Chapter 23 - 22

Tilly odiaba su nombre, derivado de Ottilie. También odiaba el banco y la cantidad de viviendas y villas que pertenecían a su padre. Odiaba el dinero, que desempeñaba un papel tan esencial en la vida de su padre y su hermano. Capital, intereses, cuentas, acciones, préstamos, obligaciones, hipotecas…, todos esos conceptos con los que Alfons y su padre le llenaban los oídos en las comidas, de los que no entendía nada ni quería entender. En eso se sentía mucho más cercana a su madre, que decía sin tapujos que un banco era una institución inmoral, pues recaudaba más de lo que prestaba. Y ese comentario dio lugar a que de niña pensara que su padre se dedicaba a un oficio engañoso, algo de lo que ella se avergonzaba porque lo quería mucho, aunque apenas tuviera tiempo para ella y se ocupara más de Alfons. Con frecuencia soñaba con que su padre dejaba el banco para abrir un negocio en Karolinenstrasse o en Maximilianstrasse. A poder ser unos grandes almacenes, donde adquirir todo tipo de cosas bonitas a precios accesibles. Más tarde, de mayor, aquellos sueños le parecían absurdos y se alegraba de no haberlos compartido con nadie. Se refugiaba en la extensa biblioteca de su padre, leía hasta altas horas de la noche a Goethe, Brentano, Jean Paul y Theodor Storm, por lo que su madre, que no entendía semejantes excesos, empezó a llamarla «marisabidilla». En el internado le pronosticaron que acabaría llevando unas gafas gruesas, pues era de dominio público que el exceso de lectura estropeaba la vista de las chicas jóvenes.

La guerra había borrado de un plumazo su visión romántica del mundo. Su padre comentaba a menudo que se avecinaba una guerra, pero nadie quiso creérselo hasta que estuvieron en pleno conflicto. La lucha de los soldados alemanes resultaba edificante y a la vez horrible, pues se trataba de un enemigo que, como había dicho el emperador, había atacado el país en tiempos de paz. Aun así, la guerra la había llevado por un camino nuevo, le había descubierto que poseía una fuerza que antes no sospechaba. Al principio solo quería trabajar en el hospital para ser útil de alguna manera, pero le preocupaba mucho no soportar la visión de la sangre y ser inadecuada para esa tarea. Sin embargo, resultó todo lo contrario. Para su propia sorpresa, no le costaba tratar incluso las heridas más graves, ayudar al médico en su trabajo, limpiar la mesa de operaciones y lavar el instrumental. La medicina era una ciencia fantástica, la única realmente útil para la gente, pues podía salvar vidas y ahorrar sufrimiento. Si no fuera mujer, estudiaría medicina.

Luego surgió el amor. No como un relámpago desde el cielo despejado, como se representaba a menudo en los libros, sino de un modo más suave y paciente. Una sonrisa a la que ella respondía con timidez. Un saludo por la mañana en un tono extrañamente insistente. La forma que tenía él de elogiarla cuando lo ayudaba en su trabajo. Lo rápido que se entendían. Sus hábiles manos. Sus inteligentes diagnósticos. Nadie la trataba con tanto respeto como el doctor Moebius. A veces hablaba con ella cuando preparaba la sala de tratamientos y el doctor Greiner tenía cosas que hacer en otro sitio. Entonces Tilly creía que tenía que frenar su corazón, que latía demasiado rápido e inquieto. Sin embargo, nunca la avergonzaba, siempre mantenía la calma, era amable, le hacía confidencias que sin duda no confiaba a nadie más, y eso la enorgullecía. Que su padre era zapatero, que había sido el cura de su pequeño pueblo natal quien se ocupó de que estudiara medicina. Que había vivido en una buhardilla junto a un músico que tocaba a Beethoven en el piano, y que aquella música lo fascinó tanto que pensó en dejarlo todo para ser músico. Ella lo entendía perfectamente, pues también estuvo a punto de sumergirse en la literatura y había hecho algunos intentos de ser escritora, aunque escribía a escondidas. Ahora, en cambio, la medicina era su gran pasión y, oh, sorpresa, el doctor Moebius la animaba a sacarse el bachillerato y estudiar en una universidad.

Cuando la cogió de la mano por primera vez, ella sintió un cálido estremecimiento y le faltó poco para salir corriendo. Estaban solos en la sala de tratamientos, pero en cualquier momento podía entrar una enfermera o el doctor Greiner.

—Usted significa muchísimo para mí, Tilly —dijo Moebius en voz baja—. Por favor, no se deje asustar por mi sinceridad. Nunca volveré a hablar de ello si me lo prohíbe.

Ella se quedó callada y lo miró a los ojos, no sabía qué contestar. Entonces él se inclinó y le rozó el dorso de la mano con los labios. Fue solo un soplo, el aleteo de una mariposa, pero ella tembló como una hoja, y aquella caricia desató una tormenta en su cuerpo. Cuando justo después se abrió la puerta y entraron a un herido en la sala, tuvo que concentrarse mucho para realizar su trabajo como de costumbre. Pese a no haberle dado ninguna respuesta, se había creado un vínculo. A partir de entonces cada mirada, cada movimiento, cada sonrisa adquiría un significado para ellos y, siempre que estaban solos, lo que por desgracia ocurría muy poco, intercambiaban unas palabras. Nada más. Pero eran palabras embriagadoras que la hacían feliz, que la impedían dormir por la noche y por la mañana evocaban dulces sueños que la hacían estremecer.

—No paro de pensar en usted…

—Es una felicidad inmensa poder conocerla.

—Nunca le había dicho algo así a un hombre.

—Soy consciente de que no tengo derecho…

—Tiene todo el derecho del mundo.

Le había besado la mano en dos ocasiones. No como el aleteo de una mariposa, sino con labios cálidos que le hicieron sentir un leve escalofrío. Hacía tiempo que anhelaba sus caricias, esperaba ansiosa la ocasión de estar con él a solas, y sabía que él también aprovechaba todas las oportunidades de estar un momento con ella sin testigos. ¿Cuándo reuniría el valor para besarla? Y si lo hacía, ¿la abrazaría? ¿La arrimaría contra su cuerpo? ¿Notaría el latido de su corazón como se describía en las novelas? ¿O quizá ella se desmayaría?

En medio de sus esperanzas más dulces, llegó la noticia de que lo enviaban al frente. Había una guerra, ¿cómo había podido olvidarlo? ¿Acaso no lo veía con sus propios ojos todos los días en el hospital? ¿Cómo llegó a estar tan segura de que ella y el hombre al que amaba se librarían del horror de la guerra?

Primero se lo dijo a su colega, el doctor Greiner, no a ella. Luego se enteraron la señorita Schmalzler y Elisabeth, que se lo comunicaron a las enfermeras. A la desgracia se sumaron los celos absurdos, la rabia por ser la última en enterarse. ¿Por qué no se lo había dicho cara a cara? ¿Le daba miedo que rompiera a llorar y se lanzara a su pecho? Jamás habría hecho semejante tontería. Sin embargo, él no se lo dijo. Evitaba estar a solas con ella, sí, parecía esquivarla incluso en el trabajo diario, y prefería a otras enfermeras cuando necesitaba ayuda en una intervención.

Aquel era su último día en el hospital. Tilly había llegado antes de lo habitual, había pasado mala noche y tenía la cara hinchada de llorar, así que se la refrescó con una manopla fría. El doctor Moebius ya estaba en su puesto, la saludó con amabilidad, como siempre, pero sin sonreír.

—¿Señorita Bräuer? Ya que está aquí, ¿podría preparar la mesa de operaciones, por favor? Han anunciado tres nuevos ingresos, un intercambio de inválidos por prisioneros de guerra rusos.

—Por supuesto, doctor.

Ordenó el instrumental, preparó la botella de éter, los paños, las bandejas, las vendas… El intercambio de heridos graves era una acción que llevaba a cabo la Cruz Roja, y en ella participaban casi todos los implicados en la guerra. Eran casos desesperados y pocos sobrevivían. Se tomaban muchas precauciones para que ningún hombre apto para el servicio militar fuera devuelto a su país.

Tras ella se cerró la puerta, escuchó sus pasos pero no se dio la vuelta. Aun así, tenía los dedos helados, y estaba temblando.

—Está enfadada conmigo, ¿verdad? —oyó que decía.

Ella guardó silencio. No, no estaba enfadada. Estaba triste y se sentía herida.

—No se lo puedo reprochar, Tilly. Es culpa mía. Me dejé llevar por unos sentimientos que no eran más que castillos en el aire.

¡Castillos en el aire! Ahora sí que se volvió hacia él, indignada.

—¿Qué quiere decir con eso?

Por un instante los rasgos del doctor Moebius reflejaron una profunda desesperación, luego se recompuso y forzó una sonrisa. Le salió artificial, como una máscara tras la cual ocultaba sus verdaderos sentimientos.

—Quiero decir que nosotros, usted y yo, nos hemos aferrado a un sueño que no tiene futuro. Perdóneme, por favor, Tilly. Es culpa mía. Jamás me perdonaré haberle dado esperanzas que no puedo cumplir.

Quería seguir hablando, pero alguien bajó la manija de la puerta y acto seguido Elisabeth entró en la sala.

—¡Ahí estás, Tilly! —dijo—. Sube rápido conmigo, tienes una llamada. ¿No le importa que Herta ocupe el lugar de Tilly, doctor Moebius?

—En absoluto, señora Von Hagemann.

Tilly le lanzó una mirada que hizo que se sintiera culpable y bajara los ojos. Habría matado a Elisabeth por aparecer precisamente en ese momento. Esperanzas que no podía cumplir… ¿Por qué? ¿De qué tenía miedo? ¿De que ella lo rechazara solo por ser hijo de un zapatero? ¿Tan cobarde la consideraba? ¿O acaso, y eso sería peor, no la quería? ¿Solo estaba jugando con ella?

—Vamos, Tilly —dijo Elisabeth—. Sube conmigo. Ahora tienes que ser muy fuerte, niña. Todos tenemos que ser fuertes. No olvidemos nunca que hay infinidad de personas en nuestra patria alemana que comparten nuestro destino.

En vez de darse prisa, Tilly se detuvo en medio de la escalera. ¿De qué estaba hablando Elisabeth?

—¿Ha… ocurrido una desgracia? —tartamudeó, asustada.

—Arriba. Marie y mamá están arriba. Tenemos que estar muy unidos…

Abrazó a Tilly y subió con ella la escalera, donde Else sostenía con semblante serio una bandeja con tres tazas y una tetera.

«Paul», pensó Tilly. Dios mío, debería haber llegado el día anterior. Corrió detrás de Elisabeth, que se dirigía al salón rojo y luego se detuvo.

—Es la guerra, Tilly —dijo—. El momento de los héroes y las mujeres que lloran su muerte.

—¡Para ya con eso!

En el salón aún estaba el pequeño árbol de Navidad, que ya soltaba las agujas sobre la alfombra. Alicia se hallaba junto a la ventana, mirando el parque. En el sofá estaban sentados Marie y… Paul. Tilly profirió un leve grito y fue corriendo hacia él, se abrazaron, y Paul le contó que había llegado de madrugada.

—Por suerte, la enfermera que hacía el turno de noche me abrió, de lo contrario tendría que haber armado un escándalo a las cinco de la mañana.

Alicia se acercó a ella, le dio un abrazo y le pidió que tomara asiento en una butaca. Elisabeth repartió las tazas de té, la vajilla tintineaba un poco en sus manos.

—¿Qué pasa, por el amor de Dios?

—Ha llamado tu madre, Tilly —dijo Alicia con ternura—. Hoy han recibido la noticia de que Alfons… ha caído.

Iba a añadir algo más, pero se le quebró la voz y se tapó la boca con el pañuelo. Tilly estaba sentada, petrificada, el cerebro no le funcionaba. ¿Alguien había dicho que su hermano había caído? Alfons, siempre tan tranquilo y prudente. Tan tímido y a la vez tan listo. Alfons, el único hijo varón. El orgullo de su padre, el futuro del banco Bräuer. Alfons, su hermano mayor. Estaba ahí desde que ella vivía.

—¿Cuándo? —balbuceó, consciente de que la pregunta no tenía sentido—. ¿Dónde? ¿Dónde ocurrió?

—No lo sabemos, Tilly —dijo Marie, afligida—. Tu madre ha dicho que junto al Somme. Es… es increíble que haya muerto. Nunca quiso ser soldado, odiaba la guerra. Pero tampoco se lo preguntó nadie.

Tilly rompió a llorar. La pena surgió de lo más hondo de su pecho y se abrió paso sin que pudiera evitarlo. Alfons estaba muerto. Nunca regresaría. Yacía en algún lugar, rígido y encorvado en un féretro. Notó que unos brazos la envolvían. Marie le susurraba al oído palabras de consuelo. Le acariciaba el pelo. Alicia se arrodilló delante de ella, la cogía de la mano, le hablaba. Elisabeth también decía algo de «sacrificio por la patria».

—Te llevaremos a casa, Tilly —dijo Paul—. Tus padres te necesitan.

Ella negó con la cabeza. No, no quería irse a casa. No era necesario que nadie la acompañara.

—No es molestia, Tilly —insistió Alicia con ternura—. Paul cogerá el automóvil. Tenemos que ir a ver a Kitty.

—Por supuesto —se apresuró a decir Tilly—. La pobre Kitty. Y la pequeña Henni… No, no insistáis, me quedo aquí, tengo turno y no me voy a ir. De todos modos, estaré mejor si tengo algo que hacer. Mamá sabrá consolar a papá.

—Esa decisión te honra, Tilly —comentó Elisabeth—. Bajemos. Yo también quiero cumplir con mi deber. Mamá, estaré con vosotros en cuanto quede libre.

—Como quieras, Tilly —dijo Marie—. Entiendo que no quieras abandonar tu trabajo, pero no te sobrevalores. ¡Prométeme que te lo vas a tomar con calma!

Tilly asintió, encontró un pañuelo en el delantal blanco y se sonó la nariz. Luego, cuando salió del salón rojo, vio que Paul y Marie estaban cogidos de la mano y, por mucho que lo hicieran con disimulo, le pareció inapropiado.

Se dirigió al baño y se lavó la cara con agua fría. Cuando levantó la cabeza y se miró en el espejo, le asustaron las ojeras y la palidez de su rostro.

«Estoy horrible», se dijo. «Pero ¿a quién le importa eso ahora? Alfons está muerto. Mi amor era solo un castillo en el aire. La vida ha terminado. No hay nadie para quien estar guapa».

Se colocó los mechones rebeldes detrás de las orejas y se puso bien la cofia de enfermera. ¿Qué había dicho Elisabeth? Tenía que ser fuerte. Así sería. Iba a hacer su trabajo como si no hubiera pasado nada. Era bueno estar acompañada y tener algo que hacer. Sería mucho más difícil cuando llegara a casa y se enfrentara a la desesperación de sus padres.

Abajo, en el hospital, ya la estaban esperando. Los nuevos pacientes habían ingresado; además, había dos hombres jóvenes con fiebre desde hacía días, y el doctor Greiner los había aislado porque temía que se tratara de tifus. Tilly se alegró de que nadie le preguntara por qué se había ausentado de su puesto. Se sumergió en el trabajo, ayudó a cambiar vendas, repartió el almuerzo y volvió a colocar las vendas recién lavadas. Más tarde el doctor Greiner la reclamó en la sala de tratamientos y le ayudó a curar varias heridas difíciles. No preguntó por el doctor Moebius, pero Greiner, que la trataba como un padre, le contó sin que se lo pidiera que a él también le resultaba difícil despedirse de su joven colega.

—Su corazón se queda aquí, señorita Bräuer. Parece que lo haya perdido definitivamente, el pobre muchacho.

—Así es la vida —comentó ella, y apretó los labios. No podía mostrarse débil bajo ningún concepto, de lo contrario se desmoronaría.

Trabajó como una posesa, ayudó en el lavadero, se sentó en la cama de un joven que sufría alucinaciones y hablaba de ratas con rostro humano. Le leyó poemas en voz alta y notó que el sonido y el ritmo de los versos lo calmaban, hasta que por fin se durmió. Observó su rostro atormentado y sintió que un cansancio enorme lo impregnaba todo.

—¿Señorita Bräuer? —la llamó el doctor Moebius.

Ella lo miró casi con indiferencia. ¿Qué quería? Estaba exhausta, era hora de irse a casa.

—¿Le quedan fuerzas para otro ingreso? Se lo pido de todo corazón.

Su voz sonaba suave, casi cariñosa. Herta, que pasaba por ahí con una bandeja, le lanzó una mirada de desaprobación.

—Por supuesto —murmuró Tilly.

Él le ofreció la mano para ayudarla a levantarse del borde de la cama, un gesto que nunca antes se había permitido. Ella dejó que ocurriera, lo siguió hasta la asfixiante sala de tratamientos y, como de costumbre, cogió los rollos de vendas y las bandejas.

—Ha perdido a su hermano —dijo él sin rodeos—. Lo siento muchísimo. Sé que las palabras no significan nada, pero no podía más que…

Dejó de hablar cuando Tilly se volvió hacia él. Sus miradas se fundieron, el anhelo y la tristeza, la esperanza y la desesperación se mezclaban, la magia no los abandonaba. No fue un abrazo afectuoso como ella había soñado, sino precipitado, casi doloroso, y el beso le quemó en los labios.

—Te quiero —susurró él—. Y solo eso cuenta ante esta muerte sin sentido.

Tilly se quedó aturdida, apenas se atrevía a moverse por miedo a equivocarse. La habían educado para no dar nada a nadie, no debía demostrar a un hombre lo mucho que lo deseaba. Aun así, notó que eso era exactamente lo que él esperaba.

—¿Por qué… por qué no me lo habías dicho nunca?

—Porque soy un cobarde —se lamentó él, y hundió la cabeza en el hombro de Tilly—. Porque temía ser rechazado. Los dos estamos tan alejados, cómo podría osar…

De pronto sintió una gran ternura hacia esa persona que había sufrido tanto tiempo por ella. Su cuerpo se relajó, le acarició el cuello con suavidad y le pasó los dedos por el pelo.

—Es culpa mía, Ulrich. Nunca te he animado…

Qué sensación tan nueva y maravillosa llamarlo por su nombre. Como tantas veces había hecho en sueños. Él había cerrado los ojos, estaba entregado a sus dulces caricias. Entonces le cogió la mano que lo acariciaba y la besó.

—Sí que lo has hecho, Tilly —dijo él con una sonrisa—. Tus ojos me lo decían, lo notaba en cada uno de tus gestos…

La separó un poco y la miró a los ojos, escrutador y algo inseguro. Cuando Tilly le sonrió, él suspiró.

—Dilo —rogó él—. Dímelo para llevármelo conmigo cuando me marche.

—Te quiero, Ulrich. Te esperaré hasta el final de esta guerra y mucho más. Hasta que volvamos a vernos.

Él la abrazó y la mantuvo contra su cuerpo, le dio un beso torpe y sus dedos se enredaron en las cintas del delantal que ella llevaba cruzadas en la espalda. Entonces los separó un golpe enérgico en la puerta.

—¡Doctor Moebius! —gritó Herta—. Venga, rápido. Una hemorragia…