Chapter 15 - 14

Kitty se estaba probando la tercera blusa, pero aquella prenda de seda de color azul claro, con las mangas abombadas y los ribetes gastados, tampoco fue de su gusto. Esas blusas eran muy incómodas y estaban pasadas de moda; además, cualquier secretaria vestía con falda y blusa. Sin embargo, tampoco se decidía por un vestido, sobre todo porque casi todos le quedaban pequeños tras el parto. No tanto en el talle como en el pecho. En realidad, no quería dar de mamar, al fin y al cabo no era una vaca lechera; a ella el número que había montado Marie con ese tema le parecía totalmente ridículo. Por desgracia, tras el parto la leche le subió con tanta intensidad que todos los remedios que le daba el médico eran inútiles. Así que le resultaba imposible delegar el amamantamiento en un ama de cría si no quería reventar. Acarició la blusa de color azul claro con un suspiro y se miró en el espejo de pared. Era desesperante: con esos estúpidos depósitos en el corpiño parecía una matrona, pero tenía que dar de mamar a la criatura para que la leche sobrante no le empapara la ropa.

—Nunca más tendré un hijo —gimió—. ¿Cómo puede ser feliz una mujer cuando se infla como un globo y le muerden y la succionan tres veces al día?

Furiosa, tiró la blusa a la alfombra y cogió otra de la percha. La había hecho Marie, tal vez esa le quedara bien. Era de color amarillo claro, de algodón y gasa.

—¿Señora? ¿Me ha llamado?

Mizzi, que en realidad estaba empleada como criada, asomó la cabeza por la rendija de la puerta. Kitty había despedido a su doncella en un ataque de ira. Desde entonces, había llamado a Mizzi en varias ocasiones para que la ayudara a vestirse, y la chica estaba maravillada de ver tanta ropa cara, blusas y faldas, infinidad de zapatos y botines. Además de preciosos bolsitos, guantes, cinturones, sombreros… Se le había abierto un paraíso, y se esforzaba por no perder el acceso a ese Elíseo.

—Ay, Mizzi —dijo Kitty un tanto disgustada—. Ya que estás ahí, ayúdame con la blusa.

—Con mucho gusto, señora.

La pequeña Mizzi tenía talento. Estuvo tirando de la blusa hasta que Kitty le dijo con un suspiro que lo dejara. Aunque si estiraba un poco de arriba…

—¿La pequeña duerme?

—Creo que sí, señora. El ama de cría está con ella.

En realidad, el ama de cría podría habérsela ahorrado, al menos en cuanto a la leche. Por lo demás, la regordeta Alwine Sommerweiler, que tenía tres niños y otro en la cuna, era un tesoro. Cuidaba de la pequeña Henni con mucho cariño y seguía las rutinas de una madre experimentada.

—Dile a Ludwig que quiero salir. Y tráeme el abrigo de verano rojo, el del cuello ancho.

Kitty se probó hasta tres pares de zapatos hasta que se quedó contenta y luego cogió un sombrerito rojo con una pluma que resaltaba su cabello moreno. ¿Debería cortarse el pelo? El pelo corto le quedaría fantástico, pensó, y se dirigió al cuarto de la niña.

La habitación infantil estaba decorada en blanco, rosa y dorado. Había comprado los muebles con arabescos por catálogo y se los hizo llevar a casa, y las alfombras las había adquirido en una tienda de Augsburgo. En los dos ventanales altos se ahuecaban unos visillos en tono rosado que su madre había comprado en tiempos de paz. Solo el ama de cría constituía una mancha oscura en el diseño claro, pues siempre llevaba un vestido azul marino.

—Está durmiendo —susurró Alwine Sommerweiler con una sonrisa cuando la señora entró en la habitación infantil.

Kitty se acercó de puntillas a la cuna, sobre la que se balanceaba un móvil con estrellitas color rosa y una luna azul claro. Ay, qué criatura tan dulce era cuando dormía. Qué rica esa naricita, esos morritos, las líneas suaves de sus párpados cerrados. ¡Su pequeña Henni! No, sentía una felicidad inmensa por tener esa hijita. ¡Ojalá Alfons pudiera verla! Hacía más de dos semanas que no recibía carta de él, por lo visto estaba en algún lugar en la frontera entre Francia y Bélgica. Si es que aún existía esa frontera. ¿Esa zona no llevaba tiempo ocupada por el Imperio alemán? Kitty no lo sabía, y en realidad le daba igual. Su padre tenía razón, lo que ocurría en los frentes del este y el oeste no figuraba en los informes de guerra de la prensa. Lo único seguro era que ahora Italia también había declarado la guerra al Imperio alemán.

—Me voy un par de horas a casa de mis padres, Alwine. Si hay algo importante, llama, por favor.

El teléfono era un objeto muy práctico. Qué lástima que Lisa no tuviera línea en casa, aunque últimamente su hermana siempre estaba en la villa. Por ese absurdo hospital, como si no hubiera suficientes clínicas en Augsburgo. Los conventos también habían montado hospitales, solo faltaba que ahora se pelearan por los pacientes.

Cuando su coche se acercó despacio por el camino de entrada, Kitty vio que los soldados heridos eran muchos más de los que había imaginado. Un camión estaba aparcado delante de la villa. En la parte trasera habían atado la lona a un lado, así que se veía el interior: varios hombres tumbados sobre mantas de lana, a la espera de que los llevaran dentro. ¡Qué horror! Hasta entonces se suponía que allí acogían a pacientes que ya se estaban curando. Esos pobres muchachos tenían que ser trasladados en camilla, casi no podían moverse, y algunos llevaban la mayor parte de la cabeza vendada, con solo unos agujeros para los ojos y la boca; era inquietante.

—Pare ahí delante, Ludwig. Yo me bajo aquí. Será mejor que aparque en el patio, para no estar en medio.

—Claro, señora. Pobres tipos. Por el emperador y la patria… En fin. ¡Menos mal que soy demasiado viejo para eso!

Kitty no tenía ganas de ver a los heridos de cerca, así que se dirigió presurosa a la parte trasera de la villa para subir a la primera planta cruzando la galería. Cielo santo, qué complicado era. En su visita de dos días antes se le enganchó la falda en la reja de hierro forjado y había acabado con una mancha de herrumbre.

—¡Mamá! ¿Hola? ¡Else! ¡Auguste!

Golpeó la puerta con rabia, pues se la encontró cerrada. Al cabo de un rato le abrió el ama de llaves, lo que no mejoró su humor. La buena de la señorita Schmalzler se había pasado meses intentando enseñarle a llevar una casa, había pronunciado aburridos discursos, le había recomendado que consultara un libro de tareas domésticas. Por supuesto, había sido idea de su madre. Sin embargo, no había logrado ni el más mínimo fruto.

—Señora, ¡qué sorpresa tan agradable! Llega en el momento justo.

Kitty oyó los gritos de un bebé, seguramente Leo, ese pequeño aullador. No entendía por qué el ama de llaves parecía tan acalorada, incluso tenía manchas rosadas en las mejillas. Debía de haber ocurrido algo insólito.

—¿Qué ocurre? Dígamelo enseguida, señorita Schmalzler. ¿Por qué me tiene en vilo? No es nada malo, ¿no?

Eleonore Schmalzler le recogió el sombrero y el abrigo y le aseguró que se trataba de una buena noticia.

—¡El correo! —exclamó Kitty—. ¿Una carta de Paul? ¿Sí? ¿De verdad? ¿Por fin ha escrito mi Paul? Dígame que es cierto, señorita Schmalzler, o le tiraré de las orejas.

—Pero señora… señorita Kitty… —Se echó a reír.

¿De modo que Eleonore Schmalzler sabía reír? Resultaba un poco raro porque tenía la boca solo entreabierta.

—No es una carta —dijo con un temblor en la voz, como si estuviera a punto de echarse a llorar—. Hoy hemos recibido una cesta llena de cartas. Debe de haber escrito casi todos los días, y las cartas se estancaron en algún lugar. Su madre y la señora Von Hagemann están en el comedor. Ahora he de bajar al hospital, tenemos nuevos ingresos.

Atravesaron juntas la galería hasta el pasillo, donde el ama de llaves bajó presurosa la escalera hasta el hospital y Kitty fue directa al comedor.

—¡Mamá! ¡Lisa!

Elisabeth dejó caer la carta que acababa de leer y se levantó de un salto para dar un abrazo a su hermana. Su madre la siguió, abrazó a sus dos hijas y todas rompieron a llorar como si hubiera ocurrido una terrible desgracia.

—Estaba en Galitzia…, tan lejos…, y luego en Masuria. Pero vuelve a casa. Tiene que ir a Francia, pero espera poder venir unos días antes de partir hacia el frente occidental.

—¡Dios mío! —exclamó Kitty—. Va a venir. Es demasiado bonito para ser verdad. ¿Dónde está Marie? ¡Seguro que estará loca de alegría!

Su madre le explicó que Marie se había ido arriba. Lo entendía. Quería estar sola cuando leyera las cartas de Paul.

—¿Y qué pasa conmigo? —se enfadó Kitty—. ¿Es que no me ha escrito? ¡Oh, mi querido Paul, qué malvado y monstruoso eres…!

—El montón que está al lado de la cafetera —dijo Elisabeth negando con la cabeza—. Son cartas para ti, Kitty. Siempre te precipitas con tus quejas.

—¡Dios mío! ¿Todas para mí? ¡Hay diez, no, quince cartas!

—Trece —repuso Elisabeth—. Yo solo he recibido cinco, y mamá siete. Y Marie…

Kitty ya se había apoderado del montón y las estaba contando. Lisa estaba en lo cierto. ¡Santo cielo, había recibido más cartas de Paul que su madre y Lisa juntas!

—¿Cuántas cartas tiene Marie? —inquirió.

—Qué tontas sois —intervino Alicia con una sonrisa—. ¡Como niñas pequeñas!

—A Marie le ha enviado más de cincuenta cartas y postales —respondió Elisabeth.

—Ah, ¿sí? ¿Tantas? —dijo Kitty con un deje de envidia. Le tenía mucho cariño a Marie, nadie merecía más a su Paul que su amiga. Sin embargo, precisamente por eso, Paul podría haber repartido el correo de un modo más equitativo…

Su madre llamó a Else y le encargó café recién hecho y un tentempié para Kitty. Luego se hizo el silencio en la habitación, pues las tres se sumieron en la lectura del correo. De vez en cuando se oía un suspiro o una leve expresión de asombro, y si alguna leía en voz alta media línea, las demás la comentaban con monosílabos, ocupadas en su propia carta.

De camino al este,

21 de abril de 1916

Hermanita Kitty:

Ayer estuvimos en Königsberg. El tren se detuvo ahí al amanecer, llamaron a la puerta desde fuera y bajamos medio dormidos al andén. Repartían comida, arroz con carne de vaca, buena y en cantidad. Luego estábamos en la pálida penumbra y entró un tren con vagones de mercancías cerrados, desde donde se oía ruido de pasos y sonidos extraños. Eran prisioneros rusos, los bajaron de varios vagones y los llevaron a la estación de avituallamiento. Estaban pálidos y flacos, muchos fumaban cigarrillos, tenían rasgos extranjeros, parecían mongoles. Más tarde los vimos en los pueblos destrozados realizando trabajos de desescombro. Pobres tipos, arrancados de su país y arrastrados al extranjero. El paisaje por el que pasamos ahora es monótono, campos yermos, granjas aisladas con casas de madera y tejados de paja donde la gente vive con el ganado. Se abre otro mundo ante mí, es como si retrocediera en el tiempo varios siglos. En Wilkowitz tiene que haber varios puestos de correo militar, así que espero que mi correo os llegue pronto y que vuestras cartas también acaben en mis manos. Tengo todas tus cartas en mi mochila, hermanita, atadas con una goma, un tesoro del que me alimento en los momentos bajos. Cuando las leo, veo tu mano y el dedo índice doblado, presionando con tanta intensidad la pluma. Dale un beso a la dulce Henni de mi parte.

Un abrazo de tu hermano mayor,

PAUL

—El café, señora —anunció Else, que sacó a Kitty de sus pensamientos—. La cocinera me pide que les diga que no está en situación de preparar un tentempié porque tiene que dar de comer al chófer Ludwig, y también al conductor del transporte de enfermos y a sus dos jóvenes ayudantes. Además, la señorita Schmalzler ha ordenado a Hanna que ayude en el hospital y por lo tanto no puede trabajar en la cocina.

—Gracias, Else —dijo Alicia con amabilidad—. Dile a la señora Brunnenmayer que me gustaría hablar un momento con la señorita Schmalzler. Puedes recoger esto.

Cuando Else salió con la bandeja llena de vajilla, Alicia dejó a un lado las cartas de Paul con una sonrisa. Tendría que ocuparse de que todo funcionara bien. Con el hospital, el reparto de tareas entre el personal estaba un poco alterado.

—Por favor, acuérdate de llamar a papá, Lisa. Tiene que saber las buenas noticias lo antes posible.

—Por supuesto, mamá. Lo intentaré de nuevo.

Kitty alzó la vista de su lectura con la frente arrugada, pero no formuló su pregunta hasta que su madre hubo salido por la puerta.

—¿Por qué no llama ella? ¿Se han vuelto a pelear?

Elisabeth levantó la mirada hacia el techo y soltó un leve gemido. Era insoportable ver cómo sus padres se hacían la vida imposible. Hacía días que su padre se levantaba pronto y se iba a la fábrica solo para no tener que desayunar con su madre. No regresaba para el almuerzo, y nadie sabía si comía algo, pero en la fábrica apenas se trabajaba ya, ni siquiera las dos secretarias iban al despacho.

—¡Cielo santo, Lisa! —dijo Kitty, horrorizada—. ¿Es que nuestra fábrica está en quiebra?

Elisabeth negó enérgicamente con la cabeza.

—No, por supuesto que no. ¿Cómo puedes decir semejante tontería? Papá ha tenido dificultades económicas a causa de la guerra, pero ya pasará. Ha dicho que tiene varios encargos para julio y agosto. Creo que limpiar casquillos metálicos y reparar correas de cuero. No lo sé exactamente, pero las trabajadoras estarán ocupadas un tiempo con eso.

A Kitty aquellas tareas no le parecían propias de una fábrica textil, pero bueno, en tiempos de guerra los cartuchos metálicos y las correas de cuero eran más importantes que las telas bonitas.

—Por supuesto —repuso Elisabeth al tiempo que le lanzaba una mirada despectiva—. Además, es difícil producir telas sin lana ni algodón.

Kitty tuvo que admitir que no lo había pensado. Había cosas de las que no se percataba y no se daba ni cuenta. Sobre todo las que causaban problemas en la vida.

—Quédate sentada, Lisa. Yo llamaré a papá —dijo, y se dirigió al despacho para pedir línea con la fábrica de paños Melzer.

Estuvo un rato esperando, impaciente, tamborileando con los dedos en el escritorio de su padre; se tiró de la blusa y vio que los pechos se le volvían a hinchar. Entonces le comunicaron que el destinatario no contestaba.

—¡Inténtelo de nuevo, por favor!

La señorita de la centralita volvió a establecer la conexión, pero no sirvió de nada. Kitty colgó enfadada y regresó al comedor para seguir leyendo las cartas de su Paul.

—¿Y bien? ¿Has localizado a papá?

Kitty se encogió de hombros. Estaría en algún lugar de la fábrica. Lo raro es que las secretarias no estuvieran en el despacho, habrían sabido dónde estaba su jefe.

Elisabeth se quedó callada y dio un sorbo al café, pensativa. Añadió azúcar y un poco de leche en polvo. Removió con una cucharita de plata, lo dejó a un lado y clavó la mirada en el mantel, donde había unas cuantas migas de pan negro.

—¿No quieres bajar al hospital, Lisa? —preguntó Kitty al reparar en el extraño comportamiento de su hermana—. Pensaba que eras la directora de las enfermeras, ¿no? Bueno, entonces lo entendí mal. Dime, ¿es cierto que el joven médico, cómo se llama, se me ha olvidado…, es tan atractivo? Tilly se sonrojó cuando le pregunté por él.

Elisabeth hizo un gesto de desdén con la mano; Kitty debería ahorrarle esos cotilleos. El doctor Moebius era un médico excelente, hacía mucho más que cumplir con su deber.

—Me preocupa papá, Kitty —dijo afligida—. Últimamente está muy tenso. Y nervioso. A mi modo de ver, esta pelea con mamá se ha convertido en una desavenencia grave. Y ya sabes que papá no debería alterarse.

—Ha adelgazado y está muy pálido. Pensaba que tal vez le preocupaba la fábrica —comentó Kitty, ingenua—. Aunque siempre le preocupa.

—Tiene todos los motivos para preocuparse. Pero no me gusta que deambule solo por la fábrica para esconderse de mamá. En serio, si le pasa algo, allí no hay nadie para ayudarle. Empezaríamos a buscarlo por la tarde, y para entonces ya podría…

—Jesús bendito, Lisa —repuso Kitty, indignada—. Para de imaginar cosas tan horribles. Papá vuelve a estar sano.

Elisabeth dejó la cucharita de café encima del mantel, distraída, en vez de posarla en el platito. Una mancha de color marrón claro creció en la tela blanca.

—Papá puede tener un derrame cerebral en cualquier momento —dijo a media voz—. Nos lo dijo el médico. Kitty, tengo un mal presentimiento.

—¡Tú sí que sabes arruinarle el día a alguien, hermana! —se lamentó Kitty—. Hace un momento estábamos tan felices porque pronto volveremos a tener con nosotras a nuestro Paul…

Elisabeth se levantó y se dirigió al despacho. Kitty hizo una mueca de desesperación y abrió otra de sus cartas. Sin embargo, no logró concentrarse. Envidiaba a Marie, que en ese momento estaba arriba tan tranquila, leyendo una carta tras otra sin que la molestaran. ¿Estaría llorando? ¿O riendo de alegría? ¿O las dos cosas? Paul sabía escribir cartas muy dulces, era un…

La voz de Lisa desde el despacho interrumpió sus pensamientos.

—Póngame otra vez en contacto, por favor. Sí, ya sé que hemos intentado varias veces llamar a este número.

¡Dios santo! Lisa estaba obsesionada con sus terroríficas visiones. Si su madre se enteraba, se contagiaría y se preocuparía también. Kitty dobló la carta y volvió a meterla en el sobre. Lisa era terrible. ¿No podía por una vez, por una sola vez, ser feliz de verdad? No, siempre tenía que encontrar un pelo en la sopa.

—Escucha —dijo Kitty cuando Elisabeth regresó al comedor con expresión atormentada—. Vayamos a la fábrica y démosle nosotras las buenas noticias.

—Eso mismo iba a proponerte —dijo Elisabeth con voz tenue—. Qué bien que se te haya ocurrido a ti.

Entretanto, habían aparecido nubes de tormenta. Cuando Kitty y Elisabeth atravesaron el parque, se vieron los primeros relámpagos y sonaron los truenos. Una enfermera recogió a toda prisa las sillas de mimbre de la terraza y cerró las dos puertas. Afuera, en el patio, Ludwig había conseguido cerrar la capota del coche antes de que cayeran las primeras gotas gruesas.

—Menos mal —dijo Kitty cuando se sentaron en el coche—. Casi se moja mi abrigo nuevo. ¿Has visto qué caída tiene la tela? Lo compré en la tienda de Rosenberg. Arriba es ancho y abombado, y abajo estrecho. Como un rábano.

Elisabeth estaba demasiado nerviosa para admirar como era debido aquella prenda cara, así que asintió y fijó la mirada en el parabrisas, donde golpeaba la lluvia. Otro potente trueno le causó un sobresalto.

—Tenemos la tormenta justo encima, señora —dijo Ludwig, al que se le veían unas cuantas gotitas brillantes en el bigote gris—. Una tormenta de verano de las de verdad. Como en tiempos de paz.

—Arranque, Ludwig. Mi hermana está un poco nerviosa.

—¡Por supuesto, señora!

Avanzaba despacio, no veía bien a causa de la lluvia. El coche tenía un limpiaparabrisas, pero tendría que moverlo un copiloto, y las dos damas estaban sentadas detrás. Se detuvieron en la entrada de la fábrica de paños Melzer. Apenas se veía nada a través de la ventana de la portería, pero era muy posible que el viejo Gruber ya no fuera a trabajar y su padre hubiera cerrado la puerta. En ese caso, seguro que había vuelto a echar la llave.

—Qué idea tan fantástica venir aquí —refunfuñó Kitty, que se estaba helando con su ligero abrigo de verano—. ¿Y ahora qué hacemos?

Elisabeth estornudó. Tenía la chaqueta empapada en el lado izquierdo porque la capota calaba en ese punto.

—Toque el claxon, por favor, Ludwig.

Sonó tres veces, pero no sirvió de nada. Las hermanas se miraron compungidas. Un trueno hizo temblar el barrio industrial, los rayos arrojaron una extraña luz azulada sobre los edificios.

—Podríamos bajar y tirar de la campana —comentó Elisabeth.

—Hazlo tú, Lisa. No tengo ganas de estropearme el abrigo.

—Vuelva a tocar el claxon, por favor, Ludwig. Y no tan flojo. Con fuerza.

Kitty pensó que sonaba lamentable. Como un dragón con dolor de garganta. Elisabeth agarró con decisión la manilla de la puerta para salir bajo la lluvia torrencial cuando Kitty la sujetó del brazo.

—¡Mira! —gritó al tiempo que señalaba algo con el dedo—. ¡Un paraguas!

—¿Qué? ¿Dónde?

En efecto, un paraguas negro abierto se movía por el patio. Avanzaba despacio porque tenía que luchar contra el viento y los chorros de agua, pero Kitty vio que lo sujetaba un hombre vestido de oscuro. Gruber, el portero.

—«El paraguas con el viento pone rumbo al firmamento…

—… y Roberto hacia una nube pidiendo socorro sube».

—Para, Lisa. Odio ese libro. Ya de pequeña no soportaba a Roberto Volador.

—Arranque, Ludwig. ¿A qué está esperando?

El portero había abierto las dos puertas de la entrada y las había fijado a los lados para que no se cerraran de golpe y dañaran el vehículo. Cuando el coche pasó junto a él, hizo una reverencia torpe con el paraguas. Era evidente que se alegraba de que las dos jóvenes damas lo saludaran con tanta alegría.

—No aguanta estar en casa —comentó Elisabeth con un gesto de desesperación—. No sabe vivir fuera de su portería, el pobre.

—¿Por qué iba a hacerlo? —preguntó Kitty, asombrada—. La fábrica necesita un portero.

Se dirigieron a la entrada del edificio de administración y vieron entusiasmadas que la puerta estaba abierta. En la escalera sus pasos resonaban de una forma espeluznante; no se oía ningún otro ruido, ni siquiera el murmullo y el tamborileo de la lluvia.

—¿Es que aquí ya no se trabaja? —preguntó Kitty, acongojada—. Aquí estaba la contabilidad, ¿no? Esos tipos raros con cubremangas y gafas redondas…

—Los hombres jóvenes están en la guerra, Kitty.

—Es cierto, lo había olvidado. Pero también los había mayores. Es raro que ni siquiera ellos vengan a trabajar. El despacho de papá está en la segunda planta, ¿no? Antes era muy emocionante venir a verlo. Todo el mundo tenía que esperar hasta que le hacían pasar a su despacho, pero yo entraba sin más.

Las hermanas se detuvieron en el vestíbulo, angustiadas.

Reinaba un silencio absoluto. Las dos máquinas de escribir estaban tapadas con una funda de tela, las sillas bien colocadas debajo de los escritorios, un montón de carpetas acumulaban polvo en un carrito con ruedas. En la papelera había una sola hoja, arrugada. La lluvia golpeaba contra los cristales.

—Puaj, huele a moho aquí dentro. Lástima que no podamos airear por el mal tiempo —comentó Elisabeth.

Kitty bajó la manija de la pesada puerta del despacho del director y empujó. Chirrió como en un castillo encantado. Echó un vistazo al despacho de su padre. No había nadie en el sanctasanctórum. No obstante, había indicios de que poco antes alguien había bebido coñac y fumado tabaco.

—¡No me lo puedo creer! —gimió Elisabeth, y levantó el cenicero del escritorio para estudiar el contenido—. Aquí hay como mínimo diez, no, doce colillas. Y en la papelera hay más. ¡Y eso que el doctor Greiner le tiene terminantemente prohibido fumar!

—El coñac también le sirve de consuelo —comentó Kitty—. La botella está casi vacía. Mira, Lisa. Papá no estaba solo.

Sobre la mesa de visitas había tres vasos de coñac y otro cenicero, también lleno. Las hermanas miraban confusas los rastros. Era evidente que su padre había tenido invitados.

—Debían de ser hombres —comentó Kitty—. Las damas no fumarían puros.

Elisabeth agarró un vaso de coñac para examinar las huellas. No había pintalabios. Se calmó.

—Por supuesto que eran hombres, ¿qué te has creído que es papá? —dijo indignada—. Lo más probable es que haya firmado un contrato con sus socios.

—¡Claro!

Kitty se encogió de hombros y dijo que, como ya suponía, los miedos de Lisa eran fruto de su imaginación desbordada. A primera vista a su padre le iba estupendamente.

—¡Espero de verdad que tengas razón, Kitty!

—¿Dónde estará papá? —pensó Kitty en voz alta—. El portero lo sabrá.

—¡Qué bobas! —dijo Elisabeth—. Deberíamos habérselo preguntado.

Salieron del despacho del director y volvieron a bajar la escalera. Pese a todo, el edificio resultaba tétrico, tan silencioso y vacío. También estaba un poco sucio. En los rincones algunas arañas aplicadas habían tendido sus redes. Y olía a abandono.

La lluvia había aflojado, así que decidieron quedarse en la entrada mientras Ludwig iba a buscar al portero. Si el señor director no se encontraba arriba, en su despacho, solo podía estar en la zona de hilado. Se pasaba los días caminando por allí, era una tragedia, el pobre director iba a acabar de los nervios.

—No puede ser tan difícil limpiar unos cuantos cartuchos metálicos —dijo Kitty.

—Ven —ordenó Elisabeth—. Eso es lo que vamos a averiguar.

Arrastró a Kitty bajo la lluvia hasta la tercera sala, donde estaba la hilandería. Allí antes se trabajaba en dos plantas. De niña, Kitty entró en una de las salas de la fábrica, pero el ruido aterrador de la maquinaria la ahuyentó en el acto.

—Deja de taparte las orejas —dijo Elisabeth—. Hay un silencio absoluto. La maquinaria está apagada.

—Te odio, Lisa —gruñó Kitty—. Por tu culpa, ahora mi abrigo nuevo tiene manchas de agua.

Contempló con disgusto las hiladoras oscuras y silenciosas. Faltaban los silbidos y zumbidos de las bobinas, incluso el siseo cuando los hilos se tensaban y se enrollaban. Sin embargo, se oía un golpeteo, la máquina de vapor estaba en funcionamiento.

—Arriba están trabajando —resolvió Elisabeth.

—De acuerdo. Subamos. ¿A quién le importan unas cuantas manchas de grasa en mi abrigo?

Ya en la escalera oyeron la voz airosa del señor director. Su padre estaba echando pestes como en los viejos tiempos.

—¡Un maldito montón de chatarra, eso es lo que es! ¿Por qué no se mueve ese cilindro? ¿Para qué le he pagado un montón de dinero?

—Un detalle, señor Melzer. Hay que engrasar mejor el eje. Tal vez la perforación sea demasiado estrecha.

—¡Su cabeza sí que es demasiado estrecha, Hüttenberger! Eso es. Mi hijo lo dibujó todo con precisión. ¡Solo tiene que fijarse bien!

—¡Ahora! ¡Ahora funciona!

Elisabeth y Kitty subieron los últimos peldaños a paso ligero y al llegar arriba se detuvieron ante una imponente construcción metálica, sin duda una máquina, pues se accionaba con una correa.

—Papel —dijo Kitty, y estiró el brazo—. Eso es un rollo de papel. Papá quiere fabricar papel pintado.

El enorme rollo de papel daba vueltas con un intenso chirrido, silbaba, echaba humo, hacía ruido. Un raíl metálico subió a lo alto, se posó sobre el rollo de papel, se oyó un zumbido, como cuando se rasga una hoja. Luego la máquina soltó el aire, crujió y se detuvo.

—¡Maldita sea! —rugió Johann Melzer a sus dos ingenieros—. ¡Si ahora hay rasgaduras en el papel, os corto la nariz con mis propias manos!