Maria Jordan extendió el vestido de noche azul en la cama y estudió con mirada calculadora qué costuras debería deshacer. La tela era costosa, seda china de verdad, ahora mismo imposible de comprar en ningún sitio. Qué suerte que la joven señora Von Hagemann no hubiera engordado sino adelgazado, pues ya no se podía sacar más de las costuras. En cambio, estrechar el vestido solo era cuestión de tener buen ojo y la aguja adecuada. Se sentó en una silla junto a la ventana, cogió el desbaratador y empezó a abrir la costura de la cintura. En la habitación hacía frío. Afuera soplaban los vientos de noviembre, y la estufa estaba apagada. Maria Jordan se había puesto una chaqueta de lana sobre la blusa, pero seguía con las manos heladas. Era desagradable tener los dedos ásperos del frío, sobre todo cuando trabajaba con seda, pues el fino tejido se pegaba a las pequeñas irregularidades de la piel.
—¡Gertie! —se oyó en el salón de al lado—. ¿Qué pasa con el desayuno?
La joven señora Von Hagemann había pasado excepcionalmente dos días con sus noches en su casa y, ah, milagro, había pagado el sueldo pendiente de las criadas y la doncella. Incluso había dinero para la casa, y por lo visto también había encargado carbón. La noche anterior, mientras Maria Jordan cosía en la villa, Auguste le había contado en confianza de dónde procedía el dinero: Elisabeth von Hagemann había tenido una conversación con su cuñado Alfons, que le había «prestado» una determinada cantidad. Sin embargo, Alfons Bräuer ya había regresado al frente, así que pronto volvería a escasear el dinero en la casa Von Hagemann.
—Lo siento, señora —dijo con voz aguda Gertie—. Es que siempre me quemo los dedos cuando sirvo el café. Y el pan está tan duro que una se corta las manos con él.
«Cuánta torpeza», pensó la señorita Jordan, y levantó el vestido para ver hasta dónde debía deshacer las puntadas. Ese trapito estaba pasado de moda, le había dicho la descarada de Kitty Bräuer durante una visita reciente. Elisabeth debería hacerse algo nuevo, ella se había suscrito a una revista de moda con colores y cortes completamente nuevos. Si Elisabeth quería, se la prestaba…
—Por el amor de Dios, Gertie —se indignó la señora—. ¿Por qué dejas que el pan se ponga tan duro? Hay que guardarlo en una bolsa de lino y meterlo en la panera.
Maria Jordan se imaginó a Gertie poniendo cara de inocente y fingiendo que era la primera vez que lo oía.
—Disculpe, señora. Es que no tenemos cocinera, de lo contrario no pasaría algo así.
Seguro que a la señora Von Hagemann le molestó esa respuesta impertinente, sobre todo porque Gertie añadió que, al fin y al cabo, la habían contratado de criada, no de ayudante de cocina. Sin embargo, sobraban las palabras. Se cerró la puerta del pasillo, por lo que imaginó que había enviado a Gertie de vuelta a la cocina sin más.
Se hizo el silencio. Maria Jordan se humedeció los dedos para recoger los hilos sobrantes de la seda y luego se ajustó la chaqueta de lana con un escalofrío. Si no traían pronto el carbón, bien podrían quemar el viejo banco de la cocina, a fin de cuentas estaba carcomido y a punto de romperse.
—¿Maria?
—Sí, señora. Enseguida voy.
Odiaba que la molestaran cuando estaba trabajando. Tenía que dejar las tijeras, el cojín de coser, la cinta métrica, la tela y todo lo demás. Tardaría un rato en volver a ordenar las cosas antes de continuar.
Elisabeth von Hagemann estaba sentada a la mesa ante el desayuno, que consistía en pan, sucedáneo de mantequilla, mermelada, un trocito de queso y café de bellota. No parecía estar de buen humor, pero Maria Jordan no podía saber si tenía que ver con el correo militar que tenía doblado al lado. La carta parecía breve, y al mayor le gustaba la verborrea romántica.
—¿Cómo va con mi vestido de noche, Maria?
—Acabo de empezar a desbaratar las costuras, señora.
—Estupendo. Lo necesito la semana que viene. Mi hermana y yo iremos a la ópera.
Hacía tiempo que Maria Jordan estaba al tanto. Kitty Bräuer se moría de aburrimiento desde que su marido había regresado al campo de batalla, y asistía a las reuniones de la sociedad benéfica, iba a la ópera y, eso se lo había dicho Else en confianza, incluso había asistido a una reunión de los socialistas. ¡Acompañada por su suegra! Con todo, ya se sabía qué tipo de persona era Gertrude Bräuer. Se decía que era de orígenes humildes, que su padre trabajaba en una tienda de productos coloniales. Era increíble que esa mujer hubiera arrastrado a una hija del industrial Melzer a una reunión de los socialistas.
—Estoy convencida de que el trabajo valdrá la pena, señora. Estará preciosa con ese vestido.
Elisabeth no estaba de humor para cumplidos, así que asintió distraída y luego le dijo que el carbonero había quedado en pasarse aquella tarde, que por favor estuviera atenta. Había que guardar el carbón en el sótano, la llave estaba colgada en un gancho junto a la puerta.
—Y cierre bien el sótano, Maria. Ya sabe que el carbón desaparece con facilidad.
Maria Jordan se había acostumbrado a asumir una serie de tareas que no correspondían a una doncella. No le quedaba más remedio que aceptarlo sin rechistar. No podía vivir de las pocas horas que trabajaba como costurera en la villa.
—Por supuesto, señora. ¿Esta noche volverá a casa o pasará la noche fuera?
Elisabeth se había sumido en el correo militar, leyó las escasas líneas con la frente arrugada y miró distraída a Maria Jordan.
—¿Cómo? Ah, sí. No, las próximas dos noches las pasaré en la villa. Tengo turno de noche en el hospital.
—Muy bien, señora.
—Ya puede seguir cosiendo. Luego necesitaré el sombrero de seda de ala ancha y el abrigo. Y los chanclos, me temo.
Maria Jordan subió al dormitorio, se sentó junto a la ventana y se dedicó al vestido de noche. No le cundió mucho, pues tuvo que levantarse de nuevo para llevar el sombrero, el abrigo y las polainas a la señora. ¡Qué perspectivas tan tristes! Pasaría horas peleándose con la costura, después con el sucio traslado del carbón al sótano, para luego pasar la noche sola en el salón mientras Gertie se divertía arriba, en el dormitorio que compartían, con su Otto. Era aprendiz de zapatero y aún no lo habían llamado a filas porque por lo visto tenía algo en los pulmones. Sin embargo, su enfermedad no había mermado sus impulsos masculinos; al contrario, ese zapatero flacucho se convertía en un hombre todas las noches. Eso si una estaba dispuesta a creer las fanfarronerías de Gertie.
—¿Maria? Necesito el abrigo y el sombrero.
—Voy, señora.
Más tarde miró por la ventana hacia la calle, donde Elisabeth von Hagemann luchaba con esfuerzo contra el viento. Las hojas grises del otoño navegaban por el asfalto. Bajo un arbolito pelado se había congregado una pandilla de adolescentes que se repartían algo. Tal vez habían robado un bollo en una panadería. A Maria Jordan le rompía el corazón que esos seres inocentes, andrajosos y congelados se juntaran para distribuirse el botín. ¿Por qué? Por hambre. ¡Qué tiempos! ¡Qué mundo!
Dejó el trabajo y fue a ver a Gertie a la cocina, donde el fuego aún ardía, aunque sin llamas, y pudo calentarse los dedos. Gertie había quemado la trasera de una cómoda, de momento no disponían de nada más para quemar.
—Ya no voy a aguantar mucho más aquí —se quejó la chica—. Otto me ha dicho varias veces que debería dejar el servicio. Sobre todo si hay que esperar eternamente el sueldo. Se casaría conmigo si dejara de servir aquí.
—¿Estás segura? —preguntó la señorita Jordan con un gesto de incredulidad. Ya había oído a unas cuantas decir «Se casará conmigo» y luego la cosa se quedaba en nada—. ¿No prefieres que te tire las cartas otra vez?
Gertie abrió la boca para contestar, pero en ese momento sonó la campanilla de la puerta y Maria Jordan fue corriendo a abrir. Gracias a Dios, ¡el carbonero! Por lo menos aquella noche tendría el cuarto caliente.
Sin embargo, cuando abrió la puerta se encontró con el barón Von Hagemann y su esposa. Ambos iban vestidos de invierno y olían a naftalina, que se usaba contra las polillas.
Maria Jordan hizo una leve reverencia y esbozó una sonrisa amarga. Si los señores pretendían invitarse a almorzar, se habían equivocado.
—Buenos días, baronesa, barón…
Riccarda von Hagemann no hizo gesto alguno y pasó al lado de Maria Jordan como si no existiera. Su marido se detuvo en el umbral, suspiró y entró en el pasillo.
—Buenos días, señorita Jordan —dijo con cierta amabilidad—. ¿Mi nuera está en casa?
—Me temo que no, señor barón. La señora Von Hagemann tiene turno en el hospital. Esperamos su regreso pasado mañana.
Maria Jordan ya había imaginado la cara de decepción de la baronesa, pero Riccarda von Hagemann se tomó la noticia con serenidad.
—Bueno —dijo al tiempo que lanzaba una mirada crítica al anticuado espejo del pasillo, bajo el cual había una cómoda estilo Biedermeier—. No pasa nada. No queremos causar ninguna molestia a Elisabeth.
—Por supuesto —dijo Maria Jordan, sin entender las palabras que acababa de oír. Parecía que querían irse enseguida. Estupendo.
—¡Johann! —gritó Christian von Hagemann en un cortante tono autoritario—. Ya puedes subir las dos cajas.
—¿Qué hace ahí parada? —dijo Riccarda von Hagemann, que miraba con gesto amenazador a Maria Jordan—. Baje, hay muchos paquetes. ¿Y la criada? ¿Dónde se ha metido?
Maria Jordan seguía en el mismo sitio, convencida de que se trataba de una pesadilla horrible. Cajas. Maletas. ¿Qué eran esos resoplidos y gemidos que se oían en la escalera?
—¿Por qué hace tanto frío aquí? —se quejó Christian von Hagemann, que había abierto la puerta que daba al salón—. ¿Es que nadie enciende las estufas?
Gertie se asomó por la rendija de la puerta entreabierta. Tenía el horror escrito en su rostro enjuto.
—¡Ahí está! —gritó Riccarda von Hagemann—. Vamos, vamos, niña. Abajo, en el pasillo, hay un montón de maletas que hay que subir. Y vigila que no se te caiga ninguna caja. ¿Me has entendido, Dorte?
—Me… me llamo Gertie —balbuceó la criada.
—¿A quién le importa cómo te llames? —rugió la baronesa—. Haz tu trabajo. ¡Sube las cosas antes de que las roben!
Gertie lanzó una mirada suplicante a Maria Jordan, pero esta se limitó a encogerse de hombros, una manera de hacerle saber que ella tampoco sabía exactamente qué estaba ocurriendo delante de sus narices.
—¿Tienen… tienen intención de quedarse un tiempo? —preguntó la señorita Jordan con prudencia.
Riccarda von Hagemann hizo caso omiso de la pregunta. Estaba entrando en el despacho de su hijo y oyeron cómo se quejaba del polvo que cubría el escritorio.
—A partir de hoy viviremos aquí, señorita Jordan —aclaró Christian von Hagemann con una sonrisa de desdén que no daba lugar a réplica.
Maria Jordan ya no era una cría, sabía que la vida deparaba todo tipo de sorpresas. Buenas y menos buenas. Esta era de las peores.
—Siento que nos hayan pillado desprevenidas, señor barón. La señora no nos había informado.
El barón ni siquiera se planteó contestarle, se dirigió al salón a inspeccionar la estufa. Estaba claro, era un ataque por sorpresa. Casi con toda seguridad la pobre Elisabeth no tenía ni idea de que esos parásitos se estaban instalando en su casa. Maria Jordan sintió una profunda solidaridad hacia su joven señora, pero ella no estaba en situación de repeler el ataque. Gertie no era un apoyo. La señorita Schmalzler sí habría sido la persona indicada. O la señora Brunnenmayer. Auguste también sabía defenderse. Pero ninguna de ellas estaba allí.
Los pensamientos de Maria Jordan se detuvieron al ver al hombre que subía paso a paso la escalera. Era un anciano huesudo, el pelo blanco le llegaba por los hombros, rostro enjuto, ojos hundidos en las cuencas. Nunca había visto una figura tan inquietante. El traje oscuro se bamboleaba alrededor del cuerpo del sirviente, que cargaba una caja grande en el hombro izquierdo. Se apoyaba un poco en el brazo y no parecía nada cansado por acarrear aquella carga.
—¡Eso va arriba, en el despacho, Johann! —ordenó el barón, que acto seguido se dirigió a las dos mujeres—. ¿A qué esperáis? ¡Vamos, vamos!
Maria Jordan logró dar un paso y salir primero. Bajó la escalera muy despacio, agarró del brazo a Gertie con firmeza, que quiso pasar por su lado a toda prisa, y le murmuró que se tomara su tiempo.
—¿Y si roban algo? Entonces será culpa nuestra, Maria.
—¡Quién iba a querer esos trastos!
—¡La gente roba como los cuervos, ya lo sabes!
Abajo, en el pasillo de la entrada de la casa de alquiler, había varias cajas desgastadas, dos bolsas de viaje carcomidas, una butaca con una funda de seda un poco sucia y cuatro cajas de sombreros.
—¿Estos son todos los enseres de la señora baronesa? —se extrañó Maria Jordan—. Bueno, espero que no traigan ningún parásito.
—En todo caso hay polillas —dijo Gertie, asqueada, y agarró el asa de piel de una de las dos bolsas de viaje.
—A lo mejor también hay chinches y piojos —comentó Maria Jordan con malicia, al tiempo que daba una palmada a la butaca. Se levantó una nube de polvo. Por favor. Vivir entre la porquería y luego quejarse por un poco de polvo en un escritorio.
Se oyeron pasos en la escalera, la madera crujía. Era el criado Johann, que resopló, tosió desde lo más profundo del pecho y luego escupió.
—Ay, esto es asqueroso —susurró Gertie—. Te lo juro, Maria, no me quedo aquí ni un día más. No si ese saco de huesos trabaja con nosotras.
—Tiene algo fantasmagórico, ¿verdad? —Maria Jordan alimentó sus miedos—. ¿Dónde lo van a alojar? Probablemente arriba, en el desván, justo al lado de nuestro cuarto.
—Jamás —susurró Gertie—. Prefiero pasar la noche al raso en el parque público.
—Harás bien. Seguro que es sonámbulo y se cuela en todas las habitaciones de noche.
—Cállate de una vez, Maria. ¡Puede oírnos!
En efecto, la silueta del anciano criado apareció en la escalera. Sin embargo, tal vez fuera sordo, pues les sonrió. Le faltaba un diente de arriba. Con unos extraños movimientos rígidos, cargó con dos cajas y volvió a subir la escalera.
—Bueno, vamos. Acabemos con esto.
Arrastraron las bolsas de viaje y las cajas hasta la entrada de la casa. Tuvieron que subir y bajar tres veces, hasta que las pertenencias de los Von Hagemann quedaron a salvo de los ladrones.
Si esperaban que las dejaran en paz, estaban equivocadas. La baronesa había asumido el mando, mientras su esposo, que huía del ajetreo de muebles, alfombras y equipaje, se había retirado al despacho. Se sentó en la butaca tapizada de rojo y se tapó las piernas con una manta. Entretanto, habían empujado estantes, colgado cuadros, convertido un sofá en cama, y revuelto las sábanas y los manteles de la joven señora Von Hagemann. Johann seguía las instrucciones de su señora con la precisión de un reloj y sin decir una sola palabra. ¿Sería mudo? Maria Jordan abrió cajas que contenían vestidos y abrigos anticuados, ropa de cama, calcetines con agujeros, zapatos gastados. Realmente los Von Hagemann se habían quedado sin recursos, incluso daban pena, pero ante tal impertinencia Maria Jordan era incapaz de sentir empatía. Solo le daba pena la joven señora, que en adelante tendría que compartir la casa con sus molestos suegros. Cabía suponer que el mayor se pondría de parte de sus padres.
—Aquí hay que limpiar. Hay que dar la vuelta a la alfombra. Las cortinas se lavarán mañana. Esto da asco. ¿Y por qué no está ardiendo la estufa?
—Se ha acabado el carbón.
—¡Entonces buscad madera!
Gertie tuvo que preparar un almuerzo mientras el viejo Johann cortaba en pedazos con gesto de indiferencia el banco de la cocina. Lo hizo con movimientos rígidos, bruscos, como un muñeco de madera. A lo mejor tenía reúma. O se había convertido en un homúnculo tras décadas de servicio en casa de los Von Hagemann.
—El personal de Elisabeth es lo peor —oyó Maria Jordan lamentarse a la baronesa arriba, en el salón—. Hay que ponerlas a trabajar de verdad.
Gertie no se esforzó con el almuerzo, al fin y al cabo no era cocinera. Los señores tendrían que conformarse con lo que había en la cocina. Patatas cocidas, un poco de queso y un bote de pepinillos en vinagre.
Maria Jordan no esperó a que el matrimonio Von Hagemann comentara aquella comida frugal. Subió al cuarto del desván, que compartía con Gertie, y se puso el abrigo y el sombrero. Cuando bajó la escalera de puntillas, oyó el griterío de la baronesa en la casa. En medio se oía la vocecita de Gertie, baja pero firme, de ningún modo dispuesta a callar por miedo.
«Pobre Gertie», pensó Maria Jordan. Aunque se casara con ese Otto, ¿qué conseguiría? Pero, bueno, tenía que pensar primero en ella.
Tenía un largo trayecto hasta la villa y lamentó que el tranvía estuviera limitado por las escaseces de la guerra. Mientras pasaba junto a San Ulrico y Santa Afra en dirección a la puerta Jakober, tuvo que luchar contra el viento, que por desgracia transportaba también gotas de lluvia. ¡Qué boba! Tendría que haberse puesto la capa de lluvia, pero ya era demasiado tarde. ¿Era inteligente lo que pretendía hacer? Se detuvo un momento porque el viento estuvo a punto de arrancarle el sombrero de la cabeza, luego siguió a toda prisa. «Tengo que ser discreta», pensó. Seguro que a la joven señora le daría vergüenza que alguien del personal o incluso un miembro de la familia se enterara. «Pero se lo debo», se dijo Maria Jordan. «No siempre ha sido amable conmigo, es cierto, pero es una Melzer, y me contrató como doncella».
Cuando llegó a la puerta Jakober, llovía tanto que se protegió en la entrada. Pasaron dos carruajes a toda prisa hacia la ciudad. La carga estaba tapada, pero vio que eran nabos. Nabos para guisar con patatas y zanahorias. Al cabo de un rato decidió continuar pese a la lluvia. De todos modos ya estaba empapada, así que era mejor moverse que quedarse ahí congelada en el paso de la entrada.
Llegó a la villa calada hasta los huesos y llamó al timbre de la entrada del servicio. La hicieron esperar. Cuando ya creía que estaba rígida como una piedra del frío, llegó Hanna a abrirle.
—Pase rápido, señorita Jordan. Tengo que darme prisa.
Dejó la puerta abierta y entró en la cocina, donde la señora Brunnenmayer repartía el contenido de un puchero en varios cuencos de sopa. Vaya, estaban sirviendo el almuerzo en el hospital. Por cómo olía, la señorita Jordan tuvo que admitir que la señora Brunnenmayer era capaz de crear un plato delicioso con patatas, zanahorias, apio y un poco de jamón.
—¡Jesús bendito! ¡Parece un ratón mojado, señorita Jordan! —dijo la cocinera—. ¿Qué hace aquí? Pensaba que venía los lunes, miércoles y viernes, y hoy es jueves.
Maria Jordan se quitó rápido el abrigo y el sombrero.
—¡Os ayudo a llevar los cuencos!
La señora Brunnenmayer se quedó tan perpleja ante esa rara voluntad de ayudar que miró a Maria Jordan como si quisiera averiguar si estaba enferma.
—Se va a resfriar.
—Qué va.
Desde las dependencias del servicio había un camino directo a la sala de los enfermos, donde Hanna ya estaba dejando dos cuencos en una mesa. Una de las enfermeras jóvenes llenó un cuenco de sopa con el guiso, metió una cuchara y le puso una rebanada de pan encima. Maria Jordan dejó sus cuencos humeantes sobre la mesa y miró a su alrededor. Vio una cama junto a otra en dos filas largas, y en medio un pasillo. De vez en cuando había un separador hecho con sábanas que colgaban de una cuerda tensa. La víspera habían entrado quince pacientes nuevos, todos debían guardar cama; algunos estaban tan graves que no se sabía si saldrían adelante. Había que ser muy fuerte de espíritu para cuidar de esos pobres muchachos, animarlos y, cuando llegaban a su fin, sentarse a su lado en la cama. Maria Jordan no sabía si tendría esa fuerza, pero por lo visto su joven señora Elisabeth sí. ¿Quién lo habría dicho? Por fin apareció por detrás de uno de los separadores, con un plato y una taza en las manos. Se dirigió a la mesa a repartir más raciones y entonces vio a Maria Jordan y puso cara de asombro.
—¿Ya es viernes?
—Vengo fuera de turno, señora —dijo Maria Jordan a media voz—. Ha surgido un imprevisto.
—Más tarde —repuso Elisabeth, y se fue con dos platos.
Maria Jordan decidió esperarla en la cocina. Ayudó a Hanna a poner los cubiertos para las enfermeras y el servicio y, cuando la señora Brunnenmayer le preguntó si quería comer con ellas, le dio las gracias, rechazó la invitación y volvió a la sala de los enfermos.
—¿Qué pasa? —preguntó Elisabeth, impaciente.
—Dos palabras, señora. ¿Podemos hablar a solas en algún sitio?
Elisabeth suspiró, disgustada, pero luego abrió la puerta de la sala de tratamientos, que no se utilizaba durante el almuerzo.
—Bueno, ¿qué pasa? No tengo mucho tiempo, Maria.
La discreción era una cosa, y comunicar una noticia con consideración otra muy distinta. En ese punto Maria Jordan lo hizo fatal, pues explicó lo ocurrido en la casa con todo lujo de detalles que podría haberse ahorrado.
—¿Han cambiado los muebles? ¿Han descolgado las cortinas? ¿Han ocupado la habitación de matrimonio?
—Como se lo cuento, señora. Su suegra incluso ha revuelto toda su ropa de cama. No he podido evitarlo, por desgracia. Pero me ha subido la bilis, se lo juro. Luego está ese extraño criado que camina como un muerto viviente.
—Ah, ¿se refiere a Johann? Es completamente inofensivo. Hace casi cincuenta años que trabaja para los Von Hagemann.
—Ha destrozado el banco de la cocina con el hacha.
Elisabeth ya no escuchaba. Se había sentado en un taburete con la mano en la frente. Maria Jordan temía que se desmayara.
—Dios mío, tendría que habérselo contado con más cuidado. Pero es que yo también estoy muy indignada… Voy a traerle un vaso de agua, señora.
—¡Qué tontería!
Elisabeth negaba con la cabeza con gesto enérgico, luego se levantó y respiró hondo. No tenía tiempo ni ganas de discutir con sus suegros, dijo.
—Si Riccarda y Christian necesitan la casa, no se la negaré.
Pero no estoy dispuesta a vivir con ellos. Eso no me lo puede exigir nadie.
—En eso tiene toda la razón, señora.
—Mi lugar está aquí, Maria —continuó Elisabeth—. Aquí, con estos jóvenes desgraciados que han sacrificado todas sus fuerzas y su salud por el país. En mi vida había desempeñado una tarea con tanto sentido, y a partir de ahora pienso dedicarme a ella en cuerpo y alma.
Lanzó una mirada triunfal a Maria Jordan, que respiró aliviada. Era obvio que Elisabeth von Hagemann se había repuesto del susto y había emprendido una huida hacia delante.
—Eso significa… ¿qué? —preguntó Maria Jordan, desconcertada.
—Mientras mis suegros vivan en Bismarckstrasse, volveré a ocupar mi habitación aquí en la villa. Por favor, ocúpese del traslado de mi ropa y mis enseres personales.
—Y… ¿puedo volver con usted a la villa?
Elisabeth ya tenía la mano en el pomo de la puerta, pero se detuvo y se dio la vuelta.
—Eso no es decisión mía. Tendrá que hablar con mi cuñada.