decir que hacía dos años que la señorita Jordan le había pronosticado un gran amor y de momento no se había cumplido.
—Ya llegará, Else. Un bonito día también te llegará el amor.
Maria Jordan recogió las cartas, las juntó y las ató con la goma. Luego arrastró las monedas con la mano derecha hasta el borde de la mesa y cayeron en su mano izquierda. Por último, retiró el pañuelo de seda verde de la lámpara y la cocina se vio inundada de nuevo por la acostumbrada luz vespertina.
—Os agradezco la agradable compañía y os deseo que paséis una buena noche.
Croix,
5 de marzo de 1916
Querida Marie:
Gracias por tu carta del 24 de febrero, me dio fuerzas y esperanzas durante una serie de días malos. ¿Ha tenido que estallar esta maldita guerra para conocer las maravillosas cartas de amor que es capaz de escribir mi esposa? Ahora espero ansioso más cartas y me esfuerzo por hacer lo mismo por ti.
Durante los últimos días hemos avanzado por la Francia ocupada y ahora estamos alojados en una fábrica de galletas parada. Necesitamos un descanso, sobre todo los fieles caballos, dan miedo de lo delgados que están. Ha habido días en los que han cargado con nosotros de la mañana a la noche sin comer ni beber. Los jinetes tampoco lo llevan bien, hay que conseguir comida y bebida, es cruel quitarles a los desgraciados campesinos el último pan. Lo que nunca falta en el regimiento es el vino. El champán y el vino tinto corren como el agua y se consumen en unas cantidades demenciales. Hemos aprendido a apreciar el alcohol, levanta el ánimo, sustituye a la comida y da fuerzas renovadas.
Hasta ahora hemos encendido pocas hogueras, los francotiradores son peligrosos: disparan a nuestras patrullas desde un escondite. Alrededor no hay más que destrucción, pueblos quemados, casas derruidas, graneros vacíos. Nuestros regimientos han dejado un rastro claro en esta tierra, y siguen haciéndolo. Hace dos semanas aún creía que como soldado y súbdito leal debía proteger al emperador, pero ahora tanto daño y destrucción en una tierra ocupada me repugna.
Pero miremos hacia delante, mi amor, esperemos no tardar mucho en poder abrazarnos. Escríbeme siempre que puedas, aprovecha cada minuto libre para escribir unas palabras y enviármelas. Cuando leo tus cartas, esa letra preciosa y tan tuya, es como si te tuviera delante, como si oyera tu voz. Me encanta cuando ladeas la cabeza y me miras con picardía. Adoro tu risa. Tus andares ligeros. Tus piececillos y mucho más sobre lo que no escribiré pero que llena mis sueños.
Miles de besos de tu
PAUL
Augsburgo,
10 de marzo de 1916
Mi amor:
Para ser un soldado cumplidor con nuestro emperador, escribes de forma bastante atrevida. ¿Qué pintan mis piececillos y mis miradas pícaras, como las llamas tú, en un correo militar del regimiento del emperador? Espero que nadie abra estas cartas y lea todas estas tonterías, me daría una vergüenza horrible. Deberías comunicarnos si la multitud de paquetes que te hemos enviado han llegado o se han perdido por el camino. Las pilas, el capote para la lluvia, la ropa interior, la espuma de afeitar, los imperdibles, los calcetines y los dibujos que te he preparado. También los botes con galletas y mermelada. Dinos si lo recibes todo, amor, queremos contribuir a que no te alimentes solo de vino tinto y champán.
Aquí todo sigue su curso, nuestros dos gritones comen con avidez y crecen tan rápido que se ve a simple vista. Han ocupado tu lugar en nuestra cama, los retiraré cuando vuelvas con nosotros, mi amor. No he sabido encontrar otro antídoto contra la soledad, esa sensación imprecisa al amanecer, aún vaga y medio en sueños, que me anuncia: «Te vas a despertar sola. Él está lejos, infinitamente lejos, en territorio enemigo, y solo Dios sabe cuándo volverá contigo».
Te pido con cariño que tengas mucho cuidado y precaución con tu vida, que no busques el peligro y seas siempre sensato. Es muy triste que esta guerra cause tanta desgracia y destrucción en las personas, ya sean franceses, serbios, rusos o alemanes. Protégete de los francotiradores y, por favor, no bebas demasiado vino tinto. Es importante que mantengas la cabeza clara, mi amor, porque me gustaría tenerte conmigo sano y salvo.
Te quiero, y pienso en ti día y noche. Sé que te vas a reír, pero estoy segura de que mis pensamientos tienen la fuerza de llegar hasta ti y protegerte de todos los males.
Cuando cierro los ojos, oigo tu voz y noto tus labios, que me rozan mil veces. Mi corazón rebosa ternura solo para ti, que guardo hasta que nos volvamos a ver.
Muchos abrazos de tu MARIE