Chapter 9 - 8

Cortrique,

12 de abril de 1916

Querida Elisabeth:

Hemos llegado aquí tras un viaje en tren que ha durado días. Seguiremos hacia el norte, donde haremos retroceder a los ingleses, que llevan meses intentando aislarnos de la patria alemana. En Verdún pronto cambiará la situación, los franceses se rendirán ante el asalto alemán. Espero que me manden pronto ahí para participar en los grandes momentos cuando la fortaleza de Verdún caiga en manos alemanas.

Pienso en ti, mi querida esposa. Eres mi ángel bueno que me guía y me protege, siempre llevo encima la fotografía de nuestra boda. Si puedes, envíame algo de dinero para comprar calcetines y ropa interior; además, se me ha estropeado el reloj y necesito uno nuevo. Ya sabes, cariño, que un reloj que funcione bien es una necesidad absoluta para un oficial. Doscientos, o mejor, trescientos marcos serán suficientes. También agradecería una lima de uñas y jabón de rosas, además de una linterna con pilas. Cigarrillos. Chocolate y una buena navaja. Probablemente mañana estaremos cerca de la costa. Mi próxima carta te llegará desde allí. Saluda a tus padres de mi parte, a tu cuñada Marie y a tu hermana Kitty.

Un abrazo de amor sincero de tu

KLAUS

Elisabeth leyó dos veces la carta, como de costumbre, y sus ojos se posaron unos segundos en frases como «Pienso en ti» o «Eres mi ángel bueno». Sí, Klaus no tenía mucha imaginación. En su última carta escribió «Eres mi espíritu bueno», y le aseguró que pensaba en ella noche y día con añoranza. Esta vez no hablaba de nostalgia, pero le enviaba un abrazo «de amor sincero». Bueno, seguro que las preocupaciones de su compañía no le dejaban mucho tiempo para pensar en fórmulas elaboradas.

Dobló la hoja y abrió el cajón del escritorio que se había llevado de casa de sus padres al piso. Justo delante tenía dos fajos de cartas del correo militar, ordenadas por fecha y atadas con una cinta de seda rosa. Desató la cinta del montón pequeño, puso encima la carta que acababa de leer y procuró hacer un lazo bonito. Pensaba guardar esas cartas durante toda su vida, le recordarían la prolongada separación durante los tiempos de guerra, y un día, si Dios quería, sus hijos las leerían con recogimiento. Tal vez ellos, en algún momento, se tomarían la molestia de copiar todas aquellas cartas en el precioso librito que Kitty le había regalado hacía poco. Encuadernado en piel verde y con el canto dorado, debía de haberle costado una pequeña fortuna. Kitty, claro, se había casado con Alfons Bräuer, único heredero del banco Bräuer & Sohn, y no miraba el dinero.

Ella, en cambio, se había casado por amor. Había luchado por Klaus von Hagemann, había sufrido y temió haberlo perdido para siempre cuando él albergó sentimientos hacia Kitty. No fue el único, casi todos los hombres se enamoraban de su hermana menor. Gracias a Dios, todo aquello pasó. Kitty, ese ser irreflexivo, estaba casada, y Klaus von Hagemann se dejó aconsejar y escogió a una mujer que fuera una compañera fiel y sincera. Klaus sabía apreciar esos rasgos en su esposa, de eso Elisabeth estaba segura. Sin duda, era un hombre apuesto y «había sentado la cabeza». Pero así debía ser, era «cuestión de honor». Tampoco Paul renunció a nada durante su época de estudiante en Múnich. Klaus había guiado a su virgen esposa la noche de bodas con el cuidado necesario, Elisabeth no tenía motivos de queja. Quizá… —aunque eso podía deberse a las desbordadas imágenes, seguramente inventadas, de Kitty—, quizá a Klaus le faltaba un poco de pasión conyugal. Sea como fuere, le aseguró que el matrimonio para él era sagrado. A partir de entonces solo le pertenecía a ella.

El recuerdo de aquel juramento pronunciado en el lecho conyugal la llenó de una cálida sensación de felicidad. Volvió a cerrar el cajón y se levantó para ir a por un poco de carbón, pero vio que el cubo estaba vacío.

—¿Maria?

Maria Jordan estaba cosiendo en la habitación de al lado y no se dio mucha prisa en acudir a la llamada.

—¿Señora?

Elisabeth comprobó que su doncella tenía la punta de la nariz casi blanca, por lo que dedujo que tampoco les quedaba carbón.

—Mire en la cocina a ver si queda combustible en la casa.

La señorita Jordan puso cara de ofendida, seguramente no consideraba que fuera tarea suya, pero Gertie, la sirvienta, tenía días libres, y la cocinera estaba a punto de marcharse porque de noche cocinaba en una fonda.

—Si mañana no hay carbón en la cocina, la cocinera tendrá que irse —comentó Maria Jordan, y se encogió de hombros como si en realidad no la afectara—. Por lo menos eso es lo que ha dicho.

Elisabeth percibió con claridad el reproche implícito y odió a esa víbora que le había pedido un buen dinero por remedios inútiles para propiciar el embarazo. Ya había echado a tres criadas. No podía echar a la señorita Jordan, a fin de cuentas era una doncella cualificada, y hacía mucho tiempo que trabajaba para su familia. Sin embargo, si no corrieran tiempos tan difíciles, habrían tenido que pasar sin más personal. Elisabeth no podía pagar sueldos altos, la manutención de los empleados ya era costosa, pero por suerte había mucha gente dispuesta a trabajar solo a cambio de comida y alojamiento.

—Vaya a buscar un cubo de carbón a la cocina. Mañana o pasado mañana tiene que llegar la nueva entrega.

La señorita Jordan arrugó la nariz, pero decidió ejecutar el encargo sin rechistar. Ella también se había quedado helada arreglando la ropa de la señora.

Elisabeth suspiró y retiró la cortina un poco para mirar el jardín. Ya era abril, en realidad ya no deberían necesitar encender el fuego. Sin embargo hacía frío, sobre todo por la noche, y ella ocupaba las habitaciones más cálidas de la casa. Sin duda, había imaginado algunos aspectos de su matrimonio de forma distinta. Sobre todo, Klaus no le había explicado con sinceridad lo apretada que era su situación económica. Siempre se hablaba de las fincas de Brandeburgo, pero ahora tenía claro que sus suegros ya no tenían esos ingresos. Todos vivían de la paga del mayor Klaus von Hagemann y, por lo que parecía, a sus suegros se les escurría entre los dedos el dinero que les daba su hijo. Siempre encontraban excusas para «pedir prestadas» pequeñas y grandes cantidades: un día se trataba de una antigua deuda que debían saldar, otro era una factura del médico, otro querían participar de un empréstito de guerra para apoyar a la patria. Klaus también tenía sus peticiones, necesitaba medios para proveerse como correspondía a su clase, y en casi todas las cartas solicitaba un giro. Elisabeth, a quien nunca le había faltado nada, ya no sabía cómo pagar el alquiler y los gastos diarios. Además, hacía dos meses que la cocinera no recibía su sueldo, y a Maria Jordan le debía cuatro mensualidades.

Se abrió la puerta y apareció Maria Jordan en el umbral. Llevaba el reproche escrito en la mirada, y en la mano un cubo metálico lleno hasta la mitad de carbón.

—No hay más, señora. ¿Enciendo la estufa?

Elisabeth sabía que a la señorita Jordan le costaba un tremendo esfuerzo hacer ese trabajo, lo consideraba indigno de ella. En la villa de las telas eran las ayudantes de cocina las que encendían las estufas. Sin embargo, Maria Jordan se había ido con ellos por voluntad propia, prácticamente lo había suplicado porque no podía soportar que Marie, que empezó sirviendo en la cocina, luego pasara a ser doncella de cámara y ahora fuera la joven señora.

—Puede calentar la otra habitación para que no se le queden los dedos fríos —decidió Elisabeth—. Yo voy a salir.

Maria Jordan se mostró muy satisfecha con la solución, y fue a buscar presurosa el abrigo, el sombrero y los zapatos de su señora.

—Si mi suegra pasara por aquí…, estaré en la villa hasta la noche.

—Se lo diré.

—Y mañana por la tarde asistiré a una reunión de la sociedad benéfica.

—Se lo haré saber. ¿Le ofrezco un café?

—No. Si no hay más remedio, ofrézcale té de menta. Y esas galletas que acaba de hacer la cocinera.

—Por desgracia, se han acabado, señora.

—Entonces solo el té de menta.

Maria Jordan asintió, solícita. En eso, Elisabeth podía confiar plenamente en ella: no iba a invitar a Riccarda von Hagemann a quedarse en el piso más tiempo del necesario ni a que esperase a su nuera hasta la noche. Maria Jordan sentía una fuerte antipatía hacia la suegra de Elisabeth desde el principio.

Pese al deslumbrante sol de abril, en la calle soplaba un viento gélido, así que Elizabeth se subió el cuello del abrigo. El año anterior todavía cogía el tranvía para ir a Frauentorstrasse, pero ahora estaba fuera de servicio. No le importaba. De todos modos, no habría tenido dinero para el billete. Era una suerte que no hubiera llegado la entrega de carbón. En el fondo, el piso de Bismarckstrasse también estaba muy por encima de sus posibilidades. Lo escogió con su madre, un llamativo piso de cuatro habitaciones en la primera planta, con techos altos y estucados, y elegantes estufas antiguas de azulejos. También contaba con un amplio balcón que daba al jardín, además de un sótano y dos habitaciones para el servicio en la buhardilla del edificio. A su madre le entusiasmó la ubicación y los altos ventanales, que dejaban entrar tanta luz. Al principio de su matrimonio, nadie en su familia creía posible que Elisabeth pronto pudiera tener problemas para asumir los costes del alquiler. Los Von Hagemann debían de saberlo, pero guardaron un silencio discreto. Seguramente daban por sentado que la hija del rico fabricante de paños Melzer asumiría a partir de entonces todos los gastos.

Rodeó a un mendigo que estaba agachado en la acera y miraba con indiferencia al sol mientras tendía la mano. Pobre, ya no tenía piernas, solo dos muñones. ¡Maldita guerra! ¡Ojalá Klaus estuviera de nuevo en casa, sano y salvo!

Kitty vivía en una mansión de la Frauentorstrasse, construida al estilo neorrománico por un arquitecto moderno. Una obra muy extravagante, con el frontón entramado y pequeños voladizos, rodeada de un jardín bien cuidado. Era una de las propiedades que el banco Bräuer & Sohn había adquirido con el paso de los años, aunque Elisabeth prefería no saber cómo. Por lo que se decía, Bräuer & Sohn se mantenía a salvo, mientras que a otros bancos del imperio no les iba tan bien.

Resopló un poco al llegar a la puerta tallada de la casa, era obvio que había caminado demasiado deprisa. Le abrió una joven criada con una sonrisa amable. Mizzi era muy simpática, y parecía que ya conocía sus tareas. Sin duda era obra de la señorita Schmalzler.

—Buenos días, señora Von Hagemann. ¿La ayudo a quitarse el abrigo? La señora ya ha preguntado por usted.

Elisabeth se quitó el abrigo y el sombrero. La chica era un poco charlatana, pero su sonrisa era tan arrebatadora que parecía que alguien hubiera encendido la luz.

—La señora lleva unos días muy inquieta. Pero hoy ha venido su cuñada, están tomando el té.

—Ah…, ¿la señorita Bräuer está aquí?

A Elisabeth le caía muy bien Tilly Bräuer. Como su hermano Alfons, no poseía una belleza deslumbrante y era un poco desmañada, pero en cambio era una persona honrada y encantadora. Sin embargo, no le convenía que estuviera de visita en casa de Kitty justo en ese momento, pues Elisabeth pretendía pedirle algo de dinero a su hermana.

—No, la señorita Bräuer no. La señora Melzer.

Elisabeth, de la sorpresa, se detuvo ante la puerta del salón de invitados. ¿Marie? ¿La chica se refería a Marie?

—Espere aquí dos segundos, señora. La avisaré.

Mizzi pasó corriendo junto a varias esculturas a medio terminar hacia la puerta del salón, desde donde se oía la voz clara de Kitty.

—¿Cómo puedes ser tan desconfiada, Marie? Tan… ¡tan fría! No entiendo cómo alguien puede ser tan cruel. Imagínate que él…

Se interrumpió cuando entró la criada.

—¿Qué pasa, Mizzi?

—Ha llegado la señora Von Hagemann.

Tras el anuncio se oyó un suspiro de alivio.

—¡Qué suerte, así tendré refuerzos! —exclamó Kitty—. Elisabeth es un alma sensible y seguro que se pondrá de mi parte. —Marie había cambiado mucho, y para peor. Hacía semanas que no tenía tiempo para su familia, y ahora…

«Dios mío», pensó Elisabeth mientras forzaba una sonrisa amable al entrar. «Están discutiendo, y yo tengo que ejercer de árbitro».

—¡Qué sorpresa! —exclamó, y se detuvo un instante en el umbral de la puerta—. Marie ha salido de la estricta clausura. Me alegro mucho. No iréis a discutir precisamente ahora…

Se acomodó en la butaca que Kitty había descubierto en alguna tienda de antigüedades y que había colocado junto a un tresillo que para el gusto de Elisabeth era muy extraño. También había dos sillas estilo Luis XV con la talla pintada de dorado al lado de un asiento de madera de cerezo con unos refinados reposabrazos abultados, procedente de Inglaterra. Además, un sillón de mimbre mexicano que parecía un trono, con un respaldo prominente, y una mecedora de rejilla bastante insegura. La joya de la corona del conjunto era un diván tapizado de terciopelo granate en el que Kitty había colocado un montón de cojines de seda de colores.

—No estamos discutiendo, Elisabeth —dijo Marie, que ocupaba una de las sillas francesas y tenía una carta en la mano.

—No, no estamos discutiendo —se apresuró a intervenir Kitty—. Cómo puedes pensar eso, Lisa. Tenemos una pequeña diferencia de opiniones, nada más. Como siempre, Marie es la prudente. Quiere impedir que haga una tontería y probablemente me ponga en un compromiso. ¿Te apetece un té o un café, Lisa? Ay, ya sé que tú eres de café. ¿Mizzi? ¡Mizzi! Dios mío, ¿dónde se ha metido ahora esa niña? Ah, ahí estás.

En la mesita de marquetería había un servicio de té ruso, además de una fuente a juego a rebosar de dulces. Olía a una mezcla de té inglés, que a Kitty le encantaba, vainilla, galletas de mantequilla y bolitas de ron.

Elisabeth, que no se fiaba de las butacas antiguas, apartó los cojines y se sentó en el diván. Kitty estaba muy alterada. ¿O solo lo parecía? En realidad, Kitty siempre estaba bastante alterada, pero ahora lucía unas manchas rojas en las mejillas, cuando el resto del rostro estaba pálido. Encima, en su estado, tenía que sentarse precisamente en esa lamentable mecedora.

—Esta chica aprende rápido —dijo Kitty cuando Mizzi se fue con el encargo de llevarles café—. Me dio pena que la señorita Schmalzler la machacara tanto. No la dejaba en paz. Que era vaga, que se metía en la cocina con el chófer y no tenía ni idea de cómo manejar tejidos delicados y alfombras de verdad. Bueno, en lo del chófer tal vez tuviera razón, pero hace meses que llamaron a filas al bueno de Kilian. Quién sabe dónde estará ahora, o si sigue con vida. ¿Tienes noticias de Klaus, Lisa? ¿Sí? Gracias a Dios. Yo recibí una carta de Alfons hace una semana. ¡Ay, pobre! Es tan bueno, todo lo que le envío lo comparte con sus compañeros.

Paró para tomar aire, y Elisabeth tuvo tiempo de preguntar por Paul.

—Hace tres semanas llegó una carta —dijo Marie, muy seria—. Desde entonces, nada. ¿A ti te ha escrito, Elisabeth?

Ella negó con la cabeza. No, por eso preguntaba. Llevaba tres semanas sin tener noticias de él.

—¿Qué son tres semanas? —comentó Kitty—. Además, no siempre pueden enviar cartas. Si están en una acción militar secreta, pasan semanas sin tener contacto con su país.

—Es cierto —admitió Marie—. Debemos tener paciencia. Es muy duro, sobre todo para mamá.

Kitty comentó que mamá tenía muy mal aspecto. No era de extrañar, pues papá era muy grosero con ella. ¿A Marie no le dolía ver la indiferencia con la que la trataba?

—¿Cuánto tiempo llevan casados? —pensó en voz alta—. Casi treinta años. ¿Dónde ha quedado el amor? ¿El cariño? ¿El respeto mutuo?

Elisabeth comentó que un matrimonio también pasaba por crisis y malas épocas. Pero que esas etapas unían aún más a la pareja.

Kitty no parecía muy convencida, pero era evidente que no tenía ganas de iniciar un debate con Elisabeth. Soltó un profundo suspiro y le indicó a Mizzi con un gesto que sirviera café a su hermana.

—Coge bolas de ron, Lisa —dijo luego, con picardía—. A Marie no le gustan porque saben a licor. Ji, ji. No sabe lo que se pierde. El ron no es licor, Marie. El ron es el aliento cálido del trópico, un soplo dulce de palmeras y caña de azúcar.

Acercó la bandeja a Elisabeth y se sirvió una galleta de mantequilla. Mientras masticaba, posó la mirada en la carta que Marie había doblado y dejado sobre la mesa.

—Ya ves, Lisa. Aprecio mucho a nuestra Marie. En la villa era mi confidente, y ahora que es la esposa de mi querido Paul y ha dado a luz a dos mocosos dulces y regordetes, ya no puedo quererla más. Sin embargo…

Se inclinó hacia delante y cogió la carta de la mesa, luego tosió por el esfuerzo y, mientras la mecedora se balanceaba con fuerza, se acarició la barriga.

—¿Te está dando patadas? —preguntó Marie con una sonrisa—. ¡Eso es bueno!

—Ay, sí —contestó Kitty, y soltó una risita—. Seguro que será marinero, porque siempre me siento aquí y me balanceo, como si fuera un barco. Dime, Marie…

Elisabeth se obligó a esbozar una sonrisa comprensiva mientras Kitty acribillaba a preguntas a su cuñada sobre cómo fueron sus últimos meses, si ella también notaba a veces por la mañana esos extraños tirones y el repentino dolor de espalda, que desaparecían de forma tan inesperada como habían llegado.

—No, para nada —dijo Marie—. Yo solo tenía las piernas hinchadas y me dolían los pies.

—Qué raro —dijo Kitty, y se empujó con los pies para mecerse un poco más—. Yo tengo las piernas como siempre, pero cuando como mucho tengo la sensación de que me arde el estómago.

—Creo que no deberíamos asustar a Elisabeth —comentó Marie.

—No —se defendió Elisabeth—. Vosotras hablad, no me molesta lo más mínimo. Al contrario, es muy interesante.

En realidad, la cháchara sobre los achaques del embarazo y la consideración de Marie la sacaban de quicio. Además, en presencia de su cuñada no podía pedirle dinero a Kitty, le daba vergüenza.

Por una vez, Kitty notó su incomodidad y se apresuró a cambiar de tema.

—Estaba hablando de esta carta, ¿sabes? Todo es… es muy íntimo, pero como eres mi única hermana, Lisa… No, no quiero tener secretos contigo. Además, necesito tu consejo. No pongas esa cara, mi querida Marie. Quiero saber lo que piensa Lisa. Luego lo decidiré.

Abrió la carta, miró de nuevo a Marie como si le pidiera perdón y le dio el papel a Lisa.

—Léelo. Y luego dime sin rodeos tu opinión sincera.

Elisabeth necesitó un rato para comprender la situación. Una tal Simone Treiber, que decía ser enfermera, le pedía a Kitty que escribiera a uno de sus pacientes. Ese paciente era… ¡Gérard Duchamps! ¡Increíble! Esperaba no volver a saber de ese hombre, que se llevó a Kitty a París y relegó socialmente a la familia Melzer. Además de la preocupación que causó a sus padres, aquel escándalo estuvo a punto de impedir el enlace de Elisabeth con Klaus von Hagemann.

—¿Qué quieres saber? —preguntó con un gesto de indiferencia, y dejó la carta sobre uno de los cojines que tenía al lado.

Kitty la había estado observando en tensión todo el rato. Ahora parecía decepcionada. Lisa no quería entender la profunda tragedia que se reflejaba en la carta.

—¿Qué harías tú en mi lugar?

—Nada.

Kitty miró a Marie en busca de ayuda, pero vio que la observaba con compasión. Se encogió de hombros, como si tuviera que disculparse por compartir la opinión de Lisa.

—Pero… pero podría morir —balbuceó Kitty, llorosa—. Es su última voluntad. Tal vez lleve tiempo muerto.

—Bueno, en ese caso la carta no tendría importancia —repuso Elisabeth.

—¿Cómo podéis ser las dos tan… frías? ¿Acaso la religión cristiana no nos enseña a perdonar? Estoy segura de que Jesucristo me aconsejaría que escribiera una carta a Gérard. Y también la Virgen María habría…

Elisabeth alzó la vista al techo, era obvio que Kitty no paraba de decir tonterías. Marie, en cambio, se la tomó en serio.

—¿Sabes qué, Kitty? Habla con el padre Leutwien. Es un hombre sensato y nos ha brindado su ayuda en otras ocasiones. Es importante que tomes esta decisión con la conciencia tranquila.

—¡No hay nada que decidir, Marie! —se indignó Elisabeth—. ¿Y quién es esa Simone Treiber? ¿Alguien la conoce? Por lo visto es una enfermera que transmite un mensaje de un tal Gérard Duchamps, que espera respuesta. ¿A nadie se le ha ocurrido que todo podría ser mentira?

Kitty abrió mucho sus ojos azules y su semblante pálido reflejó un profundo horror.

—No, no se me había ocurrido —dijo a media voz—. ¿Puede haber personas que falsifiquen este tipo de cartas? ¿Cuando hay tantos jóvenes desgraciados en los hospitales militares? ¿Por qué iba nadie a hacer algo así?

Elisabeth se encogió de hombros y dijo que esa Simone Treiber bien podía ser una mentirosa que quería presionar a la familia Melzer por medio de Kitty y una carta comprometedora.

—¿Qué? —exclamó Kitty, indignada—. Estás loca, Lisa. Marie, por favor, dile que está loca. ¿A quién podría importarle que yo escribiera unas líneas al pobre Gérard y lo perdonara?

—A tu marido, por ejemplo —dijo Elisabeth, incansable—. No creo que a Alfons le gustase mucho que escribieras una carta a tu antiguo amante.

Kitty soltó una risa histérica y empezó a balancearse en la mecedora con ímpetu. Seguro que Alfons no tendría nada en contra, era un hombre listo y comprensivo. A diferencia de su hermana Lisa.

—Además, la carta podría acabar en las manos equivocadas —continuó Elisabeth—. Los detalles sobre tu lamentable error con ese francés podrían hundir la buena reputación de los Melzer y los Bräuer.

—¡Di algo, Marie, por favor! —suplicó Kitty, desesperada—. Di que Lisa está diciendo tonterías.

Marie se aclaró la garganta, era evidente que estaba pensando en cómo solucionar el conflicto a gusto de todos.

—Debo admitir que yo también lo he pensado —dijo mirando a Elisabeth—. Yo también me he planteado lo que acabas de decir, Elisabeth. Sin embargo, he llegado a la conclusión de que semejante engaño es muy improbable.

Para mí el problema real está en otro sitio.

Kitty se mecía con los ojos cerrados. ¿Ya no quería seguir escuchando porque ninguna de sus consejeras le daba el respaldo que esperaba? Elisabeth tenía claro que Kitty se moría de ganas de escribir a Gérard.

—¿Y si con tu carta Gérard Duchamps se animara a contactar contigo de nuevo? Puede que se haya curado, algo que, por supuesto, también le deseamos.

Kitty miró un instante a Marie, pero no dijo nada. Elisabeth bebió un sorbo de café y disfrutó del sabor intenso del auténtico café de grano. Aplacó un poco su genio, tal vez no debía ser tan dura. Qué injusto era que ella no pudiera permitirse esa bebida desde hacía meses y Kitty, en cambio, gozara de café, té y todas las delicias imaginables. Por no hablar del agradable calor de la estufa de carbón.

—Si de verdad quieres contestar a la carta —continuó Marie—, ante todo deberías dejar claro que estás felizmente casada y que esperas un hijo de tu marido.

Elisabeth dio un respingo del susto cuando Kitty soltó un grito prolongado y penetrante. Seguía con los ojos cerrados, los dedos clavados en los reposabrazos de la mecedora, las piernas estiradas y los pies doblados. La frecuencia de su voz hizo que tintinearan los cristales de las vitrinas.

—¡Te has vuelto loca, Kitty! —gritó Elisabeth—. Deja de hacer tonterías. Dios mío, no ha cambiado nada. Cuando no se hace su voluntad, se pone histérica.

Marie se había levantado de un salto y miraba a Kitty aterrorizada. En ese momento se abrió la puerta y asomó el rostro asustado de Eleonore Schmalzler. Tras ella, Mizzi estiraba el cuello para ver qué pasaba en el salón.

Marie se acercó corriendo a Kitty, le agarró la mano y le acarició la frente.

—¿Notas dolores? Dime dónde te duele. ¿Aquí? ¿O aquí?

Kitty permaneció en esa postura en tensión, luego abrió los ojos y soltó los reposabrazos. Jadeó un poco.

—Es… es un dolor horrible. Marie, Marie, no te vayas. Creo que me voy a morir.

Elisabeth observaba impertérrita desde el diván, se sentía impotente e innecesaria. Marie tanteó la barriga de Kitty, le frotó las sienes, los brazos, dijo todo tipo de bobadas para calmarla y entretanto le murmuró a la señorita Schmalzler que fuera a buscar a la partera.

—No quiero que venga esa mujer horrible…, la señora Koberin. A esa no la quiero.

—No te alteres, Kitty, solo es por precaución. A lo mejor no la necesitas. Aún es pronto, ¿no?

—Sí, claro —gimió Kitty, y empezó a respirar rápido y fuerte—. Faltan por lo menos cuatro semanas. Tal vez más… La culpa es de esas estúpidas bolas de ron, Marie. Dios, qué contenta estoy, pensaba que ya llegaba el niño. Pero eso no puede…

La asaltó la siguiente contracción y se puso a gritar de nuevo. Elisabeth nunca había oído a Kitty proferir semejantes chillidos. Ni a nadie que conociera.

—Grita con fuerza, Kitty, cariño —dijo Marie mientras le sujetaba la mano—. Ayuda un poco. Mantén la calma. La partera llegará enseguida.

Kitty rugió hasta que volvió a pasar el dolor, luego dijo que solo tenía el estómago revuelto y rompió a llorar. Marie intentó convencerla para que se levantara de la mecedora y se tumbara en la cama, pero Kitty hizo oídos sordos. Nada de cama. No, no estaba enferma, solo era una pequeña indigestión. Quería tumbarse en el diván. Solo un momento, hasta que se encontrara mejor.

Por fin Elisabeth salió de su estupor. Ayudó a Marie a levantar a Kitty de la mecedora, mientras seguía lamentándose, y la llevaron al diván.

—Pon la manta debajo —dijo Marie—. Y quita los cojines.

—Estoy mareada… —gimió Kitty—. Creo que tengo que…

Elisabeth se manchó la falda con las bolas de ron y las galletas de mantequilla que vomitó Kitty, pero le dio igual. Ya no se quedó al margen sintiéndose inútil. Le puso un cojín debajo de la cabeza. Le quitó los zapatos estrechos. Le masajeó la barriga. Le acarició las mejillas, le limpió la cara con un pañuelo húmedo.

—Pero ¿cuándo va a venir la partera? —oyó que susurraba Marie.

—He enviado al criado Ludwig con el automóvil, señora. Debe de estar al llegar. La cocinera está preparando té y agua caliente. Le he traído un montón de paños.

—Es usted un tesoro, señorita Schmalzler —le dijo Marie en un susurro.

Elisabeth no iba a dejar que la apartaran. Ahora que por fin podía hacer algo con sentido, no pensaba separarse de Kitty. Cogió paños blancos, le dio té a Kitty, le masajeó la espalda, le dio ánimos.

—Lisa, no puedo más. No quiero tener el niño. No quiero. No lo aguanto… ¡Aaah!

—Pronto lo habrás conseguido, Kitty, cariño. Piensa en lo contento que estará Alfons. Un niño pequeño, dulce…

—Ya empieza otra vez. Pero ¿cuándo termina esto? Si tiene que salir…

—Pronto, Kitty. Ya no tardará mucho. Esas contracciones…

La partera llegó al cabo de una hora y les soltó una reprimenda al ver que la parturienta no estaba tumbada en la cama como era debido. En un diván, ¡habrase visto!

—Deje de refunfuñar y haga su trabajo —la reprendió Elisabeth.

Marie tuvo que intervenir para que no se tiraran de los pelos, pues la señora Koberin no estaba acostumbrada a las réplicas. Más tarde, cuando por fin nació el bebé, Elisabeth echó una mano a la partera y se entendió a la perfección con ella.

—Una criatura fuerte y sana —dijo la señora Koberin mientras sujetaba a ese ser colorado y chillón por los pies y dejaba que su cuerpecito colgara hacia abajo—. Hay que bañarla con cuidado, que no entre nada en la boca y la nariz. Más paños. Periódicos. La placenta…

Aquella mujer era experta en todas esas increíbles tareas. En el momento del parto, le subió la falda a Kitty por encima de la barriga, le quitó la ropa interior y le tocó la barriga con manos expertas. Metió la mano, notó la cabeza del bebé y con dedos hábiles ayudó a la criatura a liberarse de su oscura prisión. Lo hizo con calma y naturalidad, mientras Elisabeth permanecía a su lado, fascinada y perpleja, obedeciendo todas sus instrucciones sin rechistar.

Bañó a la criatura en la palangana que le habían dado y notó aquella nueva vida entre sus manos, cómo pataleaba y luchaba, cómo se esforzaba por superar esta existencia sola, sin la cálida protección del vientre materno. Hacía rato que Marie se había ido a casa, sus hijos la necesitaban, y había llegado Alicia para estar con su hija.

—Una niña —dijo Alicia con ternura—. ¡Tienes una hija, Kitty!

Kitty estaba tumbada en el diván, sonrosada y animada, encantada de haberlo conseguido.

—¿Qué? ¿Una niña? —exclamó—. Vuelve a meterla dentro. ¡Yo quería un niño!

Augsburgo,

10 de abril de 1916

Querido Paul:

No te entiendo, y estoy muy enfadada contigo. ¿Acaso todo era pura hipocresía? ¿Tus cartas de amor? ¿Tu añoranza por mí y nuestros hijos? ¿Tu preocupación por la fábrica? Bueno, por lo visto hay cosas más importantes para ti. Cosas ridículas como el orgullo y la camaradería entre soldados. ¿Hablas de tu deber con la patria? También puedes cumplir con él aquí, en Augsburgo, como director de una fábrica de tela de papel para confeccionar ropa y otros objetos necesarios a nuestros soldados.

¿Tanto te estoy pidiendo? Solo digo que te dirijas a tu superior para presentar una solicitud. El resto lo resolveremos desde aquí, pero es importante que nuestra petición reciba distintos apoyos para lograrlo.

Bueno, de momento papá sigue oponiéndose, pero cederá. Lo sé. Tu padre es demasiado listo para no ver que tenemos razón. El paso a la producción de tela de papel salvará la fábrica y, gracias a eso, mi testarudo Paul, volveremos a tenerte en la villa de las telas. No creas que cesaré en mi empeño, te quiero de vuelta, cariño, y haré lo que haga falta para conseguirlo. Así que hazme el favor de no resistirte más.

Bueno, tenía que desahogar toda la rabia. Ya vuelvo a ser la Marie alegre y pícara, tu amante apasionada y esposa inteligente. La madre de tus dos pequeños aulladores, a los que desde hace unos días cuida un ama de cría. Se llama Rosa Knickbein. Es muy resuelta y, a mi modo de ver, de total confianza, la escogí junto con mamá entre una serie de candidatas.

Escríbeme pronto, amado mío, y perdona el enfado, que solo es fruto de mi gran amor por ti. Te ruego de todo corazón que reconsideres tu negativa, no quiero pedirte nada más porque la decisión depende solo de ti.

Tu amor

MARIE

Norte de Francia,

15 de abril de 1916

Mi querida Marie:

Tu última carta me ha afectado profundamente, y solo tengo un deseo: que me perdones. En estos tiempos difíciles no debería haber rencor entre nosotros. Aunque nuestras esperanzas y opiniones no coincidan, solo espero tu amorosa comprensión.

Una parte importante de todos los malentendidos se debe a que estas últimas semanas apenas he tenido tiempo para escribir una carta extensa para comunicarte mi decisión. Durante días hemos estado preparando la posición de las armas, pero sin disparar un solo tiro. Ayer el enemigo, los ingleses y los franceses, se acercaron de repente a nuestra posición y nos superaban con creces en número. ¡Artillería pesada, ametralladoras y un montón de soldados de infantería contra una pequeña división de caballería! Fue un infierno, pero la orden era clara y contundente: «Hay que mantener la posición». Hasta que no pudimos más, si no queríamos que nos frieran a tiros. Emprendimos la retirada hasta un campamento de infantería y atravesamos un pueblo en el que nos disparaban desde las casas, los disparos y la metralla atronaban en los oídos, y luego llegó la orden: «¡Alto! ¡Atrás! ¡Volvemos!». Dimos media vuelta y llegamos bajo una lluvia de balas hasta un campo de hierba, y a partir de ahí estuvimos a salvo, a cubierto. Cinco compañeros y siete caballos perdieron la vida, los cuatro cañones de artillería se salvaron.

¿Cómo te explico lo que siento ante semejantes experiencias? Se han convertido en mi día a día, porque si cada vez sintiera de nuevo la pena, me volvería loco. Una tarde estás sentado con un compañero, hablando sobre tu casa, te enseña fotos, y al día siguiente yace muerto en la hierba, con el cráneo reventado por las balas. Nunca había tenido una sensación de comunidad, un compañerismo tan íntimo entre hombres como aquí, porque todos nos enfrentamos a la muerte a diario, hora tras hora. Compartimos refugio y comida, el tabaco y el vino, también el miedo a la muerte y la absurda esperanza de salir indemnes de todo este horror. ¿Y ahora tengo que comportarme como un cobarde y volver a casa, al lado seguro? ¿Y dejar solos a los compañeros con su miseria? ¡No puedo!

No quiero ser injusto, mi amor. Haz lo que consideres necesario. Si el destino quiere, tendrás éxito y yo volveré con vosotros. Por mi parte, no contribuiré en nada.

Mi sensación de añoranza por ti permanece intacta, igual que mi amor sincero. No, no soy un hipócrita, cariño, deberías saberlo. Escríbeme pronto, dime que me perdonas y que sigues queriéndome, aunque a veces tu Paul sea un testarudo.

Besos y abrazos,

PAUL