—Il est complètement fou!
Humbert oyó aquella frase a través de bramidos y pisadas. Escuchaba constantemente palabras en francés, gritos, bromas, largos discursos que no entendía, también maldiciones. Aquel ruido ensordecedor le impedía oír bien para por lo menos entender una parte.
—Mais non… il fait le malin… veut nous entuber.
Era un traidor, un embustero. Sabían la verdad, lo habían averiguado y ahora lo matarían de un tiro. Era un desertor y debía morir en la horca. Sin embargo, eran franceses, deberían alegrarse de que hubiera desertado.
El estruendo llegó a tal punto que desencadenó la locura en su cerebro y de repente creyó estar sujeto con cuerdas a un avión. Por encima rugía y vibraba el motor, debajo se veía un paisaje lunar, gris, lleno de cráteres y árboles calcinados, alambre de espino, pedazos de cuerpos humanos, trincheras como dibujadas a regla con cascos grises puestos uno al lado del otro. Quiso abrir los brazos para sentir el viento, pero un intenso dolor le provocó un estremecimiento.
—En avant!
Estaba entre dos compañeros, arrastraba las botas militares por el suelo. Iban caminando. Más lento de lo normal, a desgana, rostros desesperados, mugrientos, muchos llevaban vendas. Pero seguían la marcha.
—Eh, ha vuelto en sí —dijo el compañero que tenía a la izquierda—. Buenos días, chico. ¿Has dormido bien?
Humbert tragó saliva y tosió, tenía la boca seca y con sabor a tierra.
—Intenta caminar solo —lo animó el otro compañero—. No te preocupes, te ayudaremos.
Las piernas le fallaban. El segundo intento salió mejor, poco a poco fue recuperando la sensibilidad en el cuerpo. Llevaba la mano derecha envuelta en un pañuelo y se veían rastros oscuros de sangre.
—Qué… —murmuró mientras intentaba mantener el paso—. Quién…, dónde…
—Este ha caído de la luna —comentó alguien.
—Somos prisioneros de guerra, chico.
Humbert comprendió y se sintió aliviado. Los prisioneros de guerra no estaban obligados a combatir. Los encerraban en campamentos, les daban comida y ropa. Tenían que trabajar, pero no los enviaban a la guerra. Cuando uno era prisionero de guerra, lo peor había pasado.
—Pero mira…, camina como un tullido.
—¿Te pegaron un tiro en la mano?
No lo sabía exactamente. Fue un golpe repentino, sin dolor, solo un toque firme. Luego llegó la sangre. Se quedó inconsciente. De todos modos, ahora notaba el pulso en la mano derecha vendada, y cuando intentó mover los dedos soltó un gemido de dolor.
«Ya no valdré para el servicio», pensó afligido. «Tampoco podré conducir. Con esta mano, ni siquiera podría cepillar un traje».
—No vayas tan despacio, compañero, o el francés de atrás se pondrá extremadamente desagradable con el arma. Ese comerranas acaba de darle con la culata a un pobre chico.
Humbert aguantó hasta que llegaron al campamento nocturno, situado en un prado donde los prisioneros dormían uno al lado del otro. Oyó el ruido que hacía días que los acompañaba todo el tiempo, e imaginó que era el oleaje y que estaba en el mar. Si se esforzaba, el ruido aumentaba de verdad y se sosegaba de nuevo, como una gran ola que rompiera en la playa. Los compañeros de alrededor no paraban de gemir, algunos tosían, otros tiritaban de frío. Cuando amaneció, en la hierba del prado había delicados hilos de escarcha blanca, pero no notó el frío. Le estaba afectando la fiebre.
La tarde del día siguiente tuvieron que cargar con él, se le había hinchado la mano una barbaridad. Sentía como si un herrero estuviera golpeando un yunque; el resto del cuerpo solo era piel vacía, sacudida por los ataques de frío y fiebre. Hablaba sin parar, la mayor parte en francés, era asombroso la cantidad de frases que se le habían grabado en el cerebro sin que él fuera consciente. Ahora salían de él en tromba, como una bandada de aves salvajes que escaparan revoloteando de su boca hacia el cielo.
Llovía todo el tiempo. A veces nevaba, los copos suaves se posaban en su cara y le hacían cosquillas.
—Mettez-le là! Laissez-le dormir!
—Tiene fiebre. La fièvre… Sa main est cassée… mano kaputt.
Estaba muy contento de que por fin lo dejaran en paz. Era agradable estar en un catre, tranquilo, sin convulsiones, sin marcha, sin nadie que lo llevara a rastras o le exigiera que por lo menos diera unos cuantos pasos. Vio un vasto prado estival delante, las hierbas y las flores se agitaban con suavidad al viento, las amapolas irradiaban luz, en medio había cardamina, el diente de león amarillo se erguía en tallos flexibles y altos. Pequeñas mariposas de color azul claro bailaban por encima de las flores, revoloteaban como nubes blandas, se sentaban sobre las hierbas esbeltas que se inclinaban bajo aquella leve carga. Le llegaba el olor a hierba fresca y tierra cálida y fértil, la manzanilla lo rodeaba, un leve aroma a aceite de rosas. Aceite de rosas… Era el jabón que se usaba en la villa de las telas, siempre estaba en la jabonera, encima de la bañera, una bandejita de porcelana blanca en forma de pétalo sujeta a la pared de baldosas blancas. Inspiró el aroma y quiso coger el jabón rosado, pero un dolor infernal en la mano derecha acabó de un plumazo con todas aquellas bellas imágenes. Parpadeó ante la luz cegadora de una lámpara, vio el rostro de un hombre. Un rostro ancho, sudoroso, unos ojos pequeños con un brillo intenso tras unas gafas redondas con la montura metálica.
—La herida está gangrenosa. Se ha esperado demasiado. ¿Por qué no se notificó enseguida?
Abrió la boca y dijo algo que ni siquiera él entendió. Jabón. Amapola. Merde. La guerre. Cochon allemand…
Los ojos pequeños eran azules, en medio había un punto negro. Se le clavaron en el cráneo y le taladraron el cerebro. Dentro tenía una gran confusión, él lo sabía. Aun así, le daba vergüenza que esa persona viera el desorden y lo juzgara.
—Poca esperanza… Cortar la mano… Pocas opciones…
—Il ne comprend pas… Ne perdons pas notre temps.
Humbert miró a un joven vestido de blanco, delgado, con el cabello oscuro y patillas, sus ojos oscuros brillaban bajo la luz de la lámpara. Luego, poco antes de que le pusieran un pañuelo blanco sobre el rostro, vio que algo emitía un destello. Acero reluciente, fino y afilado.
—¡No! —gritó y se retorció—. ¡No, no me cortéis la mano! No quiero. Je ne veux pas. Prefiero morir. Mourir. Laissez-moi ma main!
De pronto se vio con fuerzas. Se puso a dar patadas y cuando oyó el ruido soltó puñetazos, se escurrió como una anguila y cayó de la mesa de operaciones al suelo. Se levantó a duras penas, se apoyó en la mano dañada sin notar el dolor, se zafó de quien lo agarraba del hombro, quiso ir hacia la puerta y se topó con un soldado gigantesco. El cuerpo del gigante rubio no se movió un milímetro, agarró a Humbert por el cuello de la chaqueta y lo sujetó como si hubiera cazado una liebre.
Ya no fue consciente de lo que le ocurrió. Un agua de color azul oscuro se abrió ante él, con un enorme remolino en el medio. No había escapatoria. El movimiento circular se aceleró, se sintió mal, en sus oídos rugía el océano desatado y elevó su cuerpo del fondo. Se vio arrastrado entre algas y bancos de mejillones, se golpeaba suavemente contra peces grises, se deslizaba sobre la cubierta de barcos naufragados y vio rayas negras con alas inmensas que pasaban volando por encima. De vez en cuando una corriente marina lo impulsaba hacia arriba, donde el agua era cristalina bajo la luz del sol. Entonces el murmullo sordo del mar disminuyó en sus oídos y oyó voces humanas.
—Déjalo en paz… Pobre… No durará mucho.
—Pero aún respira.
—Tres o cuatro horas, luego lo sacamos.
Humbert sintió una profunda compasión por el pobre muchacho que estaba a punto de morir. ¿Es que nadie podía ayudarlo? Sin embargo, enseguida volvió a engullirlo el mar suave y se hundió en las profundidades, notó el frío y se dejó arrastrar por el fondo. Las plantas lo envolvían, le rozaban los brazos y las piernas, tiraban y tiraban del pelo.
—No hace falta que siga, enfermera. Pronto habrá terminado todo.
—C'est un allemand? Quel est son nom?
—Nadie sabe ni de dónde viene ni cómo se llama. Habla alemán y francés mezclados.
—Tant pis. Un joli garçon…
—¿Y qué pasa con nosotros? ¡También somos chicos guapos!
—Ah… tais-toi!
Humbert empezó a pensar que tal vez hablaran de él. En todo caso, alguien le tiraba del pelo y, al abrir los ojos, vio el rostro severo de una enfermera rubia. Sin duda era una enfermera, pues llevaba cofia y delantal blancos.
—Bonjour, monsieur —dijo—. Vous allez mieux?
¿Si estaba mejor? Humbert levantó el brazo derecho para quitarle el peine de la mano, pues le estaba dando unos tirones horribles y él siempre había tenido mucha sensibilidad en el cuero cabelludo. Pero entonces vio la venda y lo asaltó un recuerdo horrible.
—La mano —gimió—. Ma main…
Debió de mirarla con tanto miedo que ella dejó de peinarlo. Le puso la mano fría en la frente y él respiró su olor a jabón duro.
—Tout va bien, mon petit. Votre main est encore là.
¿La mano seguía ahí?
—Pero… pero usted ha dicho…
Ella negó despacio con la cabeza y sonrió. Fue una sonrisa muy seria, no tenía nada de cariñosa. La enfermera tenía unos ojos grandes de color gris azulado y labios finos. Le gustaba. Era como una hermana mayor que le hacía sentirse seguro.
—Votre nom?
—Humbert Sedlmayer. Et vous?
Humbert tuvo que deletrearle el apellido cuando ella lo apuntó en una lista. Luego pronunció su nombre «Umbar». Cuando terminó de escribir, él volvió a oír el rumor del mar dentro de sus oídos y, aunque esta vez intentó resistirse, no pudo evitar hundirse. Lo último que oyó fue el nombre de la enfermera. Süsann… Susanne.
Habría preferido quedarse en el fondo del mar, donde no sentía dolor, pero era como un corcho, una fuerza no paraba de empujarlo hacia la superficie. Le dieron una infusión de manzanilla en una taza y un puré que sabía a nabo, patata y castaña. A veces había café con leche, pero muy claro y mezclado con achicoria, aunque era mejor que todo lo que había bebido últimamente.
Soñó con ratas que se escondían en mugrientas madrigueras y lo miraban fijamente con un brillo de hambre en los ojos. Algunas le saltaban encima y se convertían en figuras humanas, fantasmas grises sin cabeza, mitad tierra y mitad cadáver; otras veces solo eran uniformes sin nadie dentro, cascos bajo los cuales se ocultaban rostros grises de rata con bigote. Esos animales le inspiraban compasión, pero le gruñían y le mordían en los brazos y las piernas. Cuando despertó de aquellos sueños, creyó oír el estruendo de los cañones y los silbidos de las granadas, y aunque Susanne le aseguró que se hallaba cerca de París, muy lejos del frente, él estaba convencido de lo que había oído. Tenía aquellos sonidos tan grabados en su interior que quizá a partir de entonces los oiría todas las noches. Se acurrucó bajo la manta, presa del pánico, y soltó un leve gemido, pero rara vez se producía el desmayo que tanto alivio le procuraba.
Una mañana, mientras se tomaba el café con leche, un herido pasó con dos muletas por el pasillo de la sala de los enfermos. Le habían amputado el pie izquierdo, pero había superado la operación y se las arreglaba bien cojeando sobre una pierna. Humbert no lo reconoció hasta que giró un poco la cabeza, y aun entonces no estuvo seguro de si veía cosas que en realidad eran alucinaciones.
—¿Gustav?
El aludido estuvo a punto de perder el equilibrio, pero logró dominarse, dio un giro brusco y luego se acercó, feliz como un niño, al borde de la cama de Humbert.
—¡No me lo creo! ¡Humbert! ¡Amigo! ¡Pero qué coincidencia!
Se puso a llorar de la emoción, y los vecinos de cama de Humbert estaban tan conmovidos que también tuvieron que limpiarse los ojos. Gustav Bliefert, el nieto del viejo jardinero. Soldado desde hacía dos años, primero en Rusia y luego en Francia. Verdún le había costado el pie izquierdo, una granada se lo arrancó sin más, junto con la bota y la mitad de los pantalones. Si los compañeros no lo hubieran arrastrado de vuelta a las trincheras, se habría desangrado en tierra de nadie. Al día siguiente pasó a ser prisionero de guerra, cuando lo trasladaban en camión al campo de barracas y el conductor se perdió.
—De repente nos estaban disparando por todas partes —explicó de buen humor—. En ese momento ya me daba igual, pensaba que mi vida había llegado a su fin. Pero el Señor tenía otros planes.
Tuvo que apartarse a un lado para dejar paso a una enfermera que se acercaba con una bandeja para recoger las tazas de café vacías. Le dijo con un gruñido que no se le había perdido nada ahí y que mejor anduviera por el pasillo, donde no molestara. Gustav hizo varias reverencias, sonrió y dijo:
—Oui, madame… Merci, madame… D'accord, madame.
No tenía ninguna intención de seguir su consejo. Al contrario, se sentó a los pies de la cama de Humbert, agarró las muletas con una mano y cruzó las piernas para que el muñón no tocara el suelo. Estaba curado, solo en un punto no estaba tan bien. Era raro despertarse en plena noche porque sentía un dolor atroz en el pie izquierdo. El pie que se había quedado en algún lugar de Verdún, en un agujero abierto por una granada.
Humbert asentía por educación, pero la imagen le parecía espantosa. Le asombraba la naturalidad con la que Gustav se lo tomaba, cómo bromeaba y hacía reír a los compañeros de las camas de al lado.
—Antes creía que las mujeres prusianas eran las peores, pero son ángeles en comparación con estos dragones franceses.
Explicó que la enfermera francesa lo trató con aceite de ricino una semana después de la operación y lo lanzó a las letrinas. Era un grand garçon y se las arreglaría. Bueno, lo consiguió por poco, pero el remedio funcionó.
—¿Qué te pasa en la mano, Humbert? ¿Te han cortado los dedos? ¿Un disparo te la atravesó?
Al ver tantos heridos graves, Humbert se sintió ridículo. Sí, un disparo. El médico era una persona excelente, le había salvado la mano. La infección había desaparecido, incluso podía mover el pulgar y el meñique.
—Menos da una piedra —comentó Gustav, por experiencia—. Así por lo menos puedes sujetar un plato o una bandeja.
—Claro. He tenido mucha suerte.
—¿Has escrito a la villa de las telas? Envían el correo con la Cruz Roja. Tarda una eternidad en llegar, pero llega. Yo le escribí una carta a mi Auguste hace tres semanas.
Gustav hablaba más que de costumbre y a Humbert le pareció curioso, pues antes no era así. Tal vez creyera que le habían regalado una segunda vida. Humbert, en cambio, se estaba mareando de escucharle; el murmullo y el zumbido en los oídos se intensificó y cerró los ojos. Olas de color verde oscuro se mecían ante él, podía ser un campo de grano joven, un prado, o tal vez el océano…
—¿Estás cansado o qué? —oyó que decía la voz de Gustav—. Yo quería… El médico me ha dicho que más adelante me darán una prótesis. Entonces caminaré como antes. Pero con más estilo, ¡ja, ja, ja!
Humbert notó que Gustav se levantaba de la cama de un salto, oyó los golpes de las muletas de madera, y luego se sumergió en un mar azul claro transparente en cuya superficie se reflejaba el sol.
Durante los días siguientes, Gustav lo visitó con regularidad, se sentaba con él y hablaba de todo un poco. Del parque de la villa de las telas, que su abuelo no podía cuidar solo, de su Auguste y de Maxl, al que solo había visto una vez el año anterior cuando estuvo de permiso. De que sentía una añoranza tremenda, como todos.
—Si tenemos suerte, Humbert… —dijo en voz baja para que no lo oyeran los vecinos de cama—. Si el Señor está con nosotros…, intercambio de inválidos. ¿Has oído hablar de eso? Los de la Cruz Roja y las partes implicadas en la guerra negocian, hacen sus números y luego escogen quién regresa a su país. Por supuesto, solo heridos graves. Casos muy graves.
Humbert sonrió como si la noticia le pareciera muy significativa. En realidad no deseaba regresar a su país. ¿Qué iba a hacer allí? Sus padres ya no vivían, y su hermana no quería saber nada de él. En el fondo solo tenía a Fanny Brunnenmayer, era la única persona a la que le gustaría volver a ver. No obstante, él ya no era el mismo de antes, y no sería apto para el servicio en una casa. No era tanto la mano herida como el constante ruido y murmullo en los oídos. Necesitaba el océano, el silencio del agua azul que lo protegía de sueños crueles. También le gustaba la enfermera rubia y estricta, aunque no siempre fuera amable con él. Lo había increpado en varias ocasiones y le decía que no había ningún bombardeo cuando él volvía a meterse debajo de la manta.
—Fini avec ça! Il n'y a pas de bombardement!
Se avergonzaba delante de ella, pues, por mucho que le dijera, él oía con claridad los impactos de las granadas, incluso los notaba.
Pasó una semana, luego ella dijo algo que le dio mucho miedo.
—Il faut se dire adieu, mon petit.
—Pourquoi? ¿Por qué tenemos que despedirnos?
Ella sonrió y se quedó callada.
—¡Eres un maldito afortunado! —dijo Gustav con envidia—. Además, Susanne te mira con buenos ojos. En dos semanas te irás a casa. Maldita sea otra vez. Y solo por tener un agujero en la mano.